CICLO “A” / DÉCI MO SEXTO DOMINGO / TIEMPO
ORDINARIO.
“Dame,
pues, un corazón atento para distinguir entre lo bueno y lo malo”.
Durante los últimos
tres semanas, la liturgia de la Palabra nos ha ido enseñando, lo anunciado por
nuestro Señor Jesucristo sobre el Reino de Dios. Ello, por medio de la
utilización de las parábolas
transmitidas por el evangelista y apóstol San Mateo. Hoy, siguiendo este
esquema hemos escuchado tres nuevas parábolas: la de la perla preciosa; la del tesoro
escondido, y, aquella que nos habla de la
red barredera.
La red echada en el
mar, bien lo saben los pescadores, recoge toda clase de peces, unos que son de
utilidad y otros de sabor muy desagradable. En Genesaret o Lago de Tiberiades la actividad pesquera era bullente, por ello
fue un ámbito relevante en la enseñanza
de Jesús. Basta recordar que Betsaida,
ciudad costina como la nuestra, aparece en el evangelio y significa “casa de la
pesca” –quizás lo traduciríamos como una caleta, en la cual hacia el año 70 dc
se confiscaron unas. Por otra parte, resulta oportuno recordar que todo el pescado
del Mar de Genesaret se enviaba bajo el preservante de la sal, a todo el
imperio romano. Al norte de la ciudad de Jerusalén había una “Puerta de los
peces”, junto a la cual se ubicaban los vendedores de pescado, entre los cuales
se destacaban: carpas, barbos, globos, y
tincas.
En tiempos de nuestro
Señor, para pescar se utilizaba el anzuelo, la nasa, que en Chile se le
llama “llolle”, es una red cóncava
que se hace con juncos, uy principalmente, se recurría al uso de redes, como “espavel”
–pequeña, redonda, para aguas poco profundas, unipersonal (San
Marcos I, 16); y la red “barredera” –“que se echa al mar y acoge peces de todas las clases, cuando
está llena, la sacan a la orilla, se sientan y recogen los buenos en cestos y
tiran los malos”. Esta red tenía cuatrocientos metros de largo, la manipulaban
y prorrateaban entre varias familias, tal como las de Simón Pedro y Zebedeo. En
consecuencia, más que denominarse “compañeros” como quien hace compañía a otro,
eran “socios”, es decir formaban una
sociedad de pescadores de la cual cada uno era dueño de una parte. Si no era compañeros tampoco fueron simples jornaleros, porque no trabajaban para
otros, no trabajan sólo para sí, sino que
laboraban junto a otros.
La red barredera es
imagen de la Iglesia, en cuyo interior hay justos y pecadores; santos y quienes
están -desde el bautismo- llamados a serlo. Es una comunidad de creyentes, que
unidos por el rezo del Credo común, careciendo de impecabilidad, se apoyan en
la gracia de quien dijo: “Sed perfectos
como mi Padre de los cielos es perfecto” (San Mateo V, 48).
En otros pasajes del Evangelio, Jesús nos enseña esta misma realidad: en su
Iglesia –hasta el fin de los tiempos- habrá santos, como pecadores.
Los pecadores, no
obstante sus faltas, siguen perteneciendo a nuestra Iglesia Católica, por las
realidades espirituales que aún subsisten en ellos: el bautismo y la
confirmación, junto a las virtudes teologales de la fe y la esperanza. Bien lo
sabemos: podemos seguir viviendo si nos quebramos un brazo, de manera
semejante, el que ha cometido un pecado grave no deja de pertenecer a la
Iglesia. Aún más: Está doblemente
necesitado de la virtud y santidad de la Iglesia, manifestada en su atención y
delicadeza oportuna, cuanto más sumergido el hombre permanezca en su miseria,
maldad y pecado.
Aunque al interior de
nuestra Iglesia sepamos, en primera persona, que existen miembros bautizados
alejados de la gracia, y permanezcan durante aletargadas temporadas al margen
de la vida sacramental, ocasionando eventuales escándalos para los demás, la
Iglesia en sí misma no tiene pecado alguno, tal como lo proclamamos al afirmar:
“Creo en la Iglesia, una , santa, católica y apostólica”.
La Iglesia sabe que no
es un gran invento de este mundo, al modo como lo son las denominadas
Organizaciones No Gubernamentales (ONGs); no es –tampoco- un poder cultural
religioso, no es un partido político, ni es una escuela científica, sino que es
una obra del Padre de los cielos, instituida por medio de su Hijo Primogénito:
Jesucristo. Según lo anterior, no puede ser tenida ni eventualmente analizada
por criterios estrictamente humanos.
Si acaso desde una
determinada ideología se emite una opinión sobre la Iglesia se parte de la base
que tendrá un juicio sesgado producto de una mirada “tuerta” que omite la realidad trascendente. En su origen, por sus
medios y su fin, nuestra Iglesia Católica tiene como característica de
reconocimiento la santidad. Por ello, quien aun careciendo de la comunión en la
doctrina y vida de la Iglesia, pero manteniendo una mente abierta a la verdad
de verdad, puede llegar a descubrir que tras la miseria del hombre Dios siempre
puede más, que la palabras última no la tiene el pecado sino Aquel que lo ha
vencido –definitivamente- al subir e inmolarse libremente en una cruz.
Esto ha hecho cambiar
de vida a muchas personas que han llegado a la fe católica, precisamente, desde las miserias de los miembros de la
Iglesia. Mientras que unos livianamente rasgan vestiduras e indican
acusadoramente a otros de pecadores, no faltan quienes ven más hondamente desde
la perspectiva de la fe. Es lo que aconteció al conocido historiador Ludwig Von
Pastor,
L. von Pastor |
quien habiendo recibido un permiso especial del Papa León XIII para
leer los archivos reservados del Vaticano, publicó una obra de cuarenta
volúmenes, en la cual, contra el
criticismo escéptico sostuvo que las eventuales deficiencias del Papado son
reflejos de los defectos comunes de cada época en particular sin que afecten la
sustancialidad y sacralidad de la Institución del Pontificado Romano y de la
santidad de la Iglesia en sí misma.
En parte, dice un medico “uno es lo que come”, y el sociólogo “es lo que vive”. Por eso cuando vemos determinadas series de
ficción sobre la Iglesia y la vida de los Pontífices, debemos considerar que actuaban bajo los criterios de su época.
Con el paso del tiempo la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, asistida por
el Espíritu Santo, se ha ido afinando, y
por ello ha podido servir a una mayor sintonía con la voluntad de Dios.
Los ejemplos podrían
multiplicarse casi indefinidamente, y un caso particular dice relación con la
aplicación de la pena de muerte, la cual desde una tácita aprobación ha dado
lugar a una invitación de no aplicación (Catecismo de la
Iglesia, número, 2267). Casi como acontece con un semáforo: de
la luz verde permisiva, vino la amarilla de precaución y la roja de detención.
Así, leemos en la
Encíclica de San Juan Pablo II, quien frente a los casos en que parece
inminente la aplicación de la pena de muerte señalaba que: “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de
la institución penal, estos casos ya son muy raros, por no decir prácticamente
inexistentes” (Evangelium Vitae, número 56).
“Yo
te concedo sabiduría e inteligencia como nadie la ha tenido”.
Una y otra vez hemos de
repetir que los pecadores pertenecen a la Iglesia, pues sobre nuestros pecados
reina siempre la misericordia, que no viene a pintar exteriormente con un barniz
la maldad humana sino que viene realmente ha constituirnos en nuevas personas
desde la realidad de un corazón nuevo. El hombre arrepentido y perdonado
eficazmente por las aguas bautismales y el confesionario experimenta una
verdadera resurrección.
El perdón de Dios es
más que una nueva oportunidad, es más que una segunda oportunidad, es –realmente- una vida nueva en Cristo, la
cual se puede recibir aún en el último instante de la vida, cuando incluso la
tecnología de los hombres parece indicar la realidad de la muerte. Una vez más
resuena poderosamente la evidencia de las palabras de los ángeles en el umbral
del sepulcro vacío la mañana de la resurrección: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (San
Lucas XXIV, 5).
Nuestra Iglesia es de
pecadores sí, es verdad, pero –también- lo es de arrepentidos y
finalmente, de perdonados. Por lo que la
invitación que el Señor nos hace a ser parte de esta Iglesia, no se apoya en
nuestros pecados, sino en la
misericordia de Dios. Por esto, es santa en su Fundador, medios y doctrina, y a
la vez, que está formada por los bautizados inclinados desde el pecado original
al pecado. Estando llamados a la santidad, todos debemos ayudar a mejorarla,
ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, la cual no se logra por el camino
de las críticas corrosivas y el disenso auto flagelante permanente.
Lo anterior surge por
lo que Jesús hizo a lo largo de toda su vida. Y, de ello la Iglesia ha
procurado practicarlo durante dos milenios: dureza con el pecado y misericordia con el pecador. Sobre esto,
conviene tener presente aquel encuentro con la mujer sorprendida en flagrante
adulterio. Acusada por quienes estaban alrededor, con las piedras en las manos
dispuestos a lapidarla, es partícipe de la bondad y perdón de Dios quien le
dice: “Yo no te condeno, procura no
volver a pecar” (San Juan X, 8-11).
El verbo procurar implica hacer un
decisivo esfuerzo por conseguir algo. No es un acto neutral y carente de
esfuerzo y diligencia, por el contrario diremos que las palabras del Señor la
invitan, en expresión de San Ignacio de Loyola: “actuando como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo
depende de Dios” (Pedro de Ribadeneira, Vida de San
Ignacio de Loyola).
La Iglesia es santa y es
fuente de santidad en el mundo. En efecto, nos ofrece continuamente los medios
eficaces para buscar, para encontrar y para estar con Dios. En nuestros días,
vemos cómo a lo largo del mundo no faltan testigos de la fe tal como los hubo
desde el momento que Jesús dijo a sus discípulos: “Id al mundo entero” (San Mateo XXVIII).
Por esto, la vida de la
Iglesia ha sido fuente de santidad y causa de la existencia de tantos santos a
lo largo de los siglos. Primero fueron los mártires, que en multitudes dieron sus
vidas como testimonio de fe; luego, a través de tanto tiempo, se han sumado
hombres y mujeres, niños, jóvenes, ancianos los cuales han dedicado de manera todos
los esfuerzos por ayudar a los más débiles y desamparados. Desde un comienzo la
Iglesia en sus miembros ha tenido la caridad como el tatuaje indeleble de su
ministerio, su huella identificadora de vida y testimonio ante el mundo.
Y, son muchos también
en nuestros días, como padres y madres que invierten silente y heroicamente su
vida, para sacar a sus familias adelante, consientes que el crecimiento de la
vida espiritual no es algo que solo termine en una relación intimista con Dios
sino que ha de proyectarse virtuosamente hacia quienes por nuestro ejemplo
están llamados a ser creyentes según la vocación recibida.
Por ello, el Reino de
Dios enseñado en estas tres parábolas: red barredera, perla preciosa y tesoro
escondido, ya está presente en medio
nuestro, con su fuerza transformante y vivificante, capaz de impregnar de
esperanza un mundo que alejado de Dios sólo se llena de incertidumbre, soledad,
temor y violencia.
Confiemos hoy en las
promesas del Señor e imploremos al Cielo con las palabras que Jesucristo
proclamó y nos enseñó, las cuales a través de nuestra voz, y en medio de
nuestro corazón, nuevamente repite al Padre Eterno que en Cristo es Nuestro
Padre: Adveniat Regnum Tuum. Amén.
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