SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR / CICLO “B” .
1. “Recibiréis
la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros. Seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”. (Hechos de los Apóstoles I, 8).
La promesa que nos entrega San Lucas en Los
Hechos de los Apóstoles, tiene íntima relación con el modo cómo los discípulos
se habían comportado y el cómo el Señor los había elegido. Ya resucitado les
hace ver que no confiaron en el testimonio de los primeros testigos de la
evidencia del sepulcro vacío: No creyeron a María Magdalena (San Marcos XVI, 11)
ni a las otras mujeres que de madrugada fueron hacia aquel lugar; tampoco
creyeron a los peregrinos de Emaús (San Marcos XVI, 13); tampoco mayormente a
lo dicho por Pedro y Juan. En realidad, algo hubo que les impedía hasta entonces, aceptar
aquella evidencia, que resultaría más
real que la realidad…
En la actualidad un sociólogo diría que es una
actitud “autoflagelante” la que
sostiene el evangelista. ¿Qué sentido puede tener que un Apóstol rubrique y
destaque la debilidad de los discípulos?
En primer lugar, para señalar el imperativo
del valor del convencimiento contagioso de la fe recibida y vivida. En
efecto, el hecho de creer en nuestro Señor pasa por la fe de quienes nos lo han
anunciado. Si acaso hoy creemos, no ha sido por un fuego que espontáneamente surgió de la nada, sino que ha sido
consecuencia de que un fuego ha encendido otro fuego. ¡Qué mejor y más bello
puede ser que poder compartir el don de la fe con quienes están junto a
nosotros!
En segundo lugar, para que aprendamos a valorar
que las crisis de fe pueden ser una oportunidad para crecer en mayor
confianza en Dios. ¡A no dejarse cautivar por la tristeza a la que conduce
tenerse por indigno de haber dudado! Si los mismos apóstoles dudaron ¿nosotros
no lo haremos? ¡Los once desconfiaron, los once dudaron, y los once vacilaron! El
hombre actual cree que todo lo que desea es bueno, y que todo lo que proyecta
debe cumplirse, olvidando que la única seguridad que no perece es aquella que
se ancla en el poder y la bondad de
nuestro Dios.
Ningún presente será más valioso, ninguna
medicina más necesaria, ningún proyecto será más realizable, que ser portadores
de aquella certeza de la cual hemos de ser custodios humildes, veraces y
valientes, La sociedad cristiana no es un barco a la deriva sino una
embarcación que es actualmente fuertemente zarandeada. Avanzamos
con dificultad; nos movemos con lentitud, pero, porque sabemos a dónde vamos y porque
sabemos con Quién vamos, es que somos capaces de invitar a otros a subirse a
esta navegación, a la cual nos
dijo Jesús: Duc in altum: Ir hacia lo
profundo e ir hacia lo alto…como la Cruz nos muestra.
2.
“Que de toda la tierra Él es el Rey: ¡Salmodiad
a Dios con destreza! Reina
Dios sobre las naciones, Dios, sentado en su sagrado trono” (Salmo VIIL, 8).
Lo hermoso de nuestra fe en Dios es que Él se ha
mostrado cono un Dios cercano, que ha querido tomar parte en la vida del hombre
de una manera tan propia como fue permitiendo que su Hijo único se hiciera
semejante en todo al hombre, excepto en el pecado. Y esa semejanza no es
similitud: por eso a Dios lo llamamos “Nuestro
Padre” y a Cristo le decimos “Nuestro
Señor”. Jesús no es el “flaco”,
ni el “buena onda”, es Dios y hombre
a la vez, ante cuyo sólo nombre toda rodilla debe doblarse “en el cielo y en la
tierra”, por ello nadie puede “echárselo
al bolsillo” ni osar “tomarlo con sus
manos”. Procuremos tratarlo siempre como quien es y como quien se nos ha manifestado:
¡Es el Señor!
Hermanos: Hay como una simetría entre la capacidad
de confianza que tenemos en una persona con el respeto que le
profesamos. A quien se cree nunca se le falta el respeto, siempre se le
rinden los mayores honores y se le procura hacer todo tipo de atenciones, en
cambio, cuando no se cree en alguien se suele ser descortés, desconfiado, y distante.
En consecuencia, el hecho de confiar en Cristo sólo puede llevarnos a un
mayor respeto a su persona, a sus enseñanzas, y a manifestarlo en los diversos
actos de piedad en cada uno de los cuales nada es irrelevante tratándose de
quien ha dado su vida por cada uno de nosotros.
El paso de Cristo en medio nuestro estuvo
marcado por hacer el bien en toda circunstancia. ¡Es un Dios a todo evento!
Que por todos los medios nos muestra su bondad y también, su realeza pues, recordamos que “Reina Dios sobre las naciones” (Salmo VIII). Por ello, para un
creyente cualquier momento le resulta oportuno para descubrir la mano de Dios alrededor suyo, tal como lo
escribió nuestra santa, Teresa de los Andes: “Todo lo que veo me lleva a Dios”. En realidad, el creyente
experimenta la vida como una prolongación de la virtud de la esperanza.
¡Todo lo podemos en Cristo! ¡Nada es imposible para Él, ni para quienes creen
en Él! Si Cristo conmigo ¿Quién contra mí´? ¿Quién contra nosotros?
El Evangelio del día de la Ascensión nos invita
a crecer en la virtud de la esperanza. ¿Qué esperamos de la vida hoy? ¿Cuáles serían nuestros sueños inmediatos? Uno dirá “vivir en paz”, “desarrollarme como
persona”, “crecer profesionalmente”, “fundar una familia”, en fin, la lista
casi sería prácticamente interminable. Pero, el asunto esencial no está en
cuántos son nuestros deseos y anhelos, sino en cual ocupa el primer lugar de
nuestra esperanza. Aquello que es prioritario y que no puede
posponerse…Evidentemente, para el fiel bautizado es alcanzar la bienaventuranza
eterna, lo que en palabras del Apóstol dice: “ser ciudadanos del cielo”. Entonces, la respuesta del Catecismo del Papa San Pío X es elocuente: “El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios porque el ama humana
es espiritual y racional, libre en su obrar, capaz de conocer y amar a Dios y
gozarlo eternamente: perfecciones que son un reflejo de la infinita grandeza
del Señor” (Parte III, número 56).
“Bajo
sus pies sometió todas las cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que
es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo”. (Efesios I, 22-23).
La segunda lectura de esta semana nos muestra
un ejemplo tan claro como oportuno para los tiempos que estamos viviendo
respecto de nuestra fe. Habla que Cristo es “Cabeza de la Iglesia” y la “Iglesia
su cuerpo”, por lo que el camino que conduce a la Vida Eterna pasa
necesariamente por no solo por la pertenencia a la Iglesia desde el bautismo,
sino por la comunión plena con ella.
Las “viejas y modernas” novedades tienden a separar a Cristo de su
Iglesia pretendiendo hacer posible aquello que la misericordia de Dios ha
establecido de una vez para siempre con la vida de la Iglesia. ¡Toda gracia
de Cristo pasa por mediación de su Iglesia! ¡Ninguna alma llega al Cielo si
acaso no es por su necesaria vinculación con la Iglesia!
Nuestra vida como miembros de la Iglesia no
puede prescindir del resto de los creyentes, llamados a salvarse como parte de la vid. Aún
el denominado pusillus grex, el pequeño
rebaño fiel del que habla la Santa Biblia tiene una dimensión universal de
la caridad y del apostolado. Hemos visto
recientemente lo dramático que resulta constatar la violencia de algunos líderes
religiosos musulmanes que han sostenido que su “creencia no es de paz sino de guerra”, por ello, no han dudado
en decapitar a cientos de inocentes en estos últimos meses en Oriente.
Entonces, si resulta tan fuerte ver la imagen de un decapitado en nuestros
tiempos, nos preguntamos ¿cómo será ver a la luz de un creyente la indebida escisión
que se pretende hacer entre Cristo y su Iglesia?
No estamos llamados a salvarnos solos…estamos
llamados a salvarnos como racimo, como miembros vivos del Cuerpo Místico de
Cristo que es su Iglesia. Por ello, nuestro señor en el evangelio nos presenta
cuatro signos de su presencia real en su Iglesia real.
a). Se
expulsarán demonios: No nos cansemos de repetir que la mayor tragedia humana
no son las consecuencias de un huracán, de una erupción volcánica, de un sismo,
de una epidemia, sino que el mal más hondo de nuestra vida implica consentir un
solo pecado grave. ¡La pobreza más excluyente es aquella que nos lleva a estar
excluidos del Cielo! Como anticipo de Bienaventuranza tenemos que una comunidad abierta a Dios cierra las
puertas al Maligno, lo cual es signo de la presencia de Dios en el mundo y en
nuestra alma. Síntoma elocuente es la recepción frecuente de-l sacramento de la
confesión…
b) Se
hablará en lenguas nuevas: No se trata de que vamos a ser políglotas, que
tendremos facilidad de hablar en diversos idiomas, sino que el “idioma nuevo” será la vivencia del amor
que no necesita de otro intérprete que comparar la propia conducta con el
Decálogo y las Bienaventuranzas. En cada comunidad creyente debe primar el
idioma del Santo Evangelio en la vida diaria, lo que hace tener “un mismo pensar y un mismo sentir”. ¡El amor traduce, la
falta de él confunde!
c).
Se vencerá el veneno: El antídoto contra un veneno permite seguir viviendo. De
manera semejante, la fuerza
destructiva de las ideologías actuales nada podrán hacer contra aquel creyente,
y contra aquella comunidad que se esfuerza por vivir en la presencia divina por
medio de los antídotos celestiales
como son: la piedad eucarística, la oración perseverante la devoción
a la Santísima Virgen y la fidelidad a cada uno de los sucesores
de aquel a quien Jesús dijo: “Tú eres
Pedro, sobre ti fundaré mi Iglesia y el poder del mal nunca prevalecerá”.
d).
Se sanarán los enfermos: La vivencia de las obras de misericordia
responde a un estilo característico de la vida de los creyentes…Hace dos milenios la novedad de las palabras de
Jesús invitaban a ser “bondadosos”, “misericordioso”, “a colocar la otra mejilla”, “a
dar antes que recibir”, “a perdonar”.
Todo esto, dicho de frente ante una
cultura marcada por la ley del Talión: “ojo
por ojo, diente por diente, vida por vida”.
El eclipse de la vivencia de la fe conlleva
necesariamente el oscurecimiento de las virtudes en toda la sociedad, pues, quien se olvida de Dios por la mañana, se
olvida del hombre por la tarde, es decir: Sin amor a Dios no es posible la
caridad, y la denominada ayuda fraterna
y la solidaridad se terminan transformando-simplemente- en un esqueleto inerte.
3. “Y
les dijo: ¡Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación! El
que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”. (San Marcos XVI, 15.16).
A través del apostolado debemos dar razones de
nuestra fe a quienes están junto a nosotros y en quienes el Señor espera su
conversión por medio del fiel testimonio de vida cristiana en toda su Iglesia
cuya primera corresponsabilidad es la
de ser camino de santidad.
Los discípulos luego de la Ascensión del Señor,
experimentaron la certeza de saber que las fuerzas mundanas no podían apagar la
luz de la fe que provino del hecho de la
resurrección (Romanos XXXV, 35-39). Entonces, la unión de Cristo y Dios Padre
que hoy se solemniza, no implica un
alejamiento del Señor Jesús de nosotros, sino, por el contrario, el hecho de
retornar al Padre Eterno conlleva a tenerlo como un camino permanente y seguro
que conduce a la Bienaventuranza. ¡Vuelve al Padre para quedarse en medio nuestro!
En sólo una semana, Jesús viendo que estamos
desanimados, que nos sentimos huérfanos y desamparados, nos enviará el Espíritu
Santo, que hace nuevas todas las cosas. Entonces: ¡Fuera las vacilaciones
¡Fuera los silencios sospechosos! ¡Fuera
la complicidad con los dictámenes mundanos! ¡Viva Cristo Rey! Amen.
Sacerdote: Jaime Herrera González / Cura
Párroco de Puerto Claro / Valparaíso
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