HOMILÍA MATRIMONIAL / PARROQUIA
DE PIRQUE 2014.
1.
«Con
gozo me gozaré en Yahveh, exulta mi alma en mi Dios, porque me ha revestido de
ropas de salvación, en manto de justicia me ha envuelto como el esposo se pone
una diadema, como la novia se adorna con aderezos”. (Isaías
LXI, 1-2, 10-11)
Hay varias realidades
que se dan en cada celebración de matrimonio. La Solemnidad que encierra cada acto litúrgico que resalta
especialmente en la noble sencillez de una boda; el reencuentro de personas que desde hace un tiempo no se ven, y que
por los vínculos de familiaridad, amistad y trabajo se ven fortalecidos; el deseo de pasarlo bien, tan característico
de nuestro tiempo.; la gratitud, tanto
de quienes hacen la invitación a participar como la de quienes asisten con los
mejores propósitos. En fin, la lista de “motivaciones” parecería ser
interminable, mas no olvidamos que hemos sido convocados principalmente por
Dios mismo que ha hecho de la vida de estos novios una ocasión para fortalecer
nuestra fe.
En efecto, los signos
tradicionalmente usados en el matrimonio hablan elocuentemente de una deseo de
búsqueda, de encuentro y de estar con Dios, quien al momento de crear el alma
de quienes dirán hoy ¡Si acepto! los hizo necesariamente complementarios el uno
al otro, de tal manera que los fines del matrimonio de ser uno para el otro pasa por la indisoluble unidad y la manifestación del amor por la honesta procreación de los hijos, que
siempre son un regalo de Dios y una señal que fortalece y rejuvenece el amor de
los esposos.
Dios es el protagonista
principal de esta celebración, en la cual todo nos habla de su presencia. El altar
representa la cruz donde Cristo se entregó por nosotros de una vez para
siempre; en el sagrario se guarda el tesoro de toda la Iglesia cual es el
Cuerpo de Cristo que permanece expectante pare caminar por nuestra vida y para
fortalecer a quienes están enfermos, el confesionario nos habla de un Dios
que es justo y misericordioso, que nos da siempre una nueva oportunidad si
acaso sinceramente confesamos nuestros pecados; las bancas donde nos
sentamos, nos invitan estar atentos como parte de una comunidad que cree y
espera la bendición que viene de lo alto.
No estamos en cualquier
lugar, sino que hemos venido a la Casa de Dios que es el hogar propio de
nuestra alma, donde el creyente naturalmente
está a gusto, porque aquí Dios está: ¡Deus ibi est! Más aún, si consideramos
que este templo fue erigido bajo el patronazgo del Santísimo Sacramento, es
decir al alero de don inestimable que Cristo nos ha entrega diariamente
diciéndonos: “Venid a mi todos los que estáis
cansados y agobiados: Yo os aliviaré” (San Mateo XI, 28)…
“El que come de este pan vive en mí y Yo
en él”. (San Juan VI, 51).
La presencia de
Jesucristo en la Santa Misa y en el templo es real y substancial, es decir,
podemos decir, al salir de este hermoso templo, que estuvimos con Jesús, tal como lo dijeron los Apóstoles: “Hemos visto al Señor”. ¡Cuánta emoción habrán
tenido quienes en Judá y la Palestina estuvieron en los milagros que realizó el
Señor! Para algunos fue tan incidente en sus vidas que –posteriormente- prefirieron
el camino del martirio antes que renegar de lo que vieron y escucharon sobre
Cristo; para otros, el solo nombre del
Señor les llevó a cambiar su vida de perseguidor a seguidor fidelísimo de Cristo
y su Iglesia.
¿Y nosotros qué? Ahora,
Jesús no viene sólo por un tiempo, sino que ha llegado para quedarse en medio
nuestro, a pesar de lo cual, no acabamos
de reconocerlo; se coloca a caminar junto a nosotros y en ocasiones lo tratamos
como un extraño; nos entrega sus enseñanzas y en el mejor de los casos las
subvaloramos como simples expresiones de buena crianza. ¿Qué hace que no
cambiemos? ¿Qué nos impide abandonar el camino aletargado de la tibieza
espiritual? No otra cosa que poseer una fe debilitada, pues, si realmente aceptásemos a Cristo en nuestra
vida, y si realmente escuchásemos sus enseñanzas transmitidas por nuestra Madre
la Iglesia, el mundo se haría pequeño para poder encerrar nuestro amor a Dios y
el respeto por cada realidad salida de sus manos.
2.
“¡Su
misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”
(San Lucas I,46-50).
A lo largo de nuestra vida
tenemos oportunidad de experimentar y conocer la bondad de Dios que se suele
manifestar de diversas maneras. Es que el amor es siempre comunicativo y
creativo por lo que encuentra siempre el modo para sorprender por su gratuidad
y bondad. Uno de ellos es el testimonio de la familia: A la novia la hemos
visto crecer al alero de nuestros altares con su canto, en compañía de sus
padres y hermano. Ese coro familiar solemnizó
muchas veces las celebraciones en los tiempos litúrgicos de adviento,
natividad, cuaresma y pascua de resurrección. Esto resulta aleccionador si
consideramos que en un conjunto musical cada instrumento y cada voz ocupan un
rol definido, lo cual nos permite no solo escuchar un sonido sino valorar su
armonía. Igual acontece con la familia.
Cuando Dios formó al hombre no sólo lo hizo
complementario a la mujer, sino que lo integró a una familia, de la cual cada
uno ha venido a este mundo. Ninguna persona nace sin la intervención de un
hombre y una mujer, por lo que, necesariamente, al momento de constituir una
nueva familia sólo se puede hablar de
matrimonio cuando se tiene a ambos en su
origen. La originalidad del amor de Dios es tan sublime que les permite a ambos,
a partir de este día, ser sus más fidedignos intérpretes para los hijos que en
el futuro Dios les quiera conceder y ustedes generosamente acoger, como un
regalo del Cielo.
Ciertamente, ambos se saben
partícipes de los muchos dones y talentos que a lo largo de los años han
recibido, lo cual debe ser motivo de filial gratitud, pues, de modo misterioso, éstos inequívocamente han pasado por el
corazón, la inteligencia, la voluntad, el sacrificio y la vida de vuestros
padres que hoy, con fe, regocijo y santo orgullo les acompañan.
3.
“Que
todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha
hasta la Parusía de nuestro Señor Jesucristo”
(1Tesalonicenses
V, 16-24).
Las
lecturas de este día están tomadas de la Misa del Domingo de Gaudete un Domino,
que corresponde a la tercera semana de Adviento. Es como un anticipo de la
alegría que recibe el mundo con el nacimiento de Jesús en Belén, tal como lo
vivió San Juan Bautista en el vientre de su madre Isabel, ante la visita de la
Virgen María en quien ya palpitaba el Corazón de su hijo y Dios.
Dice
el Evangelio que aquel día “saltó de
alegría” ante la presencia de Jesús. Es decir, por una particular gracia
del Cielo, el gesto corporal respondió a una certeza de saber que Dios estaba
ante él, todo lo cual nos recuerda que nuestra naturaleza no es angelical ni
animal, toda vez que ni participamos de la visión beatifica ni el instinto
tiene la última palabra en nuestro obrar.
Es
cierto, que el salmo VIII dice que fuimos creados “poco inferior a los ángeles” y “constituidos
casi como dioses”, en tanto que el Evangelio nos invita a una vida que no reniega
de nuestra condición de hijos de Dios, todo lo cual hace ver, la vida conyugal
y matrimonial cono el seguimiento de una vocación que Dios ha dado en orden a
procurar ser santos en todo: en el alma y en el cuerpo, según nos enseña la
segunda lectura:: “Que todo vuestro ser,
el espíritu, el alma, y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de
nuestro Señor”. Si, el matrimonio es una camino de santidad; y ésta hace
que la vida sea posible, porque sólo tiene sentido cuando Dios ocupa el
centro de nuestras determinaciones, de nuestras acciones, y de todos nuestros anhelos.
En
nuestra Iglesia Católica, la sagrada liturgia siempre encierra una enseñanza.
Y, el hecho que los novios hayan ingresado separadamente al altar y, -posteriormente- egresen de este lugar santo tomados de la
mano, como esposos, habla de la invitación que les hace Jesús: “ya no son dos sino uno solo” (San Mateo XIX, 6-8).
Entonces,
la clave de vuestra felicidad está en permanecer unidos, sabiendo que en todo
han de actuar desde esa unidad indivisa que es dada por la gracia del
sacramento que hoy reciben al responder: “¡Si,
acepto!: serte fiel, en lo favorable y el adverso, con salud o enfermedad para
toda la vida”. Mas, a tales gracias,
tales responsabilidades, por lo que se requiere de no improvisar la vida de
esposos como pensando que las virtudes se obtienen al azar. La vida matrimonial
requiere del esfuerzo, dedicación y oración de ambos: el tren del hogar no
puede ir por líneas diferentes. Se requiere de “mirar ambos hacia el mismo lugar”, de tener “un mismo sentir y un mismo pensar”, de manera especial en orden a
la educación de los hijos y en todas aquellas decisiones donde se involucre la
familia, recordando las palabras de San Agustín: “In necesariis unitas, in dubiis libertas, in ómnibus caritas” (En
lo esencial, unidad, en lo dudoso, libertad, en todo, caridad).
La
sabiduría de los mayores no sólo debe ser objeto de respeto sino también de una
sana observancia. Más aún, si ésta
proviene de la Iglesia en la voz del Romano Pontífice. Hace un tiempo (4
de Octubre de 2013), en la medieval
localidad de Asís entregaba tres breves
consejos a los esposos los cuales nos
permitimos compartir con cada uno de vosotros.
a). “Si los matrimonios aprenden a decir perdona, ésta es la paz. Retomar la vida, esto es un bonito secreto”: No los encuentre el caer del día mutuamente enemistados.
Es un consejo de la Sagrada Biblia que nos recuerda que aquel que sabe pedir
perdón es llano a perdonar. Han de evitar sentirse ofendidos por pequeñeces,
como aquel día que Adán le dijo a Eva: Tú eres la única mujer de mi vida…En
tanto que Eva se tomó en serio vivir a costilla de Adán. En este sentido,
tendrán diferencias, ¿quién no las tiene? Cuando ello ocurra tengan presente
que las dificultades y discusiones entre los padres han de ser tratadas –en jerga diplomática- de manera bilateral. ¡Jamás
involucrar a terceros en ellas!
b). "Tenéis que caminar unidos hacia el futuro, mientras se camina se
habla, se conoce y se crece en familia”: Que la relación de esposos no
sea estática, ni la capacidad de amar se encierre como el agua de un estanque
inerte. Las amistades han de ser mutuas, de tal modo que sean puertas
integradoras y no muros que encierren la relación en cuatro paredes. Que no
falten matrimonios amigos para crecer integralmente, recordando que no hay
mejor pastoral familiar que un matrimonio que se esfuerza vivir cristianamente.
Para ello no teman cultivar la sana amistad. A quienes se saben permanentemente
enamorados no le faltarán panoramas entretenidos y novedosos.
c). "Reconociendo nuestros errores podemos mejorar": “Actuar
en conciencia”, era la invitación que hace años hizo el venerado Arzobispo
Emilio Tagle Covarrubias. Para ello, se requiere que esa voz interior de Dios, que es la conciencia, sea recta y esté bien
formada. Sean delicados con el prójimo y exigentes con uno mismo. Aprendan a escuchar
a Dios en la oración y participar de la Santa Misa, para poder comulgar y
recibir el alimento del alma del hogar.
El reconocimiento de nuestros
errores lejos de empequeñecernos nos dignifica: por esto dijo San Pablo: “cuando soy débil entonces soy fuerte”
(2 Corintios XII, 10). Hermanos: Es
frecuente que los novios al momento de acercarse al matrimonio pidan la lectura
del libro del “Cantar de los cantares”, más luego que están casados y pasado el
tiempo recurran al libro bíblico de “las
lamentaciones”… Para que ello no acontezca, nunca dejen de mirarse a los
ojos y decir te amo. Amén.
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ / PÁRROCO DE PUERTO CLARO.
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