viernes, 21 de noviembre de 2014

¡Sólo Dios es Adorable!

 TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO  /  TIEMPO ORDINARIO  / CICLO A.

1.      "¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor." (San Mateo XXV, 14-30).

Durante estos últimos meses hemos visto numerosos artículos sobre las  consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Diversas ceremonias han homenajeado  a quienes murieron hace cien años. Muchas veces tendemos a pensar que las personas sólo mueren masivamente a causa de la violencia de una guerra. Más debemos saber que el suicidio  causa más muertes al año de las que suman en conjunto las guerras y los homicidios juntos.
Un crimen ocupa primera plana, un suicidio –generalmente- se oculta.  La Organización Mundial de la Salud estima que para el año 2020 las personas que deciden poner fin a su vida serán anualmente  un millón y medio de personas. Actualmente cada 40 segundos una persona se quita la vida en el mundo: terminada esta  Santa Misa habrá noventa personas que lo han hecho, y por las que deberíamos elevar una plegaria.
Ahora bien, enfermedades como la depresión, déficit atencional, trastornos de la personalidad, síndrome de desgaste ocupacional, son el mayor problema de salud de nuestro tiempo constituyendo una verdadera pandemia. Los países que más tienen este drama son los menos cristianos y no religiosos: Groendandia, Finlandia, y China entre otros.
Los que menos tienen son los países monoteístas: Egipto, Siria, Perú. Más allá de explicaciones naturalistas que suelen incluir desde aspectos climáticos y alimenticios, hasta diversas consideraciones afectivas o hereditarias, hay un sustrato basilar en todo ello que nos lleva a tener presente el modo cómo se enfrenta la vida, cómo se educa el alma, cómo se crece en las virtudes y cómo se progresa en perfección o santidad.
En efecto, las palabras del Señor  son claras: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” ¿Puede el hombre perder su alma? Y, de algún modo ¿morir viviendo?
Recientemente un reconocido filósofo (Byung-Chul Han) se ha referido a nuestra cultura como una “Sociedad del cansancio”. Esto, porque existe una suerte de agotamiento abúlico que le impide cualquier reacción en el plano del crecimiento, de la búsqueda del bien, de un cambio para mejorar la sociedad. El alma del hombre actual está como anestesiada, sin poder reaccionar con presteza y certeza, por ello,  es un ser desconfiado, dubitativo y temeroso.

Como aconteció aquel día en la familia doliente de Jairo, cuando el Señor Jesús dijo a todos: “¡La niña no está muerta sino dormida!” (San Mateo IX, 24), hoy nos encontramos ante una religiosidad adormecida, la cual ha sido favorecida por una espiritualidad que no ha colocado la primacía del amor de Dios en el centro de sus acciones y pensamientos sino que ha privilegiado los anhelos y deseos humanos. ¡El hombre, una vez más, ha preferido ser servil a sus proyectos propios, mostrándose  renuente a servir a su Dios!
En vez que el hombre mire a Dios, Dios debe mirarle, por lo que el camino de muchos bautizados no pasa por buscar el amor de Dios sino por encontrarse a sí mismo, de tal manera que no es ya la gracia la verdadera fuerza transformadora del hombre y de la sociedad sino las propias capacidades que cada persona imagina tener de manera inagotable.
Y, aquello que no es gracia, es desgracia…para el hombre y el mundo porque lo que nada tiene de bueno siempre será malo. Una y otra vez debemos recordar: Sólo Dios es adorable; sólo Dios es amable, porque es Dios. Como imploraba aquel recordado misionero de las agrestes tierras de Aysén, el Padre Antonio Ronchi, quien en sus particulares correrías apostólicas y novedosos emprendimientos misioneros, desprovisto de mayores seguridades y respetos humanos, en todo momento supo dar a Dios lo primero en sus intenciones y lo mejor de su tiempo señalando: “¡Busquemos la primacía del amor de Dios!”.
Actualmente el hombre es lo que produce, centrando su existencia en el alcance de sus humanas posibilidades que –fantasiosamente- le hacer creer que son ilimitadas. “Se puede”, es el slogan de campañas publicitarias, presidenciales, y deportivas. El mundo actual más que buscar la bondad y deber del hombre está centrado estrictamente en su rendimiento.
A muchos no les interesa que la persona cumpla su deber, que sea virtuoso y santo, sino que, ante todo, sobre todo y en todo,  sea rentable. Los reclinatorios usados antaño para orar han cedido su lugar  a las máquinas de los gimnasios; las consultas y locutorios se han transformado en escritorios unipersonales; las vocaciones sagradas de servicio y gratuidad se han dejado abducir por la rentabilidad que entraña una profesión.  Por esto, el citado pensador de Friburgo dice. “Si la sociedad disciplinada generaba locos y criminales, la del rendimiento –donde no hay ninguna regulación, ningún no, ninguna negatividad- produce depresivos y fracasados, es decir, aquellos sujetos que ya no pueden más. El exceso del aumento del rendimiento provoca el infarto del alma”.
Nuevamente, surge la pregunta: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”(San Mateo XVI, 26).  En el fondo de muchas incomprensiones personales, de no pocas neurosis y problemas existenciales está la búsqueda frenética que tenemos por alcanzar, mantener y acrecentar,  un determinado estándar de vida, que puede ser legítimo si acaso no se hipoteca no sólo la felicidad de cada uno,  sino la santidad personal y familiar en muchas ocasiones.
2.      En ella confía el corazón de su marido, y no será sin provecho” (Proverbios XXXI, 10-13).
Usando la imagen de Prometeo dice: “Es usted; nadie nos somete, nos sometemos a nosotros mismo en busca del éxito. Un dominio mucho más efectivo pues lo acompaña el sentimiento de libertad. Se produce la paranoia de que la libertad y coacción –amo y esclavo- coinciden. Nos abandonamos a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. Todo es proyecto, iniciativa, motivación, el verbo no es deber sino poder, ser capaz….”yes we can” (si se puede)”.
El centro del proverbio que hemos escuchado habla de confiar, de tener fe. No lo dudemos: las crisis del mundo de hoy son consecuencia de la falta de fe en Dios. Este hombre, que se presenta: moderno, capaz, poderoso, y progresista, curiosamente padece de un temor generalizado, donde si antaño se decía al despedirse: “vaya con Dios”, “Adiós”, “que te vaya bien”, se ha sustituido por un simple: “cuídate”. Como si lo más importante fuese tener precaución de algo, de lo que debe uno protegerse, de algo malo que puede arreciar con fuerza incontenible en nuestras vidas.
¿De dónde surge este temor? Por cierto no es de ningún hecho histórico actual, porque ya en el evangelio la primera invitación del Señor a sus discípulos fue a no tener temor, lo cual iba de la mano con la entrega del don de la fe cuyo objeto era su presencia misma. ¡Cómo temer si estaban junto a Él! Ninguna razón podía ser más poderosa para no llenarse de miedo que saberse entregados en las manos de Quien no sólo era el autor de la vida sino la misma Vida.
Cuando el Arcángel Gabriel se presentó ante la Santísima Virgen, antes de cualquier diálogo, la invitó a no temer porque el Señor la había elegido como su Madre. En efecto, la primera creyente cuyas certezas nacerían y convergerían en la persona de su hijo y Dios hecho hombre, le hizo enfrentar cada una de las etapas de su vida, por arduas y felices que fuesen desde aquella inquebrantable confianza que había depositado incondicionalmente en las promesas de Dios, por lo que concibió a Cristo primero en su corazón que en su cuerpo, ya que desde temprana edad toda su vida fue consagrada a los designios establecidos por Dios,  que la constituyó como la “llena de gracia”( San Lucas I,28),  cuya grandeza sería reconocida “de generación en generación”.




3.       “Sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas” (1 Tesalonicenses V, 1-6).
Ahora bien, la falta de temor no debe llevarnos a la temeridad  que anida en la soberbia ni a la audacia que conduce al orgullo. Nuestra seguridad se funda en Cristo, por ello sabemos en Quien hemos creído y depositado todas nuestras seguridades humanas. Según esto, no actuamos como aventureros ante un mundo incierto, ni a tientas por donde el Señor permite nuestro caminar, sino que lo hacemos a paso firme,  sabiendo que como “hijos del día” estamos guiados por la luz de una verdad de la cual nuestra Iglesia no participa en forma parcelada sino que es depositaria de la plenitud de la revelación que es Cristo Jesús.
Así, la devoción a la Santa Eucaristía da fuerza a los corazones vacilantes y temerosos, que saben que,  al momento de la consagración,  como luego en el sagrario,  pueden cantar con gozo y virtudes que “Dios está aquí”. Para ser “hijos de la luz” se requiere de ir madurando en nuestra devoción a la Santísima Eucaristía, en la que Cristo se ha querido hacerse totalmente en cada partícula para que tengamos vida abundante y verdadera. Entonces, no podemos ser buenos discípulos del Señor si acaso no colocamos la primacía del amor en Cristo hecho “Pan de los Ángeles” (Salmo LXXVII, 25).
De modo semejante, la caridad del creyente se expande necesariamente al saberse amado por Dios, el cual no rehuyó camino alguno para ofrecernos su perdón hecho misericordia. La cercanía hacia quien más lo necesita no debe tener un origen sociológico sino estrictamente emanado de las Sagradas Escrituras. El interés por los mas necesitados siendo una prioridad para nuestras comunidades creyentes debe estar abierto para acoger aquellas realidades que eventualmente puedan presentarse de manera sorpresiva, para lo cual se requiere de un grado no menor de acogida y disponibilidad. ¿Cuál es la clave para ello? Saber que se forma parte de la única familia de Dios que conduce a la salvación. Con mayor fuerza con que defendemos nuestra familia debemos hacerlo con respecto de la familia de los hijos de la luz que nos habla el Evangelio.
Finalmente, el hecho de estar con Jesús e imitar su vida, implica reconocer las virtudes de la Santísima Virgen María, pues si el mismo Cristo quiso ser reconocido como el “hijo de María”, ¿Quién somos nosotros para desconocer lo que el Unigénito de Dios hizo y dijo a su propia madre. Entonces, realmente el cariño, respeto y obediencia de Jesús se prolonga a través de la devoción a la Virgen Madre, la cual, nunca ha de ser tenida como accesoria sino, más buenamente,  como indispensable camino para llegar al Corazón de su Hijo y Dios. ¡Omnes cum Petro ad Iesum  per Mariam! Amén







  
                       Padre Antonio Ronchi Berra  ¡En todo, buscad la primacía del Amor de Dios!



No hay comentarios:

Publicar un comentario