SERMÓN DEL QUINTO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “A”.
No deja de sorprendernos
el Señor, al invitarnos en medio del tiempo estival, en el cual un número no
menor de creyentes hacen uso de sus merecidas vacaciones, a meditar sobre
nuestra condición de apóstoles. Así lo hemos venido haciendo a lo largo de
estas últimas semanas, tal como aconteció el domingo anterior cuando comenzamos a
conocer el primer discurso del Señor dado en lo alto de una montaña. Esa fue
una invitación a la santidad, a ser perfectos, sin falsas dilaciones, sin
recortes ni mutilaciones a las exigencias, y sin componendas con los criterios
que el secularismo no deja de ofrecer.
Para ello, Jesús
utiliza el ejemplo de la vida cotidiana. Dos elementos que en toda
circunstancia nos son útiles: la luz y la sal. Cuando niños todos tuvimos algún
pequeño accidente, y ante la ausencia de mayores medios para cauterizar una herida no faltaba quien solía proponer que
colocasen sal en nuestra sangrante herida, porque poseía características
cicatrizantes. En realidad, ignoro si a causa de virtudes especiales de la sal o del temor a que
repitieran el remedio, nuestras heridas sanaban prodigiosamente. De la misma
manera, un antiguo dicho inglés nos recuerda que “Allí donde entra sol no
entran los médicos”, quizás atribuyendo al sol características terapéuticas
especiales, de la cual, incluso el profeta Isaías, hace mención en la primera
lectura: “Entonces, brotará tu luz como
aurora y tu herida se curará rápidamente” (LVIII, 8).
Careciendo de las
posibilidades nuestras de ir al supermercado y adquirir una bolsa con sal, en
aquellos años, el salero del pueblo dejaba los trozos rocosos de sal en un
lugar visible, para que cada uno sacase según sus necesidades, más pasados los
días y semanas quedaban olvidados aquellos trozos que habiendo perdido el gusto
original no presentaban –ahora- utilidad alguna. Por eso dijo Jesús: “Si la sal se desvirtúa ¿Con qué se la
salará? Ya no sire sino para ser tirada afuera y ser pisada por los hombres” (San
Mateo V, 13).
Si esto lo aplicamos a
nuestro apostolado comprenderemos que el primer requerimiento es tener claro
que hay que ser santos. Es decir, previo a
hacer cosas, a buscar novedades, a hacer pastorales y organigramas, o
incluso al hecho de ir a misiones y dictar catecismos, aquello sería un mensaje
vacío, una aventura fantasiosa, si acaso no va precedida necesariamente de una
conversión interior, y de la búsqueda sincera por llevar una vida de acuerdo a
lo que Dios me pide en las Escrituras, y a lo que no deja de pedirme por medio de su Iglesia en su Magisterio
perenne. Nunca debemos olvidar que el alma del apostolado es –realmente- el
apostolado del alma, por lo que lo primero es cultivar una vida santa, virtuosa,
en la cual la dedicación por procurar ser cada día mejor hijo de Dios y de su
Iglesia, sea el imperativo en nuestras intenciones, palabras y acciones. Sólo
así, como dice la primera lectura “lo
oscuro será como el mediodía”.
Qué implica ser santos
en nuestro tiempo. Básicamente, dar a Dios el lugar de primacía en todo,
asumiendo que el camino del Evangelio es arduo y exigente, que requiere de
generosidad y entrega irrestricta, procurando alcanzar los ideales de virtud y
perfección a los cuales nuestro Señor y nuestra Iglesia no dejan de
exhortarnos.
A las bienaventuranzas
que conocimos el domingo pasado y que nos enseña San Mateo, podemos añadir
aquellas señales que nos da el profeta Isaías, y que la Iglesia nos enseña en
el Catecismo como las obras de misericordia
primero espirituales y luego corporales: “Dar pan al hambriento, acoger en nuestro hogar a quien carece de uno,
vestir al desnudo y permanecer cercanos de los desconocidos, si no apuntas con
el dedo, y si no hablas maldad”. Si uno cumple con esto, dice luego la
Escritura: “la gloria del Señor te
seguirá” (Isaías LVIII, 8), es decir, será una persona que avanza por la
vida santamente.
En primer lugar, en
general, cuando la Santa Biblia nos habla
de dar algo no se refiere estrictamente y de modo exclusivo a algo material,
sino que apunta a algo mayor cual es la capacidad de oblación que se tenga y
que incluye desprenderse de lo propio en beneficio del prójimo, sea este
conocido o desconocido. Así leímos en el Salmo CXII, 9: “Con largueza da a los pobres y su frente se levanta con honor”.
No cuesta dar desde el
bolsillo de los demás, especialmente cuando cedemos a la tentación centrar
nuestra generosidad en aquellas organizaciones que esquematizan la caridad
fraterna, haciéndola muchas veces impersonal y genérica. Ello está bien, y hace
muy bien, siempre y cuando no sustituya lo que cada uno debe dar de lo propio,
al modo como San Alberto Hurtado nos enseñó: “hasta que duela”. Nuestra caridad debe alejarse de ser una moda,
no debe caer en la facilidad de ser un entretenido pasatiempo, debe ser tan
sigilosa como silenciosa “no sabiendo la
mano izquierda de lo que hace la mano derecha”. Evitemos la publicidad de
nuestras caridades, pues el uso de poleras, pulseras, y casacas publicitarias
cautivan las miradas de este mundo pero no siempre la mirada de Dios.
En segundo lugar,
acoger implica recibir: No nos involucra en demasía crear instancias para que
otros reciban a quienes, en ocasiones deambulan por las “periferias existenciales”. Nuestros corazones y en consecuencia
nuestros hogares y comunidades deben estar siempre dispuestos a recibir a quien
Dios ha puesto en nuestro caminar. Más que un peregrino que eventualmente
encuentra acogida en nuestros hogares, somos nosotros los llamados a ser
peregrinos en busca de ese Cristo que
viene y nos dice como a Zaqueo: “Hoy
estaré en tu casa”. Hace un tiempo una fábrica de cerdos fue expulsada de
una ciudad nortina por insalubre, pues bien, en ocasiones, los enfermos de
Sida, los enfermos, los ex reclusos, los penales o centros de detención, los
centros de rehabilitación, suelen tener igual destino, quedando relegados a lugares
inhóspitos. ¿Cómo en un país con tres tercios de cristianos se pueden dar un
trato tan inhumano a quienes golpean nuestros hogares, barrios y ciudades?
En tercer lugar, “Si no apuntas con el dedo y no hablas con
maldad”: Esta tercera exigencia para la alcanzar la bienaventuranza
veterotestamentaria nos recuerda una exigencia casi permanente en la
predicación pública de Jesús. De hecho, nos dijo: “Así como midáis, seréis medidos”, “no juzguéis y no seréis juzgados”, en
tanto que en la plegaria maestra nos dice: “perdona nuestras ofensas como nosotros
perdonamos a quienes nos ofenden”. Todo lo cual hace mención a una realidad:
evitar emitir los juicios temerarios, porque
debemos tener presente que al fin de nuestros días de todo seremos
juzgados: de lo que hayamos hecho, de lo que hubiésemos omitido, de las
intenciones sumergidas en nuestra alma.
Quienes están a nuestro
alrededor solo pueden juzgar de lo que ven, Dios –además- nos evaluará de las
intenciones. Gráficamente nos dice la Santa Biblia este día: “¡No indicar con el dedo!”. No sólo por
ser esta acción una mala educación que nuestros padres procuraron desterrar,
sino porque olvidamos que cuando indicamos acusativamente a terceros con un
dedo, hay otros tres que nos indican a nosotros, los cuales señalan que muchas
veces, tras lo que se enrostra a otros, hay faltas que uno tiene ocultas. Por ello, es
mejor no juzgar, para que Dios sea más misericordioso con nosotros.
En
cuarto lugar, “vestir al desnudo”: Implica no solo ser
generosos con nuestras vestimentas. No olvidemos que antaño, no muchas décadas
atrás, era habitual que la ropa de los hermanos
mayores quedaba para los hermanos menores, cosa que para quienes éramos el último
de los nacidos de una familia no nos hacía mucha gracia pero era asumido como
lo que correspondía. Hoy, a causa del
individualismo -prácticamente- la ropa
no se hereda, no se valora en general usar la ropa que otros han usado,
más aun si el valor de éstas ha disminuido
ostensiblemente. “Vestir al desnudo” implica,
además, una acto virtuoso que se llama
pudor, el cual consiste en procurar vestir decorosamente en toda circunstancia,
pues tratándose de una virtud, ésta
tiene vigencia en todo ámbito de nuestra vida, de tal manera que el exhibicionismo
constituye un pecado porque invita a la tentación. El pudor implica reservar
para un ámbito privado y conyugal aquellas realidades que Dios hizo con una
finalidad determinada. Por esto, desde la más tierna infancia las niñas y adolescentes
deben ser educadas en el pudor al momento de vestir. Quien hoy ve como gracioso
que una niñita parezca vestida como una joven no ha lamentarse que en el
futuro, cuando realmente sea joven tenga una alma envejecida de tanto desenfreno.
¡Cómo te ven te tratan!
Ser “sal de la tierra” implica que asumamos
el desafío de dar verdadero sabor a la vida que Dios nos ha regalado, de la
cual no somos dueños absolutos sino meros administradores que daremos cuenta de
lo todo lo que hubiésemos hecho. Recordemos, para ser buenos se requiere de una
vida de permanente búsqueda de la virtud, en tanto que para perder la virtud
basta un solo acto de maldad o negligencia que eventualmente nos coloca en
grave riesgo de condenación eterna. Ser “sal
de la tierra” es tarea de todos los días.
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