HOMILÍA EXEQUIAL EUGENIA ÁLVAREZ DE LA RIVERA ZANETTA VDA DE GILDEMEISTER
¿Qué es el hombre para
que te acuerdes de él; el ser humano
para darle poder?. Esta pregunta surge a lo largo de toda nuestra vida, y de
manera recurrente se va manifestando en cada una de sus diversas etapas. En la
adolescencia, la juventud, la vida adulta y por cierto, durante la ancianidad.
Circunscritos a una realidad, e inmersos frente a la creación verificamos lo
poco que podemos ser. Por otra parte, puesta la existencia en la paso de la historia
-nuestra vida- resulta un instante, e insertas
nuestras obras en el plano del universo, resultan como una línea dibujada en el
agua.
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ |
Más, al leer en la Santa Biblia el instante en que
Dios creó al hombre y la mujer, y los formó a su imagen y semejanza, constituyéndonos
como “muy parecidos” a Él, en sus
atributos de: poder, de su bondad, de su
conocimiento, y de su eternidad.
Referido al poder: Dios
desplegó nuestra vida en medio del universo hecho previamente. Si nos sorprende
su inmensidad en una noche estrellada de verán. ¿Cuánto más admiración
deberíamos tener al ver la grandeza de cada alma formada por Él?, sabiendo que cada una de ellas es más importante para
El que el resto de la creación.
Ahora bien, cada uno de
nosotros participa de un poder insospechado en virtud de lo que alcanza por
medio de la oración. Prometiendo su presencia real en medio nuestro: “Donde dos o tres se reúnan en mi nombre
allí estaré en medio vuestro” (San Mateo XVIII, 20),
Nuestro Señor lo dice con toda claridad: “Todo
lo que pidan en oración y con fe os será concedido” (San
Mateo XXI, 22)…sentenciando que: “si tuviesen fe moverían montañas” (San Mateo XVII,
20).
Esto nos permite
experimentar hoy la grandeza de poder interceder por quien ya ha partido de
este mundo, ofreciendo el mayor de los dones por su alma. Ciertamente, la
experiencia de los santos nos ayuda a vislumbrar la grandeza de esta
celebración, recordando que nada resulta más importante ni puede tenerse como más
urgente que ofrecer a Dios a quien Él nos ha ofrecido.
En efecto, en cada Santa
Misa se renueva el sacrificio hecho por el Señor en lo alto del Calvario por lo
que realmente podemos decir “valemos el
precio de la sangre de Jesús” (Hechos XVII, 11). Pr eso, San Pablo nos recuerda
con insistencia: “Cada vez que comemos en Cristo y bebemos la sangre de Cristo,
comemos y bebemos el precio de nuestra redención” (Efesios
I, 7-8).
Nuestra vida de
creyentes se va fortaleciendo de manera tan misteriosa como real en cada
Eucaristía, lo cual, incluso, luego de nuestra partida de este mundo, se
extiende con la oración de intercesión hecha por las Benditas Ánimas del Purgatorio,
las cuales sólo pueden recibir bienes por el camino de las plegarias elevadas
por cada creyente, tal como nos invita a hacerlo el Antiguo Testamento: “elevad oraciones por los difuntos” (2
Macabeos XII, 42-46).
A lo largo de nuestra
vida cuando alguien nos ha hecho un bien, solemos ser agradecidos…mas, ¿cómo no
dejarán de serlo cuántos son rescatados del lugar de purificación! para ser
llevados ante la presencia misma de
Dios?
La gratitud en este mundo
es limitada, podemos decir: “muchas
gracias” pero, solo las almas del
purgatorio que han sido rescatas a fuerza de la oración, son capaces de dar las “gracias totales”, lo que implica una verdadera comunión entre
aquellos que anhelamos ser contados entre los bienaventurados, con cuantos pasan a contemplar el rostro de
quien un día dijo: “Venid benditos de mi
Padre al lugar preparado para vosotros desde toda la eternidad”.
PARROQUIA PUERTO CLARO / VALPARAÍSO / CHILE |
Sin duda, ninguna alegría de este mundo es equiparable
al menor de los gozos que junto a Dios tendremos, pues, aquí sólo duran un breve tiempo, allá (en
el Cielo) serán para siempre. Más, no sólo en virtud de la eternidad existe una
distinción esencial, sino que, además, en
virtud de una mirada plena que nos dará la perspectiva de estar en presencia de
Dios que es amor, en tanto, que las
alegrías de este mundo suelen poseerse de manera fragmentada, limitadas a algunos aspectos de nuestra vida.
Por ello, con el
salmista repetimos: ¡Sólo en Dios
descansa mi alma! (Salmo LXI, 2)
“Sólo en Él encontramos palabras de Vida
Eterna! ( San Juan VI, 68). Si nuestra vida
apunta a estar con Dios diremos: “Cielo perdido, todo perdido, Cielo ganado,
todo ganado”. No hay punto intermedio en este aspecto.
San Ignacio de Loyola,
en su libro de “Ejercicios Espirituales” invita a involucrarse en cada capítulo
del Santo Evangelio con el fin de ser
protagonistas en la vida de Jesús y de su Iglesia. Por esto, nos imaginamos
vivamente la pregunta que nace del sentimiento
de indigencia experimentado por los Apóstoles ante la presencia de Jesús:
¿Señor, dónde iremos?... ¿Domine quo vado? Solo tú tienes palabras de Vida
Eterna.
En medio de una cultura
que sólo parece valorar al hombre que produce, y que rubrica el tener por sobre
el ser, enfrentamos la partida de un ser querido como una invitación a
descubrir el llamado a la santidad en la vida cotidiana, procurando que en
nuestro corazón y en nuestras actividades,
busquemos cumplir el programa de vida que el Señor nos asigna a cada uno
en la jornada de nuestra vida.
Al implorar por el
eterno descanso de doña Eugenia Álvares de la Rivera Zanetta, suplicamos la
infinita misericordia de Dios por quien ofrecemos esta Santa Misa de Exequias,
en la cual, el tiempo se detiene porque la eternidad llega en medio de nuestro
altar.
En efecto, es
Jesucristo el centro de nuestra fe, el
centro de nuestra piedad, y el centro de nuestro altar, en el cual, se hace “real y substancialmente presente” en su cuerpo y su alma
para que tengamos vida en abundancia, no
según los criterios de un mundo que se alza como si Dios no existiera, sino en
la generosidad del Corazón de Jesús que tanto nos ha amado, no al modo de
nuestros méritos sino al modo de la bondad de Dios, la cual, en el rostro de la Santísima Virgen María,
bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen, nos invita a confiar en la
victoria de Jesús sobre la muerte en su gloriosa resurrección.
Nuestra Madre del Cielo
esperó como nadie el esplendor del día sin ocaso y de la noche luminosa en la cual Cristo venció el poder aparente de
la muerte, diciéndonos hoy nuevamente: “Yo
soy la resurrección y la vida. Todo aquel que se une a mí con fe viva no muere
para siempre, sino que tendrá la luz de la vida” (San Juan XI, 25-27). ¡Que
Viva Cristo Rey!
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