sábado, 15 de abril de 2017

EL TESTAMENTO DE JESÚS DESDE LA CRUZ

 “EL TESTAMENTO DE JESÚS DESDE LA CRUZ”.

HOMILÍA DE SIETE PALABRAS / VIERNES SANTO / 2017.

PRIMERA PALABRA: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (San Lucas XXIII, 34). Pater dimitte illis non enim sciunt quid faciunt”.
Jesús intercede por quienes claman su muerte. El poder de la venganza se responde desde el Cielo sólo con palabras de perdón. A cada uno en particular, al pueblo deicida que vociferaba desafiante: “su sangre caiga sobre nosotros y la de nuestros descendientes”, sobre los romanos que cumplen una orden injusta y lucran con la túnica de Jesús la cual era el único bien material que tuvo Jesús…no fue vendida sino echada a la suerte. La expresión “perdón”: latín “dimitte” se usaba –también- “ignosce”.
La preocupación de Jesús en este momento no era justificar su inocencia, pues, ¿quién mejor que Él sabe que la fuerza de la verdad es que es verdad? Según esto, nuestra atención a de ocuparnos del juicio final que tendremos ante Dios y no preocuparnos de las veleidosas opiniones de la muchedumbre.
Un hermoso cuadro nos pone a Cristo como mirando a quienes estaban a su alrededor, casi como sucede si una cámara filmase los rostros circundantes…precisamente hacia ellos se dirigió su mirada, su Corazón y su perdón: Sólo él podía conceder el perdón a quienes le acusaban quitando el nocivo poder que encierra tanto el odio como el rencor. Por esto, la primera palabra nos recuerda que “el amor vence siempre” y se verifica con el termómetro del que se entrega a los enemigos, a los falsos acusadores. Amar a los que nos quieren es amor de correspondencia; amar a los enemigos es amor de gratuidad que nos asemeja al de Cristo (perdonador) que nos perdona.
¿En qué circunstancias nos da el Señor su perdón? Una lluvia de latigazos, una corona trenzada de espinas, combos, tres clavos que taladraron sus manos y pies, despojado de sus vestimentas, todo causaba dolor y herían cada parte de su cuerpo. Pero, las burlas, las maldiciones y blasfemias, los insultos y menosprecios, golpeaban su corazón con más fuerza que lo que luego haría la fría lanza de Longinos. Ni el pudor inserto en las almas más crueles es capaz de quebrarse ante quien agoniza, exceptuada la justicia malsana de la venganza proclamada por quien olvida a Dios y la ley en su vida.
Nuestro Señor muere perdonando. Fue conveniente esta primera palabra, pero debería ser escuchada por todos. Las que vienen estarían marcadas por el avance de la debilidad. Todos escucharon claramente: ¡Padre, perdónales! Que anunciaba la razón de su presencia desde hace treinta y tres años cuando “el Verbo se hizo carne y habitó en medio nuestro”…con el fin de “salvar a su pueblo del pecado” (San Mateo I, 21).
Una vez más, como tantas lo hizo con anterioridad, Jesús toma la iniciativa para dar unilateralmente su perdón. Por esto, el acto de aceptarlo sana y engrandece a quien lo da, y el hecho de negarse a recibirlo empequeñece y enferma el alma. 
El don del perdón es una nota característica de nuestra fe católica. Si Cristo lo hace ¿Por qué seremos distintos quienes nos reconocemos como sus testigos? El que no perdona es testigo del demonio.
Recordemos que cuando los Apóstoles piden que se les enseñe a rezar, nuestro Señor les exigió el conceder el perdón a los enemigos como hipoteca del perdón que Dios tendría (tendrá) hacia cada uno de nosotros: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”.
Miente quien ama y no perdona. Miente quien se llama solidario y no perdona. Miente quien clama justicia y no da vuelta la página en su vida y la sociedad. ¡Una sociedad renuente al perdón es una suciedad!
Jesús, plenamente consciente de sus actos y palabras,  intercede por los que le estaban quitando la vida. Tal como acontece en la vida actual, tres cruces eran el rostro del mundo: el bien más deseable y puro flaqueado a cada lado por el insondable misterio de mal, por lo que aquel signo de la ignominia de una condena a muerte desde ese instante,  pasa a ser símbolo del perdón de Dios a cada uno de nosotros donde el dolor tiene sabor de esperanza.
La puerta del Corazón de Dios se abre con esta primera palabra dicha por Jesús. Su oración actual nos mantiene con la posibilidad de recibir el bálsamo del perdón cada día, por medio del sacramento de la confesión donde se actualizan estas primeras palabras del Señor….”Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.  ¡Que Viva Cristo Rey!
      
 

  
SEGUNDA PALABRA: “Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso(San Lucas XXIII, 43). Amen dico tibi,  hodie necum eris in paradiso.
Se cumple lo anunciado por Jesús: “No he venido a buscar a justos, sino a pecadores”. No guarda silencio para que todos escuchen su perdón. Como en la oración siempre responde,  el tiempo de espera, de cerrar nuestros ojos, juntar nuestras manos, y suspirar es el tiempo que Dios toma para responder a nuestras súplicas. El tiempo de Dios es distinto al nuestro.
La fe del Buen ladrón es el seguro de bienaventuranza eterna. Debemos confiar en el don que Dios nos ha dado: el creer mueve montañas y abre las puertas del cielo, lo fundamental es que sepamos mirar el sufrimiento desde el misterio del crucificado…ante el cual uno desesperó y el otro confió. Un día dos condenaos a muerte miraron desde su celda hacia el exterior, uno sólo vio barro, el otro vio estrellas.
Algo semejante acontece con los dos condenados crucificados junto a Jesús…padecían el más terrible tormento establecido por las leyes del hombre: una muerte lenta y plena de dolor. Consideremos que Cristo fue “contado entre los malhechores” tal como lo habían anunciado los antiguos profetas.
En ocasiones, no podemos esquivar el sufrimiento, no podemos negar los dolores, entonces al mirar cómo sufrió nuestro Señor damos el verdadero valor a lo que podemos padecer asumiendo que “completamos el sufrimiento de Cristo en la cruz para bien de su cuerpo que es la Iglesia” (Colosenses I, 24-28).
El tiempo de la salvación no lo programamos nosotros. No depende de nosotros. Es obra de Dios, aquí y ahora. Por ello, dice desde la cruz: ¡Hoy estarás junto a Mí”, no sólo en lo alto de la cruz, inmersos ambos en el dolor, sino,  luego,  en el paraíso prometido.
Mas, fue necesaria la humildad de implorar, de suplicar: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino” (San Lucas XXIII, 42). Sin dilación innecesaria, con la diligencia propia de quien ama verdaderamente, escucha la respuesta anhelada recibiendo lo que más necesitaba en ese momento: “Hoy”…”Ahora”. Sin duda, hubo un cambio en el corazón del delincuente arrepentido, él sí estuvo dispuesto a cambiar su vida. Sin bajar de la cruz, pendiente de ella, logró el milagro de la bienaventuranza eterna que tantas veces dilatamos implorar.
El Buen ladrón supo del valor de estar crucificado junto a Jesús, por esto no le suplica bajar de ella sino ser parte en el Reino que no acaba. Descubre la misericordia, el rostro divino del Señor en lo alto de la Cruz. El elemento de suplicio más feroz, como era una cruz,  se transforma desde esta segunda palabra, en el más preciado altar para quien procura cumplir la voluntad de Dios que permanece pendiente en ella. Si inicialmente fue el odio lo que le hizo estar crucificado, ahora era el amor sin medida lo que le ataba a ella.
De signo de condenación a símbolo del perdón; de una realidad de la cual todos desviaban la mirada, al lugar que orgullosamente preside –visiblemente- en medio de nuestros altares, al lugar que se lleva en nuestros pechos, cercano al corazón, evocando las palabras de la liturgia de este día: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo pendiente la salvación del mundo…! Venid, adoremos a Dios!”.
El amor de nuestro Señor pacientemente dejó actuar a quienes eran sus verdugos, dejó insultar al ladrón impenitente, y conoció el silencio de los débiles y cobardes, con el fin de ganar nuestra alma por medio de una respuesta hecha verdadera conversión, llena de gratitud y arrepentimiento. La lección dada por Jesús al Buen Ladrón nos hace descubrir que aquel hombre, poco sabría del Sermón de la Montaña o de las palabras pronunciadas en la Última Cena, pero –indudablemente- tuvo la grandeza de poder descubrir la verdad de Dios escrita en el evangelio de una Cruz.
La confesión de fe en Cafarnaúm hecha por San Pedro, y la profesión de fe realizada por los niños de Jerusalén que clamaron al unísono: “Bendito el que viene en el nombre de Dios…el Hijo de David”,  nunca sonaron mejor en los oídos de Cristo que lo que aquel moribundo balbuceaba por medio de una sutil corrección fraterna: “¿Es que ni siquiera a la hora de la muerte vas a reconocer a tu Dios?”. ¡Estamos ante Dios!
Esto hizo que Jesús hiciera de un delincuente un santo. Hoy, como entonces, nuestro Señor espera nuestro regreso. Él quiere darnos una vida nueva en la cual, el protagonista de nuestros pensamientos, palabras y acciones emergen cono fuente inagotable desde lo alto de la Cruz y converjan como gratitud a los pies del signo por medio del cual,  vino la salvación del mundo. ¡Que Viva Cristo Rey!
   

 

  
TERCERA PALABRA: “Mujer, ahí tienes a tu hijo…Hijo, ahí tienes a tu madre” (San Juan XIX, 26-27).  ¡Mulier ecce filius tuus…ecce mater tua!
Jesús cumple el deber como hijo, ya conocido en el cuarto precepto del Antiguo Testamento. La caridad verdadera es ordenada; parte por Dios, pasa por nuestros mayores, sigue por los familiares y se encauza en amigos y quienes están llamados a serlo, y a tantos amados por Dios que están a nuestro alrededor.
El misterio de la cruz y de lo acontecido en un Viernes Santo marca indeleblemente, en un antes y un después,  la vida humana, la vida social, aún más,  el universo entero. Por consiguiente,  hay una nueva relación de la madre con el Hijo en virtud de la nueva vida en Cristo que muere y resucita.
Todo revive, también la dimensión maternal y filial. María es constituida como Madre de la Iglesia y Madre nuestra. En ese momento Jesús forma una nueva familia. En tres líneas aparece cinco veces la expresión “madre” y ello no es casualidad. La Santísima Virgen María es una nueva madre en la hora de la glorificación de su Hijo y Dios.
Desde ese momento, se une más estrechamente Jesús y su Madre en virtud del misterio de la cruz, por lo que a Ella (la Virgen)  la reconocemos como “experta en los momentos difíciles”, de tal manera que,  allí donde una persona sufre y enferma, donde el rostro de Cristo es golpeado, y donde se oculta con las injusticias la “imagen y semejanza” de la persona, la Madre de Dios no deja de velar por todas y cada una de nuestras preocupaciones y necesidades tal como lo hace una madre por sus hijos en todo momento.
En la compañía de la Virgen y de San Juan Apóstol, el discípulo más joven, le hacen ver al Señor Jesús a toda la Iglesia, a cada bautizado que es constituido como nuevo hijo de Dios, y que ahora –por el misterio acontecido en el calvario- se escribe como historia de salvación.
Desde este momento, cuando el Hijo le dice: “Mujer he ahí a tu hijo”, se abre el corazón de la Virgen Madre para todos constituyéndose como verdadero refugio de los pecadores donde somos amparados, sanados, y comprendidos.
Nadie queda al margen de su corazón maternal….Todos estamos llamados a ocupar un lugar importante en él. En ella no hay hijos de primera, de segunda ni de tercera…Cada uno es objeto de su predilección.
¿Quién mejor que Jesús honraría a su padre y a su madre? (San Mateo XIX, 19). Por ello, tal como acontecía en aquel tiempo, la mujer que era viuda quedaba en total situación de desamparo. La atención que el Señor dispensó durante tres años de vida pública es prueba elocuente de que a esta hora no olvidaría a su Santísima Madre, por esto, le encomienda a uno de sus discípulos, el recibirla no sólo en su casa, sino primero en su corazón.
Con frase imperativa, no como quien simplemente da un consejo ni propone un camino más entre otros a seguir, por el contrario, le manda: “Juan, ahí está tu madre”. Divino y humano el que habla desde la Cruz…Divino y humano el que escucha a los pies de la Cruz….Divino y humano el mandato dado en la Cruz.
El acto de “recibir a la Madre en el hogar(San Juan XIX, 27), nos hace recordar que en la medida que, asistidos por la gracia,  cumplamos la voluntad de Dios comprenderemos y serviremos más eficazmente cada requerimiento de la vida humana, puesto que,  desde la Cruz siempre se ven mejor todas las cosas. Quien de verdad ama a Dios no dejará de hacerlo con cada una de sus creaturas.
En esto, el ejemplo de Virgen María es fundamental, toda vez que así como Dios envió un ángel en el Huerto de los Olivos para estar con Jesús, ahora envía a su Madre que -sin duda- resulta el mejor consuelo y la más oportuna caricia que el Padre Eterno podía ofrecer a su Hijo en ese momento. En efecto, su corazón maternal, habitado en plenitud por el Espíritu Santo desde el instante de la Anunciación, crece y abarca una maternidad en la que caben todos los hermanos de su Hijo y Dios…!Nadie queda fuera de su corazón! Madre de Dios y Madre de la Iglesia: La recibimos desde lo alto de la Cruz, por lo que a Él vamos siempre por medio de su Madre, a la vez que  toda gracia que del Cielo nos llega, por Madre se nos concede. Más verdadero que todos los parentescos es el que tiene Cristo con la virgen que nos hace ser parte desde el bautismo de la familia de los hijos de Dios. ¡Que Viva Cristo Rey!

     CUARTA PALABRA: !Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has olvidado?” (San Marcos XV, 34). ¡Eli, Eli, ¿lemá sabactani?!
Estas palabras las leemos en el relato más antiguo de los Santos Evangelios como es el que nos entrega San Marcos, redactado originalmente en arameo. Jesús recita parte del Salmo XXII. Al momento de experimentar el misterio del silencio de su Padre y nuestro Dios. Non recedendo, sed non adiuvando: no hay socorro o consuelo sino silencio y compañía, como cuando nuestro consuelo es silencioso pero presente ante un dolor muy hondo del alma…
La aceptación del sacrificio no disminuye el dolor ni la soledad, pero le hace posible como oblación de entrega. Es lo que encierra esta frase que revela uno de los grandes misterios de todo el Santo Evangelio, de toda de la vida pública de Nuestro Señor…la frase que responde a la pregunta sobre la inmensidad del pecado nuestro, cuyo rechazo voluntario a Dios golpea, insulta y desprecia a su Hijo en las solitarias horas del Calvario.
El Hijo único que habla con su Padre: Sin duda,  un diálogo que desnuda en toda su crudeza las múltiples consecuencias que tiene todo pecado. Por ello, ante los golpes e insultos guardó silencio, no hizo atisbo de responder a las burlas que le hacían con sobrenombres, tampoco enrostró el desdén,  traición y cobardía de quienes le acompañaron durante largo tiempo y vieron sus                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                             múltiples milagros y escucharon la sabiduría de sus enseñanzas…Todo eso lo padeció en silencio…pero, ante el silencio del Cielo (Dios Padre) hizo resonar su voz con más fuerza, pues, experimentaba en esos momentos aquello que los hombres sin Dios sienten. Como perfecto hombre, a causa de los pecados del mundo entero –de todos en todo tiempo.- experimenta el sabor amargo de una soledad hecha silencio, pues “tentado en todo como nosotros” (Hebreos IV, 15.16) puede compadecerse en cada uno y ser infinitamente misericordioso.
De las siete palabras pronunciadas, la cuarta resulta el momento más profundo y misterioso de la cruz. Sin duda,  nos unen más hondamente a su Sagrado Corazón, que sólo en unos instantes será el silencioso testimonio de su entrega y de la verdad de su humanidad, de su padecimiento en el Huerto de los Olivos, de sus sufrimientos a lo largo de la vía dolorosa (Vía Crucis) , de su amor.
En estas palabras la realidad de la Encarnación llega a su mayor expresión: como verdadero hombre sin dejar de ser Dios muere, y ello, como consecuencia del pecado. ¡Se hizo pecado! Llega a decir el apóstol San Pablo.
La naturaleza, salida de las manos del Creador hablará por medio del “sol oculto” como imagen de la soledad de la muerte de Nuestro Señor, en momentos donde la respuesta de Dios Padre no se presenta…no hay ángeles que le asisten como en Huerto de los Olivos, el sueño que venció a sus discípulos por el cansancio ahora se ha transformado en el despertar de la desolación, la incertidumbre de unos y la manifiesta negación de otros.
Si ya es triste morir sufriendo y solo, ¿Cómo será hacerlo despreciado por unos? ¿Cómo será partir ante el silencio del cielo? Ciertamente, “es la hora de consumar hasta el final la confianza en Dios y la unión de amor con los hermanos. En ese silencio de Dios, en ese aparente abandono de Dios crece hasta el infinito el amor redentor de Jesús y se manifiesta en su plena verdad el amor salvífico de Dios”.
Aflora en la mente de Jesús aquel Salmo tantas veces recitado: Te llamo de día y de noche y no me respondes. Estoy hecho un gusano, todos se burlan de mí. Si confía en Dios, pues que Dios le salve. Se me derriten los huesos en las entrañas. En ti esperaron nuestros padres y tú me liberaste. No te quedes lejos de mí, libra mi alma de la muerte. Señor, salva mi vida, salva mi alma eternamente. Y yo anunciaré tu nombre a mis hermanos” (Salmo XXI).
Ahora es vencido el Demonio. En los momentos de mayor obscuridad e incertidumbre, cuando parece que emerge victorioso el Maligno y la realidad inexorable de la muerte de cierne sobre el Hijo de Predilección del Padre Eterno, es aquí donde el Hijo recurre a Él, lleno de amor y fidelidad trenzando desde el abandono más hondo los eslabones que unirán al Creador con sus creaturas; a los hijos con su Padre; a la humanidad redimida con su Dios Redentor. Su ausencia se hace presencia permanente en Cristo que nos redime. Aquí nace la fuerza interior de nuestra Iglesia, nutrida del amor de los santos, apoyada en la fortaleza de los mártires, que en toda época, también en la actual, dan su vida por amor a Dios insertos en el mayor de los desprecios y,  en ocasiones,  ante el olvido de los suyos llamados a auxiliarles oportuna y convenientemente. ¡Que Viva Cristo Rey!
     

QUINTA PALABRA: “Tengo sed” (San Juan XIX, 28).  ¡Tam sitio!
Los sufrimientos físicos de Cristo en la Cruz son múltiples: Azotes, corona de espinas, clavos. Pero hay dos que le agobian una vez que ya ha sido crucificado: la falta de aire que es por la posición en que se encuentra, y la sed a causa de la pérdida de sangre, una sed –realmente- agobiante.
Nuestro Señor fue crucificado a las nueve de la mañana. Al decir esta quinta palabra, cercano a la hora novena (nona),  ya llevaba unas seis horas crucificado, por lo tanto, sus fuerzas físicas eran mínimas toda vez que las actividades y los momentos vividos habían resultado en si extenuantes: Instruyó, preparó y celebró la Ultima Cena…!la Primera Misa! Luego, lavó los pies a cada uno de sus discípulos con el Mandato de la Caridad, con pausa les dio las últimas instrucciones en el denominado Sermón Sacerdotal, luego soportó la traición de Judas Iscariote, la aprehensión y la oración en Getsemaní (Huerto de los Olivos) donde sudó en gotas de sangre, la violencia de ser arrestado…Sin dormir nada, muy de madrugada era sometido a seis juicios seguidos: tres de los judíos: ante Anás Caifás y el Sanedrín; posteriormente, enfrenta tres juicios de los romanos: ante Pilatos, ante Herodes y de regreso, nuevamente ante Poncio Pilatos.
En todo ello, describe el Santo Evangelio que le dieron “combos” y “cachetadas”, lo azotaron, le trenzaron una corona de espinas, le golpearon el rostro dejando su pómulo visiblemente hinchado…Todo esto, sin duda nos hace recordar parte del Salmo XXII: “Como tiesto se secó mi fuerza, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte” (versículo 15).
La dramática descripción que nos entregan los Santos Evangelios, tiene en el Santo Sudario el engaste preciso para ver en nuestros días los padecimientos fisiológicos que tuvo Jesucristo que fue mandado a ser “azotado”.  Tal como era el uso romano del castigo, la victima debía tener las manos atadas. Que no impidieran los golpes, y atados a una columna para evitar que huyese aunque fuese momentáneamente. El látigo era confeccionado de tiras de cueros largas, en cuyas puntas iban amarrados trozos de huesos filosos, con metales de plomo, hierro y cobre.
Esto ocasionaba un “desastre” en el cuerpo de quien padecía el castigo, al que muchas veces dejaba a la vista venas, huesos, y hasta algún órgano interno, por lo que perdían el conocimiento, se desmayaban y hasta morían por el  hecho de ser azotados. Hacia el Señor Jesús tomaron  la precaución de procurar terminar el proceso…no podían fracasar con el hecho que se les muriese el condenado en la mitad del camino. Ni perdón ni olvido hacia Cristo
Ese fin había que evitarlo…porque quien se declaró Hijo de Dios debería morir en una Cruz. Mas, la pérdida de sangre y la carne desgarrada ocasionaban –necesariamente- en el castigado una altísima fiebre y una sed incontrolables. Hasta aquí el drama es indescriptible, y aún no es puesto en la Cruz ni pendiente en ella las seis horas en que estuvo. Sin duda, ya debemos recordar que no fue por nuestro vecino que Jesús murió sino que lo hizo “por nuestros pecados”,  por esto fue azotado y despreciado. Entonces, luego de la flagelación... ¡Vamos a la Cruz!
No había comparación entonces a ella. No había castigo mayor que el morir en una cruz, por esto,  sólo podía ser aplicado a esclavos e inmigrantes, en casos muy excepcionales, a algún ciudadano romano. El peso de una cruz era de unos ciento cincuenta kilos, pero el condenado llevaba sólo el travesaño que pesaba alrededor de cincuenta kilos, procurando que el trayecto fuese lo más extenso para que el mayor número de personas lo viese como un escarmiento.
Cuando el condenado llegaba al lugar previamente designado era amarrado al madero horizontal y asido a la madera el cuerpo por medio de tres clavos de quince centímetros por tres de ancho. El ahorro de un clavo en los pies hacía que el cuerpo presionase sus pies doblemente. ¿Cómo estaba agonizando nuestro Señor en este momento? La respuesta es obvia: desangrado y con una sed que le deshidrataba a causa del calor ambiental, y de la alta fiebre que producía la pérdida de sangre. Jesús moría de sed, esto no era una metáfora
Si los dolores del cuerpo eran extremos, ¿Qué diremos de los dolores del alma de Jesús? Aquella sed espiritual de Jesús fue manifestada junto al pozo de Jacob cuando imploró: “dame de beber” (San Juan IV, 7).  Sin duda, se refería a una sed más honda, más necesaria, y más urgente que el agua que su cuerpo requería, se trataba de procurar la salvación de todos quienes daban la espalda al Padre de los cielos por medio de una vida inmersa en el menosprecio.
Nunca acabaremos de sopesar lo que implica despreciar a Dios  con nuestros pecados, por esto el camino de identificación con Jesús pasa por acoger el programa de santidad dado al inicio de su ministerio público en el Sermón de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de ser justos, porque ellos quedarán satisfechos”.
“El que tenga sed, que venga hacia mí”: El camino a ser santos necesariamente pasa por vivir en gracia, en vivir de la gracia que Dios nos concede particularmente por medio de la recepción de los sacramentos, por medio de la plegaria incesante que la implora, y el seguimiento fiel a las enseñanzas bimilenarias del Magisterio Pontificio, recordando que el participar en la verdad es un don, es una gracia, y carecer de ella permaneciendo sumergidos en el error es siempre una inmensa desgracia, que forma parte de la “sed espiritual” que explícitamente mostró Nuestro Señor mientras estuvo en lo alto de la Cruz.
En efecto, la sed de Cristo permanece vigente toda vez que el hombre, la familia y la sociedad somos capaces de las mayores maldades e iniquidades, que más allá de las buenas intenciones, múltiples declaraciones, y melosos sentimientos, continuaran existiendo en tanto cuanto no haya un verdadero, total y cotidiano espíritu de conversión que al pie de la cruz hoy imploramos ¡Que Viva Cristo Rey!

 

        

SEXTA PALABRA: “Todo está cumplido” (San Juan XIX, 30). ¡Consummatum est!
Se cumple a la perfección lo escrito en la Biblia (Antiguo Testamento) sobre Cristo. Jesús tiene un programa en su vida que anuncia y sigue fielmente. También, podemos hacer un plan de vida espiritual, y esforzarnos en cumplirlo para no ir sorteando la vida. Las aves vuelan guiadas por el instinto, en nosotros ¡hay algo más que instinto! Por lo que  no podemos ir movidos     –exclusivamente- por los impulsos de una naturaleza ciega. Quien procura cumplir la voluntad de Dios, sin duda que experimenta la novedad y la aventura aun en los planes más descriptivos.
La penúltima palabra dicha por Jesús nos recuerda que en nuestra vida todo tiene un sentido, porque,  salidos de su mano creadora y protegidos bajo su mirada providente, estamos llamados por su corazón,  a la misericordia de la bienaventuranza eterna. Sabemos de dónde venimos, por dónde vamos y hacia quién vamos.
Nuestro Señor sigue el itinerario de cumplir en todo la voluntad de su Padre, aunque ello pasase por oír en los silencios y mirar en las obscuridades…en todo “que se haga tu voluntad y no la mía” (San Mateo V, 17ss, VII, 24ss, San Lucas XXII, 42; San Juan IV, 34).. Esto acontecía durante la oración más importante del día, cuando se sacrificaba el cordero pascual...Se hacían visible las palabras pronunciadas en las riberas del Jordán al inicio del ministerio público: “! Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”.
La primera expresión “Todo” encerraba la fuerza de quien voluntariamente se entregaba por nosotros, su señorío era manifiesto aun en esos momentos donde habitualmente los condenados en la cruz ya guardaban silencio a causa de la falta de fuerza y del aire suficiente para poder hablar.
El cumplimiento de la ley llegaba a su plenitud en la cruz de Jesucristo. El abismo que separaba a Dios con la humanidad desde el pecado original ha sido rellenado con los méritos de obtenidos por el sacrificio. Ha desaparecido la distancia porque hay una cruz que une indivisamente a cada hombre con su Dios, que hace de puerta abierta para todo aquel que se convierta y procure vivir en la gracia recibida en los siete sacramentos. ¡Que Viva Cristo Rey!

     



SÉPTIMA PALABRA: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (San Lucas XXIII, 46). ¡Pater in manus tuas commendo spiritum meum!
El drama llega a su fin con una entrega, lo que marca el inicio de una nueva vida. La Vida Eterna es lo que debe guiar toda nuestra existencia, nada puede quedar al margen de esta perspectiva.
Mientras que las manos del mundo se cierran en la desesperanza, y amenazantes apuñan con la violencia, las manos de Jesús están abiertas y sus brazos permanecen extendidos como deseando hacer llegar el perdón a todos.
“En tus manos encomiendo mi espíritu”: La Séptima palabra está tomada de la Escritura Santa, del Antiguo Testamento (Salmo XXX, 5). La preocupación por nuestra alma debe ser un imperativo en este tiempo donde tanto se cuida del cuerpo. Todo apunta a que el cuerpo quede satisfecho y protegido, más cuando se trata de las cosas referentes a la vida interior, a nuestra alma, no parece haber preocupación alguna ante las tentaciones. Nuestra alma debe crecer en amor, en espíritu de sacrificio, en amor a Dios, pues sólo desde esta realidad,  podrá ir en ayuda de los más débiles y necesitados.
El procurar vivir santamente es el remedio más eficaz para crecer en caridad fraterna. Quien ama y Dios y no ama a su prójimo ¡miente! Igualmente quien dice que ama al prójimo y no ama a Dios ¡es un hipócrita!
En la antigüedad se colocaba en los vértices (cruces) de los caminos: ¡Salva tu alma! Hoy, cada católico con su vida, en sus palabras y acciones debiese procurar ser una señalética viva para cuantos están a su alrededor, recordando que lo más importante en la vida es la salvación de nuestras almas.
“Padre”: Es una expresión original que sólo la dice Jesús… Tantas veces recurrió a su Padre para implorar por quienes recurrían a él, que al fin de su caminar no podía dejar de acudir una vez más. Esta frase la enseñaban las madres israelitas a sus hijos y repetían cuando los llevaban a dormir…un recuerdo de infancia que llega a la hora cumbre en la cumbre: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Abba era una palabra íntima…única para referirse a su Padre, dando cumplimiento de la profecía (Salmo XXII, 8) en orden a colocar su alma en manos de su padre amado. ¡Que Viva Cristo Rey!
   
   



No hay comentarios:

Publicar un comentario