TRIGÉSIMO TERCER DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO A.
1.
"¡Bien,
siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré;
entra en el gozo de tu Señor."
(San Mateo XXV, 14-30).
Durante
estos últimos meses hemos visto numerosos artículos sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial.
Diversas ceremonias han homenajeado a
quienes murieron hace cien años. Muchas veces tendemos a pensar que las
personas sólo mueren masivamente a causa de la violencia de una guerra. Más
debemos saber que el suicidio causa más
muertes al año de las que suman en conjunto las guerras y los homicidios
juntos.
Un
crimen ocupa primera plana, un suicidio –generalmente- se oculta. La Organización Mundial de la Salud estima
que para el año 2020 las personas que deciden poner fin a su vida serán anualmente
un millón y medio de personas.
Actualmente cada 40 segundos una persona se quita la vida en el mundo: terminada
esta Santa Misa habrá noventa personas
que lo han hecho, y por las que deberíamos elevar una plegaria.
Ahora
bien, enfermedades como la depresión, déficit atencional, trastornos de la
personalidad, síndrome de desgaste ocupacional, son el mayor problema de salud
de nuestro tiempo constituyendo una verdadera pandemia. Los países que más
tienen este drama son los menos cristianos y no religiosos: Groendandia,
Finlandia, y China entre otros.
Los
que menos tienen son los países monoteístas: Egipto, Siria, Perú. Más allá de
explicaciones naturalistas que suelen incluir desde aspectos climáticos y
alimenticios, hasta diversas consideraciones afectivas o hereditarias, hay un
sustrato basilar en todo ello que nos lleva a tener presente el modo cómo se
enfrenta la vida, cómo se educa el alma, cómo se crece en las virtudes y cómo
se progresa en perfección o santidad.
En
efecto, las palabras del Señor son
claras: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”
¿Puede el hombre perder su alma? Y, de algún modo ¿morir viviendo?
Recientemente
un reconocido filósofo (Byung-Chul Han) se ha referido a nuestra cultura como
una “Sociedad del cansancio”. Esto, porque existe una suerte de agotamiento
abúlico que le impide cualquier reacción en el plano del crecimiento, de la búsqueda
del bien, de un cambio para mejorar la sociedad. El alma del hombre actual está
como anestesiada, sin poder reaccionar con presteza y certeza, por ello, es un ser desconfiado, dubitativo y temeroso.
Como
aconteció aquel día en la familia doliente de Jairo, cuando el Señor Jesús dijo
a todos: “¡La niña no está muerta sino
dormida!” (San Mateo IX, 24),
hoy nos encontramos ante una religiosidad adormecida, la cual ha sido favorecida
por una espiritualidad que no ha colocado la primacía del amor de Dios en el
centro de sus acciones y pensamientos sino que ha privilegiado los anhelos y
deseos humanos. ¡El hombre, una vez más, ha preferido ser servil a sus
proyectos propios, mostrándose renuente
a servir a su Dios!
En
vez que el hombre mire a Dios, Dios debe mirarle, por lo que el camino de
muchos bautizados no pasa por buscar el amor de Dios sino por encontrarse a sí
mismo, de tal manera que no es ya la gracia la verdadera fuerza transformadora
del hombre y de la sociedad sino las propias capacidades que cada persona
imagina tener de manera inagotable.
Y,
aquello que no es gracia, es desgracia…para el hombre y el mundo porque lo que
nada tiene de bueno siempre será malo. Una y otra vez debemos recordar: Sólo
Dios es adorable; sólo Dios es amable, porque es Dios. Como imploraba aquel
recordado misionero de las agrestes tierras de Aysén, el Padre Antonio Ronchi,
quien en sus particulares correrías apostólicas y novedosos emprendimientos
misioneros, desprovisto de mayores seguridades y respetos humanos, en todo
momento supo dar a Dios lo primero en sus intenciones y lo mejor de su tiempo
señalando: “¡Busquemos la primacía del
amor de Dios!”.
Actualmente
el hombre es lo que produce, centrando su existencia en el alcance de sus
humanas posibilidades que –fantasiosamente- le hacer creer que son ilimitadas. “Se
puede”, es el slogan de campañas publicitarias, presidenciales, y deportivas.
El mundo actual más que buscar la bondad y deber del hombre está centrado
estrictamente en su rendimiento.
A
muchos no les interesa que la persona cumpla su deber, que sea virtuoso y
santo, sino que, ante todo, sobre todo y en todo, sea rentable. Los reclinatorios usados antaño
para orar han cedido su lugar a las
máquinas de los gimnasios; las consultas y locutorios se han transformado en
escritorios unipersonales; las vocaciones sagradas de servicio y gratuidad se
han dejado abducir por la rentabilidad que entraña una profesión. Por esto, el citado pensador de Friburgo dice.
“Si la sociedad disciplinada generaba
locos y criminales, la del rendimiento –donde no hay ninguna regulación, ningún
no, ninguna negatividad- produce depresivos y fracasados, es decir, aquellos
sujetos que ya no pueden más. El exceso del aumento del rendimiento provoca el
infarto del alma”.
Nuevamente,
surge la pregunta: “¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”(San
Mateo XVI, 26). En
el fondo de muchas incomprensiones personales, de no pocas neurosis y problemas
existenciales está la búsqueda frenética que tenemos por alcanzar, mantener y
acrecentar, un determinado estándar de
vida, que puede ser legítimo si acaso no se hipoteca no sólo la felicidad de
cada uno, sino la santidad personal y
familiar en muchas ocasiones.
2. “En ella confía el
corazón de su marido, y no será sin provecho”
(Proverbios
XXXI, 10-13).
Usando la imagen de
Prometeo dice: “Es usted; nadie nos somete,
nos sometemos a nosotros mismo en busca del éxito. Un dominio mucho más
efectivo pues lo acompaña el sentimiento de libertad. Se produce la paranoia de
que la libertad y coacción –amo y esclavo- coinciden. Nos abandonamos a la
libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. Todo es
proyecto, iniciativa, motivación, el verbo no es deber sino poder, ser
capaz….”yes we can” (si se puede)”.
El centro del proverbio
que hemos escuchado habla de confiar, de tener fe. No lo dudemos: las crisis
del mundo de hoy son consecuencia de la falta de fe en Dios. Este hombre, que
se presenta: moderno, capaz, poderoso, y progresista, curiosamente padece de un
temor generalizado, donde si antaño se decía al despedirse: “vaya con Dios”, “Adiós”, “que te vaya bien”,
se ha sustituido por un simple: “cuídate”.
Como si lo más importante fuese tener precaución de algo, de lo que debe
uno protegerse, de algo malo que puede arreciar con fuerza incontenible en
nuestras vidas.
¿De dónde surge este
temor? Por cierto no es de ningún hecho histórico actual, porque ya en el
evangelio la primera invitación del Señor a sus discípulos fue a no tener
temor, lo cual iba de la mano con la entrega del don de la fe cuyo objeto era
su presencia misma. ¡Cómo temer si estaban junto a Él! Ninguna razón podía ser
más poderosa para no llenarse de miedo que saberse entregados en las manos de
Quien no sólo era el autor de la vida sino la misma Vida.
Cuando el Arcángel
Gabriel se presentó ante la Santísima Virgen, antes de cualquier diálogo, la
invitó a no temer porque el Señor la había elegido como su Madre. En efecto, la
primera creyente cuyas certezas nacerían y convergerían en la persona de su
hijo y Dios hecho hombre, le hizo enfrentar cada una de las etapas de su vida,
por arduas y felices que fuesen desde aquella inquebrantable confianza que
había depositado incondicionalmente en las promesas de Dios, por lo que
concibió a Cristo primero en su corazón que en su cuerpo, ya que desde temprana
edad toda su vida fue consagrada a los designios establecidos por Dios, que la constituyó como la “llena de gracia”( San Lucas I,28), cuya grandeza sería reconocida
“de generación en generación”.
3.
“Sois hijos de la luz e hijos del día.
Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas”
(1 Tesalonicenses V, 1-6).
Ahora bien, la falta de
temor no debe llevarnos a la temeridad que anida en la soberbia ni a la audacia que
conduce al orgullo. Nuestra seguridad se funda en Cristo, por ello sabemos en
Quien hemos creído y depositado todas nuestras seguridades humanas. Según esto,
no actuamos como aventureros ante un mundo incierto, ni a tientas por donde el
Señor permite nuestro caminar, sino que lo hacemos a paso firme, sabiendo que como “hijos del día” estamos guiados por la luz de una verdad de la cual
nuestra Iglesia no participa en forma parcelada sino que es depositaria de la
plenitud de la revelación que es Cristo Jesús.
Así, la devoción a la
Santa Eucaristía da fuerza a los corazones vacilantes y temerosos, que saben
que, al momento de la consagración, como luego en el sagrario, pueden cantar con gozo y virtudes que “Dios está aquí”. Para ser “hijos de la luz” se requiere de ir
madurando en nuestra devoción a la Santísima Eucaristía, en la que Cristo se ha
querido hacerse totalmente en cada partícula para que tengamos vida abundante y
verdadera. Entonces, no podemos ser buenos discípulos del Señor si acaso no
colocamos la primacía del amor en Cristo hecho “Pan de los Ángeles” (Salmo LXXVII, 25).
De modo semejante, la
caridad del creyente se expande necesariamente al saberse amado por Dios, el
cual no rehuyó camino alguno para ofrecernos su perdón hecho misericordia. La
cercanía hacia quien más lo necesita no debe tener un origen sociológico sino
estrictamente emanado de las Sagradas Escrituras. El interés por los mas
necesitados siendo una prioridad para nuestras comunidades creyentes debe estar
abierto para acoger aquellas realidades que eventualmente puedan presentarse de
manera sorpresiva, para lo cual se requiere de un grado no menor de acogida y
disponibilidad. ¿Cuál es la clave para ello? Saber que se forma parte de la
única familia de Dios que conduce a la salvación. Con mayor fuerza con que
defendemos nuestra familia debemos hacerlo con respecto de la familia de los
hijos de la luz que nos habla el Evangelio.
Finalmente, el hecho de
estar con Jesús e imitar su vida, implica reconocer las virtudes de la
Santísima Virgen María, pues si el mismo Cristo quiso ser reconocido como el “hijo de María”, ¿Quién somos nosotros para
desconocer lo que el Unigénito de Dios hizo y dijo a su propia madre. Entonces,
realmente el cariño, respeto y obediencia de Jesús se prolonga a través de la
devoción a la Virgen Madre, la cual, nunca ha de ser tenida como accesoria sino,
más buenamente, como indispensable
camino para llegar al Corazón de su Hijo y Dios. ¡Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam! Amén
Padre Antonio Ronchi
Berra ¡En todo, buscad la primacía del
Amor de Dios!
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