MEDITACIÓN SEXTA
/ RETIRO ESPIRITUAL.
A). Introducción: Una tarea urgente.
Uno de los pilares fundamentales en la vida de todo
sacerdote es la vivencia del perdón, recibido y concedido. El presbítero ante
la inmensidad de la gracia de la que es depositario desde el momento de su
consagración, está llamado a ser dispensador del perdón de Cristo. Nuestra Fraternidad está cobijado a la mirada
protectora de San José, quien después de la Virgen Santísima, es “el más apreciado de Dios para impetrar las
divinas gracias a favor de sus devotos” (San Alfonso María de Ligorio), una
de las cuales es, sin lugar a dudas, el arrepentimiento, la absolución y la
vida penitente, espiritual y físicamente entendida. Aquel espíritu de
penitencia que nos habla la Escritura, y que en el oficio solemos repetir: “un corazón quebrantado Tú no lo desprecias,
Señor” (Salmo L), es la gracia necesaria para nuestro tiempo, donde la
culpabilidad se diluye en justificaciones naturalistas que terminan
esterilizando, sino castrando la posibilidad de una verdadera conversión.
Toda nuestra vida, sea en los años de seminario, en el
convento, y luego, en el ejercicio del ministerio, está marcada por una
verdad, que debiera hacernos
–simplemente- temblar por su grandeza: millares de conversiones, confesiones,
reconciliaciones, pasarán por lo que buenamente hagamos, y con nuestras
negligencias –quizás- serán causa de provocar numerosas condenaciones.
Guiovanni Guareschi es el autor de una serie de novelas que posteriormente se
llevaron al cine, en la década del cincuenta. Relata la vida de Don Camilo,
sacerdote de un pueblo italiano de Brescello, en la región de Reggio Emilia
luego de guerra, que constantemente entra en conflicto con el alcalde de la
localidad, de profesión mecánico y activo militante de la hoz y el martillo. Lo
importante es cómo hablaba con Jesús, cuya imagen pendiente sobre el altar le
hablaba “de tú a tú”. En una oportunidad ante la dureza de trato
que había tenido aquel hombre de hábito
talar con unos feligreses, le recuerda “si se condenan, será en parte, tu
responsabilidad”, por lo que, el empeñoso párroco termina accediendo a la
solicitud hecha por Don Pepone, el alcalde de la ciudad.
En muchas ocasiones, escucharán hablar de
“responsabilidades”, “encargos”, “tareas y servicios”, más, dichas realidades
–importantes- ciertamente, en el caso del sacramento de la confesión, es de
trascendencia prioritaria. No puede quedar relegado a un aspecto añadido o
accesorio, que pueda estar o no. Ningún consagrado puede marginarse ni marginar
en su obrar pastoral del sacramento de la confesión, porque ello implicaría
mutilar la voluntad salvífica de Cristo, que instituyó dicho medio de salvación
para darnos su perdón.
Muchos males del mundo realmente existen por ausencia
del sacramento: el sacerdote puede tener horarios de confesiones, ello es
oportuno y adecuado, pero debe estar pronto a cualquier hora, tal como en el
caso de los enfermos, para administrar dicho medio salvífico, teniendo presente
que con la premura y disponibilidad que se tenga, las gracias concedidas por el
Señor serán mayores.
En realidad, el criterio de la extremaunción y
confesión indica que deberían ser
tenidos como equiparable: ambos son igualmente necesarios, ambos dan gozo en
los cielos, pues “Hay más alegría en el
cielo por un pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos” (San
Lucas XV, 3). Cuántas serán las bendiciones que Dios concederá a un sacerdote
que al estar pronto en el perdón, es capaz de saca una sonrisa a Dios.
B). El sacerdote debe rezar por la conversión de sus fieles.
El camino de la mediación del sacerdote, es
prefigurado en el Antiguo Testamento. Gran des profetas y reyes, hicieron
penitencia para obtener, de parte de Dios, el perdón necesario para su pueblo.
La oración perseverante de Moisés obtuvo la fuerza de los suyos encabezados por
Josué (Éxodo XVII, 8-13). La fortaleza en el combate, para conquistar una
ciudad, bien podemos entenderla –también- desde la victoria de una virtud.
Importante puede ser haber vencido una ciudad agresora del pueblo amalecita;
mayor, mérito tiene el haber vencido una tentación a fuerza de la virtud.
El profeta Jonás para alcanzar la conversión y el
perdón de los habitantes de Nínive –capital de asiria- debió hacer, él y todos sus habitantes, mucha penitencia física, que siempre es grata a
Dios, porque configura a los sufrimientos de su Hijo Unigénito en la Cruz. Por
aquellos días, dice la Escritura: “Vino la palabra del Señor sobre Jonás: «Levántate y
vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo.» Se levantó
Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres
días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y
caminó durante un día, proclamando: « ¡Dentro de cuarenta días Nínive será
destruida!» Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron
de saco, grandes y pequeños. Llegó el mensaje al rey de Nínive; se levantó del
trono, dejó el manto, se cubrió de saco, se sentó en el polvo y mandó al
heraldo a proclamar en su nombre a Nínive: «Hombres y animales, vacas y ovejas,
no prueben bocado, no pasten ni beban; vístanse de saco hombres y animales;
invoquen fervientemente a Dios, que se convierta cada cual de su mala vida y
de la violencia de sus manos; quizá se arrepienta, se compadezca Dios, quizá
cese el incendio de su ira, y no pereceremos.» Y vio Dios sus obras, su
conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la
catástrofe con que había amenazado a Nínive, y no la ejecutó” (Jonás III, 1-10)
El
sacramento de la confesión es “uno
de los tesoros preciosos de la Iglesia, porque sólo en el perdón se realiza la
verdadera renovación del mundo” (15de Mayo del 2005). En efecto, acudiendo
al perdón de Dios se aprende también a pedir perdón a los demás y a perdonar; a
encontrar la paz interior y promover la paz exterior. Condiciones, todas ellas,
que permiten aportar un granito de arena en la construcción de un mundo mejor,
sin escepticismos ni ingenuidades.
En verdad, el sacerdote es importante no sólo por lo
que hace sino, sobre todo, por lo que
es, vale decir: un dispensador, repartidor del perdón de Dios, que no sólo lo
hace en representación de un tercero, sino a nombre de quien hace las veces
como otro Jesús.
Al actuar in
persona christi implica procurar ser a la vez: Padre, médico, doctor, y
juez. Hermosa meditación es la que Juan Pablo Magno dirigió a los religiosos en
Italia: “Como padre, acogerá a los penitentes con amor sincero, manifestando una
comprensión mayor a los que hayan pecado más, y después los despedirá con
palabras impregnadas de misericordia a fin de alentarlos a volver al camino de la vida cristiana. Como
médico, deberá diagnosticar con
prudencia las raíces del mal y sugerir al penitente la terapia oportuna,
gracias a la cual pueda vivir conforme a la dignidad y a la responsabilidad de
persona creada a imagen de Dios. Como maestro,
buscará conocer a fondo la ley de Dios, profundizando los diversos aspectos con
el estudio de la teología moral, de manera que no dé al penitente opciones
personales, sino lo que el magisterio de la Iglesia enseña auténticamente. Como
juez, en fin, practicará la equidad.
Es necesario que el sacerdote juzgue siempre de acuerdo con la verdad, y no
según las apariencias, preocupándose por hacer comprender al penitente que en
el corazón paterno de Dios hay lugar también para él” (12 de Noviembre de
1990).
Uno de los profesores que encontré más “novedoso” por
el método de enseñanza en la época escolar, fue el de música. Hacía escuchar
obras completas mientras él iba actuando o gesticulando la música. Una de esas
obras fue la “Obertura 1812” que se ha convertido en pieza obligada del
repertorio orquestal y de la historia musical rusa. Fue compuesta por encargo
de Antón Rubinstein para ser interpretada en una exposición en Moscú, por lo
que el autor elige el tema patriótico de la resistencia de su país frente a la
invasión napoleónica. En la obra podemos oír fragmentos del himno francés, La
Marsellesa, y una verdadera descripción sonora de una batalla, con sus ataques
de la caballería y el combate cuerpo a cuerpo. De fondo siempre parece surgir
la misma melodía.
Lo anterior me hace recordar que, para lograr la
perfección sacerdotal aquellos sacerdotes que han alcanzado la santidad y que
nuestra Iglesia nos presenta como modelos a imitar, tuvieron en común, como en
una sinfonía de virtudes, una melodía de fondo que les acompañó a lo largo de
toda su consagración y ministerio, fue su dedicación y opción preferencial a la
confesión sacramental. Permítanme recordar a algunos de ellos: el Padre Pio de
Pietralcina, El Santo Cura de Ars, San Alfonso María de Ligorio y San Alberto
Hurtado Cruchaga.
C). Largas horas de confesionario para alcanzar una eternidad.
1. El Padre Pío de Pietralcina fue generoso dispensador de la misericordia
divina, poniéndose a disposición de todos a través de la acogida, de la
dirección espiritual y especialmente de la administración de la confesión sacramental. El ministerio del
confesonario, que constituye uno de los rasgos distintivos de su apostolado,
atraía a multitudes innumerables de fieles al convento de San Giovanni Rotondo.
Aunque aquel singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza,
estos, tomando conciencia de la gravedad del pecado y sinceramente
arrepentidos, volvían casi siempre para recibir el abrazo pacificador del
perdón sacramental. Dios permita que su ejemplo anime a los nuevos consagrados,
a prepararse con diligencia y santidad, al examen de “Ad audiendas
confessiones” para el futuro puedan desempeñar con alegría y asiduidad dicho
ministerio, tan importante para la vida actual de la Iglesia y su futuro mismo.
2. En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía
de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: “He visto a Dios en un hombre”. Esto mismo hemos de pedir hoy al
Señor que se pueda decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su
unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el sacramento del Orden,
el sacerdote es constituido ministro de Dios y “dispensador de sus tesoros”, como le llama San Pablo. Estos tesoros
son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que
dispensa en la Santa Misa y en la Comunión; y la gracia de Dios en los
sacramentos. Al sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, “la
más divina de las obras divinas”, según enseña un antiguo Padre de la Iglesia,
como es la salvación de las almas que se juega, por decir de alguna manera, en
el sacramento de la confesión, toda vez que su adecuada y asidua recepción,
conduce necesariamente a una vida más virtuosa.
3. “Listo para
el combate” significa el nombre de Alfonso. Fue el que colocaron al niño
recién nacido, hijo de José de Ligorio y Capitán de la Armada naval,
y Ana Cabalieri. A los dieciséis años, caso excepcional,
obtiene el grado de doctor en ambos derechos, civil y canónico, con notas
sobresalientes en todos sus estudios. Para conservar la pureza de su alma
escogió un director espiritual, visitaba frecuentemente a Jesús Sacramentado, rezaba
con gran devoción a la Virgen y huía como de la peste de todos los que tuvieran
malas conversaciones. A sus compañeros de curso les repetía con frecuencia: "Amigos, en el mundo corremos peligro
de condenarnos". Una vez que tuvo el llamado al sacerdocio, y
habiéndose preguntado que quiere Dios de mí, dijo a su padre, que lloroso le
escuchaba: “Padre, el único negocio que
ahora me interesa es el de salvar almas". Su obra en la formación de
la conciencia moral ha resultado de gran importancia para la vida de la
iglesia, y uno de sus más reconocidos trabajos fue “Guía para confesores”, en parte del cual
señala que: “El confesor tiene que curar
todas las llagas del pecador... En una palabra: debe ser rico en amor y suave
como la miel. Así, es el Evangelio”.
Los efectos que tiene un sacerdote negligente en
materia de confesión y los pecados mismos cometidos por el confesor tiene
repercusiones muy hondas, que el Doctor en Moral no ahorra detalle en hacer
destacar a cada confesor: “Mirad sacerdotes
míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote que se condena
arrastra a muchos tras de sí. El Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en
medio al pastor, dispersa todo el rebaño; y otro autor dice, con matar más a
los jefes que a los soldados; por eso añade San Jerónimo que el diablo no busca
tanto la perdida de los infieles y de los que están fuera del santuario, sino
que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia de Jesucristo, lo que le
constituye su manjar predilecto, como dice Habacuc. No hay, pues, manjar más
delicioso para el demonio que las almas de los eclesiásticos”. Como consagrado
debemos recibir con frecuencia el sacramento de la confesión para aliviados,
aliviar; sanados, sanar; limpios, limpiar, perdonados, perdonar, tal como rezamos
las palabras que Jesús nos enseñó: “perdona
nuestras ofensas, como nosotros perdonamos”.
4.
La sociedad en que estamos inmersa es una cultura marcada por la hipocresía, en
efecto, es permisiva, aplica frecuentemente el criterio de “laissez faire, laissez passer” pero una vez que la persona ha
seguido dicha pseudo libertad, que está sumergida en el lodazal del pecado, se
le cierran las puertas, se le excluye, y se deja afuera. Por esto, San Alberto
Hurtado decía: “El mundo no recibe a los
pecadores. A los pecadores no los recibe más que Jesucristo”. El sacerdote
debe tener una actitud permanente de acogida hacia el pecador, tal como nuestro
Señor no escatimó esfuerzos en a salir en búsqueda de la oveja extraviada.
San
Alberto Hurtado al salir a buscar a los menesterosos niños y ancianos en las
riberas de los esteros, nos enseña a accionar
la parábola de la misericordia, particularmente la del Hijo Pródigo. Ni el horario, ni la
jurisdicción territorial pueden anteponerse a la necesidad de dar el perdón a
quien lo requiere. Nuestro Santo hace una lista acuciosa para
examinarnos si estamos dejándonos llevar por el activismo en nuestra vida.
“Creerse indispensable a Dios.
No orar bastante. Perder el contacto con Dios. Andar demasiado a prisa. Querer
ir más rápido que Dios. Pactar, aunque sea ligeramente, con el mal para tener
éxito. No darse entero. Preferirse a la Iglesia. Estimarse en más que la obra
que hay que realizar, o buscarse en la acción. Trabajar para sí mismo. Buscar
su gloria. Enorgullecerse. Dejarse abatir por el fracaso, aunque no sea más más
que nublarse ante las dificultades. Emprender demasiado. Ceder a sus impulsos
naturales, a sus prisas inconsideradas u orgullosas. Cesar de controlarse.
Apartarse de sus principios. Trabajar por hacer apologética y no por amor.
Hacer del apostolado un negocio, aunque sea espiritual. No esforzarse por tener
una visión lo más amplia posible. No retroceder para ver el conjunto. No tener
cuenta del contexto del problema. Trabajar sin método. Improvisar por
principio. No prevenir. No acabar. Racionalizar con exceso. Ser titubeante, o
ahogarse en los detalles. Querer siempre tener razón. Mandarlo todo. No ser
disciplinado. Evadirse de las tareas pequeñas. Sacrificar a otro por mis
planes. No respetar a los demás; no dejarles iniciativas. No darles
responsabilidades. Ser duro para sus asociados y para sus jefes. Despreciar a
los pequeños, a los humildes y a los menos dotados. No tener gratitud. Ser
sectario. No ser acogedor. No amar a sus enemigos. Tomar a todo el que se me
opone como si fuese mi enemigo. No aceptar con gusto la contradicción. Ser
demoledor por una crítica injusta o vana. Estar habitualmente triste o de mal
humor. Dejarse ahogar por las preocupaciones del dinero. No dormir bastante, ni
comer lo suficiente. No guardar, por imprudencia y sin razón valedera, la
plenitud de sus fuerzas y gracias físicas. Dejarse tomar por compensaciones sentimentales,
pereza, ensueños. No cortar su vida con períodos de calma, sus días, sus
semanas, sus años” (Reflexión personal escrita en
noviembre de 1947).
Si el anterior texto nos lleva a constatar
que el estado de nuestra alma resulta calamitoso, hemos de confiar en todo
momento en la bondad de Dios que siempre es más que nuestro pecado. ¡Dios
siempre puede más! Así nos enseña San Alberto Hurtado: “Donde hay misericordia no hay investigaciones judiciales sobre la culpa,
ni aparato de tribunales, ni necesidad de alegar razonadas excusas. ¡Grande es
la tormenta de mis pecados, Dios mío! Pero, ¡mayor es la bonanza de tu
misericordia!”.
La vida de la Iglesia ha estado marcada por este precioso camino que la
misericordia de Dios ha querido legarnos bajo la cercanía de nuestros
sacerdotes. En los primeros años de vida de la Iglesia es que ellos entendieron
este sacramento: “Muchos de los que habían creído venían a confesar todo lo que habían hecho" (Hechos de los Apóstoles XIX, 18). Hoy, el mundo necesita que reavivemos
el fuego del perdón de Dios, en primer lugar, recibiéndolo cada uno de nosotros
con la frecuencia y devoción debida, sabiendo que si alguien requiere de él, es
el propio ministro que debe procurar tener un alma limpia para transmitir lo
más fidedignamente la bondad de Dios que subió a la cruz para darnos su perdón.
En resumen, las palabras del actual Cardenal nos
iluminan ante el camino de la misericordia de la cual, en el futuro seremos
administradores en el sacramento de la confesión, y de la cual ahora podemos
beber como fuente de salvación: “El
sacramento de la reconciliación es la historia del amor de Dios que nunca nos
abandona” (Cardenal Donald Wuerl).
LOS CABALLEROS DE LA ORDEN DEL SANTO SEPULCRO
Cardenal de Baltimore, Cardenal de Washington, Padre
Jaime Herrera
La Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén es una orden de caballería católica que tiene sus orígenes en Godofredo de Bouillón, principal líder de la Primera
Cruzada. Según las opiniones más
autorizadas, tanto vaticanas como hierosolimitanas, comenzó como una confraternidad mixta clerical y laica de peregrinos
que gradualmente creció alrededor de los Santos
Lugares de la cristiandad en el Oriente Medio: el Santo Sepulcro, la tumba de Jesucristo. Su divisa es Deus lo vult (Dios lo quiere).
Creada en 1098, tras la victoriosa
primera cruzada, por Godofredo de Bouillón, duque de la Baja Lorena y Protector del Santo Sepulcro.
Su objetivo fue primordialmente
proteger el Santo
Sepulcro de los infieles con la ayuda de 50
esforzados caballeros. Balduino I de Jerusalén (hermano de Godofredo) fue quien la dotó oficialmente de su primer
reglamento a imitación del Temple y el Hospital. Entre sus hechos más
gloriosos, la Orden del Santo Sepulcro luchó valerosamente junto al rey Balduino I de Jerusalén en 1123, participó en el asedio de Tiro en 1124, de Damasco durante la
Segunda Cruzada (en 1148) y de San Juan de Acre en 1180.
Tras la toma de la ciudad santa de Jerusalén por parte de los musulmanes
de Saladino en 1187, se trasladó a Europa y se extendió por países como
Polonia, Francia, Alemania y Flandes. Se dedicó a partir de entonces al rescate
de cautivos cristianos de manos musulmanas. También en España obtuvo un afamado
protagonismo al intervenir en numerosas batallas de la Reconquista contra los
invasores musulmanes.
En 1489, el Papa Inocencio VIII incorporó la
Orden a la de los hospitalarios, aunque en algunos lugares (como España)
conservó su autonomía para convertirse en una entidad honorífica y dedicada a
las obras de caridad, con un régimen especial dentro de la Iglesia Católica.
En 1847 el Papa Pío IX le confirió unos nuevos estatutos. Actualmente subsiste dedicada a la
caridad y conservando un peso honorífico
y particular dentro de la Iglesia Católica.
La Orden Sepulcrista se regía por
sus propios Estatutos o Assises de los que han llegado hasta nuestros
días la copia que en el año 1149 mandó realizar el rey francés Luis VII, para que sirviera de norma para la Cofradía de la Orden del Santo
Sepulcro que, al ejemplo de esta Orden, constituyó en Francia y para la que
redactó unos Assises o Estatutos similares a los que la Orden tenía desde su
fundación. En este documento se establece que Godofredo de Bouillon se reservó
para sí el Maestrazgo de la Orden que, a su muerte, pasaría a los Reyes Latinos
de Jerusalén.
En el mismo se establecen dos
categorías de miembros de la Orden: Miles (Caballeros) y Presbyteri
(Canónigos), además de mencionar a los Viatores (Peregrinos). Se recoge
que los reyes delegaban su mando en un Teniente, y se desarrollan las
obligaciones que tenían los Caballeros, “proteger con las armas, combatir y
hacer la guerra” , y los Canónigos, “rezar y celebrar los oficios
divinos en la Iglesia del Santo Sepulcro”.
En
consecuencia, la Orden mantuvo una guarnición en Jerusalén, mientras esta
ciudad estuvo en manos de los cristianos. Las Crónicas nos hablan de los
Caballeros que hacían guardia permanente ante el Santo Sepulcro y de los Custodios
o Guardias armados auxiliares que, en número de quinientos, debían proveer al
ejército de los reyes de Jerusalén, así como de su participación en numerosas
batallas.
La pérdida de
la ciudad a manos de Saladino
y la destrucción del Reino Latino la privarían de su carácter guerrero y, al
igual que las otras Órdenes, tendría adaptarse a las nuevas circunstancias.
Actualmente realizan obras de beneficencia y oración por los lugares santos y
los cristianos perseguidos.
SACERDOTE JAIME HERRERA EN WASHINGTON DC.
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