DÉCIMO NOVENA MEDITACIÓN MES DE MARÍA MACKAY 2015.
El primer día de clases
siempre encontramos a niños muy peinados e impecablemente presentados. Ningún
detalle ha quedado al azar. Sin duda ha sido la madre de aquel alumno quien se
ha esmerado en la pulcritud, y está presente en el estreno en la comunidad
escolar de cada uno de sus hijos.
Pues bien, si resulta
impensable la ausencia de la madre en el primer día de clases de su hijo, ¿podría imaginarse que
la Virgen se marginara del primer sermón de su Hijo y Dios dado en la montaña?
Es evidente que allí estaría, en primera fila, atenta a cada una de sus
palabras.
Fue en ese lugar donde
nuestro Señor inició su predicación. Lo hizo en un extenso discurso que los
evangelios nos entregan. La primera parte estuvo marcada por la exhortación a
la Bienaventuranza, que para muchos se traduce como un “sentimiento de gozo” y un
deseo de una “alegría que viene” y nunca termina llegando…mas, constituye
una expresión que encierra dos acepciones: una invitación a la verdadera
felicidad cuyo origen proviene y se encamina hacia Dios mismo, y es una llamada
a la perfección, que puede y debe ser entendida como la santidad de vida.
Una de las primeras
palabras de aquel sermón dice: “Bienaventurados
los misericordiosos porque alcanzaran misericordia” (San
Lucas VI, 36). Dios nos toma muy en serio, por ello al
colocarnos la meta de la santidad nos traza un camino seguro para alcanzarla en
tanto que nos entrega un modelo inigualable para conseguirla, como es el que
nos da la Virgen María, llamada por el Arcángel Gabriel como “Llena de gracia”.
Al creyente le
corresponde perdonar, sólo a Dios le pertenece el poder juzgar: “!
No juzguéis y no seréis juzgados”…”Perdona nuestras ofensas como nosotros
perdonamos a los que nos ofenden”…”amar al
enemigo, perdonar al perseguidor” (San Mateo V,
44). No
se trata de cuestiones aparentes de animosidad, sino de acciones concretas y
que no admiten mayor análisis de incluirlas como agresiones, resentimientos,
rencores y odios malsanos.
La exigencia del
Evangelio es amplia: perdonar al que nos ha humillado, orar por el que nos ha
maltratado, amar a nuestros enemigos. Son palabras que tienen que haber sido
consideradas como “locura” y “necedad”.
Entonces, nos
preguntamos si acaso humanamente parece cuesta arriba dar cumplimiento a tales
preceptos, ¿cómo podemos ser verdaderamente misericordiosos? La respuesta nos
la entregó Dios el día de la anunciación y su nombre es María, Madre de la
Divina Misericordia.
El hombre y la sociedad
no pueden quedarse anclados en los muros que se alzan con odios, rencillas y
violencia. Ninguna muralla que ha
levando el hombre de manera autónoma a los designios de Dios ha podido
sostenerse en el tiempo. En estos días se ha conmemorado la caída del Muro
de Berlín. Esta era una muralla que se edificó y mantuvo separada una nación
entera durante décadas. Muchos que quisieron cruzarla murieron en su solo
intento. Hoy ese muro es parte de un triste recuerdo de la humanidad reciente.
El odio y los deseos de
venganza son los parabienes del
demonio; el perdón, la paz y la misericordia son las bienaventuranzas de Dios.
Es una osadía pretender ser reconocido como cristiano quien majaderamente
señala “ni perdón ni olvido”.
Quien no ama de verdad
a su hermano es un mentiroso para Dios –dice la Biblia-, y bien sabemos quién
es el padre de la mentira y cuál ha sido su obra desde la rebelión de los
ángeles.
El Padre San
Maximiliano María Kolbe, gran devoto de la Virgen Inmaculada era un religioso
franciscano. A causa de la persecución en su tierra natal durante la Segunda
Guerra Mundial, fue encarcelado y condenado a muerte. Al momento de ser ajusticiado,
por medio de una lenta agonía, sólo tuvo
palabras de perdón hacia sus verdugos.
a). La Virgen Madre de la Misericordia nos
enseña a perdonar, a tener “entrañas
de bondad” en el corazón. Al interior de la casa la madre logra abuenar a los hijos enemistados, muchas
veces lo hace de manera creativa, buscando acrecentar lo mejor que tiene cada
hijo en vistas a alcanzar una sincera reconciliación. De manera semejante,
nuestra Madre del Cielo nos obtiene las gracias imploradas a su Hijo y Dios,
quien es la misericordia encarnada,
viva y presente junto a nosotros y dentro de nosotros.
a). La Virgen Madre de la Misericordia nos
invita a la conversión: ¿Qué madre no desea lo mejor para su hijo? No sólo
en plano profesional, no sólo en aspecto sentimental, no sólo en plano
educativo, sobre todo la madre desea que su hijo sea feliz, lo cual sabe que es
posible si ello va de la mano con una vida vuelta a Dios. Para ello, la
madre es la primera que busca el cambio de vida de sus hijos cuando estos se
pierden por sendas que tempranamente les terminan siendo tortuosas y difíciles
para quienes están a su alrededor.
Más aún, si ello
constituye una ofensa contra Dios y sus designios. El pecado, conscientemente
cometido es la mayor tragedia que un hijo puede padecer, por esto la madre siempre
buscará la conversión hacia Dios. La misericordia hace que las amarguras de
las lágrimas del sufrimiento se transformen en las dulces lágrimas derramadas
por la felicidad del retorno a casa del hijo que se había alejado. Así., María
ejerce la Misericordia, procurando que ninguno de sus hijos se pierda
irremediablemente sumido en el olvido de Dios.
c).
La Virgen Madre de la Misericordia nos invita a la santidad:
Desde aquel Sermón de la Montaña ejerce su poder de intercesión para acrecentar
la santidad en cada feligrés y en nuestra Iglesia que es Una, apostólica,
católica y santa en virtud de su divino fundador, por sus medios y por su fin.
Por ello, la misión de
la Iglesia busca alabar a Dios procurando que
todo bautizado sea santo. Siempre una madre se enorgullece de los
atributos y logros de sus hijos, los cuales percibe como propios.
La Virgen Madre es la
primera en el Cielo en alegrarse cuando un hijo alcanza la bienaventuranza
eterna y la primera visión que tiene el alma al retornar al Cielo es la de la
Virgen que lo encamina y protege con su regazo maternal, culminando la misión
recibida en el Gólgota: “Ahí está tu
hijo”.
Consagrémonos a Nuestra
Madre de la Misericordia: “Oh María, Madre y Señora nuestra. Te
ofrecemos nuestra alma y nuestro cuerpo, nuestra vida y nuestra muerte y todo
lo que vendrá después de ella. Concédenos la gracia de la santa pureza de
corazón, alma y cuerpo. Defiéndenos de todo enemigo, míranos y enséñanos a
sufrir y a amar en el sufrimiento. Fortalece nuestra alma, para que el dolor no
nos quebrante…enséñanos a vivir en Dios”. Amén. ¡Viva Cristo Rey!
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