sábado, 31 de enero de 2015

Actividades de la Parroquiales de Febrero 2015












Corazones partidos yo no los quiero

 HOMILÍA CUARTO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.

R.P Jaime Herrera G.
1.      “No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra(Salmo 95, 8.9).
Para muchos, los nombres de Meribá y de Massá son desconocidos, más debiese llamarnos la atención que la Santa Iglesia nos invite a repetir diariamente en el rezo del Breviario. Entonces, ¿Qué aconteció en aquellos dos lugares que nos cita el Antiguo Testamento? Recordemos: Dios sacó al pueblo de Israel que estaba esclavizado en Egipto, y lo hizo teniendo como guía al patriarca Moisés. Habiendo salido de la tierra del Nilo, hastiados de la tierra del camino, y del sol que bordearía los cincuenta grados, comenzaron a murmurar y reclamar, exigiendo un milagro: tener agua para beber en el desierto. Desde entonces ese lugar se llamó “tentación” y Moisés preguntó a los israelitas: “¿Por qué tentáis al Señor tu Dios?” (Éxodo XVII, 1-7).
En todo el tiempo previo al inicio de sus protestas y exigencias de sus derechos, fueron testigos de grandes milagros de Dios: cruzaron el Mar Rojo cuando Dios separó las aguas, comieron abundante maná, que el Señor les hizo llover desde el cielo, quedaron satisfechos de comer carne de las aves que Dios les concedió. Mas, el tema no era lo que Dios les concedió ni –tampoco- lo que les el Señor les prometió, sino que exigían que les concediera lo que querían, en el momento que lo querían y de la manera cómo lo querían.
Un Dios a la medida de sus reclamos, un Dios acomodado a los derechos que pretendían exigir a su Providente Creador. ¿Qué es tentar a Dios? ¿Puede la criatura realmente exigir algo a su Dios? Tentar es pretender obligar al Señor a hacer nuestra voluntad, a exigirle que se coloque a nuestro servicio, que haga lo que queremos, y se acomode a cada uno de nuestros proyectos.
Esto es lo totalmente distinto a lo que debe ser: el hombre ha de estar al servicio de Dios, simplemente porque es Dios, al que se le debe todo honor y gloria, toda sujeción y servicio, sin desconocer que estamos llamados a ser siervos y no solo servidores, tal como algunas sesgadas traducciones litúrgicas actuales lo esbozan con sutileza.
“Nada nuevo bajo el sol” dice un antiguo refrán. “No serviremos” fue la expresión de los ángeles que se rebelaron contra Dios, “no obedecer” fue la inclinación a la cual cedieron nuestros padres en el Paraíso terrenal ante la propuesta del Demonio en ropaje de áspid, “no quiero” es la actitud que le manifestamos al Señor nuestro Dios al momento de hacerle exigencias porque le aplicamos la ley del trueque: te doy esto y me das esto, pretendiendo tener merecimientos autónomos al poder, la misericordia y la gratuidad de Dios.
¿Qué pasa si Dios no nos concede aquello que le exigimos? ¿Qué pasa si la hora de Dios no avanza a la par de la hora nuestra? De inmediato nos molestamos, abandonamos las prácticas de piedad y de caridad, y nos colocamos quejumbrosos con Dios y el mundo. Se endurece el corazón y se termina disgregando. Hermanos: ¡No tentar a Dios nunca!


La dureza del corazón nace porque existe una cerrazón inicial, la cual, conduce irremediablemente  hacia el temor, la desconfianza y la agresividad. Un corazón  cerrado no siente ni hace sentir, no es capaz de amar –simplemente- porque no se sabe amado. Un corazón empedernido es semejante a una puerta cerrada, la cual sólo puede ser abierta desde el interior. Toda iniciativa por audaz, novedosa, y sincera que sea quedará al otro lado de la puerta, y no podrá entrar.
Mas, lo notable del amor de Dios es que, como Creador nuestro,  el Señor sabe de qué estamos hechos, y nos conoce perfectamente, de tal manera que es más íntimo a nosotros,  que lo que –incluso- nosotros creemos saber de nuestro interior. Entonces, si acaso asumimos de una vez que el “yo” lo sabe Él desde siempre, surge de inmediato  la certeza de saberse conocido, y si consideramos que nadie ama lo que no conoce,  deducimos que Dios que todo lo sabe, no dejará de amar a quien de la nada no dejó de crear, incluso,  al que obstinada y persistentemente se aleje de Él.
¿Por qué? La respuesta es espontánea: si lo dejara de querer aquel dejaría de existir. Así, aunque nos olvidemos de Dios, Él no se olvida de nosotros, y “está a la puerta llamando” –día y noche- al corazón del hombre y de la sociedad.
El Dios en quien creemos –permanentemente- nos da facilidades nunca bagatelas. Por ello, desea salvarnos gratuitamente por su infinita misericordia, al extremo de permitir poder afirmar que “Aquel que te creo sin ti no te salvará sin ti” (San Agustín de Hipona).
¿Puedo decir que alcanzar el Cielo depende de mí? Bien entendido, asumiendo que la gracia de Dios está al inicio, en el camino y como fin de todo acto meritorio del hombre, si lo podemos afirmar, por ello no dejemos de acoger un sabio consejo: “cuida siempre lo que piensas, porque tus pensamientos se volverán palabras; cuida tus palabras porque estas se convertirán en tus actitudes; cuida tus actitudes porque, más tarde o más temprano, serán tus acciones. Cuida rus acciones que terminarán transformándose en costumbres; cuida tus costumbres, porque forjarán tu carácter, cuida tu carácter porque esto será lo que forje tu destino”. Todo lo anterior lo resume el Apóstol San Pablo al decir: “Al final cada uno cosechará lo que ha sembrado” (Gálatas VI, 7). Entonces, nadie se condena al infierno sin culpa personal, y cada bautizado es responsable de su destino eterno, por lo que la fe y las obras ganan el cielo.

Padre Jaime Herrera


¿Por qué caló tan hondamente el himno del Congreso Eucarístico de 1980 en el mundo católico de nuestra Patria?  Probablemente,  hemos olvidado su letra, y las nuevas generaciones nunca lo conocieron, y escasamente se enseña en los seminarios: decía No temas dice el Señor, no temas pueblo mío, ábranle de par en par todas las puertas, si le dejamos entrar El estará con nosotros y reinará para siempre”. Evidentemente, parte del texto respondía a la invitación hecha al inicio del pontificado de Juan Pablo II en su Misa de Entronización. Hace unos años, con ocasión de la beatificación de Papa “venido de un lugar lejano”, se escribió un himno en el cual se hacía –nuevamente- mención a dichas palabras: “! Abran las puertas a Cristo! ¡No tengan miedo: abrid el corazón al amor de Dios”.
Dios quiere nuestro corazón, pero, como recuerda la Santa Biblia “Él es un Dios celoso” (Éxodo XX, 5), no lo quiere a medias con falsos ídolos ni a tiempo compartido. ¡Sólo Él en todo momento! De esta entrega nace una vida espiritual que no avanza a regañadientes ni se deja seducir por mezquindades, lo que concede al alma que se sepa y se sienta plenamente libre porque está totalmente entregada a las manos de su Creador y Redentor.
La segunda lectura de esta Santa Misa nos enseña claramente en palabras de San Pablo: “Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división” (1 Corintios  VII, 35). En palabras de una antigua tonada chilena diremos: “Corazones partidos yo no los quiero”.
2.      “Se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (San Marcos I, 21).
El Evangelio nos habla de la impronta que sorprendía a las muchedumbres sobre la prestancia de Jesús. Más que la novedad, más que la accesibilidad para comprender, más que la metodología utilizada, les llamaba la atención el talante, es decir, la seguridad y propiedad que sus palabras encerraban.
La autoridad se suele confundir con el que tiene un poder, con el que posee un conocimiento, pero rara vez se le vincula al que es íntegro.  Poseer autoridad es tener dominio de lo que uno hace, no se trata de una parte sino de todo lo que uno ha hecho.
El autor es responsable, habla con la seguridad del que sabe lo que dice, haciéndolo a nombre propio, tal como lo anunciara la Escritura: “Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. Si alguno no escucha mis palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello. Pero si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no he mandado decir, y habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá.” (Deuteronomio XVIII, 18.20).

Buenamente nos podemos preguntar respecto de cuáles eran las diferencias entre el estilo de enseñar de Jesús y el de los fariseos y expertos en la Escritura.
a). Desvinculados de la realidad, los escribas, fariseos y expertos “biblistas” inspiraban miedo, por lo que se les temía; porque evitaban a los demás se les evitaba a ellos; se les sonreía de frente, más se les criticaba por la espalda, anidando –quizás- eventuales rencores y odios ocultos. El modo de enseñar de nuestro Señor invitaba a la confianza, proyectaba entusiasmo. A aquellos se les temía, a Jesús se le amaba.
b). Los maestros de la Torah buscaban siempre a quien culpar de algo, aplicando el refrán “el que la hace la paga”. Sancionaban, castigaban, acusaban. En cambio,  el estilo de Jesús,  desde la llama humeante y desde el brote,  era capaz de encender hogueras y hacer reverdecer los campos.  Por ello, corrige y comprende; castiga y enseña; llamaba la atención y perdonaba. Era intransigente con el pecado, es verdad, y a la vez,  en todo momento no dejaba de invitar a la conversión y de perdonar diligentemente, tal como lo hizo con la mujer adúltera, con Zaqueo, con Simón Pedro, con Mateo y tantos otros.
c). El escriba ordenaba a cada uno lo que debía hacer. Jesús como maestro daba el ejemplo, iba en primer lugar, actuaba en primera persona, en Nazaret trabajaba como los demás y con los demás. Marcaba el camino con su propio caminar.
d). El maestro escriturista suele manejar la gente, Jesús la prepara. Aquellos maestros no reconocían a sus discípulos, porque “no tenían cuneta” y “pasaban por los aires”, y al ser teóricos caían en la tentación de deshumanizarlos  hasta quedarse con un rebaño sin rostro ni iniciativa. En cambio Jesús el Maestro bueno, que enseñaba con autoridad conocía a cada una de sus ovejas, tratándolas con la delicadeza que lo haría un Dios verdadero y un hombre verdadero. Sabía que las almas y la Iglesia por Él fundada no eran una masa amorfa ni una colección de individuos moldeados en serie a los cuales manipular por determinada pedagogía.
Por esto, en el camino de descubrir como el Señor nos llama al apostolado, en este día descubrimos que lo genuino del estilo de Jesús anidaba en lo que estaba en su corazón, en el cual no habitaba otra cosa que procurar la salvación de las almas que fueron echar para buscar a Dios para encontrar a Dios y para amar a Dios. Amén
                   






lunes, 26 de enero de 2015

La Virgen en Caná: Fuerte, Clara, Maternal y Convencida

HOMILÍA MATRIMONIO NANJARÍ CHAMY & ROSENKRANZ FERNÁNDEZ
Esposos Nanjarí & Rosenkranz en Viña 

“Aquí estamos para hacer tu voluntad”. Fue la antífona del Salmo XL que todos repetimos. De alguna manera encierra el sentido más hondo que nos ha convocado hoy a esta Santa Misa. Muchos de quienes están presentes acuden semana a semana a la Eucaristía, y comulgan con frecuencia, otros lo hacen quizás de manera más eventual, y no faltara quien rara vez acude a un templo. Ya el carácter ojival de este templo, como representando dos manos que lanzan unidas una plegaria al cielo, nos habla elocuentemente de una realidad, que se ubica más allá de cualquier ficción y aleja de  una mera fantasía. Es que sabemos que estamos en un lugar sagrado no sólo porque así lo digamos y los creyentes lo reconozcamos, sino porque Deus ibi est: Está presente, real y substancialmente, Aquel que un día asumió nuestra humana naturaleza, y por medio de una cruz de madera  y un sudario de tela, evidenció que la medida del amor de nuestro Dios –aquí presente- es que nos ama sin medida.
Creemos en un Dios que “no se chanta”, que “no arruga”, que “no se desdice”, que “no experimenta”, sino que,  por ser tal,  solamente  puede ordenar todo lo que de la nada ha hecho hacia un fin que es: bueno, noble, justo y hermoso, independiente que el hombre acabe de reconocerlo oportuna y plenamente.
Contra la corriente imperante en la actualidad diremos que el amor es más que un sentimiento pasajero, es más que las ganas, porque no anida en la volubilidad de un deseo, sino en la certeza de aquello que se presenta y descubre como un bien amable, lo cual hace que la razón y el corazón caminen por una vereda donde la opción asumida adquiere el carácter único e irrevocable de lo que en unos instantes mutuamente se dirán con los labios y vuestra mirada: “Te recibo a ti y me entrego a ti y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.

        Padre Jaime Herrera González en Misa

Como muchos saben conozco al novio desde él que tenía diez años de edad, y había recibido recientemente la Primera Comunión, en tanto que, a la novia –prácticamente- desde el instante mismo que se conocieron. La razón es muy simple: pues, lo único que falta a los padrinos del novio es pasar por la libreta al sacerdote que habla, ya que –¡era que no!- me considero parte de vuestra familia. Por esto hemos compartido muchas jornadas, marcadas por la alegría del advenimiento de un nuevo año, por el bautizo de un miembro de la familia, por el cumpleaños de algún integrante, como por la partida de algún ser querido, o alguna prueba el Señor no deja de permitir para la mutua fortaleza, crecimiento y vivencia de la caridad fraterna. Alguno más suspicaz dirá: “Padre ha compartido los asados preparados por el novio”, Si es verdad y muchas veces, aunque reconozco nunca he sido invitado al “Bar del Lalo” porque “la religión me lo prohíbe”.
Más allá de las múltiples anécdotas que podría citar en este momento, estimo que es un deber exigible por dos razones, detenerme en algunos aspectos que inciden de manera poderosa en la nueva vida que, ambos novios llevarán a partir de esta celebración.
La primera es por razón de los lazos de amistad: En efecto, la escritura recuerda que Jesús dijo a sus discípulos “no os llamo siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor”. Creo que la amistad de un sacerdote hacia cualquier persona es sana, eficaz y necesaria, en la medida que ésta tienda a fortalecer el espíritu familiar, de modo que así como antaño hubo médicos de familia que hacían mucho bien, buenamente podemos preguntarnos hoy, ¿por qué no ha de darse que los médicos del alma cuiden espiritualmente el alma de la familia?
Por esto, los primeros en llamarme “cura” fueron los pequeños primos que hace cerca de un cuarto de siglo acolitaban en este mismo altar en el cual Jesucristo viene en su Cuerpo, Sangre y Alma para reiterar la verdad que cambió el mundo: “Dios nos amó hasta el extremo”, cumpliendo en cada Santa Misa su palabra empeñada: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. ¡Quien cura, sana; quien sana, reintegra; quien reintegra, dignifica!
Lo que digo como amigo lo digo entonces como sacerdote, pues,  un buen amigo no es aquel que simplemente está en la bonanza, el éxito y los amaneceres de la vida, sino que permanece fiel en medio de la adversidad, inserto en los fracasos y en vigilante en el atardecer de nuestra jornada en este mundo. Si hermanos: “Quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro”, dice la Santa Biblia.
Per hay una segunda razón,  la cual me exige dirigirme  en mi condición de amigo y sacerdote: Y, tiene que ver con la segunda parte de las palabras dichas por Nuestro Señor sobre la amistad: “Vosotros sois mis amigos, si cumplen mis mandamientos”. Por cierto, el amigo habla a tiempo y destiempo, no teme importunar cuando se trata de rescatar a quien eventualmente parece naufragar, ni vacila al momento de procurar hacer el bien a quien lo necesita.
¿No recordamos acaso las palabras de la Virgen María en Caná de Galilea dichas a unos atribulados novios? ¡No tienen más vino! ¡La fiesta se termina! ¡Calabaza, calabaza cada uno para su casa! Y de pronto, cuando todo parecía irreversible, cuando unos se aprestaban para despedir abruptamente a los invitados, y estos se alistaban para escabullirse raudamente ante el impase, surgió la voz de una mujer: fuerte, clara, maternal, convencida…era la Madre del Señor, que había sido invitada a las Bodas, quien exclama: ¡Hagan todo lo que Jesús les diga! (San Juan).



La cercanía espiritual hacia los novios me hace ser doblemente exigente al momento de dar a conocer las implicancias que tiene para su condición de bautizados el hecho recibir el sacramento del matrimonio, por el cual mutuamente se donan.
Dijo la segunda lectura: “Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto a Dios en vuestro cuerpo” (1 Corintios VI, 20). La voz fuerte de la Virgen en Cana de Galilea invita a implorar el don de fortaleza en la vida matrimonial, -tan necesario ayer como doblemente resulta en la vida presente-, por medio del cual tengan la certeza que son uno solo por lo que toda prueba resulta llevadera, habida consideración que toda carga pesa la mitad si es llevada entre dos. El hogar y la familia se edifica a partir de hoy por ambos, lo que hará necesario aprender a dialogar, a conversar, a tener los momentos de intimidad para exponer claramente los deseos, los sueños, las dificultades y las eventuales desventuras.
La voz de Virgen Madre  es clara a lo largo de todo el Evangelio: No duda en decir al Arcángel ¿Cómo es esto posible? No vacila en llamar la atención a Jesús cuando éste se pierde en el templo: “Tu padre y yo estábamos muy preocupados buscándote”; Irrumpe ante su Hijo y Dios para decirle “No tienen vino”. Queridos novios: Las palabras deben expresar certezas, deben estar revestidas de cercanía, y permanecer alejadas de todo carácter impulsivo y de cualquier espíritu que evidencie desdén. Hoy hay en la sociedad un trato que exuda crispación, y se corre la tentación de que este se haga presente, también, al interior de la familia. Para ello, ser cuidadoso en lo que se dice,  en cómo se dice y en cuándo se dice, en todo lo cual tiene importancia: la oportunidad, la paciencia, la caridad y el amor entrañable por la verdad.
Hace unas semanas atrás, nuestra mirada se detenía en el umbral del portal de Belén, en el cual contemplamos cómo nuestro Dios viene al mundo para que el mundo vaya hacia Dios. La imagen de un dios distante, belicoso, etéreo,  produce entre sus seguidores  gran temor y olvido, como –también- conlleva entre los adversarios a la burla e ironía cuyas consecuencias siempre terminan causando desazón. Es notable cómo el mundo entero se doblega en Nochebuena por la presencia de “un recién nacido envuelto en pañales”, y de una Madre virginal atenta, cariñosa, afectuosa y protectora de su Hijo y Dios.
El don de la maternidad es un bien preciado y necesario para el mundo, que no puede darse sin la cercanía de aquel que acoja el llamado hecho por Dios al momento de crear al hombre: “Creced multiplicaos, poblad la tierra y dominadla”. Los hijos son una bendición de Dios nunca un problema, por esto, la Iglesia invita a los esposos a ser padres preocupados, responsables y generosos al momento de tener los hijos. ¡Vuestros padres serán los abuelos más felices, y también,  yo estaré feliz de tener  más pega al bautizarlos…


Finalmente, la voz de la Virgen en Cana es de unas mujer convencida, con lo cual los novios se tuvieron como seguros de lo que debían hacer, porque no les habla con una voz dubitativa. La Iglesia como Madre, enseña la verdad plena, porque sólo en Ella reside la plenitud de la revelación, de tal manera que es depositaria de la verdad que es Cristo, quien sobre si señaló: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Aprendan a confiar en la Iglesia Santa,  que es madre,  como los novios confiaron en la Virgen aquel día. ¡Como cambió la vida de ellos ha de transformarse la vuestra a partir de esta Eucaristía!
Vuestra juventud de hoy se revestirá de verdadera sabidurías si dan a Dios el lugar principal de todas vuestras determinaciones. No es una senda expedita la que comienzan a recorrer, es un mundo nuevo que está plagado de recovecos que serán necesarios superar. Para ello tienen el testimonio de vuestros mayores, el consejo de vuestros amigos, la oración de toda una Iglesia que no es mera espectadora en esta celebración, sino que como madre y Maestra está llamada en todo momento a señalar el camino que les permita hacer vida lo que hoy prometen, a practicar fielmente la fidelidad conyugal en un mundo renuente a la virtud de la castidad, la cual también ha de vivirse en la vida matrimonial.
A los pies de la imagen de la Patrona de nuestra Patria hoy sellarán sus vidas ante Dios, y Él con su gracia, la cual  siempre puede más que nuestras intenciones, les concederá el don de formar una nueva familia donde la fe enriquezca cada una de vuestras iniciativas, de tal manera que haciendo lo que Jesús les diga puedan vivir el gozo inmenso de saber que están cumpliendo la voluntad de Dios.
Con ello, experimentarán que realmente Dios no quita nada al hombre, sino que lo entrega todo en la persona de su Hijo Unigénito, por lo que en modo alguno la gracia del cielo es rival de nuestra libertad sino más bien su primer y necesario garante. Dios no es un invitado más a vuestro matrimonio, sino que es El quien hace posible que ustedes  un día se conociesen, se comprometiesen y recibiesen hoy  el sacramento del matrimonio, de una vez para siempre.
Virgen del Carmen, nuestra Madre y Reina: En tu nombre hoy estos novios unen sus vidas. Queremos que presidas su amor, que defiendas, conserves y aumentes su ilusión. Quita de su caminar cualquier obstáculo que haga nacer la sombra o las dudas entre ambos. Apártalos del egoísmo que paraliza el verdadero amor. Libéralos de la ligereza que coloca en peligro la gracia en sus almas. Haz que abriendo sus almas, merezcan la maravilla de encontrar a Dios el uno en el otro.  Conserva la salud de sus cuerpos y resuelve cada una de sus necesidades. Y haz que el sueño de un hogar y de unos hijos nacidos de su amor, sean realidad y camino que los conduzca buenamente a tu Sagrado Corazón, en quien confían y a quien consagran su vida de esposos católicos. Amén.

        

                                                                                    Matrimonio de ex acólito carmelitano
SACERDOTE JAIME HERRERA GONZÁLEZ, DIÓCESIS DE VALPARAÍSO.
.


sábado, 24 de enero de 2015

“SER APÓSTOLES DE VERDAD Y DE LA VERDAD”.

 HOMILÍA TERCER DOMINGO /  TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.


R.P Jaime Herrera predica en la Catedral Castrense

Durante varias semanas, a lo largo del año litúrgico, la Iglesia nos invita a celebrar el misterio de  Jesús en su dimensión cotidiana, la cual sin estar revestida de la solemnidad de los tiempos fuertes como son Cuaresma, Pascua, Adviento y  Navidad, tiene el valor único de la fidelidad hecha permanencia. En efecto, ¿Qué celebramos durante el denominado tiempo ordinario y común? Sino el cumplimiento de la promesa hecha por el Señor: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Mas, como tantas veces lo hemos recordado: tales gracias exigen tales responsabilidades, por lo que la llamada que Dios nos hizo la semana anterior, ahora se concretiza. Por cierto, Dios nos llama a existir ¿para qué? estamos llamados a la santidad ¿dónde?; Dios quiere que seamos sus apóstoles ¿con  quiénes? A estas preguntas el Evangelio de San Marcos de hoy da respuesta en un solo versículo: “Venid conmigo”, “yo os daré llegar a ser”, “pescadores de hombres”.
En la primera lectura, se nos habla del profeta Jonás. ¿Qué es un profeta? Es un hombre elegido por Dios para dar a conocer su mensaje. En ocasiones, Dios le concede anunciar algo que está por suceder, o bien le otorga el poder taumaturgo, es decir, de realizar milagros en su nombre. Lo esencial de un profeta es que su vida gira en torno a Dios.
Para cumplir cabalmente su misión el profeta Jonás debió “entrar en la ciudad”. Recordemos que se requerían “tres días para cruzar toda Nínive”, y el profeta avanzó un día entero. No se quedó sólo en  las periferias, ni se instaló cómodamente en el centro de la urbe. Su lugar fue la misión; las personas a las que anunció el mensaje de Dios no respondían una sola realidad social, económica o política. Su opción preferencial era buscar la conversión de todos hacia Dios, pues, en primera persona había experimentado que la más honda necesidad que toda persona tenía era salir del fango del pecado para vivir en plena amistad con Dios.
La convicción de saber que el mensaje que uno anuncia es pertenencia de Dios no del profeta, no del apóstol, no del evangelizador, no del catequista, no del diácono, no del sacerdote, del obispo, conlleva hablar con seguridad, firmeza y claridad: “a tiempo y destiempo”, ante la más dócil de las audiencias como la que pueda presentarse como la más adversa y crispada. Pasa a un segundo plano el hecho de las consideraciones humanas de cómo seremos recibidos cuando ocupa el primer plano, Aquel que es el objeto de nuestro anuncio. ¡Si, busquemos caer bien a Dios! ¡Si, busquemos que Dios caiga bien al mundo! Pero, evitemos ceder a la tentación demoniaca de pretender caer bien a todos como profetas, porque ello es imposible.
De la misma manera, la novedad del anuncio se enmarca en la grandeza ilimitada de la verdad proclamada: Dios es la verdad, por lo que, no tiene relevancia decisiva para el mensajero, el profeta y el apóstol, el hecho de contemporaneidad. Asumamos de una vez que las componendas con los criterios del mundo son claudicaciones que pueden mermar gravemente nuestro anuncio y debilitar nuestro testimonio.
Esto lo entendemos cuando el profeta Jonás les dice que la bullente ciudad, cuya edificación se extendía diariamente, llegaría a su fin en sólo cuarenta días. No estaba de moda, ni iba de la mano con las corrientes de pensamiento entonces vigentes en Nínive lo que Jonás les dijo. Y, fue lo que Dios dijo, dado a conocer por el testigo fiel,  quien hizo cambiar de vida a cuantos habían marginado el nombre de Dios de su cultura, de su vida familiar, de su política, de su vida social, de la educación, de su justicia, y de su economía. Sabia es la invitación del Salmo XXV que hemos proclamado hace un instante: “Muestra a los pecadores el camino, conduce en la justicia a los humildes y a los pobres enseña su sendero”.
El mismo Dios que se presenta como creador en el libro del Génesis, como protector al momento de elegir y formar a su pueblo con Abrahán y su descendencia, el Dios revelado como Padre providente que acompañaba con su bendición a quienes sacaría de la esclavitud temporal, ese Dios es quien ahora reprende por la manifiesta corrupción de quienes estaban llamados a la fidelidad. El cambio de vida de su pueblo debía ir de la mano por la plena aceptación de las verdades de la fe, pues la disyuntiva de la vida humana siempre permanece vigente: “o se vive como se cree” o “se termina creyendo lo que se vive”.
Y, esto último hace que muchas veces la tentación del que está llamado a anunciar a Jesucristo se confunda, en el mejor de los casos, a causa de  la  ignorancia y cobardía, pero también, en ocasiones,  por intereses egoístas y mezquinos, en todo lo cual el Maligno conoce los tiempos de mayor debilidad del hombre y de la Iglesia para acrecentar su influencia perversa en confusión, duda, maldad, violencia, y crispación social, que marcan “los signos de los tiempos” en la vida presente. ¿Duda alguien que el demonio anda como león rugiente buscando a quien devorar?
Bajo el argumento de no ser conformacional, de no hablar de cosas malas, de no recriminar, se ha llegado al extremo de hacer insípido el mensaje del Evangelio, cuyo valor –finalmente- resulta igual si se toma o se deja. Si a una persona que no cree en Dios, que está en camino de una conversión, o bien es un principiante en el camino de la vida cristiana se le dice que,  haga lo que haga tendrá similar consecuencia, es lo mismo que negar que el hombre por la gracia de Dios puede efectivamente actuar meritoriamente, toda vez que una vida de fe sin obras es prueba de una fe muerta, y una pastoral que sistemáticamente mutile el mensaje dado por Jesús hace que la vida cristiana hacia la sociedad sea estéril.
Seguir al Señor en el desprendimiento.
La Santa Biblia nos enseña que Cristo fue anunciado como un “signo de contradicción”, que no dudó en llamar a los fariseos “raza de víboras”, y a los expertos en la Escritura “sepulcros blanqueados”, con lo cual su persona hecha palabra, fue capaz de cautivar a los primeros discípulos, los cuales lejos de llenar sus bolsillos a costa de la Palabra, tuvieron una actitud de vida que “dejándolo todo siguieron al Señor”. El desprendimiento y desasimiento es fundamental en quien se sabe llamado por Jesús, y es la condición necesaria para el seguimiento fiel.
Seguir al Señor en el sacrificio.
El discípulo no puede avanzar por un camino diverso de su Maestro. Y un criterio basilar de discernimiento es el grado de sacrificio que entraña el anuncio del Santo Evangelio. La persecución, la adversidad, y la renuencia de unos,  desde la perspectiva de la fe,  se transforman no en muros infranqueables sino en peldaños que permiten escalar en perfección y santidad, tal como es el que recorrió Juan Bautista, los Apóstoles y cada bautizado que ha optado por amar a Dios antes que a los hombres.
Seguir al Señor diligentemente.
En la segunda lectura se nos dice que “el tiempo es corto” (1 Corintios VII, 29). Hay una urgencia por dar a conocer el Santo Evangelio en nuestro tiempo. Al llegar cada fin de año muchas personas suelen crecientemente comentar lo rápido que pasa el tiempo, de tal manera que cada año parece durar menos. A pesar de tener las mismas horas, los mismos, días,  el tiempo actual pasa volando. Y esto debe hacernos recordar que la inminencia del advenimiento del Señor en la Parusía está precedida por su llegada cada día a nuestros altares en su Cuerpo y Sangre, haciendo de nuestros templos recintos que anuncian la eternidad, la trascendencia y lo definitivo. Entonces, si la caridad de Dios nos urge,  nos debe apremiar dar a conocer a Cristo en su Iglesia, y desde Ella al mundo.
La razón de anterior es clara y la señala el mismo Cristo: “Porque el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (San Marcos I, 15). ¿Cuál será nuestra actitud ante la premura del tiempo? Sin lugar a dudas, la misma que tuvieron aquellos que fueron exhortados por el profeta Jonás: “Los ninivitas creyeron en Dios. Ordenaron el ayuno y se vistieron de sayal, desde el mayor hasta el menor. Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala vida, y se arrepintió del castigo que había determinado hacerles, y no lo hizo”.
¡Convertíos y creed en la Buena Nueva! La respuesta de los discípulos fue sin regañadientes, sin tardanzas, lo que no habla de superficialidad, de ligereza ni premura. Sino que se refiere al interés por cumplir lo antes posible aquello que se ha descubierto como el bien más necesario,  ante el cual nada es comparable ni se puede anteponer.

“Ser pescador de hombres” implica una doble dimensión para nuestra realidad de Iglesia. Primero, nos invita a rezar insistentemente con el fin de tener santas y numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas. Actualmente hay parroquias que no cuentan con Cura Párroco, simplemente porque no hay más sacerdotes,  y hay congregaciones que a causa de las intestinas deserciones, de la longevidad de sus miembros, y de una deficiente formación y promoción vocacional deben dejar las comunidades que un día sirvieron con lozanía. Todo ello solo puede ser asumido como una crisis, a la vez que debe ser enfrentada como tal, pues la guerra que hace el relativismo y secularismo hacia la Iglesia solo puede tener como respuesta la fidelidad de quienes asuman permanentemente el desafío de salvar almas para Dios.
Nuestra Iglesia necesita de jóvenes que opten por un sacerdocio célibe, por amor al reino de los cielos, de un sacerdocio obediente, cuyo norte sea la primacía de Dios, y de un sacerdocio pobre, que confíe en el Dios que siempre ampara y no olvida.
“Ser pescador de hombres” en segundo lugar, lleva a descubrir la riqueza que hay tras cada vida humana concebida que es el futuro del mundo y el bienestar de su Iglesia. Por ello, los padres de familia están llamados a discernir desde el preámbulo de la fe por el camino de la generosidad respecto del número de hijos que Dios les quiera conceder como fruto de su amor conyugal.
Ante el número de hijos, que eventualmente se pueden tener, no se trata de decir que tal o cual cifra es la más adecuada, sino de señalar que debe haber una predisposición a la vida que Dios quiere conceder. ¡Nadie que viene a este mundo lo hace por casualidad ni está,  por ello, de sobra! Por esto, responsablemente se deben recibir los hijos que Dios no deja de conceder. La denominada paternidad responsable no implica tener más o menos hijos sino que apunta a procurar discernir y cumplir en toda la voluntad de Dios respecto del proyecto que tiene Dios para el esposo y la esposa.
La generosidad de los padres de familia en orden a tener un mayor número de hijos sólo puede tener el reconocimiento respetuoso de cada creyente, y la bendición de toda nuestra jerarquía eclesiástica, pues el futuro del mundo pasa por lo que es la familia, y si esta no logra proyectarse siquiera numéricamente ¿Qué futuro tendrá nuestra  sociedad? ¿Qué vida cristiana habrá si no hay quien predique ni tampoco a quien se predique?
Oremos entonces, por el aumento de la vocaciones sacerdotales, haciendo de esta intención un imperativo para todo el Año Litúrgico, a la vez que imploremos la gracia del Señor sobre todos aquellos matrimonios que han apostado por tener familias numerosas. Amén.

         
s

jueves, 15 de enero de 2015

Vasijas de Barro: Homilía Aniversario Bodas de Plata Sacerdotales, 10/01/2015

R.P J. Herrera en los  PP. Carmelitas

R.P Jaime Herrera junto a su madre
Queridos hermanos y hermanas en el Señor, queridos jóvenes y niños: ¡Adveniat Regnum Tuum! Que Cristo Venza, que Cristo Reine, que Cristo impere siempre. Sean estas las primeras palabras al momento de elevar una Acción de Gracias por los dones dispensados a lo largo de estos años de vida sacerdotal, en la cual,  cada uno de los que está presente ha ocupado en mi vida consagrada, un lugar imprescindible para poder hoy alzar la mirada al cielo que se despliega en nuestro altar. Por vuestra oración, por vuestra paciencia, por vuestra generosidad, por vuestros sacrificios, que han sido gratos a Dios, puedo yo hoy, alzar el Cáliz de la salvación.
La historia de la celebración de las bodas de platino, oro y plata, que se conmemoran cada cuarto de siglo hunde su raíz en la celebración de Jubileo de la Redención, al que la Iglesia vincula con la gracia especial de la indulgencia plenaria recibida durante un año entero. En el caso de las bodas de plata, con 25 años de sacerdocio, nos lleva a descubrir la riqueza inmensa de la obra de Dios hecha desde las primicias de un sacerdocio hasta una etapa significativa que permite dividir la vida exactamente en un antes y un después. En efecto, la mitad de la vida he sido sacerdote de Cristo, y la otra mitad, sin duda que ha sido,  desde el nacimiento según la carne y el nacimiento según el espíritu,  como una preparación para llegar a ser un “Alter Christus”, como nos solía decir el venerado Arzobispo Emilio Tagle.
Desde esta perspectiva, la vida como consagrado encierra un carácter ascendente en el camino de la perfección, por lo cual, lejos de ver este jubileos sacerdotal como una etapa alcanzada, implica mirar el tiempo transcurrido como los primeros años de vida: Los primeros veinticinco años…Esta da a nuestra vida un frescor que vitaliza el alma para continuar la misión encomendada sabiendo con certeza de qué estamos hechos y para qué fuimos creados.
¿De qué estamos hechos?: Siempre es bueno recordar el título de aquel libro que leí en los primeros pasos de seminarista: “Vasijas de barro” de Leo John Trese. En él, se describe la vida diaria de un cura párroco, que lleva las grandezas inimaginables de la misericordia en una frágil vasija de greda que es su alma. Sabia es la Santa Biblia que nos habla de nuestro Dios, quien formó de la nada al hombre como culminación de la creación, por lo cual, desde entonces,  tiene una impronta que emerge de su relación con Dios, pues,  es la única creatura que fue constituida a “imagen y semejanza” de su Creador, es decir: “muy parecido a Él”.

 
Sra. Alcaldesa de Viña del Mar, Virginia Regginato en la misa del R.P. J. Herrera


Más, para evitar la incursión de la soberbia, lo hizo del barro, de aquel residuo fácil de moldear, que tiene la impronta de la simpleza, como es la mezcla de tierra y agua. No lo creó desde la dureza de una roca, ni desde la belleza de una gema, ni desde la nobleza de un metal perenne: simplemente,  lo formó del barro para que en todo momento el hombre tuviese a su Dios como el único alfarero de su alma. Así, acontece con el sacerdote.
Nos enseña la sagrada teología que la gracia supone la naturaleza y la perfecciona. Esto tiene consecuencias desde la creación y desde la re-creación  -que es la obra redentora- por lo que Dios no quita nada, lo da todo; nuestro Buen Dios, nunca viene a ser el rival de nuestra libertad sino su primer y más sólido garante. ¡En El somos libres! ¡En Él crecemos como persona!  ¡Sólo en Dios descansa de verdad nuestra alma!
La gracia de Dios no suprime ni deforma, edifica y enaltece, por lo que al tomar conciencia de qué estamos hechos resulta imposible soslayar aquellas realidades y personas por las cuales y en las cuales Dios me ha llamado para siempre a la vida como sacerdote.
Allí, está la familia: con sus grandezas, virtudes y fidelidades, como con sus dificultades, pruebas y desafíos; está el mundo de la educación, el cual sin lugar a dudas, tiene un sello indeleble: ahí están los compañeros de curso de kindergarten del lejano 1969  -cuando nos recibía como rector del Colegio el Obispo que hoy nos acompaña- y que un día firmara la carta de presentación para que yo fuese admitido al Seminario Pontificio de Lo Vásquez; como la querida tía de kínder, Carmen Luz De la Jara que me recibió a los seis años en los Sagrados Corazones junto a otros profesores que nos despidieron de Cuarto Año Medio en 1981. ¡Qué inmensa alegría y detalle ha tenido el Buen Dios al haber permitido hoy contar con vuestra presencia!
De la misma manera, considero basilar el poder haber mantenido una amistad desde aquellos años con los compañeros de curso. Es cierto,  ya no somos los jóvenes de ayer, ni  podemos jugar una entretenida pichanga, pero hay tiempo para conversar, para reír, para recordar y para mirar el futuro desde el espíritu que imprimió lo vivido y enseñado durante los años en el colegio.
El Apostolado de la amistad es fundamental para el sacerdote diocesano. Dice la Biblia que “Quien ha encontrado un amigo,  ha encontrado un tesoro”.  Se debe cultivar con la cercanía, pero sobre todo con el amor a Dios. El buen amigo siempre habla de Dios y habla con Dios. ¡En ese podemos confiar! Para ser amigos se requiere de una sintonía fina que no es uniformidad: en lo esencial unidad,  en lo accidental parvedad. ¡En todo caridad, pero…caridad con verdad!



Un pilar no menor en la formación de la persona es el ambiente social y eclesial. Hoy los niños y jóvenes están inmersos en una cultura abiertamente anticristiana, donde el solo hecho de hablar sobre Dios y sus leyes en el mundo,  parece para una mayoría,  algo anacrónico y sin sentido.
Tuve la gracia del Señor de haber crecido en una época favorable a la fe, habida consideración que al momento de tomar mi opción sacerdotal ya en enseñanza media se desplegaba la  señera figura de Su Santidad Juan Pablo II. Soy –espiritualmente- Hijo de Juan Pablo II, de Pio IX, de Benedicto XVI, de San Pio X, de San León Magno, y de cada uno de los pontífices que Dios nos ha dado,  desde aquel Pescador de Galilea al que le dijo: “Sígueme” hasta quien hoy dirige la nave de Pedro en medio de un mar tempestuoso y desafiante.
Me formé como sacerdote al alero de la Virgen de Lo Vásquez. Lejos del mundanal ruido, podíamos escuchar nítidamente la voz de Dios, siguiendo la sabiduría del San Bernardo: “se primero fuente y luego canal”. ¿Cómo hablar de Dios si acaso no hablamos con Él? ¿Cómo entender las urgencias del mundo postergando el imperativo de conocer a Dios? ¿Cómo entender la sociedad relegando la primacía de Dios?
Los años de Seminario fueron un tiempo de bendición, donde la cercanía y probidad de los formadores iba de la mano con las enseñanzas del magisterio pontificio, desde el seguimiento de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, huella segura e imprescindible para la recta formación sacerdotal, con un ambiente proclive a la virtud y la sana amistad en vistas no a un trabajo futuro a desempeñar sino a una vida por la cual cualquier sacrificio resultaba secundario en vistas a estar haciendo las veces de Jesucristo en la Iglesia y en medio del mundo.
¿Vale la pena tanto tiempo? Mejor un sacerdocio temporal dicen unos. ¿Vale la pena tanto sacrificio? ¿Vale la pena tanta soledad? Un sacerdocio compartido aventura otro. Hermanos: El Sacerdote o es creyente o naufraga; o vive como cree o terminará creyendo lo que vive.
Jóvenes y niños que están hoy aquí: me preguntan… ¿Por qué se hizo sacerdote hace veinticinco años? Porque hay una fuerza capaz de transformar al mundo desde su interior, el único amor que me concede la certeza de ser para siempre, que por un regalo inmerecido del cielo, se ha fijado en el más pequeño –literalmente lo digo- para decir al mundo su verdad, para entregar al mundo su amistad, para santificar por el camino de gracia que son los sacramentos, cuya cumbre está en la Santísima Eucaristía, desde donde nace y a la cual llega la vida de Iglesia y del sacerdote.



Por esto: La Santa Misa explica la vida del sacerdote. No es parte de su pega, es parte de su vida. ¡Tal Misa, tal cura! La identidad de todo sacerdote, y de todo presbiterio debe estar  centrada en todo momento en los altares, no en las mesas; debe procurar tener como norte cumplir en todo la voluntad de Dios, no cegarse por las exigencias de las masas; debe ser sobre todo un creyente, un hombre de fe,  que confíe en la sabiduría milenaria de un magisterio asistido por el Espíritu que prometió claramente: “El poder del Maligno no prevalecerá sobre Ti”. ¡non prevalebunt! ¡Sé en quien he confiado! Tengo la certeza de haber apostado a ganador al confiar en Dios mi vida sacerdotal.
Pero, hay una segunda pregunta, que en cada jornada hemos de procurar hacernos: ¿Para qué fuimos hechos? La respuesta nos la da San Alberto Hurtado: “La vida fue dada para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo y la eternidad para poseerlo”. Dios nada deja al azar cuando se trata de gestar una vocación al sacerdocio, permitiendo que todo sirva para el fin de hacer presente a Cristo.
Fuimos hechos para buscar a Dios, para amar a Dios, para vivir en Dios, y hasta que ello ocurra definitivamente repetiremos, junto a San Agustín de Hipona: “Inquieto está nuestro corazón mientras no descanse en ti Señor”. Esta tensión le da fantasía, frescor,  juventud  a cada jornada que desempeño, la cual lejos de ser producto de la inercia y rutina tiene la novedad del saber estar haciendo la voluntad de Dios.
El lema de sacerdocio que tomé hace un cuarto de siglo, lo encontramos en la oración de Padre Nuestro: Adveniat Regnum Tuum. ¡Que venga tu reino! Lo considero in imperativo para cada enseñanza, cada actividad, cada iniciativa, cada sacrificio que debo emprender. En Palabras del actual Pontífice consiste en “primerear” a Cristo en el mundo, como el bien más urgente, la causa más valiosa y camino más necesario.
En este camino recorrido, hay cosas muchas cosas de las cuales me he arrepentido de haber hecho como también otras de no haber realizado. Por ello, confío en la misericordia de Dios que siempre puede más que nuestro pecado, habida consideración de las palabras que un  día reveló el Sagrado Corazón de Jesús: “las faltas que más duelen a mi corazón son las de mis consagrados”.
Desde los siete años comencé a venir a misa a este templo; aquí muchas veces me confesé; acolité como seminarista; asistí como diácono transitorio, celebré un día como hoy la Primera Misa, celebre los diez años de sacerdocio, y hoy retorno para colocar a los pies de la Virgen del Carmen lo que han sido estos veinticinco años de vida sacerdotal, en sus grandezas y pequeñeces, virtudes y pecados, alegrías y pesares, logros y fracasos. Con todo: ¡Nada puede separarnos del amor de Dios!


Mas, no quiero alejarme del camino recorrido durante estos años, en los cuales la figura de la Virgen Santísima ha ocupado un lugar central. Cual Stella Maris ha estado presente en cada etapa tal como sólo una madre lo sabe hacer  y un hijo la puede reconocer. ¡Cómo se nota la ausencia materna en la formación de un hijo! La madre centra, la madre abre horizontes, la madre sabe esperar, una y otra vez.
Las destinaciones que me han sido dadas han incluido la presencia de la Virgen María en sus diversas advocaciones. Durante mi infancia y adolescencia, a los pies de la Virgen del Carmen en Viña del Mar, luego ocho años junto a la Purísima de Lo Vásquez. De inmediato, a los pies de Nuestra Señora del Rosario de Puchuncaví, para partir al primer destino pastoral ante la venerada imagen de Nuestra señora de la Candelaria. Luego, un año ante la Virgen del Rosario en Quilpué, para continuar dos décadas ante la imagen más antigua de la región y Patrona de Valparaíso como es Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro.
Humanamente no imagino haber ideado un itinerario más seguro y feliz que el que a la fecha Dios me ha permitido recorrer, por lo que sería realmente necio si no viese una particular protección y predilección de Quien un día me invitó inmerecidamente  a seguir sus pasos, tan de cerca que sus huellas permiten posar mi pie en su caminar, y experimentar en primera persona, desde la identidad de un sacerdote diocesano lo que implica ser Alter Christus en el umbral del siglo que despunta. ¡Viva Cristo Rey! Amén.
    
    


SACERDOTE JAIME HERRERA GONZÁLEZ, DIÓCESIS  DE VALPARAÍSO.


miércoles, 14 de enero de 2015

Dios vencedor de la muerte


MISA EXEQUIAL IGLESIA SAGRADOS CORAZONES VALPARAÍSO.


¿Cuál es la mejor fecha para morir? Es una pregunta que puede surgir a esta hora cuando constatamos que, mientras nuestras calles están colmadas del fragor navideño, al interior de nuestro templo verificamos con mayor nitidez,  el silencio de la plegaria hecha por quien ha partido de este mundo.
Para el creyente todo puede servir para descubrir la mano de Dios en cada acontecimiento que le toca vivir, sabiendo que la Divina Providencia es  quien rige la vida. ¡Nada escapa a la mirada del Buen Dios!
Nuestras celebraciones de exequias no están llamadas a ser una vedada ceremonia de humana canonización, en la cual, en algunas ocasiones, los panegíricos ensalzan unilateralmente las virtudes de nuestros difuntos obviando el misterio de pecado con el cual compartimos nuestro caminar, en un combate sin tegua que se ha de dar hasta el instante último que el hombre expira.
A lo largo de nuestra vida sabemos que vamos a la Casa de Dios, puesto que,  desde que nacemos estamos llamados a la santidad. Nuestra carta de ciudadanía debe estar anclada hacia lo alto y no indefectiblemente amarrada a las cosas transitorias: que se pierden, se oxidan y se hurtan.  ¡Necio es quien olvidando su vocación de Cielo se tiene como esclavo hijo de la tierra!
Cristo lo dijo: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga  Vida Eterna” (San Juan VI, 40).”, por  lo cual,  el Apóstol exhortaba vivamente  a los cristianos de Tesalónica: “¿No sabéis que sois ciudadanos del cielo?”. ¡Esta es la voluntad de Dios: vuestra santidad! (1 Tesalonicenses IV, 3).
Esa carta de ciudadanía implica procurar tener un estilo de vida determinado, el cual,  es el camino que nos conduce a la plena realización, a la más honda felicidad, y al mayor espíritu de fraternidad. ¡El camino para ser más pasa por seguir a Jesucristo siempre! Lo anterior lo descubrimos porque sólo en Jesús hay respuesta definitiva a las hondas interrogantes, incertidumbres e inquietudes de la vida humana. ¡Él da respuesta a nuestra vida porque es la Vida misma!
No nos cansemos de recordar que somos “ciudadanos del cielo” (Filipenses III, 20), precisamente,  en este momento donde el sentido último de la evidencia de una muerte nos invita a descubrir nuestro carácter espiritual y la necesaria dimensión trascendente  que tienen  nuestras obras. ¡Alcemos nuestra mirada al Cielo! ¡Elevemos nuestras vidas! ¡Sursum corda!: “arriba los corazones”, especialmente a esta hora de muerte y vida!

El refranero popular suele incluir grandes verdades como también puede deslizar permanentes errores. Nunca me ha gustado dar ni recibir pésames, porque la sola palabra encierra una raíz de algo que pesa y conlleva al sentimiento de pesadumbre; en cambio,  sí que prefiero,  a esta hora,  hablar del deseo de parabienes. “No somos nada” dirán unos, otros con nostalgia añadirán: “todo tiene solución menos la muerte”. ¡Grave error!
Porque, somos tan importantes para Dios cada uno, que por la salvación eterna de uno solo,  Cristo, habría asumido la naturaleza humana en Nazaret, habría nacido en Belén, muerto y resucitado en Jerusalén. Entonces: ¡somos mucho para Dios! Por otra parte, la solución definitiva de la muerte la da nuestro Señor Resucitado al tercer día. El sepulcro vacío nos enseña que la última palabra no la tiene la muerte sino la vida en Cristo.
El pesar cede necesariamente su lugar a la virtud de la esperanza cristiana.
El rumor de los sentidos que ven un féretro y escuchan un lamento son derrotadas por la omnímoda Palabra de Dios que nos dice: “Todo aquel que une a mí con fe viva no muere para siempre” (San Juan XI, 25), y por su presencia en la Santísima Eucaristía, donde Jesucristo está real y substancialmente vivo en medio nuestro.  Por esto, nuestra esperanza se funda en la confianza depositada en Dios que se manifestó como Semper Fidelis.


¿Y cómo es nuestro Dios? Es un Dios que no calla cuando fracasamos; un Dios que acompaña en medio de la desbandada, un Dios que apaña en medio de persecuciones e incomprensiones.
Ese Dios, al que la Iglesia invitó a confiar desde pequeño, con la enseñanza de su señora madre, hizo que nuestro hermano, por quien rezamos esta Santa Misa, en su etapa adulta manifestase una piedad, sencilla y confiada en el auxilio de la gracia que no dejó de asistirle hasta el último momento de su vida en medio de los suyos.
El santo escapulario lo portaba de manera permanente, y con orgullo lo mostraba como una defensa de su alma ante las adversidades; la arraigada devoción al niño Dios de Las Palmas en la Cuesta de la Dormida en Olmué que le hizo subir hace unas semanas, ya afectado por la grave enfermedad que padeció, para colocar a sus pies divinos aquellas necesidades que le eran más urgentes, tanto –primero- espiritual, como –luego- materialmente: un hombre de carácter que supo ver en aquel Niño Dios el camino para abandonar sus preocupaciones en su Sagrado Corazón, tan divino como humano a la vez.
 Recuerdo con cuánta dedicación cuidaba de su señora madre, a la cual llevaba sagradamente al Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, para que participara en la Misa dominical. A aquella que un día lo sostuvo en sus brazos, ahora, llevaba del brazo para recibir a Jesús Sacramentado; a aquella que un día le enseñó sus primeros pasos, ahora,  le daba la seguridad para acercarse a comulgar;  Tuvimos oportunidad hace unos años atrás de celebrar las exequias de ella en nuestra Sede Parroquial: desde entonces, nuestro hermano acudía a la Santa Misa en la cual participaba con devoción, siempre ubicado al final del templo, como rememorando la actitud y las palabras del publicano que Jesús refiere en una de sus parábolas: “Aquel hombre se quedó atrás, no se atrevía a levantar la mirada, y sólo imploraba: Ten piedad de mi porque soy un pecador (San Lucas XVIII,9-14).
O bien,  como reviviendo desde el final del templo, y en primera persona,  la súplica del Evangelio que repetimos antes de ir a comulgar diciendo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme(San Mateo VIII, 7).
Todo lo anterior nos invita a confiar en las manos del Señor y en su misericordia, la cual  siempre puede más que nuestros pecados, la Vida Eterna de nuestro hermano, sabedores que recibió la promesa cumplida de los Primeros Viernes de Mes. En efecto Cristo prometió que todo aquel que participara,  los nueve primeros de mes seguidos, comulgando debidamente, obtendría el auxilio del sacramento de la extremaunción al final de sus días,  con el arrepentimiento merecedor de la misericordia.
Además, la bondad de Dios le permitió gozar de plena conciencia hasta la última etapa de su enfermedad, sabedor de contar con la cercana ayuda y cariño de quienes ocuparon la primacía de sus desvelos y quereres como fue su señora esposa,  sus dos hijos y demás familiares. Sin ruido, con cierta prisa, nuestro hermano partió de este mundo, haciéndonos recordar que para el creyente la muerte es el nacimiento definitivo. No como el que evocamos en cada cumpleaños sino como el que celebraremos cada día veintiuno de de diciembre.
Como Sacerdote he podido compartir muchos momentos con vuestra familia: Celebré el matrimonio de sus dos hijos; bauticé a cada uno de sus nietos, celebré las exequias de su señora madre, impartí la unción de los enfermos a su madre y a él hace dos días, bendije sus hogares, impartí el sacramento de la confesión. Hoy, en esta Misa de Exequias miramos desde este templo la imagen del Nuestro Señor y una vez más, decimos: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Amen.

Sacerdote:  Jaime Herrera González / Cura Párroco de Puerto Claro en Valparaíso