viernes, 23 de mayo de 2014

“EL HEROÍSMO, LA VIRTUD Y LA SANTIDAD NO SE IMPROVISAN”.


HOMILÍA CONMEMORACIÓN 21 DE MAYO / PARROQUIA DE OLMUÉ.
Matrimonio Prat-Carvajal

Nuestra Patria tiene una geografía que a cualquier turista le sorprende por la riqueza de su diversidad: desierto,  hielos eternos, fosas marinas, cumbres milenarias, volcanes,  campos, en fin de todo un poco  que hacen de ella, lo que se la ha denominado como  “una loca geografía” (Benjamín Subercaseaux, 1949).

No menor,  es la cultura e historia que al interior de ella se da. Esa era la que estaba presente aquella mañana sobre la embarcación que marcaría un antes y después de un conflicto, y que sería recordado en el tiempo.  Desde la esmerada preparación que tenían unos, a la tosca de otros, lograron escribir las páginas más brillantes de una batalla que más que destacarse por la calidad de los medios de combate fue hecha por la grandeza del alma de ambos bandos.

Resulta curioso, en nuestros días,  destacar esto en un mundo maniqueo,  donde sólo se tiende a centrar en todo en realidades de blanco y negro.   Los matices quedan al margen. Las consideraciones también. Más, cómo no destacar la finura del  contrincante que destaca las virtudes del adversario yacente en conceptuosas palabras escritas a la viuda. También,  la guerra tiene sus leyes, que el fragor del conflicto no puede olvidar,  ni la victoria servir para actitudes abusivas,  como –tampoco-  la derrota para hurgar  recovecos de venganza.

En la escuela que fueron formados aquellos hombres de mar estaba arraigado  el respeto y el honor. Pero,  ¿fue eso un acto improvisado? ¿Podemos acaso pensar que aquel día fue la conflagración de entusiasmos pasajeros con el estricto anhelo de conquistar y defender? No. La conducta de nuestros héroes, y de cuantos estuvieron esa mañana en la rada nortina, respondió a una forma de vida asimilada desde la más temprana edad.
Arturo Prat cadete naval
 Los ideales asumidos no se improvisan. Las virtudes decantan con el tiempo y el sacrificio. No surgen espontáneamente. Por esto, lo que nos legaron los héroes de la Patria y de la fe por quienes oramos, fue un ejemplo de vida permanente a imitar no una estrella fugaz de la que –simplemente- admiremos. Imitación no sólo admiración ha de ser la consigna de esta jornada. Más,  bien haremos en preguntarnos: ¿qué implica en el alba siglo XXI seguir los pasos de aquellos héroes del atardecer del siglo antepasado?

a). Primacía de Dios en nuestras decisiones: Prácticamente, desde el origen de la humanidad misma, descrita en el libro del Génesis, el hombre ha querido doblar la mano a su Creador. Con un gesto aparentemente pequeño pero que tendría insospechadas consecuencias, Adán y Eva unieron con su decisión lo que previamente habían dicho los ángeles rebeldes: ¡No serviremos a Dios! Ninguna palabra, ningún mandato divino estaría sobre la determinación del hombre de marginar a Dios.

Y, consabidas son las consecuencias, que no sólo nos enseña la teología moral, que no solamente leemos en las Escrituras Santas, sino que percibimos –cotidianamente- cuando el hombre se empecina en sacar a Dios como su prioridad de vida. Entonces, un mundo que se alza sin Dios tempranamente se vuelca contra el hombre mismo, una sociedad que margina a Dios –necesariamente- dejará de lado a toda su obra creada, y perderá la capacidad propia de su humanidad que anhela desde su interior la armonía: con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.

La crispación en la vida social, el mutismo en las relaciones familiares, la indiferencia por las necesidades del prójimo, y la falta del cuidado del medio ambiente,  no pueden ser simplemente analizados por criterios sociológicos, tecnológicos y económicos pues, responden primero a una condición ética, que previamente tiene que ver más con el estado del alma que del bolsillo.

En el caso de nuestro héroe nacional, según leemos en sus escritos y en cada página de su vida, el amor a Dios fue un imperativo que le llevó a tomar las decisiones que finalmente nos resultan edificantes.

b). Primacía de la vida familiar como escuela de virtudes: Sin lugar a dudas, la vida familiar de aquellos años donde se forjó el alma de cada uno de los  hombres de mar  que honramos  tenía grandes diferencias al estilo de vida con la cual se nutre hoy la persona al interior del hogar. Es posible que antaño  hubiese temas que oportunamente  no se trataran, pero,  a pesar de ello, la comunicación familiar en nuestros días dista mucho de ser la que es necesaria y deseable. Muchas imágenes no hacen un recuerdo, ni muchas palabras un dialogo nutrido. Facebook y wasap son medios  no fines para comunicarse con los demás.
Escapulario Arturo Prat
Se requiere la conversión a Dios desde la familia, reconociendo su importancia insustituible para la gestación, crecimiento,  fortalecimiento y envejecimiento de cada persona, en cada una de sus etapas. Por ello, el nuevo Beato Pablo VI, al visitar la localidad de Nazaret donde nuestro Señor vivió durante tres décadas la señaló como “la escuela del más rico humanismo”, “en la cual se comprende germinalmente el Evangelio”, porque Cristo forjó su vida con el ejemplo de su padre y de su madre, de quienes no sólo aprendió el idioma, el oficio y recibió la ciudadanía de nazareno, sino humanamente las actitudes que como perfecto Dios y perfecto hombre plasmaría en el trienio de milagros y enseñanzas que formaron su Buena Nueva. Entonces cómo no decir junto el citado Pontífice: “¡Quien pudiera volver a ser niño, y vivir en la compañía de esta familia para aprender allí el sentido del silencio, del deber, del trabajo, de la familia!”. 

En la vida familiar de nuestro héroe naval Dios no quedaba cautivo en las paredes de su casa. Es bueno que lo bueno se manifieste, vale decir,  aquello que para el creyente es necesario para vivir,  lo ha de ser –también-  para aquel que se encuentra a su lado. Sin agua no podemos subsistir, sin oxígeno no podemos vivir, y como creyentes añadiremos, con la fuerza de lo que es verdad,  que sin Dios no se puede tener una vida verdadera. Ya lo dice la Santa Biblia: “En vano se cansan los albañiles si el Señor no construye la casa” (Salmo CXXVI, 1).

c). Primacía de la devoción hacia la Virgen Santísima: En medio de una cultura que procura dar a la mujer un reconocimiento especial, encontramos en la vida de nuestro insigne marino es el respeto casi sagrado dispensado hacia la mujer como esposa y madre. ¡Cuánta delicadeza en el trato hacia su mujer! Ello no lo aprendió en la calle, ni en las aulas, sino principalmente al interior de su familia. El amor a su madre de la tierra le llevó a profesar una devoción consiente, madura, y varonil, que no sólo en nada le resultaba incompatible con su vida militar sino que,  por el contrario, le fue eficaz para el mejor cumplimiento al juramento hecho de defender su bandera hasta dar la vida si fuese necesario.

Como sabemos, en abril de 1879, desde Valparaíso zarparon la goleta Covadonga y la corbeta Abtao. Al momento de embarcarse, según cuenta un testigo presencial, el comandante llevaba en sus manos  una imagen de la Santísima Virgen del Carmen…Bajo ese manto protector -desde ya- cobijaba lo que finalmente culminaría en un día como hoy. De lo anterior se desprende que, como hombre de arraigadas convicciones y acrisolada fe,  no ocultó en ningún momento en quién creía, pues estaba orgulloso de ser católico, lo cual,  más que ser algo por otros externamente reconocible,  implicaba un mayor compromiso para hacer bien el bien.

Estando en la rada iquiqueña nuestro Héroe el día que fue nombrado comandante de la Esmeralda escribió a un familiar contándole que “antes de salir y a pedido de algunos señores de Valparaíso, toda la tripulación y oficiales, incluso yo recibimos el escapulario del Carmen, en cuya protección confiamos para que nos saque con bien de esta guerra. También me acompañan a bordo la Virgen de este nombre y San Francisco, Con tanto protector creo que se puede tener confianza en el éxito”.

En la actualidad, el entusiasmo y el estímulo  nos hacer caer en la tentación de una espiritualidad de fantasía. El sentimentalismo faranduliza la vida interior. Muchas iniciativas y propósitos de vida parten diligentes como el brioso caballo inglés, galopan luego como un caballo corralero, culminando al cansino paso de un asno de trabajo. Así resulta nuestra piedad: siendo meramente sentimental, es capaz de sacar muchas lágrimas pero de no remover un ápice nuestra vida moral.

De lo anterior,  se desprende que una madre más agradecerá un alma obediente que muchos arrumacos, y se sabrá segura de ser protegida en su debilidad por aquel que siempre ha estado a su lado, tanto “en las buenas” como “en las malas” en “las duras y maduras”. La ternura de un hijo manifestada hacia su madre resultará irremediablemente  falsa si acaso no se reviste de verdad y fidelidad. Por esto, el reconocimiento que hizo nuestro Señor hacia su Madre es muy claro: “¿Quién es mi Madre? ¿Quiénes son mis parientes? Sino aquellos que cumplen en todo la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. ¡Este es el mejor presente que podemos prodigar a la Virgen Santísima! Es decir, acoger de palabra y obra la invitación hecha un día en Caná de Galilea: “Hagan todo lo que Él les diga” (San Juan II, 1-11).

La preparación y el espíritu de sacrificio que invirtió desde pequeño, en sus años de formación,  fueron aquilatando su alma para realidades trascendentes. Sabedor que la fidelidad vivida en las cosas pequeñas no sólo permite sino que hace posible alcanzar aquellas metas que en ocasiones parecen humanamente  imposibles: ¡Todo es posible para Dios! Y para quienes creen en Él.

El haber desde niño aprendido a priorizar  le hizo colocar el amor a la Virgen María en los momentos cumbres de su vida. Nada era dejado a la improvisación, incluso lo que podía ser un detalle secundario para algunos,  como  la acción de colocar visiblemente una imagen de la Virgen María en su recámara, o portar el escapulario carmelitano en aquel día decisivo. Por esto, el salto a la eternidad dado en una jornada como hoy, fue consecuencia directa de un estilo de vida que buscó, que encontró y que terminó viviendo, es decir, hizo realidad el programa de vida al que San Juan Pablo II invitaba décadas atrás a la juventud de esta tierra bendita: “Jóvenes chilenos: buscad a Cristo, vivid en Cristo, amad a Cristo” (2 de Abril de 1987).

Una y otra vez no nos cansaremos de repetir que no basta mirar a Cristo, como no fue suficiente la inicial admiración en Tabor que no avanzaba a la imitación. La vida como creyentes se debe notar o simplemente terminará esfumándose como un mundo de fantasía, de lo que aparenta pero realmente no es lo que representa, puesto que: “Una fe sin obras, es una fe muerta” (Santiago II, 26), como es a la que la tentación de la superficialidad sentimentalista nos irremediablemente  conduce.

Oremos al Señor en este día por cuantos murieron defendiendo su emblema sagrado. Para que junto a la Virgen del Carmen, Reina y Patrona de nuestra Patria, puedan haber escuchado la invitación hecha por Jesús en el Santo Evangelio: ¡Venid benditos de mi Padre! (San Mateo XXV, 40).
Pila Bautismal donde fue bautizado Arturo Prat

 

 

martes, 13 de mayo de 2014

LA MADRE: EL PRIMER SEMINARIO DEL SACERDOTE

 CUARTO DOMINGO / TIEMPO PASCUAL / DIA DEL BUEN PASTOR.

A lo largo del mundo en este día se honra la figura de “aquella mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor(Obispo Ramón Ángel Jara). Socialmente esta celebración a la maternidad ha ido tomando una relevancia que, si bien para algunos puede quedarse en una parte cosmética, tiene una raíz muy importante y que, bien encauzada, adquiere una importancia que puede ser determinante en procurar la salud espiritual de nuestra sociedad, cuyos signos de enfermedad no nos resultan ajenos.
 
 
De muchas maneras verificamos la importancia de la madre en cada creyente. Desde los rasgos físicos, que en ocasiones saltan a la vista, pasando por una personalidad que no deja de exteriorizar en los modos de hablar, hasta lo más esencial como es la adquisición de valores y de una fe arraigada, la influencia materna resulta siempre determinante por su cercanía.
Nuestro Señor, al asumir la condición humana, pudiendo haberse presentado por cualquier camino extraordinario, lo hizo desde la gestación en el vientre materno creado perpetuamente virginal. La sangre de la Virgen Madre corría y nutria la sangre de su hijo en los meses que permaneció en el sagrario de la vida como era dicho vientre materno: “Cuando llegó la plenitud de los tiempo, Dios envió a su Hijo, formado de mujer y sometido a la ley” (San Pablo a los Gálatas IV, 4).
Perfecto Dios y perfecto hombre a la vez, no sólo se abstuvo de prescindir sino que positivamente incluyó, de una vez para siempre, la presencia de María como su Madre, a la par que, a lo largo de todo el Santo Evangelio como mujer, viuda y peregrina, poseyó unas características que hoy buenamente vemos necesario rubricar para nuestro tiempo.
La maternidad es propia del ser femenino. Todo su ser fue preparado por Dios para ese fin, por esto la sabiduría del Santo Pontífice -venido de un país lejano- señaló un día desde la Isla de los Santos que “la vocación de la mujer tiene un nombre y es maternidad”, definición  que honra la grandeza ser colaboradora genuina en la obra de Dios, ante una  cultura donde está enquistada la ideología igualitarista.
El reconocer que la maternidad es el camino de la mujer, no implica un menosprecio hacia ella sino que, por el contrario es un reconocimiento que emerge desde una visión complementaria no reduccionista del ser femenino, cuya vinculación con la vida le es vital. Solamente desde esa realidad se puede comprender efectivamente el papel de importancia que la mujer está llamada a desempeñar en la sociedad, en el trabajo, y en la vida pública. La mujer no se explica desde lo que hace sino desde quien es.
La verdad no necesita gritar, le basta el susurro para simplemente evidenciar lo hondo de su argumentación. Recordemos que la verdadera fuerza de la verdad estriba en que es verdad, y esto es lo que, como miembros vivos de nuestra Iglesia, hemos de manifestar ante la primera grandeza de la madre cuál es su ser femenino que se despliega en plenitud al momento de ser gestado un nuevo ser en su vientre, y luego de unos meses dar a luz. En realidad no existe un tiempo de espera, porque en ese tiempo ya madre se es.
En segundo lugar, la etapa de la viudez de una mujer entraña momentos distintos, novedosos a los cuales la experiencia de vida y sabiduría iluminada por el don de la fe, le hace valorar la etapa de acompañar a nuevas generaciones que no siempre ni oportunamente acaban por reconocer la profundidad de la mirada y cercanía de un gesto de aquel que transita en la etapa decisiva de su existencia: Si para unos el crecer y desarrollarse profesionalmente les resulta lo fundamental, para el creyente lo ha de ser la búsqueda de la santidad por medio del crecimiento en una vida virtuosa, por esto: Madre y abuela, dos veces madre.
¡Poblad la tierra!
En la actualidad el don de la maternidad está arrinconado -muchas veces- al baúl de lo que se tiene como sustituible. Se posterga la maternidad por razones utilitaristas y se cuestiona la generosidad de aquella que, no sin gran sacrificio y abnegación, más que espaciar indefinidamente los nacimientos, los hace  eventualmente más reiterados. Así, lo que de suyo debería ser causa de alegría y reconocimiento, termina transformando en múltiples juicios temerarios y suspicaces, no exentos de ironía malsana.
El mandato de Dios en el Paraíso terrenal dado a nuestros primeros padres, Adán y Eva fue muy claro: ¡Poblad la tierra! Y como Dios no se equivoca porque es Dios, entonces -en todo momento- un niño gestado en el vientre materno ha de ser obligatoriamente protegido, deseablemente esperado y necesariamente amado. Un hijo nunca es una amenaza siempre una bendición de Dios.
¡Un hijo de mujer cambió el rostro del mundo! ¡Una madre es capaz de cambiar el rostro de una familia y de la sociedad entera al momento de traer un hijo a su vida! Nuestra región, y particularmente nuestra ciudad de Valparaíso tiene el segundo más bajo nivel de natalidad del país, lo que es consecuencia de un conjunto amplio de factores. Sin un número suficiente de hijos no hay esperanza de un mundo mejor porque no habrá quien lo habite.
La Virgen como Madre tuvo en todo momento la certeza de ser hija de Dios, creada y presente en este mundo para alabar a Dios. Por esto,  procuró cumplir sus designios, sabiendo que el ejercicio de su libertad y búsqueda de su perfección no podían quedar al margen de quien era, finalmente, desde cualquier perspectiva, el garante de su seguridad y causa de su mayor esperanza. El otro nombre de la esperanza es Cristo, porque Él nos fue dado para tenerla en toda circunstancia.
Nuestra Madre Santísima, a quien vemos reflejada en cada mujer madre, fue constituida como “llena de gracia”, para lo cual Dios la hizo su Madre, protegió su virginidad antes, durante y después de parto, la formó de la nada sin pecado original, y finalmente no se privó de su compañía llevándola en cuerpo y alma a los cielos: la primera creyente, la primera redimida sería entonces la primera habitante del Cielo donde su Hijo y Dios le preparó (San Juan XIV, 1-11). El Antiguo Testamento ya lo anunció: “Ella es la Virgen que concebirá y dará a luz a un Hijo cuyo nombre será Emmanuel” (Isaías VII, 14).
a). De dicha virginidad podemos destacar primero la de la mente: Ella a lo largo de su vida tuvo un constante propósito de virginidad, evitando todo aquello que resulta repulsivo a la perfecta castidad. La madre debe estar en todo momento atenta a mantener como un tabernáculo incólume la mente de sus hijos de toda imagen malsana. No sólo las imágenes indecentes son malas sino también aquellas que niegan la verdad sobre Dios y su Iglesia. En la maternidad virginal de María Santísima constatamos que ésta surge de una total entrega total a Dios. La ternura con la cual una madre prepara el ámbito al recién nacido no puede tener vencimiento porque el carnet de identidad señale que su hijo ha crecido.
b). En segundo lugar, la maternidad virginal de nuestra Madre Santísima es de los sentidos: Esto consiste en la inmunidad de los impulsos desordenados de la concupiscencia. San Pablo define esto último de manera muy precisa: “El mal que no quiero, hago y el bien que quiero no hago ¿Qué es esto? ¡La Concupiscencia!”. La Virgen María fue liberada de esta inclinación,  por lo que actuaba en todo momento con la seguridad y fortaleza de quien sabe que lo que hace está bien hecho. Los hijos deben ver en la madre un camino seguro donde apoyarse, pues inmersos en la tempestad de la vida,  los azotes de las olas son constantes, y se requiere se la seguridad prometida ya en las primeras enseñanzas del Señor el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (San Mateo V, 12).
c). En tercer lugar, la virginidad del cuerpo de la Madre de Dios: Purísima debería ser la que diera a luz al autor de la gracia y de la vida. Al unísono, sin notas discordantes, la Virgen María sólo tuvo a Jesús no porque haber tenido más descendencia fuera algo malo, sino porque los designios de Dios, desde el Antiguo Testamento, así lo habían anunciado. Y, todo el relato de los cuatro evangelios explícitamente refiere la maternidad a la persona de Jesús, según fue reconocido por los suyos: “¿No es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María?” (San Mateo XIII, 55). Esto implica que la madre ha de procurar amar a sus hijos, como si fuera cada uno el único, es decir no desde un cariño porcentual, sacado del promedio de un común denominador, sino desde la entrega personal, irrestricta e incondicional a cada uno de sus hijos, los cuales siempre serán: carne de su carne, sangre de su sangre, alma de su alma. Amén.

MENSAJE DEL ROMANO PONTÍFICE
PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

Tema: Vocaciones, testimonio de la verdad

Queridos hermanos y hermanas:

El Evangelio relata que «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas… Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas “como ovejas que no tienen pastor”. Entonces dice a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”» (San Mateo IX, 35-38). Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que «la mies es abundante». ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios.

Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del «mucho fruto» es la gracia de Dios, la comunión con él (San Juan XV, 5). Por tanto, la oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos «colaboradores de Dios», se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: «Vosotros sois campo de Dios» (1 Corintios III, 9). Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar con él y por él.

Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: «Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño» (Salmo C, 3); o también: «El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya» (Salmo CXXXV, 4). Pues bien, nosotros somos «propiedad» de Dios no en el sentido de la posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente «porque su amor es para siempre» (Salmo CXXXVI). En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el renacer de la vida en primavera (Jeremías I, 11-12). Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, pero —asegura el Apóstol— «vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios» (1 Corintios III, 23). He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro nacimiento a la vida nueva.

 Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole «con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser» (San Marcos XII, 33). Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio.

Tanto en la vida conyugal, como en las formas de consagración religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un «éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas» (Discurso a la Unión internacional de superioras generales, 8 de mayo de 2013). Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón (1 Pedro III, 15) para dejarnos alcanzar por el impulso de la gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra colaboración.

También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál es la propia vocación. Os invito a escuchar y seguir a Jesús, a dejaros transformar interiormente por sus palabras que «son espíritu y vida» (San Juan VI, 63). María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite también a nosotros: «Haced lo que él os diga» (San Juan II, 5). Os hará bien participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en vosotros y en torno a vosotros las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» (San Juan XIII,35).

4. Queridos hermanos y hermanas, vivir este «“alto grado” de la vida cristiana ordinaria» (cf. Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31), significa algunas veces ir a contracorriente, y comporta también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por preocupaciones y seducciones mundanas (San Mateo XIII, 19-22). Todas estas dificultades podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más cómodas.

 

Pero la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él, el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. «Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Id siempre más allá, hacia las cosas grandes. Poned en juego vuestra vida por los grandes ideales» (Homilía en la misa para los confirmandos, 28 de abril de 2013).

A vosotros obispos, sacerdotes, religiosos, comunidades y familias cristianas os pido que orientéis la pastoral vocacional en esta dirección, acompañando a los jóvenes por itinerarios de santidad que, al ser personales, «exigen una auténtica pedagogía de la santidad, capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe integrar las riquezas de la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 31).

Dispongamos por tanto nuestro corazón a ser «terreno bueno» para escuchar, acoger y vivir la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que sabremos acoger con docilidad en nosotros. Con este deseo, y pidiéndoos que recéis por mí, imparto de corazón a todos la Bendición Apostólica.

viernes, 9 de mayo de 2014

CARNE DE MI CARNE Y HUESO DE MIS HUESOS

 HOMILÍA MATRIMONIO CAMPANY SCOLARI & ALVARADO ESCOBAR


Dios concede su gracia como el Buen Sembrador.
Realmente los antepasados de esta localidad acertaron al momento de designar a este lugar como “cielo azul”. Pues, este permite dar un marco notable a la agricultura, toda vez que se juntan una serie de factores que así lo posibilitan: el sol generoso, la cercanía a los afluentes de agua de la cercana cordillera, y una tierra generosa. Casi imposible resulta no recordar la parábola del sembrador que nos enseñó Jesús, en la cual nos cuenta que un hombre colocó semilla entre espinos, a nivel superficial, entre piedras. Todo ello resultó infructuoso, no porque la semilla fuese deficiente sino porque la tierra que la recibía no estaba bien dispuesta. Tradicionalmente la exégesis de este conocido relato del Evangelio,  nos refiere a la Palabra de Dios como la semilla, al corazón converso como la tierra buena, y las tentaciones del poder, del placer y del tener como los espinos, piedras, y tierra superficial.
Como esposos, a partir de este día, tienen la oportunidad de recibir la gracia de Dios, que el Buen Sembrador quiere conceder. A fin de cuentas, de esto se trata esencialmente lo que estamos celebrando, para esto se han dedicado con los mayores afanes en estos últimos días. ¡Para recibir la gracia de Dios! Toda vez que para un creyente lo que Dios nos concede no es una ayuda o complemento a los afanes, esfuerzos y capacidades nuestras, sino implica el ejercicio de su santa voluntad -a través- de lo que cada uno puede, por lo que reconocemos que la bendición de Dios es necesaria para que crezcamos en virtud, perfección y santidad. ¿Para qué se casan? ¡Para ser santos!
En este proyecto de vida Dios no es una simple visita. Las visitas están un instante pero luego se van. ¡El Señor Jesús con su gracia viene para quedarse! Por esto, lo que el Señor en este día les concede es una puerta abierta, un puente de acceso, un camino por recorrer, todo ello muy diferente a lo que muchos piensan del matrimonio como una pérdida de la libertad. ¡El hombre que ama es libre!
Por esto, sabiamente escribía el recordado Papa Benedicto XVI: “Dios no es rival de nuestra existencia sino su verdadero garante” (28 de Noviembre 2012). El matrimonio fue hecho por Dios para el adecuado ejercicio de la libertad del hombre y la mujer. Recuerdo como hace unas semanas atrás, en una fiesta de matrimonio en la localidad de Guanajuato un soltero arengaba a las huestes cantando: “soy soltero y hago lo que quiero”, mientras repartía brebajes en abundancia a los eufóricos que estaban a su alrededor. Esto me hizo recordar la respuesta capciosa de un anciano esposo que ante la pregunta ¿Qué habría sido de Adán si no fuera por Eva? No dudó en responder: ¡Estaría en el Paraíso! ... 

Complementarios en el proyecto de Dios.
Más allá de lo anecdótico de lo anterior, el hombre y la mujer son seres naturalmente complementarios, hasta el extremo que de su mutuo amor y entrega puede surgir un ser totalmente nuevo, con un alma inmortal, única e irrepetible.  Nunca ahondaremos en este mundo la maravilla que implica el don de Dios dado a los padres en la persona de sus hijos. El poder de Dios creador, que hizo de la nada todo, es homologado en vuestra alma y vuestro cuerpo, para hacer que aquel ser que captó la mirada creadora de Dios cautive el corazón de Dios que se hizo semejante a nosotros para que nosotros lo fuésemos de Él.
Adán, hablando con Dios le dijo: “Estoy muy solo en este lugar, quiero una compañera, la quiero inteligente, de buenos modales, con medidas convenientes, muda, y bonita”. Dios le respondió: “Eso te va a costar dos brazos y dos piernas”. Algo inquieto Adán dijo: “Mmm…no sé, y si acaso no es tan guapa, que hable un poco y no sea tan lista”. Con rapidez Dios le contestó: “Eso te va a costar dos brazos”. Adán se puso pensativo: ¿Cómo me voy a peinar? ¿Cómo voy a subir a un árbol? ¿Cómo voy a tirar una lanza para cazar un mamut? Y, en silencio se dijo: “Sí que sale cara esa compañía, porque no quiero perder mis piernas ni mis brazos. Fue nuevamente donde Dios, que andaba creando cosas por aquí y por allá y le preguntó: “Señor, ¿y por una costilla que me darías? Lo que sigue lo conocemos…
Más allá de esta anécdota, asumimos que lo que hoy acontece no es sólo  producto de la unilateral decisión, ni tampoco –exclusivamente- de un mutuo acuerdo, sino que vuestra unión tiene un tercer protagonista. ¡Y ese el Dios! En efecto, de la nada nos creó y como señala la Sagrada Escritura “los pensamientos de Dios son eternos”, al momento de pensar en vuestra alma dibujó el rostro, esbozó la voz y delineó el cuerpo de quien hoy asumirá el compromiso irrevocable de vivir “el resto de vuestros días” siendo uno solo.
En consecuencia, si desde el origen de vuestra existencia el Señor los hizo el uno para el otro, a partir de este día, sólo existe un camino para alcanzar la perfección, sólo se puede avanzar por una senda para ser santos cual es ser uno para el otro siendo uno con el otro.
Tan sublime como insondable es este misterio, que dos elementos de la Santa Biblia nos lo anuncia: primero, el mandato de Dios de “crecer y multiplicarse” dado en el Paraíso a nuestros primeros padres,  y segundo, que cuando el Apóstol San Pablo se refiere al matrimonio señala que “gran sacramento es este que yo lo refiero al amor de Cristo por su Iglesia”.



Sin duda, el novio dirá a su prometida hoy lo que Adán dijo a Eva en el Paraíso: ¡Tú eres la única mujer de mi vida! Claro, algunos pueden sonreír con esto, toda vez  que –in illo tempore- no revestía mayor gracia porque realmente no había otra mujer en toda la tierra…, pero, ahora sí hay más mujeres…y hombres también, por lo que para ser fieles en nuestros días se necesita la gracia de Dios reservada a este sacramento.  Sin la presencia de Dios el hombre no se entiende, por lo que no duden como esposos incluir en cada jornada el recuerdo permanente del Señor Jesús, puesto que –también-  la familia sólo se puede sostener inquebrantable si acaso está apoyada por la gracia que Dios no deja de conceder a quienes la imploran con fe y perseverancia.
Los hijos como una bendición de Dios.
No hay edad ni circunstancia, por temprana o tardía que sea, que la llegada de un hijo no sea parte del querer de Dios. Si para el creyente no existe la casualidad menos aún si se refiere a la llegada de un hijo o de una hija: Nadie viene al mundo porque sí. En vuestro caso, como esposos que se aman para toda la vida, tendrán un destello de vuestra entrega, Dios mediante con la llegada de aquellos que Dios les conceda para ser integrantes del banquete de la vida.
No nos cansaremos de reiterar que los hijos son una bendición de Dios. Por esto, Es importante tener presente que vuestra relación de esposos ha de estar siempre abierta al don de la vida.
Es cierto que los padres pueden variar sus sentimientos hacia sus hijos a medida que la edad progresa: cuando los hijos nacen y tienen pocos años de edad suelen exclamar: “es tan tierno, me lo comería”. Cuando pasa el tiempo, y aparece la conocida edad del pavo, que para algunos constituye la edad del buitre, los padres nostálgicamente dicen: “Por qué no me lo comí antes”…
A este respecto, tal como dice un spot publicitario de estos días: “cada hijo trae una marraqueta bajo el brazo”. Espiritualmente hablando, el hijo es en sí una bendición permanente, incomparable a cualquier bien con fecha de vencimiento. El hijo es una imagen de Dios entregado a vuestro cuidado para ser educado en la virtud y la fe.
El hijo no es un extraño que de sorpresa llega a un hogar, sino que es alguien a quien siempre se le ha esperado y que viene a dar sentido a la vida esponsal, de la cual es signo visible de amor, vínculo de mayor unidad de la familia, y futuro del mundo. Así, aconteció hace dos mil años, donde no fue el signo de lo ostentoso y extraordinario con lo cual Dios vino se presentó en el mundo, sino que se mostró bajo  la indefensa y pura figura de un recién nacido, cobijado bajo el cuidado de sus padre y su madre.


Crecer en las virtudes: Gratitud, humildad y disponibilidad.
Desde ahora, preparen la llegada de sus hijos: ¿Cómo? Orando a Dios por ellos, y procurando como esposos tener una vida matrimonial según el querer de Dios, tal como enseñaba a los novios el actual Romano Pontífice: “sepan decir gracias, perdón y puedo”.
Saber perdonar: ¡Gran tarea que requiere una verdadera disciplina interior! Porque todos debemos saber pedir perdón, porque hay muchas cosas de las que hacemos y decimos ¡sin querer queriendo! Que ofenden a los demás. ¡Qué decir al interior de la vida familiar! Donde se vive junto, y donde hay mayor ocasión de ofender con olvidos, menosprecios, flojera y descuidos, a quienes están a nuestro alrededor. Esta fecha debe gravarse en vuestro disco duro, con el fin de recordar el día del matrimonio, del  cumpleaños, y del onomástico.
Ser agradecidos: La Santa Misa tiene un sinónimo que se usa con frecuencia: Eucaristía, la cual es una palabra de origen griego que significa “Dar gracias”. Dios quiere que dominicalmente participen de la Santa Misa para manifestar la gratitud a Dios por todas las bendiciones recibidas. Que nada anteceda vuestro compromiso familiar de acompañar al Señor cada semana. Nadie nace sabiendo…y si acaso, en los primeros meses de casados, la esposa con cariño le prepara al marido un almuerzo de dudosa apariencia, ¡diga gracias!, si el esposo atento el fin de semana le lleva a su esposa al dormitorio el desayuno continental ¡diga gracias! No dar por supuesto que el cónyuge sabe de vuestra gratitud ¡no sea mezquino en ser agradecido y decirlo!
Pedir por favor: ¿puedo? ¡Palabra mágica! que tiene la capacidad de transformar para bien lo que parece imposible, pero que su eventual ausencia puede mutar la vida familiar en un infierno. Quien pide permiso en el matrimonio no rebaja su dignidad ni menoscaba su integridad por el contrario, se enaltece al reconocer y respetar a su cónyuge manifestando que su querer pasa por el deseo y voluntad del ser amado. Al preguntar ¿puedo? se fortalece la relación matrimonial, que de suyo tiene cambios con el correr de los años. El primer tiempo: él tiene el control remoto, ella escucha al marido…el segundo tiempo: ella tiene el control remoto,  el marido escucha a su señora…el tercer tiempo: el control remoto vuela por el aire, los vecinos escuchan.
¡Para que ello no pase!: Sepan perdonar a tiempo, sean en todo momento agradecidos, y no olviden pedir por favor.
Finalmente, los invito a que consagren vuestro hogar al cuidado del Sagrado Corazón de Jesús y a la protección de la Virgen Santísima. Antes que contratar seguros, empresas de seguridad para la casa, cobíjense ante Quien está atento a sus necesidades las veinticuatro horas del día. ¡El amigo que nunca falla! Que es Jesús.
Amén.










domingo, 4 de mayo de 2014

¡SÓLO EN DIOS DESCANSA MI ALMA!


 
HOMILIA  EN  EL  DIA  DE LA  RESURRECCIÓN  DEL  SEÑOR  2014.

La tentación humana de acostumbrarse es algo que parece estar arraigada en su naturaleza. Como un ADN tendemos a instalarnos, a situarnos desde la seguridad de lo obtenido. Basta releer los algunos pasajes de nuestros primeros padres, que nos refiere la Escritura, para corroborar lo afirmado: No fue suficiente para Adán y Eva poder comer de la abundancia y exquisita variedad de lo que Dios les ofreció como una dádiva, además, desecharon lo regalado para apropiarse de lo que no les correspondía, todo ello, como prueba del anhelo de autosuficiencia. Caín no soportó ver la bondad, pureza y sobresaliente espíritu de sacrificio de su hermano Abel, por lo que su alma se llenó de envidia hasta cegarse por la ambición, llegando a ultimar a quien era parte de su vida misma, su hermano más pequeño (Génesis IV,8).

Los ejemplos pueden multiplicarse casi indefinidamente. El hombre instalado es un hombre que necesariamente va a tender a desentenderse  de los caminos desafiantes y nuevos, a los cuales Dios le invite a recorrer. Cuando decimos humanamente: ¡Lo tengo todo! ¡No necesito a nadie! ¡Lo puedo todo! Es que hemos llegado a la cumbre de la ceguera humana, porque hemos hecho abstracción de aquella realidad que es parte de nuestra existencia desde su origen, camino de nuestro presente, y meta de los anhelos, deseos y quereres arraigados en el alma. Siempre recordemos que:  ¡Sólo en Dios descansa nuestra alma!

Nada a nuestro alrededor que puedan ver nuestros ojos, aún lo inconmensurable de las constelaciones, ni de lo que puedan percibir los ávidos sentidos, ni de lo que la imaginación, cuyo límite no parece tener fin puede llegar a dar razón definitiva  a aquello a lo que el alma humana está llamada a aspirar: ¡la Vida Eterna!, cuyas semillas sembradas por la gracia del Señor ya podemos descubrir en sus verdes brotes de los cuales refiere la fe, la esperanza y la caridad en la vida presente. ¡El alma que no descansa en Dios es un alma que se cansa en sí misma!
 

En estos días, hemos meditado extensa y diariamente los acontecimientos que partieron desde aquel festivo día donde nuestro Señor ingresó por la puerta de la ciudad de Jerusalén. Entonces, se sobrevivo un reconocimiento vociferante, unido a una actitud expectante, de los más pequeños jerosolimitanos, los niños que al unísono proclaman lo que no acabaron de reconocer escribas ni fariseos, lo que, en su oportunidad,  obviaron los inmediatos beneficiados del poder taumaturgo del Señor, iniciado un día en Cana de Galilea, segregando la gratitud al olvido y la acogida al desprecio. Pero,  lo más sorprendente es que la falta de reconocimiento hacia Jesucristo sobreviene –también- de quienes durante tres años compartieron las enseñanzas,  impartidas no desde la periferia,  sino desde la intimidad de ser reconocidos como “mis verdaderos amigos”. Ninguno de aquellos estamentos hizo lo que no vacilaron en hacer los niños ese día.

La característica espontaneidad de los menores, que en ocasiones, hace colocar el ceño fruncido de sus padres, aquella mañana clamaba lo que en cielo se contenía desde el instante de la Encarnación del Verbo: “Hosanna al Hijo de David. Bendito es el que viene en el nombre del Señor”. En otras palabras: ¡Tú eres el Mesías esperado!, no el representante de Dios sino su Hijo verdadero. Si, así es, ¿Cómo no creer en ti, Señor?

Pero, ello no fue consecuencia de una simple casualidad. No era obra tampoco de un gesto improvisado e inconsciente, de quien no sabe lo que dice. Por el contrario, dicen lo que saben, porque la gracia de Dios había llegado y se había anidado en sus corazones, tal como Jesús lo había anunciado: recibir la verdad de Dios con un corazón de niño. ¡Esto no es infantilismo que conduzca a niñerías! Aquel que, como dice el Evangelio,  “se hace como niño”  para creer, tiene la madurez capaz de poder aceptar los caminos que Dios le proponga, por contradictorios que sean a sus básicos anhelos, y más arraigadas conductas.

Un niño en un instante está abocado a una realidad, y luego con presteza pasa a otra, casi olvidando lo que previamente realizaba: el creyente no puede quedarse ensimismado porque corre el inminente riesgo de caer en la tibieza, la cual, como sabemos es severamente sancionada en los Santos Evangelios.

El don de la fe hace mover nuestra alma desde la dureza de la incredulidad que no termina en abandonarse a los designios que Dios propone, que siempre nos sorprenden pero no siempre acaba por cautivarnos plenamente. Esto es lo que acontece ante el hecho de la resurrección del Señor, que ahora celebramos.
Un grupo de mujeres fueron de madrugada a ver el sepulcro. Otros, los más por cierto, estaban simplemente instalados en la tristeza de lo que habían perdido, y quejosamente los jóvenes de Emaús decían: “Han pasado varios días, nada puede cambiar” (San Lucas XXIV, 18). De modo semejante,  la hermana de Lázaro –Marta- ante la evidencia de la muerte dice a Jesús: “Señor, lleva varios días, debe oler mal”. Lo que habitualmente obviaríamos por educación y humano pudor por un familiar, se hace recriminación hacia el Señor: “Si hubieses estrado aquí mi hermano no habría muerto” (San Juan XI, 21)

Lo anterior, bien lo podríamos incluir en otras realidades: mi hermano no habría enfermado, mi hermano no habría quedado cesante, mi hermano no se habría separado, a mi hermano no se le habrá quemado su casa, a mi hermano no lo habrían asesinado. Si estuvieses aquí…este hermano no sería alcohólico ni tóxico dependiente, por su vida promiscua y licenciosa no se habría contagiado de esa enfermad mortal. La cadencia de quejas parecería no tener límites. En ocasiones, no le decimos al Señor Jesús, ¿Señor si hubieses estado aquí, esto no habría pasado? Es una pregunta que invertida puede resultar finalmente en una abierta recriminación hacia Dios: “¿Por qué esto me pasó a mí? ¿Por qué me elegiste para padecer esto?  
Y, entonces nuestra mirada de creyentes avizora una realidad: un sepulcro  que fue hecho para guardar la muerte, que pareció hacer de la muerte su novia desposada para siempre, ahora permanece vacío y manifiesta una nueva realidad. Donde la esperanza humana parecía quedar irremediablemente sepultada, ahora se alza victoriosa la certeza que la última palabra siempre la tiene Dios. Ninguna ceniza es capaz de sepultar la caridad fraterna, ninguna muerte es insalvable desde la resurrección, y ninguna lágrima queda perpetuamente cristalizada para no poder ceder desde su origen triste a la sorpresa de la perenne alegría.
Quienes llegan ante el sepulcro y verifican que lo anunciado por Jesucristo se ha cumplido a cabalidad, no permanecen obnubilados por su gozo ni estáticos por la buena noticia: Ven, creen y comparten de inmediato aquello que han visto, de tal manera que su testimonio futuro de apostolado,  será un destello de lo que en este día han descubierto: sus ojos lo ven con claridad y desde el cielo el Ángel lo proclama: ¡Ha resucitado! Con Jesús hemos de salir del sepulcro. Nos invita a difundir a todo ámbito donde vayamos la certeza que Dios puede más que la muerte. La muerte ha muerto al tercer día, de tal manera que junto al Apóstol  decimos: “Vana sería  nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado”.
Las particulares circunstancias que tiene ocasión esta Pascua en nuestra ciudad, en la cual tres mil familias han perdido recientemente sus casas, nos lleva a compartir la esperanza y la fe con quienes padecen, y confortar la desazón con el bálsamo de la caridad fraterna, cuya mayor  riqueza es que, nacida en Dios,  apunta a la totalidad de la persona, tanto en su dimensión corporal como primariamente  espiritual.
El mayor drama es que quemada las casas se haga cenizas la familia; que olvidados un día en la punta de los cerros se sobrevenga la ceniza como un nuevo manto de olvido; que el entusiasmo contagioso de un momento lleve al holocausto de una cultura de la primacía de la fe y la virtud, en la cual se persiga a Cristo presente  en su Iglesia. Con un esfuerzo en el cual ninguno quede como espectador es posible rehacer, incluso más perfectamente, las viviendas siniestradas. Nuestra Patria, por los vaivenes de la naturaleza,  tiene experiencia en ello, y siempre ha sabido auxiliar a quienes están momentáneamente sumergidos en el sufrimiento. El Estado, al servicio de la familia y de la persona ocupa en esto un lugar de privilegio, pero no exclusivo ni plenamente autónomo.
Cada uno de los que estamos en este templo santo, somos testigos del Resucitado. En cada celebración de la Santa Misa, acontece la renovación del misterio de la fe: Jesús muere para resucitar, viene para quedarse en medio nuestro en su Cuerpo y Sangre. Desde este altar y hacia este altar emergen y convergen los afanes y desvelos, alegrías y tristezas, de una humanidad llamada desde su creación a estar con Dios, a quien desde el fondo de nuestro corazones repetimos una y otra vez: “Mane vobiscum Domine” (quédate con nosotros, Señor). Amén.

jueves, 1 de mayo de 2014

PRIMERO Y FINALMENTE: ¡CREYENTES!





 CANONIZACIÓN  DE  LOS  PONTÍFICES  JUAN PABLO II Y  JUAN XXIII.
La magna ceremonia que se desarrolla en este día, con ocasión de la festividad de Jesús de la Divina Misericordia, marca para nuestra Iglesia una invitación especial en orden a buscar la santidad. Por cierto, Dios quiere que todos los hombres se salven, pues “la vida fue hecha para buscar a Dios”, la muerte para encontrarlo” la eternidad para poseerlo” enseñó el Padre Alberto Hurtado Cruchaga.
El hombre por esencia es un buscador de Dios, un ser con hambre de eternidad. Aquel que creado el último día –sexto de la semana- tuvo la misión de colocar el nombre a las cosas para que, por medio del uso no sólo razonable, sino acorde en todo momento al proyecto y querer de Dios, tuviese un ambiente amigable, por lo que distanciado de la voz de Dios y de su mirada sólo le depara la gélida realidad de un mundo incierto y oscuro. Más, cerca de Dios, como Luz del Mundo todo adquiere su contorno por lo que no sólo aquella gracia lo restaura en su humanidad sino que la eleva y perfecciona.
Un mundo más creyente.

Contemporáneos a nosotros, ambos pontífices han marcado no sólo en el tiempo sino en la manera de vivir la fe, en épocas de convulsiones, no tanto en aquellas marcadas por grandes guerras sino por el casi incontable número de conflictos que han multiplicado de modo exponencial las diferencias en muchas naciones. En ese contexto, el Papa Bueno debió asumir su breve pero intenso reinado como Sumo Pontífice en un mundo marcado por la denominada Guerra Fría, que dividió al mundo en dos grandes bloques de desencuentro del cual, como es sabido,  nuestra Patria no estuvo ajena.
         La Iglesia era fuertemente perseguida tras la Cortina de Hierro donde, por entonces,  una vez derrumbadas  milenarias basílicas se alzaban modernos centros deportivos, por lo que donde un día hubo un convento ahora se diseñaban temperadas piscinas. Ejemplos como este podríamos multiplicarlos, pero simplemente nos basta recordar las vidas ejemplares de tantos hijos de la Iglesia, que guiados por verdaderos pastores,  no dudaron en inmolarse por mantener viva la llama de la Fe. No en vano el siglo XX fue llamado “El siglo de los mártires” porque, la cifra nos resulta casi sorprendente: ¡cuarenta millones de católicos murieron a causa de la fe a lo largo de los últimos cien años!
         Y, la promesa hecha por nuestro Señor a Simón Pedro no dejó de cumplirse: “El poder del mal nunca prevalecerá”. No le prometió una vida sin sufrimiento, por el contrario, le dijo: “Quien quiera seguirme que cargue con su cruz y me siga”. De tal manera que la Cruz más allá de ser un estandarte para contemplar, es un camino que nos conduce a la mayor identificación con Jesucristo. ¡El estilo de vida del creyente debe pasar por el calvario! No existe atajo posible para llegar a Jesús más que seguir sus huellas en todo, incluida la Cruz.
        ¿Y qué es cargar con la cruz de cada día? Hay tres elementos que nunca podrán ser suplantados al momento de convertirnos y procurar vivir en fe. Si queremos ver si una persona está con fiebre hay tres medios para verificarlo: usar un termómetro, colocar la mano en la frente de enfermo, o bien ver el color de su rostro. De modo semejante para calibrar adecuadamente si acaso somos de Cristo de verdad y no sólo en apariencia hemos de ver cómo está nuestro espíritu de oración, cómo se consolida la esperanza en medio de la adversidad, y si crecemos -día a día- en espíritu de caridad hacia los demás, que no son seres anónimos a los cuales dar algo, sino hermanos con quienes compartir lo que somos.  
         La Caridad Fraterna apunta a ser mejores: Probablemente, existan personas que técnicamente puedan ser grandes ejecutivos para dar soluciones eficaces a quienes lo necesitan, de la misma manera,  que para algunos –materialmente- no les costará en demasía colaborar farkeanamente. Pero, la caridad es distinta e  infinitamente superior pues implica realizar en nombre de Cristo, actuar in persona christi, en bien de quien lo requiere, por lo que como Iglesia no actuamos como una ONG, ni pretendemos ser sólo profesionales al momento de servir a los demás: Cristo no hacía de la caridad  un trabajo,  pero siempre sus acciones estuvieron marcadas por el sello indeleble del amor fraterno.
          La Iglesia de nuestro tiempo debe ser vista desde la cosmovisión de su fundación, que por esencia es universal e inmersa en el tiempo, pero no es esclava de las circunstancias. Por esto, Nuestro Señor en la oración sacerdotal de la Ultima Cena imploraba: “Padre, no te pido que los saques del mundo pero sí que los preserves del mal” (San Juan XVII, 15-17). El Espíritu Santo que animaba, iluminaba, sanaba y fortalecía a los primeros creyentes desde el día de Pentecostés, es el que a lo largo de una historia bimilenaria ha asistido a la Iglesia, y como sabemos, de modo privilegiado en cada uno de los Pontífices que han recibido el mandato de “apacentar y cuidar  el rebaño” (San Juan XXI, 16).
         La Iglesia no es una montonera donde cada uno pueda creer cualquier cosa: es el ámbito divino y humano creado por Jesús para que sus enseñanzas lleguen a todos y en todo, de tal manera que aquello que Dios no dejó de asumir no deje un día de llevar a su plenitud.
         La Iglesia no es tampoco una pandilla: que aúna concertadamente diferencias irreconciliables con el fin de alcanzar un poder temporal, por el contrario, cada miembro de la Iglesia tiene algo nuevo que aportar que viene a ser complemento, llegando a una realidad de comunión que implica unidad en lo que se cree. Y, esa senda ya la señaló nuestro Señor: “Yo soy el Camino, la verdad y la vida” (San Juan XIV, 6). 
         La Iglesia no es una jauría, donde prima la fuerza del más agresivo y tienden a reducir y usar de sus víctimas: Nuestro Señor dijo claramente: “Quien quiera ser el primero, sea como el último”, añadiendo que  “muchos que hoy son primeros serán últimos y los últimos serán los primeros”. La Iglesia debe estar siempre junto a los más débiles de que nos habla el Evangelio: “Los pobres de espíritu, los huérfanos, los enfermos y las viudas” (Proverbios XIX, 21, XV,25, San Marcos XVI,15-20, Apóstol Santiago I,27).
Bienaventurados los pobres de espíritu.
Si algo caracterizó a ambos pontífices fue su cercanía hacia las personas que padecían. Sus vidas no fueron el resultado de una improvisación que se dejara llevar por el entusiasmo pasajero sino que, en sus almas subyacía -en todo momento- un señorío que respondía a una fe asumida y llevada a la vida cotidiana, finalmente hasta la perfección: “Una fe sin obras es una fe muerta” (Santiago II, 14-17). A nadie sorprendió que la primera visita realizada por el Papa Juan Pablo II fuese destinada a su amigo enfermo el cardenal Andrzej María Deskur y a los niños enfermos del Policlínico Agostino Gemelli a los cuales señala la liturgia como “predilectos de Dios”. Mas, esto sólo puede ser cabalmente comprendido a la luz de la fe en las palabras del Santo Evangelio: “Completo en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la cruz para bien de su cuerpo que es la Iglesia” (Colosenses I, 24). Y, esta realidad la asumiría en plenitud a lo largo de todo su ministerio petrino, de manera particular, en los últimos años marcados por los signos de la Pasión tanto en su cuerpo y cuanto en su alma.
        En diversas partes del mundo no faltan en la actualidad como en el pasado, quienes han pretendido autoproclamase como los “descubridores” del mundo de los pobres. La Iglesia desde su fundador ha hecho de los más necesitados su camino a lo largo de dos mil años: la vida de los santos, la enseñanza del catecismo respecto de las obras de misericordia espirituales y corporales, la vida pastoral especialmente inmersa en las parroquias es prueba de cómo el camino de los pobres no resultó novedoso para ambos pontífices porque lo recorrieron vivencialmente desde pequeños, haciéndose uno más de ellos. ¡Pobres entre los pobres!
         La prensa internacional ha dado las denominaciones de “papa peregrino” y “papa bueno” a ambos pontífices. Lo cierto es que encontramos una segunda nota característica común en ellos cual es el espíritu de piedad. Su amor por las cosas de Dios, su interés despierto a lo religioso desde la más temprana edad, y que a lo largo de los años se fue acrecentando hasta la perfección, es sin duda una lección para la sociedad actual.
        Nadie puede obviar el hecho que el secularismo ha sacado las garras en los últimos dos siglos, y en este tiempo con mayor fuerza: ¡el querer alzar un mundo sin Dios ya se intentó desde el episodio de Babel! Sus consecuencias son bien sabidas: una sociedad que se erige contra Dios se termina cayendo sobre el hombre mismo, por lo que una piedad tibia repercute siempre en una caridad congelante. 
        La piedad es el arma poderosa para descubrir la fuerza de ambos pontífices. Porque procuraban crecer interiormente en amor a Dios pudieron expandir sus corazones en acciones a favor de la verdadera dignidad del hombre cuyo origen nace y se encamina a la Gloria de Dios. 
         Y, era una piedad ordenada: vale decir, que desde la invitación hecha por nuestro Señor en orden a ser quienes, “confirmarían a sus hermanos en la fe” ( San Lucas XXII, 31-32) por medio de un ministerio infalible, serían amantes de una verdad revelada y recibida vitalmente, vale decir, una verdad que no se desarrolla en una suerte de nubecilla etérea sino que tiene aplicación concreta en un estilo de vida con consecuencias inevitables: o se vive la verdad profesada o se termina creyendo el estilo de vida que se lleva. Como Sumos Pontífices, ambos fueron incansables buscadores de la verdad y garantes de ella en un mundo dubitativo y en ocasiones, falaz, mostrando una Iglesia ante la cual la sociedad podía apoyarse con seguridad. Las encíclicas, cartas apostólicas, homilías y cartas de cada uno de ellos contribuyeron a acrecentar la piedad al interior de la Iglesia inmersa en un mundo crecientemente irreligioso.
        Esta piedad tuvo como componente muy importante la tierna devoción profesada hacia la Santísima Virgen María. A los pies de la Cruz estaba la Madre y el discípulo fiel, el cual “recibió a la Madre de Jesús en su casa” (San Juan XIX, 26-27). Al tomar los textos de ambos pontífices resulta imposible no reconocer aquella piedad casi de piel dada a la Madre de Dios, de modo especial, a través del rezo del Santísimo Rosario, el cual era la oración predilecta de ambos, tal como lo señalaron: “Este dulce recuerdo de nuestra juventud no nos ha abandonado en el correr de los años, ni se ha debilitado; por el contrario –lo decimos con toda sencillez- tuvo la virtud de hacernos cada vez más querido a nuestro espíritu el santo rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del año” (San Juan XXIII, Grata recordatio, 26 de Septiembre de 1959). “El pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor” (San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, 16 de Octubre del 2002).
         Como “Párroco del mundo” fue llamado Juan XXIII. Término que hace mención a aquel ministerio eclesiástico  por medio del cual un sacerdote tiene a cargo una porción de la Iglesia diocesana con lo que en derecho canónico se denomina: “Cura de Almas” (Código de Derecho Canónico, canon 519). Esto hace que, aquellos pequeños bautizados en la rural localidad de Sotto il Monte (Italia) y en la antigua ciudad de Wadowice (Polonia), nutriesen sus corazones de acuerdo al palpitar cercano y piadoso de sus respectivas comunidades parroquiales, que fueron para ellos fundamentales en su crecimiento y vivencia de la fe. Aprendieron como hijos de una parroquia a ser hijos de la Iglesia, y lo aplicaron a lo largo del ejercicio de sus respectivos pontificados, bajo la premisa del imperativo de Cristo sobre todo, por lo que no siendo extraños a su tiempo y sabiéndose cercanos a su siglo, en modo alguno, por falsos respetos humanos se dejaron cautivar por aquellas voces que les invitaban a avanzar sigilosamente, pues quien camina más rápido (neo-paganismo) o retrocede (judaisismo), irremediablemente termina colocándose al margen (ateísmo) de la senda verdadera que es la persona de Cristo, único capaz de cautivar una vida entera. Amén.                                                                                                                                                                      PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ.