domingo, 21 de diciembre de 2014

Un amor que vivifica y rejuvenece a los esposos


 HOMILÍA MATRIMONIAL   /   PARROQUIA DE PIRQUE 2014.
1.        «Con gozo me gozaré en Yahveh, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto como el esposo se pone una diadema, como la novia se adorna con aderezos”. (Isaías LXI, 1-2, 10-11)
Hay varias realidades que se dan en cada celebración de matrimonio. La Solemnidad que encierra cada acto litúrgico que resalta especialmente en la noble sencillez de una boda; el reencuentro de personas que desde hace un tiempo no se ven, y que por los vínculos de familiaridad, amistad y trabajo se ven fortalecidos; el deseo de pasarlo bien, tan característico de nuestro tiempo.; la gratitud, tanto de quienes hacen la invitación a participar como la de quienes asisten con los mejores propósitos. En fin, la lista de  “motivaciones” parecería ser interminable, mas no olvidamos que hemos sido convocados principalmente por Dios mismo que ha hecho de la vida de estos novios una ocasión para fortalecer nuestra fe.
En efecto, los signos tradicionalmente usados en el matrimonio hablan elocuentemente de una deseo de búsqueda, de encuentro y de estar con Dios, quien al momento de crear el alma de quienes dirán hoy ¡Si acepto! los hizo necesariamente complementarios el uno al otro, de tal manera que los fines del matrimonio de ser uno para el otro pasa por la indisoluble unidad y la manifestación del amor por la honesta procreación de los hijos, que siempre son un regalo de Dios y una señal que fortalece y rejuvenece el amor de los esposos.
Dios es el protagonista principal de esta celebración, en la cual todo nos habla de su presencia. El altar representa la cruz donde Cristo se entregó por nosotros de una vez para siempre; en el sagrario se guarda el tesoro de toda la Iglesia cual es el Cuerpo de Cristo que permanece expectante pare caminar por nuestra vida y para fortalecer a quienes están enfermos, el confesionario nos habla de un Dios que es justo y misericordioso, que nos da siempre una nueva oportunidad si acaso sinceramente confesamos nuestros pecados; las bancas donde nos sentamos, nos invitan estar atentos como parte de una comunidad que cree y espera la bendición que viene de lo alto.
No estamos en cualquier lugar, sino que hemos venido a la Casa de Dios que es el hogar propio de nuestra alma, donde el creyente naturalmente está a gusto, porque aquí Dios está: ¡Deus ibi est! Más aún, si consideramos que este templo fue erigido bajo el patronazgo del Santísimo Sacramento, es decir al alero de don inestimable que Cristo nos ha entrega diariamente diciéndonos: “Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados: Yo os aliviaré” (San Mateo XI, 28)“El que come de este pan vive en mí y Yo en él”. (San Juan VI, 51).
La presencia de Jesucristo en la Santa Misa y en el templo es real y substancial, es decir, podemos  decir,  al salir de este hermoso templo,  que estuvimos con Jesús, tal  como lo dijeron los Apóstoles: “Hemos visto al Señor”. ¡Cuánta emoción habrán tenido quienes en Judá y la Palestina estuvieron en los milagros que realizó el Señor! Para algunos fue tan incidente en sus vidas que –posteriormente- prefirieron el camino del martirio antes que renegar de lo que vieron y escucharon sobre Cristo; para otros,  el solo nombre del Señor les llevó a cambiar su vida de perseguidor a seguidor fidelísimo de Cristo y su Iglesia.
¿Y nosotros qué? Ahora, Jesús no viene sólo por un tiempo, sino que ha llegado para quedarse en medio nuestro, a pesar de lo cual,  no acabamos de reconocerlo; se coloca a caminar junto a nosotros y en ocasiones lo tratamos como un extraño; nos entrega sus enseñanzas y en el mejor de los casos las subvaloramos como simples expresiones de buena crianza. ¿Qué hace que no cambiemos? ¿Qué nos impide abandonar el camino aletargado de la tibieza espiritual? No otra cosa que poseer una fe debilitada, pues,  si realmente aceptásemos a Cristo en nuestra vida, y si realmente escuchásemos sus enseñanzas transmitidas por nuestra Madre la Iglesia, el mundo se haría pequeño para poder encerrar nuestro amor a Dios y el respeto por cada realidad salida de sus manos.
2.        “¡Su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen” (San  Lucas I,46-50).
A lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de experimentar y conocer la bondad de Dios que se suele manifestar de diversas maneras. Es que el amor es siempre comunicativo y creativo por lo que encuentra siempre el modo para sorprender por su gratuidad y bondad. Uno de ellos es el testimonio de la familia: A la novia la hemos visto crecer al alero de nuestros altares con su canto, en compañía de sus padres y hermano. Ese coro familiar solemnizó  muchas veces las celebraciones en los tiempos litúrgicos de adviento, natividad, cuaresma y pascua de resurrección. Esto resulta aleccionador si consideramos que en un conjunto musical cada instrumento y cada voz ocupan un rol definido, lo cual nos permite no solo escuchar un sonido sino valorar su armonía. Igual acontece con la familia.
 Cuando Dios formó al hombre no sólo lo hizo complementario a la mujer, sino que lo integró a una familia, de la cual cada uno ha venido a este mundo. Ninguna persona nace sin la intervención de un hombre y una mujer, por lo que,  necesariamente, al momento de constituir una nueva familia  sólo se puede hablar de matrimonio cuando se tiene  a ambos en su origen. La originalidad del amor de Dios es tan sublime que les permite a ambos, a partir de este día, ser sus más fidedignos intérpretes para los hijos que en el futuro Dios les quiera conceder y ustedes generosamente acoger, como un regalo del Cielo.
Ciertamente, ambos se saben partícipes de los muchos dones y talentos que a lo largo de los años han recibido, lo cual debe ser motivo de filial gratitud,  pues,  de modo misterioso,  éstos inequívocamente han pasado por el corazón, la inteligencia, la voluntad, el sacrificio y la vida de vuestros padres que hoy, con fe, regocijo y santo orgullo les acompañan.
3.      “Que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo” (1Tesalonicenses V, 16-24).
Las lecturas de este día están tomadas de la Misa del Domingo de Gaudete un Domino, que corresponde a la tercera semana de Adviento. Es como un anticipo de la alegría que recibe el mundo con el nacimiento de Jesús en Belén, tal como lo vivió San Juan Bautista en el vientre de su madre Isabel, ante la visita de la Virgen María en quien ya palpitaba el Corazón de su hijo y Dios.
Dice el Evangelio que aquel día “saltó de alegría” ante la presencia de Jesús. Es decir, por una particular gracia del Cielo, el gesto corporal respondió a una certeza de saber que Dios estaba ante él, todo lo cual nos recuerda que nuestra naturaleza no es angelical ni animal, toda vez que ni participamos de la visión beatifica ni el instinto tiene la última palabra en nuestro obrar.
Es cierto, que el salmo VIII dice que fuimos creados “poco inferior a los ángeles” y “constituidos casi como dioses”, en tanto que el Evangelio nos invita a una vida que no reniega de nuestra condición de hijos de Dios, todo lo cual hace ver, la vida conyugal y matrimonial cono el seguimiento de una vocación que Dios ha dado en orden a procurar ser santos en todo: en el alma y en el cuerpo, según nos enseña la segunda lectura:: “Que todo vuestro ser, el espíritu, el alma, y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de nuestro Señor”. Si, el matrimonio es una camino de santidad; y ésta hace que la  vida sea posible,  porque sólo tiene sentido cuando Dios ocupa el centro de nuestras determinaciones, de nuestras acciones,  y de todos nuestros anhelos.
En nuestra Iglesia Católica, la sagrada liturgia siempre encierra una enseñanza. Y, el hecho que los novios hayan ingresado separadamente al altar y,  -posteriormente-  egresen de este lugar santo tomados de la mano, como esposos, habla de la invitación que les hace Jesús: “ya no son dos sino uno solo” (San Mateo XIX, 6-8).
Entonces, la clave de vuestra felicidad está en permanecer unidos, sabiendo que en todo han de actuar desde esa unidad indivisa que es dada por la gracia del sacramento que hoy reciben al responder: “¡Si, acepto!: serte fiel, en lo favorable y el adverso, con salud o enfermedad para toda la vida”.  Mas, a tales gracias, tales responsabilidades, por lo que se requiere de no improvisar la vida de esposos como pensando que las virtudes se obtienen al azar. La vida matrimonial requiere del esfuerzo, dedicación y oración de ambos: el tren del hogar no puede ir por líneas diferentes. Se requiere de “mirar ambos hacia el mismo lugar”, de tener “un mismo sentir y un mismo pensar”, de manera especial en orden a la educación de los hijos y en todas aquellas decisiones donde se involucre la familia, recordando las palabras de San Agustín: “In necesariis unitas, in dubiis libertas, in ómnibus caritas” (En lo esencial, unidad, en lo dudoso, libertad, en todo, caridad).

La sabiduría de los mayores no sólo debe ser objeto de respeto sino también de una sana observancia. Más aún,  si ésta proviene de la Iglesia en la voz del Romano Pontífice. Hace un tiempo (4 de Octubre de 2013), en la medieval localidad de Asís entregaba  tres breves consejos a los esposos los cuales  nos permitimos compartir con cada uno de vosotros.
a). “Si los matrimonios aprenden a decir perdona, ésta es la paz. Retomar la vida, esto es un bonito secreto”: No los encuentre el caer del día mutuamente enemistados. Es un consejo de la Sagrada Biblia que nos recuerda que aquel que sabe pedir perdón es llano a perdonar. Han de evitar sentirse ofendidos por pequeñeces, como aquel día que Adán le dijo a Eva: Tú eres la única mujer de mi vida…En tanto que Eva se tomó en serio vivir a costilla de Adán. En este sentido, tendrán diferencias, ¿quién no las tiene? Cuando ello ocurra tengan presente que las dificultades y discusiones entre los padres han de ser tratadas  –en jerga diplomática- de manera bilateral. ¡Jamás involucrar a terceros en ellas!
b). "Tenéis que caminar unidos hacia el futuro, mientras se camina se habla, se conoce y se crece en familia”: Que la relación de esposos no sea estática, ni la capacidad de amar se encierre como el agua de un estanque inerte. Las amistades han de ser mutuas, de tal modo que sean puertas integradoras y no muros que encierren la relación en cuatro paredes. Que no falten matrimonios amigos para crecer integralmente, recordando que no hay mejor pastoral familiar que un matrimonio que se esfuerza vivir cristianamente. Para ello no teman cultivar la sana amistad. A quienes se saben permanentemente enamorados no le faltarán panoramas entretenidos y novedosos.
c). "Reconociendo nuestros errores podemos mejorar": “Actuar en conciencia”, era la invitación que hace años hizo el venerado Arzobispo Emilio Tagle Covarrubias. Para ello, se requiere que esa voz interior de Dios, que es la conciencia, sea recta y esté bien formada. Sean delicados con el prójimo y exigentes con uno mismo. Aprendan a escuchar a Dios en la oración y participar de la Santa Misa, para poder comulgar y recibir el alimento del alma del hogar.
El reconocimiento de nuestros errores lejos de empequeñecernos nos dignifica: por esto dijo San Pablo: “cuando soy débil entonces soy fuerte” (2 Corintios XII, 10).  Hermanos: Es frecuente que los novios al momento de acercarse al matrimonio pidan la lectura del libro del  “Cantar de los cantares”, más luego que están casados y pasado el tiempo recurran al libro bíblico de “las lamentaciones”… Para que ello no acontezca, nunca dejen de mirarse a los ojos y decir te amo. Amén.


PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ / PÁRROCO DE PUERTO CLARO.
   





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