FECHA:
HOMILIA DÍA DEL COIRPUS CHRISTI / JUNIO DEL 2023
Como ha sido la historia
de los pueblos de la Madre Patria puestos bajo el patronazgo de San Bernabé,
las fiestas de los pueblos se inician y culminan con la celebración de la Santa
Misa. En lo que resulta una catequesis elocuente a la mirada de paisanos y
peregrinos, luego de la Santa Misa los emblemas en alto, evidencian el dominio y posesión de la ciudad,
por lo que a todos los elementos festivos de gran riqueza y data, se primerea la piedad constitutiva -de
identidad de múltiples generaciones- en torno al programa bernaneo.
Es que todos ellos se
saben que no son creadores audaces sino receptivos de una tradición viva que no
es otra cosa, que la continuidad de una misma fe recibida de sus antepasados a
quienes tienen presentes por medio de una común veneración de San Bernabé. Es
que la piedad popular es la base de tantos pueblos en la Patria Madre como,
también lo es en los pueblos por ellos evangelizados. ¡Cómo a pesar de progresismo
galopante en nuestra tierra vemos aun a pequeñas comunidades que mueven pueblos
completos en el altiplano bajo la
devoción a San Antonio o en la Isla de Chiloé –donde esta semana pude visitar
varias de sus iglesias – en las cuales navegan multitudes bajo la advocación patronímica del Nazareno o
de la Candelaria entre otras.
Y ahí está la puerta de la fe; ahí está la
puerta de la fidelidad, ahí está la puerta de la tradición. Ante ella modas y
novedades quedan reducidas a recuerdos, urgencias y agendas secundadas por el
olvido. Se impone en estos días de fiestas en cada pueblo lo que ha sido identificativo para cada persona al
interior de sus hogares, por lo que estas celebraciones, más allá de su
masividad hemos de considerarlas desde la incidencia en el alma que descubre
una vertiente fresca que reaviva el caminar tantas veces aletargado por la
simple monotonía.
La senda de cultivar la
piedad por medio de estas celebraciones patronales, como hoy lo hacemos con el
pueblo riojano y logroñés en torno a San Bernabé, que nos exhorta a la alegría
nacida del amor verdadero a Dios hecho generosidad con el prójimo. Quien es
capaz de compartir lo que tiene, hacia quien lo necesita le está prestando
a Dios, quien en modo alguno se dejará vencer en generosidad.
La Santa Biblia nos
enseña que los discípulos del Señor estimaban mucho a San Bernabé por ser “un buen hombre, lleno de fe y del Espíritu Santo” (Hechos
de los Apóstoles XI,24) lo que es manifiesto de una vida que,
alejada de entusiasmos se edificó sobre
la base de la fidelidad y seriedad espiritual, lo cual, en nada mermó su corazón alegre, por el contrario, fue precisamente esa gracia recibida por el Espíritu Santo la
que le permitió contagiar a los demás, y ser fiel dando como testimonio supremo
de su fe el seguimiento del martirio al que nuestro Señor le invitó a
asociarse, tal como lo había anunciado en tantos años de predicación: “Es necesario pasar por muchas tribulaciones
para entrar en el Reino de Dios” (Hechos XIV, 22).
Ese fuego que habitaba en
el alma de nuestro Patrono -San Bernabé- le llevó a encaminar a muchos por la
huella trazada por el Señor, respecto a la práctica de la vida sacramental,
particularmente, la devoción eucarística
y la piedad hacia la Virgen María, la cual,
tiene su más elocuente fundamento a los pies de la Cruz donde la Iglesia
recibió, en la persona del joven San Juan, el precioso encargo de cuidar
aquella que para Jesús era un tesoro verdadero, su propia madre.
La tarde del día anterior
a este encargo, el mismo Jesús se quedó presente en las especies de pan y vino
transformadas totalmente en su propio cuerpo y sangre que hoy nuestra Iglesia
adora de manera especial en la Festividad del Corpus Christi.
Sin duda, lo acontecido
la tarde de ambos días –jueves y viernes santo- forman parte de un único
misterio en el cual, nuestro Señor es sacrificio y alimento por nuestra
salvación y para nuestra vida. ¡Qué sería de nosotros si Cristo no hubiese
subido a la Cruz y muerto en Ella! ¡Qué sería de nuestra vida y del mundo sin
la presencia real de Cristo cada día en nuestros altares!
Como sacerdote me ha
tocado celebrar la Santa Misa en muchos lugares, a veces colmado de feligreses
y noveles generaciones, como –igualmente- celebrar allí donde se mezclaban la
soledad y humedad presagio de un encierro demasiado extendido, y siempre he
procurado honrar el misterio del Cuerpo de Cristo bajo la invitación hecha por
el Santo Cura de Ars: ¡Tratadlo bien! Con
el cuidado e intimidad, tiempo y disponibilidad de quien sabe que si del Dios
hecho hombre se trata no puede dejar de ser prioridad y oportunidad el hecho de
prodigar amor, honra y respeto en la Santa Misa por medio de cada gesto,
silencios y palabras.
Si es la Iglesia la
depositaria del tesoro eucarístico entonces,
cada feligreses está llamado a ser garante del culto tributado a Dios
evitando añadir, improvisar, o agregar novedades y audacias que muchas veces
hacen de la maravilla del culto divino un circo
y del sacerdocio un simple payaseo,
lo que se termina pagando con creces porque Dios Padre nunca verá como
aceptable que se banalice el sacrificio hecho por su Hijo Unigénito en la
ignominia de la cruz, que se renueva –verdaderamente- en cada Santa Misa. ¿Imaginará alguien el dolor asestado al Padre
Dios cuando se permite y promociona el maltrato de la Sangre preciosa de Cristo
en nuestros altares y liturgias?
Junto a la citada
expresión de San Juan María Vianney, recuerdo hacer leído poco antes de
ordenarme sacerdote “procurar celebrar
cada Santa Misa como si fuese la primera, la única y a ultima de la vida”.
Con esa misma “exclusividad” capaz de
cautivar nuestra atención y corazón de manera permanente, como extasiados ante
el sublime misterio que pasa por las manos sacerdotales y llega a los fieles.
Nada es más importante,
nada es más grande, nada es más sublime ni nada es más perpetuo que lo que
acontece cada día en los altares de nuestras comunidades parroquiales, en medio
de las cuales Jesucristo cumple su promesa de estar “cada día junto a nosotros”, reiterando a perpetuidad su palabra de
ser el “Pan que da la Vida Eterna”, y de constituirse sobre el altar hecho
cruz salvífica aquella “Sangre derramada para el perdón de nuestros
pecados”.
Hay sucesos
extraordinarios que recordamos con emoción cada vez: Treinta y tres mineros
durante casi setenta días a 720 metros
de profundidad sobrevivieron y fueron rescatados; años atrás – luego de estar a
seis mil metros de altura, durante más de dos meses, 16 jóvenes deportistas sobrevivieron
en plena Cordillera de los Andes; y –en estos días. Con alegría luego de haber
rezado por ello, hemos sabido que aparecieron vivos cuatro menores de edad que
sobrevivieron en medio de la selva en Colombia a la caída de un avión con trece, nueve,
cuatro y un año.
Mas, tenemos frente a
nosotros cada domingo la posibilidad de un hecho infinitamente más grande, más
prodigioso y milagroso que los citados como es que Jesús al colmo de su
humildad, se queda presente en lo que
aparentemente, a los ojos del hombre, es
un trozo de pan y un poco de vino, toda
su alma, su humanidad y divinidad, presentes en cada partícula de esa Hostia
Santa.
La lectura primera
recordaba cómo Dios alimentó al pueblo de Israel que atravesaba el desierto,
para llegar a la tierra prometida. De igual manera la grandeza del amor de Dios
del Señor que “en un lugar de sed, sin
agua, hizo brotar para ti agua de la roca más dura” (Deuteronomio
VIII, 15).
Lo sorprendente,
prodigioso y sublime de aquellos gestos de Dios hacia su pueblo elegido,
parecen un pálido signo ante lo que Jesús hace en cada Eucaristía, donde está
presente de manera real y sustancial, lo que ya de suyo resulta extraordinario,
más aun si consideramos que es el momento donde se ofrece al Padre Eterno por
cada uno de manera individual, diremos con nombre y apellido, por lo que la
sangre entregada aquel jueves, y derramada –luego- aquel viernes, tuvo como
objetivo el perdón de los pecados, la reparación de la humanidad.
Por tanto, la expresión
pronunciada por los primeros cristianos:
“no podemos vivir sin la eucaristía” encierra una verdad que resulta
muy aplicable para nuestro tiempo porque
a las tinieblas por donde avanzamos, se suma la hambruna espiritual galopante,
lo que hace imprescindible fundamentar la vida espiritual y pastoral desde y
hacia este misterio descrito por San Juan hoy: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo le
resucitaré el último día” (VI, 54).
Este día del Corpus
Christi recordaremos el día de nuestra Primera Comunión: ¡Cuánta alegría.
Cuánta preparación; cuánta pureza, cuánta generosidad! Como entonces, ahora nuestra mirada se encamina hacia
nuestra Madre del Cielo, que honramos como titular de esta Capilla Nuestra
Señora de Valvarena, devoción que se origina en el Siglo XII, pero que hunde su
raíz desde el amanecer de la Iglesia, pues son los mismos apóstoles los
primeros devotos de la Virgen, por lo que resulta un signo contemporáneo distintivo
de la verdadera Iglesia, la devoción mariana. No se puede atender a Cristo
dejando abandonada a la Virgen. Ser de Jesús es ser de María, la mujer
eucarística que amó como ninguno a Jesús a quien llevó en su vientre
inmaculado.
Entonces, el Pan
eucarístico que recibimos es el verdadero Cuerpo nacido de maría Virgen, Jesús
es “carne y sangre de María” (Juan
Pablo II, Redemptoris Mater n.20) por lo que es María “la custodia viva del Santísimo” (Juan
Pablo II, 28/0571997), a la cual, imploramos que nos alcance la
gracia de la piedad a Jesús Sacramentado que honramos en este día del Corpus
Christi.
¡Pues que Viva Cristo
Rey!
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