martes, 29 de julio de 2014

Como Hijos de Dios y Miembros de Su Iglesia



  CICLO “A” / DÉCI MO SEXTO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.

“Dame, pues, un corazón atento para distinguir entre lo bueno y lo malo”.
Durante los últimos tres semanas, la liturgia de la Palabra nos ha ido enseñando, lo anunciado por nuestro Señor Jesucristo sobre el Reino de Dios. Ello, por medio de la utilización de las parábolas  transmitidas por el evangelista y apóstol San Mateo. Hoy, siguiendo este esquema hemos escuchado tres nuevas parábolas: la de la perla preciosa; la del tesoro escondido, y, aquella que nos habla de la red barredera.
La red echada en el mar, bien lo saben los pescadores, recoge toda clase de peces, unos que son de utilidad y otros de sabor muy desagradable. En Genesaret o Lago de Tiberiades  la actividad pesquera era bullente, por ello fue un  ámbito relevante en la enseñanza de Jesús.  Basta recordar que Betsaida, ciudad costina como la nuestra, aparece en el evangelio y significa “casa de la pesca” –quizás lo traduciríamos como una caleta, en la cual hacia el año 70 dc se confiscaron unas. Por otra parte, resulta oportuno recordar que todo el pescado del Mar de Genesaret se enviaba bajo el preservante de la sal, a todo el imperio romano. Al norte de la ciudad de Jerusalén había una “Puerta de los peces”, junto a la cual se ubicaban los vendedores de pescado, entre los cuales se destacaban: carpas, barbos, globos, y  tincas.
En tiempos de nuestro Señor, para pescar se utilizaba el anzuelo, la nasa, que en Chile se le llama “llolle”, es una red cóncava que se hace con juncos, uy principalmente, se recurría al uso de redes, como “espavel” –pequeña, redonda, para aguas poco profundas, unipersonal (San Marcos I, 16); y la red “barredera –“que se echa al mar y acoge peces de todas las clases, cuando está llena, la sacan a la orilla, se sientan y recogen los buenos en cestos y tiran los malos”. Esta red tenía cuatrocientos metros de largo, la manipulaban y prorrateaban entre varias familias, tal como las de Simón Pedro y Zebedeo. En consecuencia, más que denominarse “compañeros” como quien hace compañía a otro, eran “socios”, es decir formaban una sociedad de pescadores de la cual cada uno era dueño de una parte. Si no era compañeros tampoco fueron simples jornaleros, porque no trabajaban para otros, no trabajan sólo para sí,  sino que laboraban junto a otros.
La red barredera es imagen de la Iglesia, en cuyo interior hay justos y pecadores; santos y quienes están -desde el bautismo- llamados a serlo. Es una comunidad de creyentes, que unidos por el rezo del Credo común, careciendo de impecabilidad, se apoyan en la gracia de quien dijo: “Sed perfectos como mi Padre de los cielos es perfecto(San Mateo V, 48). En otros pasajes del Evangelio, Jesús nos enseña esta misma realidad: en su Iglesia –hasta el fin de los tiempos- habrá santos, como pecadores. 
Los pecadores, no obstante sus faltas, siguen perteneciendo a nuestra Iglesia Católica, por las realidades espirituales que aún subsisten en ellos: el bautismo y la confirmación, junto a las virtudes teologales de la fe y la esperanza. Bien lo sabemos: podemos seguir viviendo si nos quebramos un brazo, de manera semejante, el que ha cometido un pecado grave no deja de pertenecer a la Iglesia. Aún más: Está doblemente necesitado de la virtud y santidad de la Iglesia, manifestada en su atención y delicadeza oportuna, cuanto más sumergido el hombre permanezca en su miseria, maldad y pecado.
Aunque al interior de nuestra Iglesia sepamos, en primera persona, que existen miembros bautizados alejados de la gracia, y permanezcan durante aletargadas temporadas al margen de la vida sacramental, ocasionando eventuales escándalos para los demás, la Iglesia en sí misma no tiene pecado alguno, tal como lo proclamamos al afirmar: “Creo en la Iglesia, una , santa, católica y apostólica”.
La Iglesia sabe que no es un gran invento de este mundo, al modo como lo son las denominadas Organizaciones No Gubernamentales (ONGs); no es –tampoco- un poder cultural religioso, no es un partido político, ni es una escuela científica, sino que es una obra del Padre de los cielos, instituida por medio de su Hijo Primogénito: Jesucristo. Según lo anterior, no puede ser tenida ni eventualmente analizada por criterios estrictamente humanos.
Si acaso desde una determinada ideología se emite una opinión sobre la Iglesia se parte de la base que tendrá un juicio sesgado producto de una mirada “tuerta” que omite la realidad trascendente. En su origen, por sus medios y su fin, nuestra Iglesia Católica tiene como característica de reconocimiento la santidad. Por ello, quien aun careciendo de la comunión en la doctrina y vida de la Iglesia, pero manteniendo una mente abierta a la verdad de verdad, puede llegar a descubrir que tras la miseria del hombre Dios siempre puede más, que la palabras última no la tiene el pecado sino Aquel que lo ha vencido –definitivamente- al subir e inmolarse libremente en una cruz.

 
Esto ha hecho cambiar de vida a muchas personas que han llegado a la fe católica, precisamente,  desde las miserias de los miembros de la Iglesia. Mientras que unos livianamente rasgan vestiduras e indican acusadoramente a otros de pecadores, no faltan quienes ven más hondamente desde la perspectiva de la fe. Es lo que aconteció al conocido historiador Ludwig Von Pastor,
L. von Pastor
quien habiendo recibido un permiso especial del Papa León XIII para leer los archivos reservados del Vaticano, publicó una obra de cuarenta volúmenes, en la cual,  contra el criticismo escéptico sostuvo que las eventuales deficiencias del Papado son reflejos de los defectos comunes de cada época en particular sin que afecten la sustancialidad y sacralidad de la Institución del Pontificado Romano y de la santidad de la Iglesia en sí misma. 
En parte,  dice un medico “uno es lo que come”, y el sociólogo “es lo que vive”. Por eso cuando vemos determinadas series de ficción sobre la Iglesia y la vida de los Pontífices,  debemos considerar  que actuaban bajo los criterios de su época. Con el paso del tiempo la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo,  se ha ido afinando, y por ello ha podido servir a una mayor sintonía con la voluntad de Dios.
Los ejemplos podrían multiplicarse casi indefinidamente, y un caso particular dice relación con la aplicación de la pena de muerte, la cual desde una tácita aprobación ha dado lugar a una invitación de no aplicación (Catecismo de la Iglesia, número, 2267). Casi como acontece con un semáforo: de la luz verde permisiva, vino la amarilla de precaución y la roja de detención.

Así, leemos en la Encíclica de San Juan Pablo II, quien frente a los casos en que parece inminente la aplicación de la pena de muerte señalaba que: “Hoy, sin embargo, gracias a la organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos ya son muy raros, por no decir prácticamente inexistentes” (Evangelium Vitae, número 56).
“Yo te concedo sabiduría e inteligencia como nadie la ha tenido”.
Una y otra vez hemos de repetir que los pecadores pertenecen a la Iglesia, pues sobre nuestros pecados reina siempre la misericordia, que no viene a pintar exteriormente con un barniz la maldad humana sino que viene realmente ha constituirnos en nuevas personas desde la realidad de un corazón nuevo. El hombre arrepentido y perdonado eficazmente por las aguas bautismales y el confesionario experimenta una verdadera resurrección.
El perdón de Dios es más que una nueva oportunidad, es más que una segunda oportunidad,  es –realmente- una vida nueva en Cristo, la cual se puede recibir aún en el último instante de la vida, cuando incluso la tecnología de los hombres parece indicar la realidad de la muerte. Una vez más resuena poderosamente la evidencia de las palabras de los ángeles en el umbral del sepulcro vacío la mañana de la resurrección: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?” (San Lucas XXIV, 5).
Nuestra Iglesia es de pecadores sí, es verdad, pero –también- lo es de arrepentidos y finalmente,  de perdonados. Por lo que la invitación que el Señor nos hace a ser parte de esta Iglesia, no se apoya en nuestros pecados,  sino en la misericordia de Dios. Por esto, es santa en su Fundador, medios y doctrina, y a la vez, que está formada por los bautizados inclinados desde el pecado original al pecado. Estando llamados a la santidad, todos debemos ayudar a mejorarla, ayudarla hacia una fidelidad siempre renovada, la cual no se logra por el camino de las críticas corrosivas y el disenso auto flagelante permanente.

Lo anterior surge por lo que Jesús hizo a lo largo de toda su vida. Y, de ello la Iglesia ha procurado practicarlo durante dos milenios: dureza con el pecado y misericordia con el pecador. Sobre esto, conviene tener presente aquel encuentro con la mujer sorprendida en flagrante adulterio. Acusada por quienes estaban alrededor, con las piedras en las manos dispuestos a lapidarla, es partícipe de la bondad y perdón de Dios quien le dice: “Yo no te condeno, procura no volver a pecar” (San Juan X, 8-11). El verbo procurar implica hacer un decisivo esfuerzo por conseguir algo. No es un acto neutral y carente de esfuerzo y diligencia, por el contrario diremos que las palabras del Señor la invitan, en expresión de San Ignacio de Loyola: “actuando como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios” (Pedro de Ribadeneira, Vida de San Ignacio de Loyola).
La Iglesia es santa y es fuente de santidad en el mundo. En efecto, nos ofrece continuamente los medios eficaces para buscar, para encontrar y para estar con Dios. En nuestros días, vemos cómo a lo largo del mundo no faltan testigos de la fe tal como los hubo desde el momento que Jesús dijo a sus discípulos: “Id al mundo entero” (San Mateo XXVIII).
Por esto, la vida de la Iglesia ha sido fuente de santidad y causa de la existencia de tantos santos a lo largo de los siglos. Primero fueron los mártires, que en multitudes dieron sus vidas como testimonio de fe; luego, a través de tanto tiempo, se han sumado hombres y mujeres, niños, jóvenes, ancianos los cuales han dedicado de manera todos los esfuerzos por ayudar a los más débiles y desamparados. Desde un comienzo la Iglesia en sus miembros ha tenido la caridad como el tatuaje indeleble de su ministerio, su huella identificadora de vida y testimonio ante el mundo.
Y, son muchos también en nuestros días, como padres y madres que invierten silente y heroicamente su vida, para sacar a sus familias adelante, consientes que el crecimiento de la vida espiritual no es algo que solo termine en una relación intimista con Dios sino que ha de proyectarse virtuosamente hacia quienes por nuestro ejemplo están llamados a ser creyentes según la vocación recibida.
Por ello, el Reino de Dios enseñado en estas tres parábolas: red barredera, perla preciosa y tesoro escondido,  ya está presente en medio nuestro, con su fuerza transformante y vivificante, capaz de impregnar de esperanza un mundo que alejado de Dios sólo se llena de incertidumbre, soledad, temor y violencia.
Confiemos hoy en las promesas del Señor e imploremos al Cielo con las palabras que Jesucristo proclamó y nos enseñó, las cuales a través de nuestra voz, y en medio de nuestro corazón, nuevamente repite al Padre Eterno que en Cristo es Nuestro Padre: Adveniat Regnum Tuum. Amén.

 

 

 

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