“LA IGLESIA
ES INDESTRUCTIBLE” (BENEDICTO XVI) ABRIL
2019
Del 21 al 24 de febrero, tras la invitación del Papa Francisco, los
presidentes de las conferencias episcopales del mundo se reunieron en el
Vaticano para discutir la crisis de fe y de la Iglesia, una crisis palpable en
todo el mundo tras las chocantes revelaciones del abuso clerical perpetrado
contra menores. La extensión y la gravedad de los incidentes reportados han
desconcertado a sacerdotes y laicos, y ha hecho que muchos cuestionen la misma
fe de la Iglesia. Fue necesario enviar un mensaje fuerte y buscar un nuevo
comienzo para hacer que la Iglesia sea nuevamente creíble como luz entre los
pueblos y como una fuerza que sirve contra los poderes de la destrucción.
Ya que yo mismo he servido en una posición de responsabilidad como
pastor de la Iglesia en una época en la que se desarrolló esta crisis y antes
de ella, me tuve que preguntar –aunque ya no soy directamente responsable por
ser emérito– cómo podía contribuir a ese nuevo comienzo en retrospectiva.
Entonces, desde el periodo del anuncio hasta la reunión misma de los
presidentes de las conferencias episcopales, reuní algunas notas con las que
quiero ayudar en esta hora difícil. Habiendo contactado al Secretario de Estado
del Vaticano, Cardenal (Pietro) Parolin, y al mismo Papa Francisco, me parece
apropiado publicar este texto en el "Klerusblatt".
Mi trabajo se divide en tres partes.
En la primera busco presentar brevemente el amplio contexto del asunto,
sin el cual el problema no se puede entender. Intento mostrar que en la década
de 1960 ocurrió un gran evento, en una escala sin precedentes en la historia.
Se puede decir que en los 20 años entre 1960 y 1980, los estándares vinculantes
hasta entonces respecto a la sexualidad colapsaron completamente, y surgió una
nueva normalidad que hasta ahora ha sido sujeta de varios laboriosos intentos
de disrupción.
En la segunda parte, busco precisar los efectos de esta situación en la
formación de los sacerdotes y en sus vidas.
Finalmente, en la tercera parte, me gustaría desarrollar algunas
perspectivas para una adecuada respuesta por parte de la Iglesia.
“LA IGLESIA ES
INDESTRUCTIBLE”
I.
(1) El asunto comienza con la introducción de los niños
y jóvenes en la naturaleza de la sexualidad, algo prescrita y apoyado por el Estado.
En Alemania, la entonces ministra de salud, (Käte) Strobel, tenía una cinta en
la que todo lo que antes no se permitía enseñar públicamente, incluidas las
relaciones sexuales, se mostraba ahora con el propósito de educar. Lo que al
principio se buscaba que fuera solo para la educación sexual de los jóvenes, se
aceptó luego como una opción factible.
Efectos similares se lograron con el "Sexkoffer" publicado por
el gobierno de Austria (N. DEL T. Materiales sexuales usados en los colegios
austríacos a fines de la década de 1980). Las películas pornográficas y con
contenido sexual se convirtieron entonces en algo común, hasta el punto que se
transmitían en pequeños cines (Bahnhofskinos) (N. del T. cines baratos
en Alemania que proyectaban pequeñas cintas cerca a las estaciones de tren).
Todavía recuerdo haber visto, mientras caminaba en la ciudad de
Ratisbona un día, multitudes haciendo cola ante un gran cine, algo que habíamos
visto antes solo en tiempos de guerra, cuando se esperaba una asignación especial.
También recuerdo haber llegado a la ciudad el Viernes Santo de 1970 y ver en
las vallas publicitarias un gran afiche de dos personas completamente desnudas
y abrazadas.
Entre las libertades por las que la Revolución de 1968 peleó estaba la
libertad sexual total, una que ya no tuviera normas. La voluntad de usar la
violencia, que caracterizó esos años, está fuertemente relacionada con este
colapso mental. De hecho, las cintas sexuales ya no se permitían en los aviones
porque podían generar violencia en la pequeña comunidad de pasajeros. Y dado
que los excesos en la vestimenta también provocaban agresiones, los directores
de los colegios hicieron varios intentos para introducir una vestimenta escolar
que facilitara un clima para el aprendizaje.
Parte de la fisionomía de la Revolución del 68 fue que la pedofilia
también se diagnosticó como permitida y apropiada.
Para los jóvenes en la Iglesia, pero no solo para ellos, esto fue en
muchas formas un tiempo muy difícil. Siempre me he preguntado cómo los jóvenes
en esta situación se podían acercar al sacerdocio y aceptarlo con todas sus
ramificaciones. El extenso colapso de las siguientes generaciones de sacerdotes
en aquellos años y el gran número de laicizaciones fueron una consecuencia de
todos estos desarrollos.
(2) Al mismo tiempo, independientemente de este desarrollo, la
teología moral católica sufrió un colapso que dejó a la Iglesia indefensa ante
estos cambios en la sociedad. Trataré de delinear brevemente la trayectoria que
siguió este desarrollo. Hasta el Concilio Vaticano II, la teología moral
católica estaba ampliamente fundada en la ley natural, mientras que las
Sagradas Escrituras se citaban solamente para tener contexto o justificación.
En la lucha del Concilio por un nuevo entendimiento de la Revelación, la opción
por la ley natural fue ampliamente abandonada, y se exigió una teología moral
basada enteramente en la Biblia.
Aún recuerdo cómo la facultad jesuita en Frankfurt entrenó al joven e
inteligente Padre (Schüller) con el propósito de desarrollar una moralidad
basada enteramente en las Escrituras. La bella disertación del Padre (Bruno)
Schüller muestra un primer paso hacia la construcción de una moralidad basada
en las Escrituras. El Padre fue luego enviado a Estados Unidos y volvió
habiéndose dado cuenta de que solo con la Biblia la moralidad no podía
expresarse sistemáticamente. Luego intentó una teología moral más pragmática,
sin ser capaz de dar una respuesta a la crisis de moralidad.
Al final, prevaleció principalmente la hipótesis de que la moralidad
debía ser exclusivamente determinada por los propósitos de la acción humana. Si
bien la antigua frase “el fin justifica los medios” no fue confirmada en esta
forma cruda, su modo de pensar si se había convertido en definitivo. En
consecuencia, ya no podía haber nada que constituya un bien absoluto, ni nada
que fuera fundamentalmente malo; (podía haber) solo juicios de valor relativos.
Ya no había bien (absoluto), sino solo lo relativamente mejor o contingente en
el momento y en circunstancias.
La crisis de la justificación y la presentación de la moralidad católica
llegaron a proporciones dramáticas al final de la década de 1980 y en la de
1990. El 5 de enero de 1989 se publicó la “Declaración de Colonia”, firmada por
15 profesores católicos de teología. Se centró en varios puntos de la crisis en
la relación entre el magisterio episcopal y la tarea de la teología. (Las
reacciones a) este texto, que al principio no fue más allá del nivel usual de
protestas, creció muy rápidamente y se convirtió en un grito contra el
magisterio de la Iglesia y reunió, clara y visiblemente, el potencial de
protesta global contra los esperados textos doctrinales de Juan Pablo II. (D.
Mieth, Kölner Erklärung, LThK, VI3, p. 196) (N. del T. El LTHK es
el Lexikon für Theologie und Kirche, el Lexicon de Teología y la
Iglesia, cuyos editores incluían al teólogo Karl Rahner y al Cardenal alemán
Walter Kasper)
El Papa Juan Pablo II, que conocía muy bien y que seguía de cerca la
situación en la que estaba la teología moral, comisionó el trabajo de una
encíclica para poner las cosas en claro nuevamente. Se publicó con el título
de Veritatis splendor (El esplendor de la verdad) el 6 de
agosto de 1993 y generó diversas reacciones vehementes por parte de los
teólogos morales. Antes de eso, el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) ya
había presentado persuasivamente y de modo sistemático la moralidad como es
proclamada por la Iglesia.
Nunca olvidaré cómo el entonces líder teólogo moral de lengua alemana,
Franz Böckle, habiendo regresado a su natal Suiza tras su retiro, anunció con
respecto a la Veritatis splendor que si la encíclica
determinaba que había acciones que siempre y en todas circunstancias podían
clasificarse como malas, entonces él la rebatiría con todos los recursos a su
disposición.
Fue Dios, el Misericordioso, quien evitó que pusiera en práctica su
resolución ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991. La encíclica fue
publicada el 6 de agosto de 1993 y efectivamente incluía la determinación de
que había acciones que nunca pueden ser buenas.
El Papa era totalmente consciente de la importancia de esta decisión en
ese momento y para esta parte del texto consultó nuevamente a los mejores
especialistas que no tomaron parte en la edición de la encíclica. Él sabía que
no debía dejar duda sobre el hecho que la moralidad de balancear los bienes
debe tener siempre un límite último. Hay bienes que nunca están sujetos a
concesiones.
Hay valores que nunca deben ser abandonados por un valor mayor e incluso
sobrepasar la preservación de la vida física. Existe el martirio. Dios es más,
incluida la sobrevivencia física. Una vida comprada por la negación de Dios, una vida que se base en una
mentira final, no es vida.
El martirio es la categoría básica de la existencia cristiana. El hecho
que ya no sea moralmente necesario en la teoría que defiende Böckle y muchos otros demuestra que la misma esencia del cristianismo está en juego aquí.
En la teología moral, sin embargo, otra pregunta se había vuelto
apremiante: había ganado amplia aceptación la hipótesis de que el magisterio de
la Iglesia debe tener competencia final (“infalibilidad”) solo en materias
concernientes a la fe y los asuntos sobre la moralidad no deben caer en el
rango de las decisiones infalibles del magisterio de la Iglesia.
Hay probablemente algo de cierto en esta hipótesis que garantiza un
mayor debate, pero hay un mínimo conjunto de cuestiones morales que están
indisolublemente relacionadas al principio fundacional de la fe y que tiene que
ser defendido si no se quiere que la fe sea reducida a una teoría y no se le
reconozca en su clamor por la vida concreta.
Todo esto permite ver cuán fundamentalmente se cuestiona la autoridad de
la Iglesia en asuntos de moralidad. Los que niegan a la Iglesia una
competencia en la enseñanza final en esta área la obligan a permanecer en
silencio precisamente allí donde el límite entre la verdad y la mentira está en
juego.
Independientemente de este asunto, en muchos círculos de teología moral
se expuso la hipótesis de que la Iglesia no tiene y no puede tener su propia
moralidad. El argumento era que todas las hipótesis morales tendrían su
paralelo en otras religiones y, por lo tanto, no existiría una naturaleza
cristiana. Pero el asunto de la naturaleza de una moralidad bíblica no se
responde con el hecho que para cada sola oración en algún lugar, se puede
encontrar un paralelo en otras religiones. En vez de eso, se trata de toda la
moralidad bíblica, que como tal es nueva y distinta de sus partes individuales.
La doctrina moral de las Sagradas Escrituras tiene su forma de ser única
predicada finalmente en su concreción a imagen de Dios, en la fe en un Dios que
se mostró a sí mismo en Jesucristo y que vivió como ser humano. El
Decálogo es una aplicación a la vida humana de la fe bíblica en Dios.
La imagen de Dios y la moralidad se pertenecen y por eso resulta en el
cambio particular de la actitud cristiana hacia el mundo y la vida humana. Además,
el cristianismo ha sido descrito desde el comienzo con la palabra hodós (camino,
en griego, usado en el Nuevo Testamente para hablar de un camino de progreso).
La fe es una travesía y una forma de
vida. En la antigua Iglesia, el catecumenado fue creado como un hábitat en
la que los aspectos distintivos y frescos de la forma de vivir la vida
cristiana eran al mismo tiempo practicados y protegidos ante la cultura que era
cada vez más desmoralizada. Creo que incluso hoy algo como las comunidades de catecumenado
son necesarias para que la vida cristiana pueda afirmarse en su propia manera.
“VIVIR POR DIOS Y BAJO DIOS”
II.
Las reacciones eclesiales iniciales
(1) El proceso largamente preparado y en marcha para la disolución
del concepto cristiano de moralidad estuvo marcado, como he tratado de
demostrar, por la radicalidad sin precedentes de la década de 1960. Esta
disolución de la autoridad moral de la enseñanza de la Iglesia necesariamente
debió tener un efecto en los distintos miembros de la Iglesia. En el contexto
del encuentro de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el
mundo con el Papa Francisco, el asunto de la vida sacerdotal, así como la de
los seminarios, es de particular interés. Ya que tiene que ver con el
problema de la preparación en los seminarios para el ministerio sacerdotal, hay
de hecho una descomposición de amplio alcance en cuanto a la forma previa de
preparación.
En varios seminarios se establecieron grupos homosexuales que actuaban
más o menos abiertamente, con lo que cambiaron significativamente el clima que
se vivía en ellos. En un seminario en el sur de Alemania, los candidatos al
sacerdocio y para el ministerio laico de especialistas pastorales (Pastoralreferent)
vivían juntos. En las comidas cotidianas, los seminaristas y los especialistas
pastorales estaban juntos. Los casados a veces estaban con sus esposas e hijos;
y en ocasiones con sus novias. El clima en este seminario no proporcionaba el apoyo requerido para la
preparación de la vocación sacerdotal. La Santa Sede sabía de esos problemas sin estar informada precisamente.
Como primer paso, se acordó una visita apostólica para los seminarios en
Estados Unidos.
Como el criterio para la selección y designación de obispos también
había cambiado luego del Concilio Vaticano II, la relación de los obispos con
sus seminarios también era muy diferente. Por encima de todo se estableció la
“conciliaridad” como un criterio para el nombramiento de nuevos obispos, que
podía entenderse de varias maneras.
De hecho, en muchos lugares se entendió que las actitudes conciliares
tenían que ver con tener una actitud crítica o negativa hacia la tradición
existente hasta entonces, y que debía ser reemplazada por una relación nueva y
radicalmente abierta con el mundo. Un obispo, que había sido antes rector
de un seminario, había hecho que los seminaristas vieran películas
pornográficas con la intención de que estas los hicieran resistentes ante las
conductas contrarias a la fe.
Hubo –y no solo en los Estados Unidos
de América– obispos que individualmente rechazaron la tradición católica por
completo y buscaron una nueva y moderna “catolicidad” en sus diócesis. Tal vez valga la pena mencionar que en no pocos
seminarios, a los estudiantes que los veían leyendo mis libros se les
consideraba no aptos para el sacerdocio. Mis libros fueron escondidos, como si
fueran mala literatura, y se leyeron solo bajo el escritorio.
La visita que se realizó no dio nuevas pistas, aparentemente porque varios
poderes unieron fuerzas para maquillar la verdadera situación. Una segunda
visita se ordenó y esa sí permitió tener datos nuevos, pero al final no logró
ningún resultado. Sin embargo, desde la década de 1970 la situación en los
seminarios ha mejorado en general. Y, sin embargo, solo aparecieron casos
aislados de un nuevo fortalecimiento de las vocaciones sacerdotales ya que la
situación general había tomado otro rumbo.
(2) El asunto de la pedofilia, según recuerdo, no fue agudo sino hasta
la segunda mitad de la década de 1980. Mientras tanto, ya se había convertido
en un asunto público en Estados Unidos, tanto así que los obispos fueron a Roma
a buscar ayuda ya que la ley canónica, como se escribió en el nuevo Código
(1983), no parecía suficiente para tomar las medidas necesarias. Al principio
Roma y los canonistas romanos tuvieron dificultades con estas preocupaciones ya
que, en su opinión, la suspensión temporal del ministerio sacerdotal tenía que
ser suficiente para generar purificación y clarificación. Esto no podía ser
aceptado por los obispos estadounidenses, porque de ese modo los sacerdotes
permanecían al servicio del obispo y así eran asociados directamente con él.
Lentamente fue tomando forma una renovación y profundización de la ley penal
del nuevo Código, que había sido construida adrede de manera holgada.
Además y sin embargo, había un problema fundamental en la percepción de
la ley penal. Solo el llamado garantismo (una especie de proteccionismo
procesal) era considerado como “conciliar”. Esto significa que se tenía que
garantizar, por encima de todo, los derechos del acusado hasta el punto en que
se excluyera del todo cualquier tipo de condena. Como contrapeso ante las
opciones de defensa, disponibles para los teólogos acusados y con frecuencia
inadecuadas, su derecho a la defensa usando el garantismo se extendió a tal
punto que las condenas eran casi imposibles.
Permítanme un breve excurso en este punto. A la luz de la escala de la
inconducta pedófila, una palabra de Jesús nuevamente salta a la palestra: “Y
cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le
fuera si le hubieran atado al cuello una piedra de molino de las que mueve un
asno, y lo hubieran echado al mar” (San Marcos IX,42).
La palabra “pequeños” en el idioma de Jesús significa los creyentes
comunes que pueden ver su fe confundida por la arrogancia intelectual de
aquellos que creen que son inteligentes. Entonces, aquí
Jesús protege el depósito de la fe con una amenaza o castigo enfático para
quienes hacen daño.
El uso moderno de la frase no es en sí mismo equivocado, pero no debe
oscurecer el significado original. En él queda claro, contra cualquier
garantismo, que no solo el derecho del acusado es importante y requiere una
garantía. Los grandes bienes como la fe son igualmente importantes.
Entonces, una ley canónica balanceada que se corresponda con todo el
mensaje de Jesús no solo tiene que proporcionar una garantía para el acusado,
para quien el respeto es un bien legal, sino que también tiene que proteger
la fe que también es un importante bien legal. Una ley canónica
adecuadamente formada tiene que contener entonces una doble garantía: la
protección legal del acusado y la protección legal del bien que está en juego.
Si hoy se presenta esta concepción inherentemente clara, generalmente se cae en hacer oídos
sordos cuando se llega al asunto de la protección de la fe como un bien legal.
En la consciencia general de la ley, la fe ya no parece tener el rango de bien
que requiere protección. Esta es una situación alarmante que los pastores de la
Iglesia tienen que considerar y tomar en serio.
Ahora me gustaría agregar, a las breves notas sobre la situación de la
formación sacerdotal en el tiempo en el que estalló la crisis, algunas
observaciones sobre el desarrollo de la ley canónica en este asunto.
En principio, la Congregación para el Clero es la responsable de lidiar
con crímenes cometidos por sacerdotes, pero dado que el garantismo dominó
largamente la situación en ese entonces, estuve de acuerdo con el Papa Juan
Pablo II en que era adecuado asignar estas ofensas a la Congregación para la
Doctrina de la Fe, bajo el título de "Delicta maiora contra fidem".
Esto hizo posible imponer la pena máxima, es decir la expulsión del
estado clerical, que no se habría podido imponer bajo otras previsiones
legales. Esto no fue un truco para imponer la máxima pena, sino una
consecuencia de la importancia de la fe para la Iglesia. De hecho, es
importante ver que tal inconducta de los clérigos al final daña la fe.
Allí donde la fe ya no determina las
acciones del hombre es que tales ofensas son posibles.
La severidad del castigo, sin embargo, también presupone una prueba clara
de la ofensa: este aspecto del garantismo permanece en vigor.
En otras palabras, para imponer la máxima pena legalmente, se requiere
un proceso penal genuino, pero ambos, las diócesis y la Santa Sede se ven
sobrepasados por tal requerimiento. Por ello formulamos un nivel mínimo de
procedimientos penales y dejamos abierta la posibilidad de que la misma Santa
Sede asuma el juicio allí donde la diócesis o la administración metropolitana
no pueden hacerlo. En cada caso, el juicio debe ser revisado por la Congregación
para la Doctrina de la Fe para garantizar los derechos del acusado. Finalmente,
en la feria cuarta (N. del T. la asamblea de los miembros de la Congregación)
establecimos una instancia de apelación para proporcionar la posibilidad de
apelar.
Ya que todo esto superó en la realidad las capacidades de la
Congregación para la Doctrina de la Fe y ya que las demoras que surgieron
tenían que ser previstas dada la naturaleza de esta materia, el Papa Francisco
ha realizado reformas adicionales.
SANTA MISA PAPA BENEDICTO XVI EN MEXICO
III.
(1.) ¿Qué se debe hacer? ¿Tal vez deberíamos crear
otra Iglesia para que las cosas funcionen? Bueno, ese experimento ya se ha
realizado y ya ha fracasado. Solo la obediencia y el amor por nuestro Señor
Jesucristo pueden indicarnos el camino, así que primero tratemos de
entender nuevamente y desde adentro (de nosotros mismos) lo que el Señor quiere
y ha querido con nosotros.
Primero, sugeriría lo siguiente: si realmente quisiéramos resumir muy
brevemente el contenido de la fe como está en la Biblia, tendríamos que hacerlo
diciendo que el Señor ha iniciado una narrativa de amor con nosotros y quiere
abarcar a toda la creación en ella. La forma de pelear contra el mal que nos
amenaza a nosotros y a todo el mundo, solo puede ser, al final, que entremos en
este amor.
Es la verdadera fuerza contra el mal, ya que el poder del mal emerge de
nuestro rechazo a amar a Dios. Quien se confía al amor de Dios es redimido. Nuestro
ser no redimidos es una consecuencia de nuestra incapacidad de amar a Dios.
Aprender a amar a Dios es, por lo tanto, el camino de la redención humana.
Tratemos de desarrollar un poco más este contenido esencial de la
revelación de Dios. Podemos entonces decir que el primer don fundamental que la fe nos ofrece es la certeza de que Dios
existe. Un mundo sin Dios solo puede ser un mundo sin significado. De otro modo, ¿de dónde vendría todo? En cualquier caso, no tiene
propósito espiritual. De algún modo está simplemente allí y no tiene objetivo
ni sentido. Entonces no hay estándares del bien ni del mal, y solo lo que es
más fuerte que otra cosa puede afirmarse a sí misma y el poder se convierte en
el único principio. La verdad no cuenta, en realidad no existe. Solo si las
cosas tienen una razón espiritual tienen una intención y son concebidas. Solo si hay un Dios Creador que es
bueno y que quiere el bien, la vida del hombre puede entonces tener sentido.
Existe un Dios como creador y la medida de todas las cosas es una
necesidad primera y primordial, pero un Dios que no se exprese para nada a sí
mismo, que no se hiciese conocido, permanecería como una presunción y podría
entonces no determinar la forma [Gestalt] de nuestra vida. Para que Dios
sea realmente Dios en esta creación deliberada, tenemos que mirarlo para que se
exprese a sí mismo de alguna forma. Lo ha hecho de muchas maneras, pero
decisivamente lo hizo en el llamado a Abraham y que le dio a la gente que
buscaba a Dios la orientación que lleva más allá de toda expectativa: Dios
mismo se convierte en criatura, habla como hombre con nosotros los seres humanos.
En este sentido la frase “Dios es”, al final se convierte en un mensaje
verdaderamente gozoso, precisamente porque Él es más que entendimiento, porque
Él crea –y es– amor para que una vez más la gente sea consciente de esta, la
primera y fundamental tarea confiada a nosotros por el Señor.
Una sociedad sin Dios –una sociedad
que no lo conoce y que lo trata como no existente– es una sociedad que pierde
su medida. En nuestros días fue que se acuñó la frase de la muerte de Dios.
Cuando Dios muere en una sociedad, se nos dijo, esta se hace libre. En realidad,
la muerte de Dios en una sociedad también significa el fin de la libertad
porque lo que muere es el propósito que proporciona orientación, dado que
desaparece la brújula que nos dirige en la dirección correcta que nos enseña a
distinguir el bien del mal.
La sociedad occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la
esfera pública y no tiene nada que ofrecerle. Y esa es la razón
por la que es una sociedad en la que la medida de la humanidad se pierde cada
vez más. En puntos individuales, de pronto parece que lo que es malo y
destruye al hombre se ha convertido en una cuestión de rutina.
Ese es el caso con la pedofilia. Se teorizó solo hace un tiempo como
algo legítimo, pero se ha difundido más y más. Y ahora nos damos cuenta con
sorpresa de que las cosas que les están pasando a nuestros niños y jóvenes
amenazan con destruirlos. El hecho de que esto también pueda extenderse en la
Iglesia y entre los sacerdotes es algo que nos debe molestar de modo
particular.
¿Por qué la pedofilia llegó a tales proporciones? Al final de cuentas, la razón es la
ausencia de Dios. Nosotros, cristianos y sacerdotes,
también preferimos no hablar de Dios porque este discurso no parece ser
práctico. Luego de la convulsión de la Segunda Guerra Mundial, nosotros en
Alemania todavía teníamos expresamente en nuestra Constitución que estábamos
bajo responsabilidad de Dios como un principio guía. Medio siglo después, ya no
fue posible incluir la responsabilidad para con Dios como un principio guía en
la Constitución europea. Dios es visto como la preocupación partidaria de un
pequeño grupo y ya no puede ser un principio guía para la comunidad como un
todo. Esta decisión se refleja en la situación de Occidente, donde Dios se ha
convertido en un asunto privado de una minoría.
Una tarea primordial, que tiene que resultar de las convulsiones morales
de nuestro tiempo, es que nuevamente comencemos a vivir por Dios y bajo Él. Por encima de todo, nosotros tenemos que aprender una vez más a
reconocer a Dios como la base de nuestra vida en vez de dejarlo a un lado como
si fuera una frase no efectiva. Nunca olvidaré la advertencia del gran teólogo
Hans Urs von Balthasar que una vez me escribió en una de sus postales: “¡No
presuponga al Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo, preséntelo!”.
De hecho, en la teología Dios siempre se da por sentado como un asunto
de rutina, pero en lo concreto uno no se relaciona con Él. El tema de Dios
parece tan irreal, tan expulsado de las cosas que nos preocupan y, sin embargo,
todo se convierte en algo distinto si no se presupone sino que se presenta a
Dios. No dejándolo atrás como un marco, sino reconociéndolo como el centro de
nuestros pensamientos, palabras y acciones.
(2) Dios se hizo hombre por nosotros. El hombre como Su criatura es
tan cercano a Su corazón que Él se ha unido a sí mismo con él y ha entrado así
en la historia humana de una forma muy práctica. Él habla con nosotros, vive
con nosotros, sufre con nosotros y asumió la muerte por nosotros. Hablamos
sobre esto en detalle en la teología, con palabras y pensamientos aprendidos,
pero es precisamente de esta forma que corremos el riesgo de convertirnos en
maestros de fe en vez de ser renovados y hechos maestros por la fe.
Consideremos esto con respecto al asunto central: la celebración de la
Santa Eucaristía. Nuestro manejo de la Eucaristía solo puede generar
preocupación. El Concilio Vaticano II se centró correctamente en regresar este
sacramento de la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo, de la presencia de
Su persona, de su Pasión, Muerte y Resurrección, al centro de la vida cristiana
y la misma existencia de la Iglesia. En parte esto realmente ha ocurrido y
deberíamos estar agradecidos al Señor por ello.
Y sin embargo prevalece una actitud muy distinta. Lo que predomina no
es una nueva reverencia por la presencia de la muerte y resurrección de Cristo,
sino una forma de lidiar con Él que destruye la grandeza del Misterio. La
caída en la participación de las celebraciones eucarísticas dominicales muestra
lo poco que los cristianos de hoy saben sobre apreciar la grandeza del don que
consiste en Su Presencia real. La Eucaristía se ha convertido en un mero gesto ceremonial cuando se da por sentado que la cortesía requiere que sea ofrecido en
celebraciones familiares o en ocasiones como bodas y funerales a todos los
invitados por razones familiares.
La forma en la que la gente simplemente recibe el Santísimo Sacramento
en la comunión como algo rutinario muestra que muchos la ven como un gesto
puramente ceremonial. Por lo tanto, cuando se piensa en la acción que se
requiere primero y primordialmente, es bastante obvio que no necesitamos otra
Iglesia con nuestro propio diseño. En vez de ello se requiere, primero que
nada, la renovación de la fe en la realidad de que Jesucristo se nos es dado en
el Santísimo Sacramento.
En conversaciones con víctimas de pedofilia, me hicieron muy consciente
de este requisito primero y fundamental. Una joven que había sido acólita me
dijo que el capellán, su superior en el servicio del altar, siempre la
introducía al abuso sexual que él cometía con estas palabras: “Este es mi
cuerpo que será entregado por ti”.
Es obvio que esta mujer ya no puede escuchar las palabras de la
consagración sin experimentar nuevamente la terrible angustia de los abusos.
Sí, tenemos que implorar urgentemente al Señor por su perdón, pero antes que nada
tenemos que jurar por Él y pedirle que nos enseñe nuevamente a entender la
grandeza de Su sufrimiento y Su sacrificio. Y tenemos que hacer todo lo que
podamos para proteger del abuso el don de la Santísima Eucaristía.
(3)
Y finalmente, está el Misterio de la Iglesia. La frase con la que Romano
Guardini, hace casi 100 años, expresó la esperanza gozosa que había en él y en
muchos otros, permanece inolvidable: “Un evento de importancia incalculable ha
comenzado, la Iglesia está despertando en las almas”.
Se refería a que la Iglesia ya no era experimentada o percibida
simplemente como un sistema externo que entraba en nuestras vidas, como una
especie de autoridad, sino que había comenzado a ser percibida como algo
presente en el corazón de la gente, como algo no meramente externo sino que nos
movía interiormente. Casi 50 años después, al reconsiderar este proceso y viendo lo que ha
estado pasando, me siento tentado a revertir la frase: “La Iglesia está
muriendo en las almas”.
De hecho, hoy la Iglesia es vista ampliamente solo como una especie
de aparato político. Se habla de ella casi exclusivamente en categorías
políticas y esto se aplica incluso a obispos que formulan su concepción de la
Iglesia del mañana casi exclusivamente en términos políticos. La crisis,
causada por los muchos casos de abusos de clérigos, nos hace mirar a la Iglesia
como algo casi inaceptable que tenemos que tomar en nuestras manos y rediseñar.
Pero una Iglesia que se
hace a sí misma no puede constituir esperanza.
Jesús mismo comparó la Iglesia a una red de pesca en la que Dios mismo
separa los buenos peces de los malos. También hay una parábola de la Iglesia
como un campo en el que el buen grano que Dios mismo sembró crece junto a la
mala hierba que “un enemigo” secretamente echó en él. De hecho, la mala hierba
en el campo de Dios, la Iglesia, son ahora excesivamente visibles y los peces
malos en la red también muestran su fortaleza. Sin embargo, el campo es aún el
campo de Dios y la red es la red de Dios. Y en todos los tiempos, no solo ha
habido mala hierba o peces malos, sino también la siembra de Dios y los buenos
peces. Proclamar ambos con énfasis y de la misma forma no es una manera falsa
de apologética, sino un necesario servicio a la Verdad.
En este contexto es necesario referirnos a un importante texto en la
Revelación a Juan. El demonio es identificado como el acusador que acusa a
nuestros hermanos ante Dios día y noche. (Apocalipsis XII, 10). El Apocalipsis toma
entonces un pensamiento que está al centro de la narrativa en el libro de Job (Job I y II, 10; 42:7-16). Allí se dice que el demonio buscaba
mostrar que lo correcto en la vida de Job ante Dios era algo meramente externo.
Y eso es exactamente lo que el Apocalipsis tiene que decir: el demonio quiere
probar que no hay gente correcta, que su corrección solo se muestra en lo
externo. Si uno pudiera acercarse, entonces la apariencia de justicia se caería
rápidamente.
La narración comienza con una disputa entre Dios y el demonio, en la que
Dios se ha referido a Job como un hombre verdaderamente justo. Ahora va a ser
usado como un ejemplo para probar quién tiene razón. El demonio pide que se le
quiten todas sus posesiones para ver que nada queda de su piedad. Dios le permite
que lo haga, tras lo cual Job actúa positivamente. Luego el demonio presiona y
dice: “¡Piel por piel! Sí, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Sin
embargo, extiende ahora tu mano y toca su hueso y su carne, verás si no te maldice
en tu misma cara" (Job II, 4f).
Entonces Dios le otorga al demonio un segundo turno. También toca la
piel de Job y solo le está negado matarlo. Para los cristianos es claro que
este Job, que está de pie ante Dios como ejemplo para toda la humanidad, es
Jesucristo. En el Apocalipsis el drama de la humanidad nos es presentado en
toda su amplitud.
El Dios Creador es confrontado con el demonio que habla a toda la
humanidad y a toda la creación. Le habla no solo a Dios, sino y sobre todo a la
gente: Miren lo que este Dios ha hecho. Supuestamente una buena creación. En
realidad está llena de miseria y disgustos. El desaliento de la creación es en
realidad el menosprecio de Dios. Quiere probar que Dios mismo no es bueno y
alejarnos de Él.
La oportunidad en la que el Apocalipsis no está hablando aquí es obvia. Hoy, la acusación contra Dios es
sobre todo menosprecio de Su Iglesia como algo malo en su totalidad y por lo tanto nos disuade de ella. La idea de una Iglesia mejor,
hecha por nosotros mismos, es de hecho una propuesta del demonio, con la
que nos quiere alejar del Dios viviente usando una lógica mentirosa en la que
fácilmente podemos caer. No, incluso hoy la Iglesia no está hecha
solo de malos peces y mala hierba. La Iglesia de Dios también existe hoy, y hoy
es ese mismo instrumento a través del cual Dios nos salva.
Es muy importante oponerse con toda
la verdad a las mentiras y las medias verdades del demonio: sí, hay pecado y
mal en la Iglesia, pero incluso hoy existe la Santa Iglesia, que es
indestructible. Además hoy hay mucha gente que humildemente
cree, sufre y ama, en quien el Dios verdadero, el Dios amoroso, se muestra a Sí
mismo a nosotros. Dios también tiene hoy Sus testigos ("martyres")
en el mundo. Nosotros solo tenemos que estar vigilantes para verlos y
escucharlos.
La palabra mártir está tomada de la ley procesal. En el juicio contra el
demonio, Jesucristo es el primer y verdadero testigo de Dios, el primer mártir,
que desde entonces ha sido seguido por incontables otros.
El hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires y por ello
un testimonio del Dios viviente. Si miramos a nuestro alrededor y
escuchamos con un corazón atento, podremos hoy encontrar testigos en todos
lados, especialmente entre la gente ordinaria, pero también en los altos rangos
de la Iglesia, que se alzan por Dios con sus vidas y su sufrimiento. Es una
inercia del corazón lo que nos lleva a no desear reconocerlos. Una de las grandes y esenciales
tareas de nuestra evangelización es, hasta donde podamos, establecer hábitats
de fe y, por encima de todo, encontrar y reconocerlos.
Vivo en una casa, en una pequeña comunidad de personas que descubren
tales testimonios del Dios viviente una y otra vez en la vida diaria, y que
alegremente me comentan esto. Ver y encontrar a la Iglesia viviente es una
tarea maravillosa que nos fortalece y que, una y otra vez, nos hace alegres en
nuestra fe.
Al final de mis reflexiones me gustaría agradecer al Papa Francisco por
todo lo que hace para mostrarnos siempre la luz de Dios que no ha desaparecido,
incluso hoy. ¡Gracias Santo Padre!
Benedicto XVI
“ALEGRES EN NUESTRA FE” (Benedicto XVI)
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