martes, 22 de diciembre de 2015

Santidad y Misericordia

 DÉCIMO NOVENA  MEDITACIÓN  MES DE MARÍA MACKAY 2015.



El primer día de clases siempre encontramos a niños muy peinados e impecablemente presentados. Ningún detalle ha quedado al azar. Sin duda ha sido la madre de aquel alumno quien se ha esmerado en la pulcritud, y está presente en el estreno en la comunidad escolar de cada uno de sus hijos.  
Pues bien, si resulta impensable la ausencia de la madre en el primer día de  clases de su hijo, ¿podría imaginarse que la Virgen se marginara del primer sermón de su Hijo y Dios dado en la montaña? Es evidente que allí estaría, en primera fila, atenta a cada una de sus palabras.

Fue en ese lugar donde nuestro Señor inició su predicación. Lo hizo en un extenso discurso que los evangelios nos entregan. La primera parte estuvo marcada por la exhortación a la Bienaventuranza, que para muchos se traduce como un “sentimiento de gozo” y un deseo de una “alegría que viene” y nunca termina llegando…mas, constituye una expresión que encierra dos acepciones: una invitación a la verdadera felicidad cuyo origen proviene y se encamina hacia Dios mismo, y es una llamada a la perfección, que puede y debe ser entendida como la santidad de vida.

Una de las primeras palabras de aquel sermón dice: “Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzaran misericordia(San Lucas VI, 36). Dios nos toma muy en serio, por ello al colocarnos la meta de la santidad nos traza un camino seguro para alcanzarla en tanto que nos entrega un modelo inigualable para conseguirla, como es el que nos da la Virgen María, llamada por el Arcángel Gabriel como “Llena de gracia”.

Al creyente le corresponde perdonar, sólo a Dios le pertenece el poder  juzgar: “! No juzguéis y no seréis juzgados”…”Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”…”amar al  enemigo, perdonar al perseguidor” (San Mateo V, 44). No se trata de cuestiones aparentes de animosidad, sino de acciones concretas y que no admiten mayor análisis de incluirlas como agresiones, resentimientos, rencores  y odios malsanos.  

La exigencia del Evangelio es amplia: perdonar al que nos ha humillado, orar por el que nos ha maltratado, amar a nuestros enemigos. Son palabras que tienen que haber sido consideradas como “locura” y “necedad”.  

Entonces, nos preguntamos  si acaso humanamente parece cuesta arriba dar cumplimiento a tales preceptos, ¿cómo podemos ser verdaderamente misericordiosos? La respuesta nos la entregó Dios el día de la anunciación y su nombre es María, Madre de la Divina Misericordia.

 El hombre y la sociedad no pueden quedarse anclados en los muros que se alzan con odios, rencillas y violencia.  Ninguna muralla que ha levando el hombre de manera autónoma a los designios de Dios ha podido sostenerse en el tiempo. En estos días se ha conmemorado la caída del Muro de Berlín. Esta era una muralla que se edificó y mantuvo separada una nación entera durante décadas. Muchos que quisieron cruzarla murieron en su solo intento. Hoy ese muro es parte de un triste recuerdo de la humanidad reciente.

El odio y los deseos de venganza son los parabienes del demonio; el perdón, la paz y la misericordia son las bienaventuranzas de Dios. Es una osadía pretender ser reconocido como cristiano quien majaderamente señala “ni perdón ni olvido”.

Quien no ama de verdad a su hermano es un mentiroso para Dios –dice la Biblia-, y bien sabemos quién es el padre de la mentira y cuál ha sido su obra desde la rebelión de los ángeles.
El Padre San Maximiliano María Kolbe, gran devoto de la Virgen Inmaculada era un religioso franciscano. A causa de la persecución en su tierra natal durante la Segunda Guerra Mundial, fue encarcelado y condenado a muerte. Al momento de ser ajusticiado, por medio de una lenta agonía,  sólo tuvo palabras de perdón hacia sus verdugos.

a). La Virgen Madre de la Misericordia nos enseña a perdonar, a tener “entrañas de bondad” en el corazón. Al interior de la casa la madre logra abuenar a los hijos enemistados, muchas veces lo hace de manera creativa, buscando acrecentar lo mejor que tiene cada hijo en vistas a alcanzar una sincera reconciliación. De manera semejante, nuestra Madre del Cielo nos obtiene las gracias imploradas a su Hijo y Dios, quien es la misericordia encarnada, viva y presente junto a nosotros y dentro de nosotros.

a). La Virgen Madre de la Misericordia nos invita a la conversión: ¿Qué madre no desea lo mejor para su hijo? No sólo en plano profesional, no sólo en aspecto sentimental, no sólo en plano educativo, sobre todo la madre desea que su hijo sea feliz, lo cual sabe que es posible si ello va de la mano con una vida vuelta a Dios. Para ello, la madre es la primera que busca el cambio de vida de sus hijos cuando estos se pierden por sendas que tempranamente les terminan siendo tortuosas y difíciles para quienes están a su alrededor.


Más aún, si ello constituye una ofensa contra Dios y sus designios. El pecado, conscientemente cometido es la mayor tragedia que un hijo puede padecer, por esto la madre siempre buscará la conversión hacia Dios. La misericordia hace que las amarguras de las lágrimas del sufrimiento se transformen en las dulces lágrimas derramadas por la felicidad del retorno a casa del hijo que se había alejado. Así., María ejerce la Misericordia, procurando que ninguno de sus hijos se pierda irremediablemente sumido en el olvido de Dios.

c). La Virgen Madre de la Misericordia nos invita a la santidad: Desde aquel Sermón de la Montaña ejerce su poder de intercesión para acrecentar la santidad en cada feligrés y en nuestra Iglesia que es Una, apostólica, católica y santa en virtud de su divino fundador, por sus medios y por su fin.

Por ello, la misión de la Iglesia busca alabar a Dios procurando que  todo bautizado sea santo. Siempre una madre se enorgullece de los atributos y logros de sus hijos, los cuales percibe como propios.

La Virgen Madre es la primera en el Cielo en alegrarse cuando un hijo alcanza la bienaventuranza eterna y la primera visión que tiene el alma al retornar al Cielo es la de la Virgen que lo encamina y protege con su regazo maternal, culminando la misión recibida en el Gólgota: “Ahí está tu hijo”. 


Consagrémonos a Nuestra Madre de la Misericordia: “Oh María, Madre y Señora nuestra. Te ofrecemos nuestra alma y nuestro cuerpo, nuestra vida y nuestra muerte y todo lo que vendrá después de ella. Concédenos la gracia de la santa pureza de corazón, alma y cuerpo. Defiéndenos de todo enemigo, míranos y enséñanos a sufrir y a amar en el sufrimiento. Fortalece nuestra alma, para que el dolor no nos quebrante…enséñanos a vivir en Dios”. Amén.  ¡Viva Cristo Rey!

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