sábado, 9 de mayo de 2015

Unidos a Cristo y Unidos en Cristo


 QUINTO   DOMINGO /  TIEMPO DE PASCUA /  CICLO “B”.

1.      “Andaba con ellos por Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor” (Hechos IX, 28).

En las vísperas del Día del Señor hacemos una peregrinación espiritual hacia Tierra Santa. En estos días donde hemos puesto la mirada en la resurrección del Señor hemos transitado por diversos lugares donde se apareció el Señor, lo cual fue motivo de alegría para grandes y pequeños, para fuertes y débiles, cuya grandeza común fue dar lugar, luego de las tinieblas, incertidumbres, soledades y tristezas, al gozo y certeza anidado en sus corazones, ante el Señor: que de la muerte salió victorioso.
Pero,  todo aquello no sólo tuvo lugar en Jerusalén, sino que Jesucristo comenzó su ministerio público en el Río Jordán donde fue bautizado por San Juan Bautista. Hoy, para bautizar a quien será constituido hijo de Dios usaremos agua sacada desde ese río y que ha llegado generosamente a nuestras manos. Con ello queremos significar elocuentemente que lo que nuestro Señor hizo como señal conveniente para nosotros, se transforme en sacramento, eficaz y necesario para quien ahora es bautizado.

El tiempo de Pascua es tiempo de resurrección, todo en él nos habla de una vida nueva: de Cristo que está junto al Padre Eterno; de los Apóstoles que ven transformadas sus almas en el reencuentro con el resucitado; de la Virgen María cuya esperanza contagia a la plegaria de la Iglesia naciente; y de cada uno de los bautizados, que vemos en este maravilloso camino instituido por  Cristo la vía para nacer de verdad para siempre, tal como dice nuestro Señor a Nicodemo: “En verdad, en verdad os digo: Si uno no nace de nuevo, no puede ver el Reino de los Cielos” (San Juan III,5).

“Le recordarán y volverán a Dios todos los confines de la tierra, ante Él se postrarán todas las familias de las gentes” (Salmo XXII, 28).
El diálogo que tuvo nuestro Señor con aquel anciano magistrado al anochecer se desarrolla en un ambiente afectuoso y respetuoso, realidad que se mantendría cuantos años se extendió la predicación pública. Sabemos que la gracia supone la naturaleza, por lo que los presupuestos de cercanía mutua facilitarían eficazmente el crecimiento espiritual y la apertura hacia la verdad revelada. Y, junto al cariño mutuo y al trato debido se percibe una ambiente exigente, pues se invita a una victoria sobre  el pecado y a participar en la vida misma de Dios. Si para Nicodemo resultaba arduo comprender el misterio de la filiación divina,  no es un camino fácil para nosotros, pero sí lo suele ser para los pequeños: “Gracias Padre porque has revelado estas cosas a los sencillos y pequeños” (San Mateo XI, 25). 

Hace unos días, mientras viajábamos de Tunquén a Viña del Mar, con los padres de Agustín, de pronto le pregunté si rezaba al “tatita Dios”, a lo cual me repudió que lo hacia todas las noches. Su padre le dijo que –además- debía hablarle en las mañanas, a lo cual, de inmediato  el pequeño se comprometió a hacerlo. Estoy cierto que ese diálogo lo escuchaba el Señor con gran alegría,  la misma con la que en esta tarde debe estar contemplando desde lo alto, esta celebración litúrgica en la cual, aquel que le ha conversado ya desde temprana edad, le implora, junto a sus padres y padrinos,  ser tenido entre los renuevos del Cielo y de la Iglesia.

En efecto, el Santo Evangelio nos habla hoy de una nueva autodenominación del Señor: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos” (San Juan XV, 5). La experiencia nos indica que en la vida vegetal nuestros plantas, nuestros árboles, nuestras flores, nuestros frutos sólo pueden subsistir y tener vigor si acaso se mantienen unidos plenamente a las raíces y troncos respectivos. ¿Qué le sucede a una flor que es contada y dejada una semana sin agua? Se seca… ¿Qué le sucede a un fruto que es sacado del árbol y abandonado? Se pudre…Pues, entonces,  es necesario estar unido a la vid para que los sarmientos tengan vida, pues segregados resultan estériles los esfuerzos e infecundos los frutos deseados.

En la vida espiritual acontece algo similar: Unidos a Cristo, los padres tienen la gracia para criar a sus hijos según el querer de Dios: Encontrando en los momentos a solas para exponer sus convicciones y plantear sus eventuales diferencias; descubriendo las genuinas características de cada hijo para poder entregarle la ayuda oportuna y necesaria; buscando con esfuerzo enriquecer los escasos momentos que las jornadas laborales permiten en bien de sus hijos; asumiendo el camino mutuo y exigente de saber compatibilizar una cercanía cómplice con una clara huella que no reniegue de la exigencia, tal como los antepasados lo sincretizaban en un refrán: “mano de hierro en guante de seda”.

En vistas al mundo que este niño enfrentará en su vida adulta se hace imprescindible que se mantengan unidos a las enseñanzas y a la vida del Señor, nuestro Dios. Cualquier duda, toda incertidumbre y todo temor humano tienen respuesta en la persona de Jesucristo que tiene “palabras de Vida Eterna”. Ante tantas realidades donde la sociedad ha pretendido dar seguridad, progreso, alegría al hombre, constatamos que por todas partes esta embarcación “hace agua”, por lo que surge espontáneamente la pregunta co la que los discípulos clamaron: “¿Señor, dónde podemos ir?”.

La cultura actual nos entrega sucedáneos de felicidad, y hace nuevos esclavos con la gravedad que se creen libres. ¡Antes el esclavo sabía su condición! Por ello, se vive en un mundo de fantasía, de ilusión, en el cual las variadas recetas, incluidas las emitidas por el liberacionismo ad intra ecclesia, pretender cortar los sarmientos y unirlos a las piedras del poder, del tener y del placer, ofreciendo una redención y una libertad que excluye a Cristo e incluye al progreso, al espíritu secularizador, al endiosamiento de la libertad, y a la idolatría de la conciencia. ¡Todos estos remedios tienen a nuestro mundo en una fase terminal!

Muchos pensarán que nuestra visión es pesimista. ¡Se equivocan! La crudeza de los resultados médicas de una grave enfermedad que se padece por largo tiempo, suelen ser el camino para esperar una plena y pronta recuperación a los males que se tienen y se desconoce actualmente su origen. En este caso, desde la fe, el hombre actual y la sociedad en que vivimos, no es un enfermo que se va a morir sino alguien que se  sanará plenamente.

Por ello, los hijos de Dios y de la Iglesia sólo pueden ser optimistas porque han puesto su confianza en lo que no pasa de moda, en lo que no se pierde, en lo que no pierde su valor, es decir, en la vida de Quien venció de una vez para siempre: el pecado, al demonio, y al mundanismo.

Como padres de este niño que vamos a bautizar deben renovar hoy sus promesas bautismales, con lo cual se comprometen a procurar llevar una vida a la medida del amor de Dios. Hemos hablado de la unión a Cristo, ahora nos detendremos unos momentos en  la unión en Cristo, la cual es el fundamento del amor verdadero que, donde está, siempre  hace nuevas todas las cosas.

“Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1 San Juan III, 20).
Un cirio encendido representa a Cristo Luz del Mundo: bien sabemos lo que pasa cuando se corta la luz de improviso, nos detenemos, quedamos en el mismo lugar esperando que pronto se restituya. En ocasiones, se sobreviene un sentimiento de incertidumbre y de temor ante lo desconocido. ¿Quién conoce lo que hay en la oscuridad? ¡Sólo sabemos de lo que vemos y para ello,  la luz juega un rol insustituible!

Por ello, si acaso Cristo es la Luz del Mundo, es porque es capaz de descifrar toda incertidumbre y de sobreponernos a todo temor. Tantas veces lo dice el Señor en el Evangelio: “Soy, yo no temáis”. Pero, no basta con dejar los temores de lado es necesario confiar el ´El para vivir con Él, por lo que la unión con Cristo nos invita a irradiar su luz a todos los que están a nuestro alrededor, en especial, al interior de la familia llamada a ser domus ecclesiae, que es uno de los caminos más preclaros para vivir el Evangelio en nuestro tiempo.

Así lo sentenció el Papa Juan Pablo II cuando visitó nuestra ciudad: “¡El futuro del mundo pasa por la familia!”,  por lo que ninguna iniciativa de renovación pastoral ni eclesial válida  puede pretender prescindir del hogar para evangelizar el mundo actual. Del fortalecimiento del hogar, de la fortaleza de la familia depende no sólo el porvenir sino la existencia misma de nuestra sociedad. 

Como padres y padrinos tienen el imperativo de hacer que la vida de quien hoy es bautizado sea el seguimiento de la vocación que Dios le ha trazado, pues el Señor no nos creó para dejarnos solos en manos de un destino ciego, sino que continúa a nuestro lado con el cuidado de su Divina Providencia, la cual es tan diligente como intima aunque nos olvidemos de ella.

Ese camino se recorre con el consejo de los padres y padrinos, pero –también- por medio de la frecuencia a cada uno de los sacramentos, con un espíritu de verdadera confianza hecha plegaria…Recuerden que “la oración es la verdadera respiración del alma”, y una educación que jamás prescinda del horizonte de las enseñanzas de nuestra Iglesia, las cuales lejos de ser murallas que separan,  son puentes que nos permiten responder cabalmente a los designios de Dios,  en cuyo pleno cumplimiento está la felicidad y bienestar verdadero.

“No teman” repetimos una y otra vez. No teman aventurarse por la senda de la fe que da seguridad si procuran como padres de familia hacer realidad el mandato de la caridad que nos enseñan las sagradas Escrituras: “El amor es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe, es decorosa; no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca” (1 Corintios XIII, 4-8).

Con la certeza de saber que los padres de quien es bautizado han conocido la vida de la Iglesia desde temprana edad, confiamos en que se esmerarán en  hacer que su primogénito,  a medida que vaya creciendo a su mirada, lo haga -también y primero- a la mirada de Dios: hoy, en cuya alma inhabita la Trinidad Santa; hoy cuya alma es purificada de la culpa del pecado original, hoy que recibe la fuerza extraordinaria de la gracia santificante; hoy,  que pasa a formar parte de una vez para siempre de nuestra Iglesia, que es: una, santa, católica, apostólica y romana. ¡Fuera de la Iglesia no hay salvación! Extra ecclesiam nulla salus.

Que nuestra Madre del Cielo, la Santísima Virgen María cuide e ilumine los pasos del pequeño Agustín, cuyo nombre está tomado de aquel gran “super héroe de la fe”, que pudo conquistar tantas almas para Dios Padre desde que en su vida supo dar espacio primario a la verdad del Cielo entregada a través de la Iglesia Santa, en la cual puede confiar plenamente.

Sabemos que en la vida de San Agustín de Hipona  ocupó  un lugar principal su madre –Santa Mónica- , cuyas lágrimas cautivaron el Corazón de Dios y precipitaron  la conversión de su hijo.
Sea la Virgen María el ícono donde estos padres creyentes se apoyen y depositen sus seguridades y desvelos en las manos de aquella Madre Buena que en todo momento sólo colocó la vida de su hijo más que en manos de Aquel que no puede dejar de amarnos como es el Buen Dios. Amén.

!                    EXTRA  ECLESIAM ,  NULLA  SALUS!

  
             SI HIJO DE DIOS…

HIJO DE LA IGLESIA


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