DUODÉCIMO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “C”
1.
“Aquel
día habrá una fuente abierta para la Casa de David y para los habitantes de
Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza”
(Zacarías
XIII, 1).
Dos preguntas hace
nuestro Señor en este día que exigen nuestra respuesta: “¿Qué dice la gente sobre mí?” Y luego, “¿Qué dicen ustedes sobre mí?” Es tan fácil opinar de lo que se
opina, particularmente en este tiempo donde las denominadas “redes sociales”
permiten interactuar con un sinnúmero de personal de manera simultánea. Con
insistencia se nos recuerda que la “verdad” es aquella que mayoritariamente
gusta a más personas, cediendo a la falacia de apoyar lo verdadero en lo que momentáneamente
puede tener mayor aceptación.
La misión encomendada
por nuestro Señor al instante de elegir
a los Doce Apóstoles, como uno de los momentos
fundantes de nuestra Iglesia, implicó acompañarle por cada rincón donde Él
avanzada, por lo que insertos hondamente en la realidad misma, vivieron como
anticipadamente el mandato: “Id al mundo entero enseñando a obedecer
todo lo que Yo os he mandado” (San Marcos XVI, 15).
Puerto Claro, Valparaíso |
Ni a ellos ni a lo
largo de dos milenios le ha sido ajeno el devenir de la vida humana, en pueblos
y naciones, por el contrario, ha sido un signo distintivo la cercanía de
nuestra Iglesia a las realidades más hondas de la vida humana: ¡Experta en las
cosas del cielo y de la tierra! Por ello,
¡Madre y Maestra!
Precisamente por lo
anterior, es que Jesús no dudó en
preguntar a sus Apóstoles respecto de lo que, por aquellos días, se decía sobre Él. Y, por cierto, fueron
múltiples las respuestas: “Juan
Bautista”, “Elías”, “alguno de los profetas”. Aquellos discípulos
percibieron lo fácil que resultaba dar opiniones en tercera persona,
prontamente serían desafiados por el mismo Señor a dar una respuesta en primera
persona, tal como nos pide hacerlo en cada momento de nuestra vida, de modo
particular en virtud de la condición bautismal, tal como indica la segunda
lectura de hoy: “Todos los bautizados en
Cristo, que os habéis revestido de Cristo” (Gálatas III,
27).
Hace unos días
entrevistaban a un reconocido escultor quien destacaba la sabiduría inserta en
la cultura de los pueblos rurales alejados del progresismo citadino. En lo que podríamos
llamar el Chile profundo sostiene
subyase la sabiduría de su gente sencilla.
¡Qué distinta es la
manera de acoger, de hablar y de acompañar que pueden tener quienes caminan por
la vera del camino de nuestros campos, a la que suelen tener aquellos que distantes
y silentes avanzan raudos en nuestras ciudades!
Lo anterior, de algún
modo se refleja en la vivencia de la fe, en el modo de celebrar y de orar. Como
manantial permanente, percibimos una Iglesia
fresca en entusiasmo, en entrega, en piedad, y en espíritu de sacrificio,
en tanto que, no sin dolor constatamos el ímpetu de frescura abusiva, que busca imponer caminos ajenos al Evangelio y
la Iglesia en las aguas putrefactas del antiguo modernismo remasterizado en el actual
progresismo.
La vitalidad de nuestras
comunidades no proviene desde el aire que entra en su interior sino que emerge
de su estado interior, de su “sanidad” del alma. Ya podemos colocar
el aire más puro en unos pulmones pero si estos tienen enfisema de nada nos servirá.
No se trata de decir tampoco que “la
verdad está en cada uno”, ni que “la
respuesta está en uno” o que “todo
depende de uno”, porque ello contradice lo enseñado en la Escritura
Santa que afirma: “la gracia nos viene
de Dios” y “por gracia hemos sido
salvados” (Efesios II, 8).
Es Cristo el que sana, es
Cristo el que conduce, es Cristo el camino a seguir. El hombre autónomamente
considerado no tiene la capacidad para realizarse plenamente pues sólo Jesucristo
es el camino para el progreso del alma y de los pueblos.
Los sucedáneos de perfección
o felicidad no se pueden pretender descubrir en las creaturas sino que la razón
de vivir, de existir, y de ser, ha de ser vista en Dios. Él explica en toda
su profundidad nuestro ser más íntimo. De tal manera que nuestra razón de
vivir es Dios mismo.
Parroquia Cerro Toro, Valparaíso 2016 |
2.
“Dios,
tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, en pos de ti languidece mi
carne, cual tierra seca, agotada, sin agua” (Salmo
LXIII, 2).
Las respuestas que nos entrega el mundo suelen ser múltiples, pero
tienen una raíz que se extiende hasta el fatídico episodio del paraíso cuando
el hombre travesea dialogante con el maligno quien no duda un instante en hacer
ver al hombre que en él está la respuesta, que él es el camino, y que él debe
dictaminar los preceptos.
Por todos los medio de
manera explícita o tácita, desde la lógica del progresismo teológico se afirmará que la medida del hombre no es
Dios sino el hombre mismo, por lo que debe prescindir de Dios. Por esto,
descubrimos que la multiplicidad de
respuestas del mundo hace que no haya una sola respuesta sino que toda voz sea
una respuesta.
Si Cristo no es
respuesta suficiente para el hombre y las naciones, cualquier cosa lo será, lo cual se verifica a
lo largo de la historia de la humanidad, con los sinsabores que ha podido
experimentar y que no dejará de padecer en caso de no modificar el rumbo con la determinación
que nace de un alma creyente y de un alma fiel.
Esto no sólo se
descubre en la tendencia progresista de una cultura ajena a la fe católica sino
que en ocasiones percibimos algunas semillas insertas en el progresismo ad intrae ecclesiae,
consecuencia, por cierto, del
liberalismo galopante a lo largo del último cuarto de milenio. La ideología progresista no es contraria
finalmente sólo al catolicismo sino que lo es a la misma humanidad.
Nuestra sociedad parece decir como en el día del pecado
original: “No eres tu Dios el importante, soy yo”: elixir de individualismo que
nace del orgullo compartido. Por esto, cualquier supuesto desarrollo humano que se auto
margine de Dios, tanto en su mensaje como en su presencia, termina diluyendo la
humanidad, por lo que el menosprecio de la fe necesariamente terminará
cobijando el desprecio del hombre, lo cual se constata en la vida presente de
manera tan dramática como permanente.
Si se quita la vida
ahora por unos centavos o como consecuencia de unas simples palabras no es por
una razón exclusivamente económica, sociológica ni –solamente- ideológica, sino que tiene un origen
principalmente religioso y espiritual.
El anuncio de nuestra
madre la Iglesia hace al mundo le ha sido dado. Es custodia fiel de un mensaje recibido alejado de toda
inventiva autorreferente. Allí se juega su frescor más puro, la pureza de su
mensaje no se reviste de novedades sino de fidelidades.
A este respecto miramos
el episodio descrito en el Antiguo por el profeta Elías cuando descubre la
presencia de Dios no en la llamativa tormenta, ni en la fuerza masiva de un
viento huracanado, sino que lo contempla en medio del silencio y la evidencia
de lo cotidiano, señalado bajo el signo de la “suave brisa” (1 Reyes XIX, 3-15).
Todo ello es imagen de
la tentación a la cual como miembros de
la Iglesia debemos vencer y evitar cautivarnos por lo novedoso, a no
arrodillarnos a lo que se reconoce viralizado.
Como creyentes no podemos andar por la
vida (deambulando) como “mendigos” de una verdad que ya nos ha
sido entregada y de la cual nuestra Iglesia Santa es su única depositaria y
custodia.
Es cierto que podemos
ser en todo momento “mendigos de la
bondad y misericordia de Jesucristo”, pero nunca de la certeza de sus
palabras.
Es absurdo pretender
organizar debates desde el espíritu asambleísta para descubrir
aquello que, primero ha sido definido
por Dios según enseñan los santos evangelios y segundo, de aquello que la viva trayectoria de la Iglesia ha
entregado en la voz de su Magisterio perenne y la enseñanza de sus “mejores hijos” como son los Santos.
En tal sentido, podemos
ver en el tiempo múltiples nuevas estrellas en el cielo, más,
siempre resultará estéril la pretensión humana de crear una sola
estrella, de manera semejante, la invención
de una doctrina al margen de la que ha sido revelada siendo audaz
–irremediablemente- resultará ineficaz.
En efecto, si algo
parece necesario para la vida pastoral de nuestra Iglesia es que se presente y
sea vista por el mundo como una institución, que tan divina como humana, otorgue seguridad a quienes buscan refugio
en Ella no sólo en el plano de los afectos sino –también- de las certezas
que no es posible encontrar en lo que hoy nos ofrece el mundo ni en lo que cada uno
pretende lograr autónomamente.
Padre Jaime Herrera González |
3. “Y les dijo: Y vosotros, ¿quién
decís que soy yo? Y Pedro contestó: El Cristo de Dios” (San
Lucas IX, 20).
La roca sólida de la fe de nuestra Iglesia santa no puede quedar
reducida a un montón de corchos que
terminen varados por el oleaje del espíritu secularista y de la ideología imperante
del progresismo.
A lo largo de toda su
vida, Jesús constantemente se manifestó como quien confiere seguridad. Su
invitación respondía más a una viva
exhortación que a una simple “invitación
de cortesía”. En el “supermercado de las propuestas” nuestro Señor
deseaba ocupar la primacía del corazón, y no ser presentado como una simple posibilidad
entre muchas. Por ello dijo: “¡venid
a mí!, ¡aprended de mí!, ¡seguid mis pasos!”, lo cual como miembros de su
Iglesia, hemos de procurar seguir por
medio de un apostolado pro activo
que no se avergüence de presentarse como el único camino seguro y por tanto
necesario, para alcanzar la Bienaventuranza eterna.
El “aire fresco” que
podemos ofrecer al mundo para alejar las consecuencias del pecado, origen de
toda miseria humana, está en estricta unión con el grado de fidelidad, con el
espíritu de sacrificio, de mortificación, y con la plena sintonización con la
armónica enseñanza del Magisterio de la Iglesia. El tener la seguridad que a
lo largo de este camino no hay notas disonantes pues, se cuenta con la
asistencia del Espíritu Santo prometido por el mismo Jesucristo, constituye un
verdadero “imán” que sostiene a quien
está cansado y mueve al que está como anquilosado
en la búsqueda desenfrenada de novedades. El manto de nuestra Madre
Santísima nos haga ser partícipes de esta Iglesia
fresca por la santidad, fidelidad y gozo de cada uno de sus hijos
bautizados. ¡Que viva Cristo Rey!
DIÓCESIS DE VALPARAÍSO / PADRE JAIME HERRERA /
CURA PÁRROCO
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