“EL TESTAMENTO DE JESÚS DESDE LA
CRUZ”.
HOMILÍA DE SIETE PALABRAS / VIERNES SANTO / 2017.
HOMILÍA DE SIETE PALABRAS / VIERNES SANTO / 2017.
PRIMERA PALABRA: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen” (San Lucas XXIII, 34). Pater dimitte illis non enim sciunt quid
faciunt”.
Jesús intercede por
quienes claman su muerte. El poder de la venganza se responde desde el Cielo sólo
con palabras de perdón. A cada uno en particular, al pueblo deicida que
vociferaba desafiante: “su sangre caiga
sobre nosotros y la de nuestros descendientes”, sobre los romanos que
cumplen una orden injusta y lucran con la túnica de Jesús la cual era el único
bien material que tuvo Jesús…no fue vendida sino echada a la suerte. La expresión “perdón”: latín “dimitte” se usaba –también- “ignosce”.
La preocupación de Jesús
en este momento no era justificar su inocencia, pues, ¿quién mejor que Él sabe
que la fuerza de la verdad es que es verdad? Según esto, nuestra atención a de
ocuparnos del juicio final que tendremos ante Dios y no preocuparnos de las
veleidosas opiniones de la muchedumbre.
Un hermoso cuadro nos
pone a Cristo como mirando a quienes estaban a su alrededor, casi como sucede
si una cámara filmase los rostros circundantes…precisamente hacia ellos se
dirigió su mirada, su Corazón y su perdón: Sólo él podía conceder el perdón a
quienes le acusaban quitando el nocivo poder que encierra tanto el odio como el
rencor. Por esto, la primera palabra nos recuerda que “el amor vence siempre” y se verifica con el termómetro del que se entrega a los enemigos, a los falsos
acusadores. Amar a los que nos quieren es amor de correspondencia; amar a los
enemigos es amor de gratuidad que nos asemeja al de Cristo (perdonador) que nos
perdona.
¿En qué circunstancias
nos da el Señor su perdón? Una lluvia de latigazos, una corona trenzada de
espinas, combos, tres clavos que taladraron sus manos y pies, despojado de sus
vestimentas, todo causaba dolor y herían cada parte de su cuerpo. Pero, las
burlas, las maldiciones y blasfemias, los insultos y menosprecios, golpeaban su
corazón con más fuerza que lo que luego haría la fría lanza de Longinos. Ni el
pudor inserto en las almas más crueles es capaz de quebrarse ante quien agoniza,
exceptuada la justicia malsana de la venganza proclamada por quien olvida a
Dios y la ley en su vida.
Nuestro Señor muere
perdonando. Fue conveniente esta primera palabra, pero debería ser escuchada
por todos. Las que vienen estarían marcadas por el avance de la debilidad.
Todos escucharon claramente: ¡Padre, perdónales! Que anunciaba la razón de su
presencia desde hace treinta y tres años cuando “el Verbo se hizo carne y habitó en medio nuestro”…con el fin de “salvar a su pueblo del pecado” (San
Mateo I, 21).
Una vez más, como tantas
lo hizo con anterioridad, Jesús toma la iniciativa para dar unilateralmente su
perdón. Por esto, el acto de aceptarlo sana y engrandece a quien lo da, y el
hecho de negarse a recibirlo empequeñece y enferma el alma.
El don del perdón es una
nota característica de nuestra fe católica. Si Cristo lo hace ¿Por qué seremos
distintos quienes nos reconocemos como sus testigos? El que no perdona es
testigo del demonio.
Recordemos que cuando los
Apóstoles piden que se les enseñe a rezar, nuestro Señor les exigió el conceder
el perdón a los enemigos como hipoteca
del perdón que Dios tendría (tendrá) hacia
cada uno de nosotros: “Perdona nuestras
ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”.
Miente quien ama y no
perdona. Miente quien se llama solidario y no perdona. Miente quien clama
justicia y no da vuelta la página en su vida y la sociedad. ¡Una sociedad renuente
al perdón es una suciedad!
Jesús, plenamente
consciente de sus actos y palabras,
intercede por los que le estaban quitando la vida. Tal como acontece en
la vida actual, tres cruces eran el rostro del mundo: el bien más deseable y
puro flaqueado a cada lado por el insondable misterio de mal, por lo que aquel
signo de la ignominia de una condena a muerte desde ese instante, pasa a ser símbolo del perdón de Dios a cada
uno de nosotros donde el dolor tiene sabor de esperanza.
La puerta del Corazón de
Dios se abre con esta primera palabra dicha por Jesús. Su oración actual nos mantiene con la
posibilidad de recibir el bálsamo del perdón cada día, por medio del sacramento
de la confesión donde se actualizan estas primeras palabras del Señor….”Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”. ¡Que Viva Cristo Rey!
SEGUNDA PALABRA: “Yo
te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso” (San Lucas XXIII, 43). Amen dico tibi, hodie necum eris in paradiso.
Se cumple lo anunciado
por Jesús: “No he venido a buscar a
justos, sino a pecadores”. No guarda silencio para que todos escuchen su
perdón. Como en la oración siempre responde,
el tiempo de espera, de cerrar nuestros ojos, juntar nuestras manos, y
suspirar es el tiempo que Dios toma para responder a nuestras súplicas. El
tiempo de Dios es distinto al nuestro.
La fe del Buen ladrón es
el seguro de bienaventuranza eterna. Debemos confiar en el
don que Dios nos ha dado: el creer mueve montañas y abre las puertas del cielo,
lo fundamental es que sepamos mirar el sufrimiento desde el misterio del
crucificado…ante el cual uno desesperó y el otro confió. Un día dos
condenaos a muerte miraron desde su celda hacia el exterior, uno sólo vio barro,
el otro vio estrellas.
Algo semejante acontece
con los dos condenados crucificados junto a Jesús…padecían el más terrible
tormento establecido por las leyes del hombre: una muerte lenta y plena de
dolor. Consideremos que Cristo fue “contado
entre los malhechores” tal como lo habían anunciado los antiguos profetas.
En ocasiones, no
podemos esquivar el sufrimiento, no podemos negar los dolores, entonces al
mirar cómo sufrió nuestro Señor damos el verdadero valor a lo que podemos
padecer asumiendo que “completamos el
sufrimiento de Cristo en la cruz para bien de su cuerpo que es la Iglesia” (Colosenses
I, 24-28).
El tiempo de la salvación
no lo programamos nosotros. No depende de nosotros. Es obra de Dios, aquí y ahora. Por ello,
dice desde la cruz: ¡Hoy estarás junto a
Mí”, no sólo en lo alto de la cruz, inmersos ambos en el dolor, sino, luego,
en el paraíso prometido.
Mas, fue necesaria la
humildad de implorar, de suplicar: “Acuérdate
de mí cuando vengas en tu Reino” (San Lucas XXIII, 42). Sin
dilación innecesaria, con la diligencia propia de quien ama verdaderamente,
escucha la respuesta anhelada recibiendo lo que más necesitaba en ese momento: “Hoy”…”Ahora”. Sin duda, hubo un
cambio en el corazón del delincuente arrepentido, él sí estuvo dispuesto a
cambiar su vida. Sin bajar de la cruz, pendiente de ella, logró el milagro
de la bienaventuranza eterna que tantas veces dilatamos implorar.
El Buen ladrón supo del valor
de estar crucificado junto a Jesús, por esto no le suplica bajar de ella sino
ser parte en el Reino que no acaba. Descubre la misericordia,
el rostro divino del Señor en lo alto de la Cruz. El elemento de suplicio más
feroz, como era una cruz, se transforma
desde esta segunda palabra, en el más preciado altar para quien procura
cumplir la voluntad de Dios que permanece pendiente en ella. Si inicialmente
fue el odio lo que le hizo estar crucificado, ahora era el amor sin medida lo
que le ataba a ella.
De signo de condenación a
símbolo del perdón; de una realidad de la cual todos
desviaban la mirada, al lugar que orgullosamente preside –visiblemente- en
medio de nuestros altares, al lugar que se lleva en nuestros pechos, cercano al
corazón, evocando las palabras de la liturgia de este día: “Mirad el árbol de la Cruz, donde estuvo pendiente la salvación del
mundo…! Venid, adoremos a Dios!”.
El amor de nuestro Señor
pacientemente dejó actuar a quienes eran sus verdugos, dejó insultar al ladrón
impenitente, y conoció el silencio de los débiles y cobardes, con el fin de
ganar nuestra alma por medio de una respuesta hecha verdadera conversión, llena
de gratitud y arrepentimiento. La lección dada por Jesús al Buen Ladrón nos
hace descubrir que aquel hombre, poco sabría del Sermón de la Montaña o de las
palabras pronunciadas en la Última Cena, pero –indudablemente- tuvo la
grandeza de poder descubrir la verdad de Dios escrita en el evangelio de una Cruz.
La confesión de fe en
Cafarnaúm hecha por San Pedro, y la profesión de fe realizada por los niños de
Jerusalén que clamaron al unísono: “Bendito
el que viene en el nombre de Dios…el Hijo de David”, nunca sonaron mejor en los oídos de Cristo que
lo que aquel moribundo balbuceaba por medio de una sutil corrección fraterna: “¿Es que ni siquiera a la hora de la muerte
vas a reconocer a tu Dios?”. ¡Estamos ante Dios!
Esto hizo que Jesús
hiciera de un delincuente un santo. Hoy, como entonces, nuestro Señor
espera nuestro regreso. Él quiere darnos una vida nueva en la cual, el
protagonista de nuestros pensamientos, palabras y acciones emergen cono fuente
inagotable desde lo alto de la Cruz y converjan como gratitud a los pies del
signo por medio del cual, vino la
salvación del mundo. ¡Que Viva Cristo Rey!
TERCERA PALABRA: “Mujer,
ahí tienes a tu hijo…Hijo, ahí tienes a tu madre” (San Juan XIX, 26-27). ¡Mulier ecce filius tuus…ecce mater tua!
Jesús cumple el deber
como hijo, ya conocido en el cuarto precepto del Antiguo Testamento. La caridad
verdadera es ordenada; parte por Dios, pasa por nuestros mayores, sigue por los
familiares y se encauza en amigos y quienes están llamados a serlo, y a tantos
amados por Dios que están a nuestro alrededor.
El misterio de la cruz y de
lo acontecido en un Viernes Santo marca indeleblemente, en un antes y un
después, la vida humana, la vida social,
aún más, el universo entero. Por
consiguiente, hay una nueva relación de
la madre con el Hijo en virtud de la nueva vida en Cristo que muere y resucita.
Todo revive, también la
dimensión maternal y filial. María es constituida como Madre de la Iglesia y
Madre nuestra. En ese momento Jesús forma una nueva familia. En tres líneas aparece
cinco veces la expresión “madre” y
ello no es casualidad. La Santísima Virgen María es una nueva madre en la hora de la glorificación de su Hijo y Dios.
Desde ese momento, se une
más estrechamente Jesús y su Madre en virtud del misterio de la cruz, por lo
que a Ella (la Virgen) la reconocemos
como “experta en los momentos difíciles”,
de tal manera que, allí donde una persona
sufre y enferma, donde el rostro de Cristo es golpeado, y donde se oculta con
las injusticias la “imagen y semejanza” de la persona, la Madre de Dios no deja
de velar por todas y cada una de nuestras preocupaciones y necesidades tal como
lo hace una madre por sus hijos en todo momento.
En la compañía de la
Virgen y de San Juan Apóstol, el discípulo más joven, le hacen ver al Señor Jesús
a toda la Iglesia, a cada bautizado que es constituido como nuevo hijo de Dios,
y que ahora –por el misterio acontecido en el calvario- se escribe como
historia de salvación.
Desde este momento,
cuando el Hijo le dice: “Mujer he ahí a
tu hijo”, se abre el corazón de la Virgen Madre para todos constituyéndose
como verdadero refugio de los pecadores donde somos amparados, sanados, y
comprendidos.
Nadie queda al margen de
su corazón maternal….Todos estamos llamados a ocupar un lugar importante en él.
En ella no hay hijos de primera, de segunda ni de tercera…Cada uno es objeto de
su predilección.
¿Quién mejor que Jesús
honraría a su padre y a su madre? (San Mateo XIX, 19).
Por ello, tal como acontecía en aquel tiempo, la mujer que era viuda quedaba en
total situación de desamparo. La atención que el Señor dispensó durante tres
años de vida pública es prueba elocuente de que a esta hora no olvidaría a su
Santísima Madre, por esto, le encomienda a uno de sus discípulos, el recibirla
no sólo en su casa, sino primero en su corazón.
Con frase imperativa, no
como quien simplemente da un consejo ni propone un camino más entre otros a
seguir, por el contrario, le manda: “Juan,
ahí está tu madre”. Divino y humano el que habla desde la Cruz…Divino y
humano el que escucha a los pies de la Cruz….Divino y humano el mandato dado en
la Cruz.
El acto de “recibir a la Madre en el hogar” (San
Juan XIX, 27), nos hace recordar que en la medida que,
asistidos por la gracia, cumplamos la
voluntad de Dios comprenderemos y serviremos más eficazmente cada requerimiento
de la vida humana, puesto que, desde la
Cruz siempre se ven mejor todas las cosas. Quien de verdad ama a Dios no
dejará de hacerlo con cada una de sus creaturas.
En esto, el ejemplo de
Virgen María es fundamental, toda vez que así como Dios envió un ángel en el Huerto
de los Olivos para estar con Jesús, ahora envía a su Madre que -sin duda-
resulta el mejor consuelo y la más oportuna caricia que el Padre Eterno podía
ofrecer a su Hijo en ese momento. En efecto, su corazón maternal, habitado en
plenitud por el Espíritu Santo desde el instante de la Anunciación, crece y
abarca una maternidad en la que caben todos los hermanos de su Hijo y Dios…!Nadie
queda fuera de su corazón! Madre de Dios y Madre de la Iglesia: La recibimos
desde lo alto de la Cruz, por lo que a Él vamos siempre por medio de su Madre,
a la vez que toda gracia que del Cielo
nos llega, por Madre se nos concede. Más verdadero que todos los
parentescos es el que tiene Cristo con la virgen que nos hace ser parte desde
el bautismo de la familia de los hijos de Dios. ¡Que Viva Cristo Rey!
Estas palabras las leemos
en el relato más antiguo de los Santos Evangelios como es el que nos entrega
San Marcos, redactado originalmente en arameo. Jesús recita parte del Salmo
XXII. Al momento de experimentar el misterio del silencio de su Padre y nuestro
Dios. Non recedendo, sed non adiuvando:
no hay socorro o consuelo sino silencio y compañía, como cuando nuestro consuelo
es silencioso pero presente ante un dolor muy hondo del alma…
La aceptación del
sacrificio no disminuye el dolor ni la soledad, pero le hace posible como
oblación de entrega. Es lo que encierra esta frase que revela
uno de los grandes misterios de todo el Santo Evangelio, de toda de la vida pública
de Nuestro Señor…la frase que responde a la pregunta sobre la inmensidad del
pecado nuestro, cuyo rechazo voluntario a Dios golpea, insulta y desprecia a su
Hijo en las solitarias horas del Calvario.
El Hijo único que habla
con su Padre: Sin duda, un diálogo que desnuda en toda su crudeza las
múltiples consecuencias que tiene todo pecado. Por ello, ante los golpes e
insultos guardó silencio, no hizo atisbo de responder a las burlas que le
hacían con sobrenombres, tampoco enrostró el desdén, traición y cobardía de quienes le acompañaron
durante largo tiempo y vieron sus múltiples
milagros y escucharon la sabiduría de sus enseñanzas…Todo eso lo padeció en
silencio…pero, ante el silencio del Cielo (Dios Padre) hizo resonar su voz con
más fuerza, pues, experimentaba en esos momentos aquello que los hombres sin
Dios sienten. Como perfecto hombre, a causa de los pecados del mundo entero
–de todos en todo tiempo.- experimenta el sabor amargo de una soledad hecha
silencio, pues “tentado en todo como
nosotros” (Hebreos IV, 15.16)
puede compadecerse en cada uno y ser infinitamente misericordioso.
De las siete palabras
pronunciadas, la cuarta resulta el momento más profundo y misterioso de la
cruz. Sin duda, nos unen más hondamente
a su Sagrado Corazón, que sólo en unos instantes será el silencioso testimonio
de su entrega y de la verdad de su humanidad, de su padecimiento en el Huerto
de los Olivos, de sus sufrimientos a lo largo de la vía dolorosa (Vía Crucis) ,
de su amor.
En estas palabras la
realidad de la Encarnación llega a su mayor expresión:
como verdadero hombre sin dejar de ser Dios muere, y ello, como consecuencia
del pecado. ¡Se hizo pecado! Llega a decir el apóstol San Pablo.
La naturaleza, salida de
las manos del Creador hablará por medio del “sol oculto” como imagen de la
soledad de la muerte de Nuestro Señor, en momentos donde la respuesta de Dios
Padre no se presenta…no hay ángeles que le asisten como en Huerto de los
Olivos, el sueño que venció a sus discípulos por el cansancio ahora se ha
transformado en el despertar de la desolación, la incertidumbre de unos y la
manifiesta negación de otros.
Si ya es triste morir
sufriendo y solo, ¿Cómo será hacerlo despreciado por unos? ¿Cómo será partir
ante el silencio del cielo? Ciertamente, “es la hora de consumar hasta el final la confianza en Dios y la unión
de amor con los hermanos. En ese silencio de Dios, en ese aparente abandono de
Dios crece hasta el infinito el amor redentor de Jesús y se manifiesta en su
plena verdad el amor salvífico de Dios”.
Aflora en la mente de Jesús
aquel Salmo tantas veces recitado: “Te
llamo de día y de noche y no me respondes. Estoy hecho un gusano, todos se
burlan de mí. Si confía en Dios, pues que Dios le salve. Se me derriten los
huesos en las entrañas. En ti esperaron nuestros padres y tú me liberaste.
No te quedes lejos de mí, libra mi alma de la muerte. Señor, salva mi vida, salva
mi alma eternamente. Y yo anunciaré tu nombre a mis hermanos” (Salmo
XXI).
Ahora es vencido el Demonio.
En los momentos de mayor obscuridad e incertidumbre, cuando parece que emerge
victorioso el Maligno y la realidad inexorable de la muerte de cierne sobre el Hijo de Predilección del Padre Eterno, es
aquí donde el Hijo recurre a Él, lleno de amor y fidelidad trenzando desde el
abandono más hondo los eslabones que unirán al Creador con sus creaturas; a los
hijos con su Padre; a la humanidad redimida con su Dios Redentor. Su
ausencia se hace presencia permanente en Cristo que nos redime. Aquí nace la
fuerza interior de nuestra Iglesia, nutrida del amor de los santos, apoyada en
la fortaleza de los mártires, que en toda época, también en la actual, dan su vida
por amor a Dios insertos en el mayor de los desprecios y, en ocasiones,
ante el olvido de los suyos llamados a auxiliarles oportuna y convenientemente.
¡Que Viva Cristo Rey!
QUINTA PALABRA: “Tengo
sed” (San Juan XIX, 28). ¡Tam sitio!
Los sufrimientos físicos
de Cristo en la Cruz son múltiples: Azotes, corona de
espinas, clavos. Pero hay dos que le agobian una vez que ya ha sido crucificado:
la falta de aire que es por la posición en que se encuentra, y la sed a causa
de la pérdida de sangre, una sed –realmente- agobiante.
Nuestro Señor fue
crucificado a las nueve de la mañana. Al decir esta quinta palabra, cercano
a la hora novena (nona), ya llevaba unas
seis horas crucificado, por lo tanto, sus fuerzas físicas eran mínimas toda vez
que las actividades y los momentos vividos habían resultado en si extenuantes:
Instruyó, preparó y celebró la Ultima Cena…!la Primera Misa! Luego, lavó los
pies a cada uno de sus discípulos con el Mandato de la Caridad, con pausa les
dio las últimas instrucciones en el denominado Sermón Sacerdotal, luego soportó
la traición de Judas Iscariote, la aprehensión y la oración en Getsemaní
(Huerto de los Olivos) donde sudó en gotas de sangre, la violencia de ser
arrestado…Sin dormir nada, muy de madrugada era sometido a seis juicios
seguidos: tres de los judíos: ante Anás Caifás y el Sanedrín; posteriormente,
enfrenta tres juicios de los romanos: ante Pilatos, ante Herodes y de regreso,
nuevamente ante Poncio Pilatos.
En todo ello, describe el
Santo Evangelio que le dieron “combos”
y “cachetadas”, lo azotaron, le
trenzaron una corona de espinas, le golpearon el rostro dejando su pómulo
visiblemente hinchado…Todo esto, sin duda nos hace recordar parte del Salmo
XXII: “Como tiesto se secó mi fuerza, y
mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte” (versículo
15).
La dramática descripción
que nos entregan los Santos Evangelios, tiene en el Santo Sudario el engaste
preciso para ver en nuestros días los
padecimientos fisiológicos que tuvo Jesucristo que fue mandado a ser
“azotado”. Tal como era el uso romano
del castigo, la victima debía tener las manos atadas. Que no impidieran los
golpes, y atados a una columna para evitar que huyese aunque fuese momentáneamente.
El látigo era confeccionado de tiras de cueros largas, en cuyas puntas iban
amarrados trozos de huesos filosos, con metales de plomo, hierro y cobre.
Esto ocasionaba un “desastre” en el cuerpo de quien padecía
el castigo, al que muchas veces dejaba a la vista venas, huesos, y hasta algún
órgano interno, por lo que perdían el conocimiento, se desmayaban y hasta
morían por el hecho de ser azotados. Hacia
el Señor Jesús tomaron la precaución de procurar
terminar el proceso…no podían fracasar con el hecho que se les muriese el
condenado en la mitad del camino. Ni perdón ni olvido hacia Cristo
Ese fin había que
evitarlo…porque quien se declaró Hijo de Dios debería morir en una Cruz. Mas,
la pérdida de sangre y la carne desgarrada ocasionaban –necesariamente- en el
castigado una altísima fiebre y una sed incontrolables. Hasta aquí el drama
es indescriptible, y aún no es puesto en la Cruz ni pendiente en ella las seis
horas en que estuvo. Sin duda, ya debemos recordar que no fue por
nuestro vecino que Jesús murió sino
que lo hizo “por nuestros pecados”, por esto fue azotado y despreciado. Entonces,
luego de la flagelación... ¡Vamos a la Cruz!
No había comparación
entonces a ella. No había castigo mayor que el morir en
una cruz, por esto, sólo podía ser
aplicado a esclavos e inmigrantes, en casos muy excepcionales, a algún
ciudadano romano. El peso de una cruz era de unos ciento cincuenta kilos,
pero el condenado llevaba sólo el travesaño que pesaba alrededor de cincuenta
kilos, procurando que el trayecto fuese lo más extenso para que el mayor número
de personas lo viese como un escarmiento.
Cuando el condenado
llegaba al lugar previamente designado era amarrado al madero horizontal y
asido a la madera el cuerpo por medio de tres clavos de quince centímetros por
tres de ancho. El ahorro de un clavo en los pies hacía que el cuerpo presionase
sus pies doblemente. ¿Cómo estaba agonizando nuestro Señor en este momento?
La respuesta es obvia: desangrado y con una sed que le deshidrataba a causa del
calor ambiental, y de la alta fiebre que producía la pérdida de sangre. Jesús
moría de sed, esto no era una metáfora…
Si los dolores del cuerpo
eran extremos, ¿Qué diremos de los dolores del alma de Jesús? Aquella sed espiritual de Jesús fue manifestada junto
al pozo de Jacob cuando imploró: “dame de
beber” (San Juan IV, 7). Sin duda, se refería a una sed más honda,
más necesaria, y más urgente que el agua que su cuerpo requería, se trataba de
procurar la salvación de todos quienes daban la espalda al Padre de los cielos
por medio de una vida inmersa en el menosprecio.
Nunca acabaremos de
sopesar lo que implica despreciar a Dios
con nuestros pecados, por esto el camino de identificación con Jesús
pasa por acoger el programa de santidad dado al inicio de su ministerio público
en el Sermón de las Bienaventuranzas: “Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de ser justos, porque ellos quedarán satisfechos”.
“El
que tenga sed, que venga hacia mí”: El camino a ser
santos necesariamente pasa por vivir en gracia, en vivir de la gracia que Dios
nos concede particularmente por medio de la recepción de los sacramentos, por
medio de la plegaria incesante que la implora, y el seguimiento fiel a las
enseñanzas bimilenarias del Magisterio Pontificio, recordando que el participar
en la verdad es un don, es una gracia, y carecer de ella permaneciendo
sumergidos en el error es siempre una inmensa desgracia, que forma parte de la “sed espiritual” que explícitamente
mostró Nuestro Señor mientras estuvo en lo alto de la Cruz.
En efecto, la sed de
Cristo permanece vigente toda vez que el hombre, la familia y la sociedad somos
capaces de las mayores maldades e iniquidades, que más allá de las buenas
intenciones, múltiples declaraciones, y melosos sentimientos, continuaran
existiendo en tanto cuanto no haya un verdadero, total y cotidiano espíritu de
conversión que al pie de la cruz hoy imploramos ¡Que Viva Cristo Rey!
SEXTA PALABRA: “Todo
está cumplido” (San Juan XIX, 30). ¡Consummatum est!
Se cumple a la perfección
lo escrito en la Biblia (Antiguo Testamento) sobre Cristo. Jesús tiene un
programa en su vida que anuncia y sigue fielmente. También, podemos hacer un
plan de vida espiritual, y esforzarnos en cumplirlo para no ir sorteando la
vida. Las aves vuelan guiadas por el instinto, en nosotros ¡hay algo más
que instinto! Por lo que no podemos ir
movidos –exclusivamente- por los
impulsos de una naturaleza ciega. Quien procura cumplir la voluntad de Dios,
sin duda que experimenta la novedad y la aventura aun en los planes más
descriptivos.
La penúltima palabra
dicha por Jesús nos recuerda que en nuestra vida todo tiene un sentido,
porque, salidos de su mano creadora y
protegidos bajo su mirada providente, estamos llamados por su corazón, a la misericordia de la bienaventuranza
eterna. Sabemos de dónde venimos, por dónde vamos y hacia quién vamos.
Nuestro Señor sigue el
itinerario de cumplir en todo la voluntad de su Padre, aunque ello pasase por
oír en los silencios y mirar en las obscuridades…en todo “que se haga tu voluntad y no la mía” (San
Mateo V, 17ss, VII, 24ss, San Lucas XXII, 42; San Juan IV, 34)..
Esto acontecía durante la oración más importante del día, cuando se sacrificaba
el cordero pascual...Se hacían visible las palabras pronunciadas en las riberas
del Jordán al inicio del ministerio público: “! Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!”.
La primera expresión “Todo” encerraba la fuerza de quien
voluntariamente se entregaba por nosotros, su señorío era manifiesto aun en
esos momentos donde habitualmente los condenados en la cruz ya guardaban
silencio a causa de la falta de fuerza y del aire suficiente para poder hablar.
El cumplimiento de la ley
llegaba a su plenitud en la cruz de Jesucristo.
El abismo que separaba a Dios con la humanidad desde el pecado original ha sido
rellenado con los méritos de
obtenidos por el sacrificio. Ha desaparecido la distancia porque hay una
cruz que une indivisamente a cada hombre con su Dios, que hace de puerta abierta para todo aquel que se
convierta y procure vivir en la gracia recibida en los siete sacramentos.
¡Que Viva Cristo Rey!
SÉPTIMA PALABRA: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (San Lucas XXIII,
46). ¡Pater
in manus tuas commendo spiritum meum!
El drama llega a su fin
con una entrega, lo que marca el inicio de una nueva vida.
La Vida Eterna es lo que debe guiar toda nuestra existencia, nada puede quedar
al margen de esta perspectiva.
Mientras que las manos
del mundo se cierran en la desesperanza, y amenazantes apuñan con la violencia,
las manos de Jesús están abiertas y sus brazos permanecen extendidos como deseando
hacer llegar el perdón a todos.
“En
tus manos encomiendo mi espíritu”: La Séptima palabra está
tomada de la Escritura Santa, del Antiguo Testamento (Salmo
XXX, 5). La preocupación por nuestra alma debe ser un
imperativo en este tiempo donde tanto se cuida del cuerpo. Todo
apunta a que el cuerpo quede satisfecho y protegido, más cuando se trata de las
cosas referentes a la vida interior, a nuestra alma, no parece haber
preocupación alguna ante las tentaciones. Nuestra alma debe crecer en amor,
en espíritu de sacrificio, en amor a Dios, pues sólo desde esta realidad, podrá ir en ayuda de los más débiles y
necesitados.
El procurar vivir
santamente es el remedio más eficaz para crecer en caridad fraterna.
Quien ama y Dios y no ama a su prójimo ¡miente! Igualmente quien dice que ama
al prójimo y no ama a Dios ¡es un hipócrita!
En la antigüedad se
colocaba en los vértices (cruces) de los caminos: ¡Salva tu alma! Hoy, cada
católico con su vida, en sus palabras y acciones debiese procurar ser una señalética viva para cuantos están a su
alrededor, recordando que lo más importante en la vida es la salvación de
nuestras almas.
“Padre”:
Es una expresión original que sólo la
dice Jesús… Tantas veces recurrió a su Padre para implorar por quienes
recurrían a él, que al fin de su caminar no podía dejar de acudir una vez más. Esta
frase la enseñaban las madres israelitas a sus hijos y repetían cuando los
llevaban a dormir…un recuerdo de infancia que llega a la hora cumbre en la
cumbre: “Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu”. Abba era una palabra íntima…única para referirse a su
Padre, dando cumplimiento de la profecía (Salmo XXII, 8)
en orden a colocar su alma en manos de su padre amado. ¡Que Viva Cristo
Rey!
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