MISA
EXEQUIAL DE DOÑA OLGA
MACHIAVELLO DE LÜRHS.
Hace algún tiempo, impusimos el óleo de los enfermos sobre doña Olga Machiavello de Lurhs. Estaba cercana a cumplir un siglo de vida, y aunque su salud era delicada, el Señor le permitió superar el centenario, cosa que para muchos nos parece una fecha tan lejana. Son años que en ocasiones nos cuesta vislumbrar en su real dimensión. Bástenos recordar que por esos días Edison hacía sus pruebas iniciales del cine sonoro en la cosmopolita ciudad de Nueva York. Nuestra Teresa de los Andes tenía solo cuatro años de edad, la beata Laura Vicuña Pino aún no nacía, y San Alberto Hurtado recién aprendía a caminar pues tenía dos años.
Esto último no es un
ejemplo sacado al azar, sino que nos coloca de inmediato en una realidad
fundamental en esta hora: Desde que nacemos estamos llamados a la Santidad, tal
como dice el Evangelio: “Esta es la
voluntad de mi Padre, que seáis perfectos”. Una santidad con mayúscula, que
no admita recortes ni mutilaciones para hacer una religiosidad a la medida de
cada uno sino que en todo momento tienda a la medida de Dios.
Pues, ¿Por qué hemos
venido a este lugar de oración? ¿Qué hace necesario que al momento de la
partida de nuestros seres queridos nos reunamos como creyentes? Indudablemente
es algo que está más allá de nuestra simple iniciativa, y aún más, del simple
parecer común de todos. ¡Es por iniciativa de Dios que estamos aquí! ¡Dios lo
quiere! ¡Dios nos ha invitado!
En efecto, si Dios nos
invita a ser santos nos concede a cada uno las gracias necesarias para, desde
el estado de cada uno, llevar una vida meritoria con la salvedad que su
bendición no es un acto de impulso que luego se desentiende de nosotros, sino
que su gracia se encuentra al inicio, durante y al término de cada acto
meritorio. Las bendiciones de Dios no son un simple acto sobrenatural que
produzca asombro, sino que apuntan a convertirnos para crecer y vivir en fe.
Cada gracia que Dios
nos concede más que tender a motivarnos apunta a conducirnos a una nueva manera
de vivir, produciendo un cambio que no sólo es cuantitativo sino estrictamente
cualitativo. Desde el día de nuestro bautismo Dios puso su huella digital en
cada uno, y cada día que pasa no responde a la lógica de una inercia inexorable
que pasa sino y un asumir que no nos pertenecemos sino a la voluntad de Dios.
¡Él explica de dónde, por dónde y hacia dónde nos encaminamos! Pues, al ser
Jesucristo más íntimo a nosotros que lo que nosotros mismos creemos conocernos,
sabe el origen de nuestra existencia, de tal manera que antes de nacer “ya nos conocía y consagró”. ¡Y sabernos
conocidos, nos da seguridad!
La identidad del bautizado
se juega en cada instante de nuestra vida, pues si un acto meritorio nos acerca
al cielo, una sola negligencia culposa nos puede privar de la bienaventuranza para
siempre. De ahí la importancia de cuidar nuestra alma, de procurar proteger en
todo momento nuestra salud espiritual, la cual no siempre cuidamos con tanto
esmero como lo hacemos con nuestro cuerpo.
Las medicinas externas
las compramos en una farmacia, las del alma no se venden ni se adquieren porque
nos las ofrece Cristo por medio de su Iglesia: en la celebración de los
sacramentos, la enseñanza segura y eficaz del Magisterio perenne de la Iglesia,
y la vivencia honda de la caridad fraterna. Podrá faltarnos una tableta para
sentirnos mejor pero nunca nos será negada, si así lo imploramos, la gracia necesaria
del infinito stock del cielo.
La infinita
misericordia de Dios nos permite estar seguros de poder contar con las gracias
indispensables para salvarnos, por ello cuando San Pablo recuerda que no somos
definitivos hijos de la tierra sino que estamos llamados a ser “ciudadanos del cielo”, apunta a abrir
nuestro corazón a la bondad de Dios cuyo
único límite es que no tiene límite.
Más, San Pablo sabía
muy bien cuáles son nuestras fortalezas y debilidades, porque lo experimento un
día camino a la ciudad de Damasco, cuando el Señor Jesús se le apareció y dijo:
“Saulo, Saulo, soy yo a quien tu
persigues”. ¿Qué aconteció ese día?
Algo fundamental, el
encuentro con el Señor sin dobleces ni dilaciones hizo que aquel que se
esmeraba en ser perseguidor de cristianos pasase a ser, desde esa jornada, un
fiel seguidor de Cristo. Y, hasta el último de sus días, aquel apóstol Pablo
experimentó una realidad que describió claramente: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”.
Pero, no nos engañemos.
La búsqueda por alcanzar la santidad le hizo percibir aquella debilidad que no
dudó en colocar en las manos del Señor, expresando: “El bien que quiero hacer no hago, y el mal que quiero evitar ese si
hago”. De algún modo, es parte de la
vida de cada bautizado. La búsqueda de la perfección no se hace sin vencimiento
personal, y no existe ningún atajo que
nos conduzca de manera segura hacia Dios, que deje al margen la senda de la
cruz. Por el contrario, en la medida que nos configuramos con la persona de
Jesucristo, también en el calvario, podemos tener la seguridad de avanzar según
el querer de Dios.
¡Quien niega la cruz
niega al crucificado! De ahí, que los padecimientos que podemos eventualmente
sufrir en este mundo, y en este tiempo de búsqueda y sed de trascendencia,
asumidos y unidos a los de nuestro Señor, se transforman en la más fidedigna
señalética para alcanzar la Bienaventuranza, no sólo plena en el Cielo estando con Dios, sino de manera misteriosa,
ya en este mundo, ofreciéndola por nuestra salvación y la del mundo entero.
Por esto, sabiamente nos enseñaba la gran Madre Teresa de Calcuta: “Cuando un hombre sufre no es alguien a quien Dios olvidó sino alguien en quien Dios habló”. Más, es importante recordar que este modo de hablar que Dios tiene sólo puede ser descifrado y escuchado a la luz de la fe, puesto que, para el mundo secularizado, la cruz o es necedad o es locura.
Por esto, sabiamente nos enseñaba la gran Madre Teresa de Calcuta: “Cuando un hombre sufre no es alguien a quien Dios olvidó sino alguien en quien Dios habló”. Más, es importante recordar que este modo de hablar que Dios tiene sólo puede ser descifrado y escuchado a la luz de la fe, puesto que, para el mundo secularizado, la cruz o es necedad o es locura.
Por este camino, los
seres queridos de nuestra hermana avanzaron durante el tiempo de la enfermedad,
de manera especial, su hijo único a quien habitualmente le veíamos transitar
por nuestras calles para ir a visitarla.
Con aquella piedad que
nace del amor reverencial hacia nuestros padres, y que Dios agregó una promesa:
“Honrarás a tu padre y a tu madre, y
vivirás largos años”, respondió al amor maternal, con la delicadeza,
atención y generosidad, todo lo cual resultaría un verdadero bálsamo para el
alma de nuestra hermana en medio de sus dolencias. No nos cansaremos de repetir
ante la creciente realidad del aumento de la tasa de sobrevida que “amor con amor se paga”.
A esta hora, bien
podemos preguntarnos con cuánta ternura mirará nuestra Madre Santísima los desvelos
de los hijos hacia sus padres, si acaso en cada uno de esos gestos, de esas
palabras, de esas visitas, de eso silencios, de esas plegarias, de esos
sacrificios, una vez más, desde el cielo,
contempla como revividos los múltiples actos de cariño filial que
pródigamente le entregó un día su Hijo y Dios, unos días en Belén, treinta años
en Nazaret y finalmente tres horas en Jerusalén.
En Oriente, en tiempos
de Jesús, era reconocida la valoración a los ancianos, de hecho el vocablo
hebreo “zinequim” designaba a la vez
a la persona de edad avanzada como a quienes en virtud de su prudencia,
experiencia y sabiduría ocupaban un cargo de responsabilidad en la sociedad.
Por cierto, ayer como hoy las Sagradas Escrituras ven reflejado en la ancianidad el espíritu de Dios y el
Dios del espíritu.
De modo especial, la
transmisión de la fe nos llega por la vivencia en el tiempo de quienes la han
tenido: Así, como un fuego enciende
otros fuegos, un creyente ha de hacerlo con quienes están también llamados a
creer un día. Y, quién podría negar el hecho que es en la ancianidad donde se
cumple lo proclamado por San Gregorio Magno: “La verdadera vejez es la sabiduría”. En efecto, debemos valorar la
tercera y cuarta edad como una fuente de gracia y virtud en la cual Dios habla
hoy al mundo, por lo cual lejos de marginar aquellas voces hemos -más bien- de
darles una creciente y debida atención, tanto a nivel personal, familiar y
social.
Con su sabiduría llena
de fe, San Juan Pablo II, quizás recordando su propia experiencia de fe, de la
mano de su madre Emilia Kaczorowska de Wojtyla, al momento de hablar de
nuestros mayores dijo: “¡Cuántos niños
han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos!” (Familiaris
Consortio, n. 27). Que el alma de nuestra hermana Olga
descanse en paz. Amen.
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