“EL DEMONIO NO RESISTE LA GENTE ALEGRE”
(San Juan Bosco).
Como sabemos, es tradicional reservar el
sacramento del bautismo de adultos, para la vigilia pascual, así aconteció en 1982,
en la basílica de San Pedro. El entonces Sumo Pontifice, hoy elevado a los
altares, confirió el bautismo a una joven conversa del mundo protestante, la
cual, al ser consultada por el motivo de su decisión respondió que fue a causa
de ver la alegria de los cristianos.
Inmersos en medio de un tiempo que guarda un caracter estrictamente
penitencial, en el cual la Iglesia nos invita a una verdadera conversión de vida,
en virtud de una mas cercana sintonía con la gracia otorgada por Dios, la
fidelidad a los mandamientos del Decálogo y de nuestra Madre la Iglesia y en la
búsqueda del ejercio de las virtudes, resulta imposible no recordar aquella
parábola en la cual el corazón de Dios aparece referido a un padre que,
despreciado por su hijo menor, obtiene finalmente el fruto de su esperanza al
recibir un día a su hijo, ante lo cual dijo: “Hagamos una gran fiesta, porque mi hijo, a quien creímos muerto, ha
regresado y está vivo”.
Normalmente la exégesis nos hace rubricar la actitud del hijo, incluso
la parábola misma la reconocemos como del “Hijo Prodigo”. Y, es que resultaría
imposible desdeñar el protagonismo e iniciativa de aquel joven que abandona a
su padre, a su hermano, a lo que le era propio por una vida mas independiente.
Probablemente diría: “me voy para hacer
lo que quiero”.
El Evangelio nos dice que “malgastó
sus bienes en una vida desenfrenada”, pero antes de ello, detengámonos en
el corazón de aquel joven. Una vida desordenada nace de un corazón desordenado.
Los vicios, cualquiera sea su manifestación, son un efecto y no la causa, por
ello, si queremos conocer lo que pasaba por su alma no es necesario ir a buscar
respuesta a los lugares donde realizaba sus tropelias, sino directamente a lo
que emanama de su interior.
¿Y qué encontramos? Una expresión y un acto muy especial: Quien estaba
llamado a obedecer, aquel que conocería desde pequeño las implicancias del
precepto cuarto dado por Dios en el Monte Sinaí en orden a “honrar a padre y madre”, en vez de obedecer ordena a su padre: “dame la parte de la herencia que me
corresponde”.
Es sabido que las herencias testadas e intestadas son causa de arduas
disputas, no hemos de pensar que esta sería la excepción. Si acaso parte de
ella –realmente- por ley le correspondía, si acaso efectivamente por su vida
pasada lo merecía queda reducido a un plano secundario, porque lo que el joven
hace mención es a una realidad de lo debido, cosa que, además, lo manifiesta de
manera individual y perentorio.
Es decir, es algo “para mi” y
es algo que se debe dar “de inmediato”. Si
bien podríamos reconocer que habiendo sido jóvenes –cosa que los jovenes de hoy
miran con suspicacia como pensando que los mayores nunca lo fueron- ambas
realidades son como características de una vida joven, hay algo mas hondo en la
actitud del joven, y es que lo exigido no le serviría para tener una vida de
mayor cercanía con los suyos, sino que por contrario, sería el peldaño
necesario para dejar atrás lo que hasta entonces le era propio: su padre, su
hermano mayor, su familia, sus amistades verdaderas, su Patria.
Los bienes propios que hasta entonces estaban al servicio de la unidad,
del desarrollo, y de la paz, por un acto egoísta se transformarían en ocasión
de penuria, de soledad y de tristeza. Ni un peso mas, ni un peso menos de lo que
poseía con su padre y que luego tendría en sus manos fue la causa –determinante-
de su desventura, fue el apego desmedido y desenfrenado por tener algo. ¿Cómo
entender que quien todo lo tenía junto a su padre, cayese en la mayor miseria,
y luego, terminace trabajando como un esclavo, anhelando comer el alimento dado
a los cerdos?
Su alma se entristeció.
Cayó en las tinieblas de un mundo en el cual su padre no parecía tener
relevancia en sus determinaciones. Tan fácil fue dar los primeros pasos
pseudoindependentistas. El liberalismo moral cautiva y resulta atractivo porque
parece alcanzarse de manera instantánea, en cambio, la vida virtuosa conlleva
un ejercio, una búsqueda y un esfuerzo permanente para mantenerse: ¡es fácil
portarse mal, y arduo procurar portarse bien! La infidelidad puede ser cosa de
una noche, la fidelidad es cosa de toda la vida. Recordemos el refrán árabe: “La confianza crece con le velocidad que
crece una palmera, pero se pierde con la rapidez que de la palmera cae un
coco”.
En la actualidad
vivimos en mundo construído por quienes exigiendo de Dios, que es nuestro
Padre, parte de la herencia, la “malgastamos”
en una vida al margen de Dios. Podemos pretender edificar nuestra vida y
nuestro mundo al margen de Dios pero nunca estaremos marginados de su
misericordia, la cual siempre puede más que nuestro pecado, y nuestra
desconfianza en su providente misericordia. ¡Dios siempre puede más!
En efecto, señala el
Pontifice: “El hombre puede por un tiempo
edificar un mundo sin Dios, pero prontamente ese mundo se vuelca con el
hombre”. El amor que un día recibió de su padre, y que sepultó por un
tiempo, le llevó a recapacitar y decir en su interior: “Volveré a la casa de mi padre. Le diré: Padre, pequé contra el cielo
y contra tí, ya no merezco ser llamado tu hijo” (San Lucas XV,18-20).
El Evangelio nos dice
que aquel padre “lleno de alegría”
pidió que hicierian “una fiesta”.
Ningún reconcor, ninguna pasada de cuenta, ninguna recriminación hubo hacia
aquel hijo menor, no porque el alma de aquel padre no se hubiese conmovido, ni estuviese cansado
de tanto esperar ese momento, sino porque su bondad, su justicia, y su perdón,
eran infinitamente mayores que la ofensa hecha -un día ya lejano- por su hijo
menor.
Si bien fue dramática
para él aquella partida, no resultó desiciva en su determinación de esperar -día
y noche- el retorno del menor de sus hijos a la casa paterna. Hacer una fiesta
por tanto tenía sentido porque “su hijo
que creyó muerto, estaba vivo”. El reencuentro del padre y el hijo estaba
marcado por el don de la vida, que partió realmente con la conversión del hijo
que se tuvo, no ya como un sujeto de derechos y bienes que –eventualmente- le posibilitarían para independizarse, sino
como quien sí, ahora, viviría verdaderamente. Lo que antes vivió fue una simple
fantasía, algo que parecía, pero que no era de verdad.
Lo anterior, es
aplicable a la alegría de cada creyente. En efecto, en apariencia hay una
cultura que invitaría a una felicidad que finalmente resulta fantasiosa, porque
no nace del interior sino que es mas bien un cosmético que se usa para ocultar
una realidad no deja de manifestarse.
Cuando el Apóstol en
este día nos dice en la segunda lectura, con insistencia conocedora de la
realidad sicológica olvidadiza de nuestra humana naturaleza: “Estad alegres, os lo repito, estad alegres
porque el Señor está cerca”, nos entrega la clave de la cual emergue y la
perspectiva hacia la cual converge la verdera alegría del católico. Por cierto
para ser verdadero discípulo de Cristo es necesario “revestirse de los mismos sentimientos de Cristo” (Filipenses II,5).
Dicha alegría es la
vida en Cristo, desde quien: cualquier adversidad es salvable, cualquier
desafío es vencible y cualquier realidad es modificable por irreversible que
ésta se nos presente.
Por cierto que hay
máscaras contemporáneas de una falsa alegría:
a). “Lo paso bien cuando tomo alcohol en exceso o
me drogo”: el progresismo “ha salido
del closet” desde hace un tiempo a esta parte. Las fuerzas del espíritu
anticristiano han tomado recientemente un vigor que resulta innegable, y uno de
los aspectos que mejor conoce el Demonio, por medio del cual puede
desastibilizar rápidamente al hombre y la sociedad, es quitarle la alegria y su
razón mas preciada, revistiendola de todo tipo de sucedáneos.
Así, ¿Quién entiende
que para pasarlo bien hay que perder la noción de lo que uno es? ¿Cómo no darse
cuenta que cuando una persona queda “borrada”
y se le “apaga la tele” en jerga
local, no es realmente feliz?
En una Nación cercana
recientemente se legisló con el fin que sea el Estado el productor oficial de
un tipo de droga, en tanto que en nuestra Patria no faltan voces, pocas pero
muy vociferantes, que se desviven en promover la despenalización de aquella
yerba que es el trampolín para introducirse en un abismo sin fin. Ese no es el
camino para alcanzar la verdera alegría del cristiano.
b). “Me río del projimo”: El oficio del humorista
es uno de los más gratificantes pero indudablemente de los más difíciles,
porque hacer reir a otros hace sentirnos bien, pero cuando es a costa de la
honra, de la tranquilidad, de la fama de terceros, entonces se transforma en
una sorna o burla que suele ir de la mano con el moderno bulling, que consiste
en que muchos agreden a uno solo, quien las mas de las veces, suele ser indefenso. Para nadie debería ser
sorpresa saber que las ideologías actuales utilizan la burla y el humor como un
arma letal al momento de desacreditar a instituciones y personas. La risa no
sólo abunda en la boca de los necios, sino también, y principalmente, en la de
los malvados. Cuando un cristiano se burla malamente de una persona hace reir
al diablo.
Mas, hay una verdadera
y sana alegría, a la que como creyentes estamos invitados a vivir:
En la Exhortación
Apóstolica Gaudete in Domino se señala que “Jesús
ha experimentado en su humanidad todas nuestras alegrías. El, palpablemente ha
conocido, apreciado, ensalzado toda gama de alegrías humanas, de alegrías
sencillas y cotidianas que están al alcance de todos” (número 23).
a).
Jesús es la causa de nuestra alegría: Porque sólo El pudo
enseñar con certeza y de manera definitiva que el bien solamente anhida cuando
se busca, encuentra y vive en Dios, y esto nos da una visión favorable aun en
medio de las adversidades mas feroces. Si la vida del creyente católico se
funda en la luz de Cristo, también su sentido del humor ha de estar impregnado
de valores trascendentes. El católico de verdad dista mucho de ser un amargado,
que sólo ve tinieblas. Aun mas, diremos que estamos por naturaleza a ser
optimistas, a tener esperanza, a ser confiados, y a ser partícipes de un fino
sentido del humor, del que ningún Santo ha estado al margen pues: “un santo triste, es un triste santo”. Es
una señal inconfundible de nuestra alegria católica no sólo el que puede
convivir con el sufrimiento sino en que además, le termina venciendo
definitivamente. ¡Mas puede una gota de miel que mil de hiel!
b).
Nuestra alegria es permanente: Mientras que las
alegrías mundanas suelen estar jalonadas por diversos momentos, requiriendo una
especial ambientación, la verdadera alegría del catolico es constante. Estamos
alegres porque somos felices, en cambio el progresismo requiere de chistes, de
burlas y hasta de alcohol y drogas en exceso y dependencia para tener una razón
por la cual por algo sonreir. ¡Esa alegría tiene piernas cortas! Es decir no
llega lejos. En cambio, como creyentes nos sabemos siempre amados por Dios,
protegidos por su Divina Providencia, en virtud que en el bautismo nos hizo sus
hijos, de una vez para siempre, puesto que, “
una vez bautizado, siempre bautizado”.
Por eso hermanos, la
antífiona del introito vívamente nos recuerda: ¡Gaudete in Domino semper,
iterum dico, gaudete! Amén.
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