SEXTO DOMINGO
/ TIEMPO ORDINARIO /
CICLO “A”.
Durante tres semanas
consecutivas hemos conocido el primer discurso hecho por el Señor, denominado
habitualmente como el “Sermón de la Montaña”. Su importancia se fundamenta en
ser las primeras enseñanzas por lo que revisten un tono solemne y programático
a cada una de sus palabras. Primero, vimos las nueve Bienaventuranzas, luego, la invitación a ser “sal de la tierra” y “luz del
mundo”, y en este semana, la
explicitación de la Buena Noticia en todas sus exigencias, las cuales, por cierto, exceden en mucho las establecidas por los
antepasados.
Hace cuatro décadas los
grandes compositores de música religiosa
como Cesáreo Gabarain, Lucien Deiss, Palazón y Carmelo Erdozain nos
legaban hermosas melodías, muchas de las cuales han perdurado en el tiempo, en
celebraciones litúrgicas y catequesis. Es notable verificar cómo muchos de
ellos destacan la vida de la Iglesia como una peregrinación, un camino
por recorrer. ¿Quién no ha entonado alguna vez el himno: juntos como
hermanos miembros de un Iglesia, vamos caminando al encuentro del Señor? En los
últimos años cantantes solistas suelen
entonar melodías que apuntan a quien solitariamente avanza por la vida, con
lenguajes ambiguos y tan comunes que
diluyen la identidad del creyente.
MISA LATIN PADRE JAIME HERRERA |
La primera lectura nos
abre una disyuntiva decisiva: “Ante los
hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará” (Eclesiástico
XV, 17). El autor sagrado no encuentra otro término más
exacto para darnos a conocer la relevancia que tiene optar por Jesucristo que
la comparación de la vida y la muerte, con toda la abismante radicalidad que
implica. La semilla que germina, el amanecer que despunta,
el despertar después de un sueño profundo son tímidas comparaciones frente a lo
que es una vida que nace, a una vida que se conserva, como no resulta
equiparable comparar la sequedad de un desierto, o la noche oscura de la
incertidumbre ante lo que es el hecho de morir.
Si ningún hombre puede
abstraerse del misterio de la muerte, entonces, entendemos que es necesario dar
respuesta a lo que el Dios de la Palabra nos ha planteado: En la
actualidad, ¿estamos caminando por la
senda angosta de la santidad que lleva hacia la Vida Eterna junto a Dios? O
acaso,
-dramáticamente- estamos quemando la
oportunidad que en el día de la vida se nos concede, avanzando hacia una
condenación perpetua, de la cual nadie sale ni es redimible.
Por ello, ¡hay que optar mientras vamos de camino!
Toda vez que luego será imposible hacerlo puesto que se habrá acabado el tiempo de la conversión,
del mérito y de la gracia. Entonces, estamos en el tiempo de la
oportunidad, asumiendo que para quien se deja conducir por el don de la fe y
nutrir con la gracia, alcanza la salvación, particularmente dada en el Pan de
Vida, donde no sólo somos participes de una bendición o de un don determinado,
sino que recibimos al autor de toda gracia, a Cristo mismo, vivo en medio
nuestro, en medio de su Iglesia Santa y en medio de un mundo cuya vocación no
es otra que reconocer su presencia y primacía. ¡Ahora es preciso enmendar el
rumbo y caminar!
A través de este camino:
Si, hay paz, la cual, no se sustenta sólo en una debilitada
equiparación de las fuerzas; Si, hay respeto garantizado de cada uno de los
derechos del hombre desde su gestación hasta su muerte natural, reconociendo
que los derechos humanos –también- sean considerados a los humanos derechos;
Si, hay alegría que trasunta las dificultades y sinsabores de la vida presente,
mas, si acaso no se reconoce la realeza de Jesucristo ¿qué bien se puede
esperar? Si, solamente Jesucristo es el
camino, la verdad y la vida. Sin su vida, el mundo simplemente no tiene futuro
alguno, por ello, tiene un carácter urgente hacer que el evangelio impregne a
todos los hombres y a todo el hombre, no reservando espacios en los cuales
podamos olvidar que sólo Dios nos basta.
Lo anterior se puede
comprender como una gracia que se debe implorar al cielo y que recibimos en nosotros, pues “quien nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”.
Según esto, las obras realizadas ocupan un lugar importante y necesario en
nuestra vida como creyentes, no son accesorias, intrascendentes ni meramente
ornamentales… ¡No por ellas, no sin ellas!
No es –solo- por ellas
que llegaremos al Cielo, pero, sin
ellas, es imposible alcanzar la
Bienaventuranza Eterna. Así lo proclama el Salmista: “Hazme entender, para guardar tu ley y
observarla de todo corazón”
(XIXC,
34).
Actualmente se banaliza
y relativiza el cumplir un mandamiento, enseñando con osada majadería las
añosas interpretaciones de quienes se unen en la adoración de los nuevos
becerros de oro, los cuales son cultos idolátricos que solo han cambiado de
nombre, pero que igualmente terminan esclavizando a quienes los honran, acarreando con ello, crecientes males que para todos resultan
evidentes.
Entre estos males, sin
duda que la apostasía, como negación consiente de las verdades rebeladas y
profesadas, es una nota característica de nuestro tiempo: si bien muchos son
los que se bautizan, es necesario reconocer que muchos, con el paso de los
años, abandonan la fe con extrema
ligereza, en tanto que, la calidad de los creyentes, vista
estrictamente desde lo que realmente se cree es muy deficitaria. Es decir: De
lo que se cree, se cree poco, y tan rápido como se tiene confianza en la Divina
Providencia se termina esclavizando en adivinos, tarot y horóscopos. Por la
mañana se le enciende una vela a un santo y por la tarde se honra a Buda y
otras deidades. La gracia de Dios ha pasado a ser tener “buenas vibras”.
Quien es capaz de
obedecer a Dios y seguir sus mandamientos será capaz de ser “luz” para los demás, y será capaz de
ser “sal” que impregne de santidad el
mundo entero, permitiendo preparar como el mejor engaste y el atrio más
hermoso, cada una de las alegrías eternas que el Señor dará a quien sea fiel y
cumplidor de los mandamientos de Dios y de su Iglesia: “Anunciamos: lo que ni ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del
hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1
Corintios II, 9).
SACERDOTE JAIME HERRERA GONZÁLEZ |
Sin duda, el católico
que está orgulloso de la fe recibida en su bautismo, sabe perfectamente que “el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una i o una tilde de la ley sin que todo suceda”, asumiendo que
identidad y fidelidad son la mejor novedad que hoy se puede ofrecer al mundo
llamado a reconocer a Jesucristo a todo
evento….”Sea vuestro lenguaje: Si,
si; No, no. Que lo que pasa de aquí viene del Demonio”.
Evitemos por tanto caer
en la tentación de pensar que ser fieles en el cumplimiento de los mandamientos
implica rigores, escrúpulos y orgullos, por el contrario, dice el Señor: “El que me ama cumple los mandamientos”, recordándonos
en el Evangelio de este domingo que: “el
que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los
hombres, será el más pequeño en el Reino de los cielos”.
Particularmente, se
precisan tres preceptos enunciados en los Diez Mandamientos, que dicen relación
con el respeto a Dios manifestado en el trato dado a los demás: “aquel que se encolerice contra su hermano y
le llame imbécil y renegado será reo del fuego del infierno”. Con tanta
facilidad se desprecia a los demás hoy, se descarta de la vida a los que
consideramos que están de más y no representan ningún aporte ni son productivos;
con frecuencia -casi enfermiza- se insulta a garabatos, lo cual jamás puede ser
tenido como signo de amistad y confianza sino más mas bien como muestra de su
debilidad y abuso.
En segundo lugar, se
vincula una de las bienaventuranzas con la necesidad de tener un corazón limpio
y una mente sana: “Bienaventurados los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios”, añadiendo que “todo el que mira a una mujer deseándola, ya
cometió adulterio con ella en su corazón”. Por ello, Jesús nos enseña que no sólo la materialidad o visibilidad de una
acción resulta ofensiva a Dios, sino que además, resultan
maltratadores del Señor nuestros pensamientos malos e impuros.
Finalmente, se recuerda
el segundo precepto del Decálogo en el Sinaí; “No jurar en vano ni en falso”, evitando dar la palabra y no
cumplirla y usar el Santo Nombre de Dios para cosas secundarias y sin
importancia: “No juréis en modo alguno:
ni por el cielo, que es trono de Dios, no por la Tierra, que es escabel de sus
pies”. Insertos en la cultura de las palabras y la híper- información debemos
ser cuidados de la veracidad de aquello que decimos, cuidadosos del contenido y
seriedad respecto de las fuentes de veracidad de dónde nos informamos, y
precisos si se refiere a nuestro prójimo. Implorando a María, nuestra Madre y
Maestra, ¡la que cumplió en todo la
voluntad de Dios! Invoquemos una vez más: ¡Que viva Cristo Rey!
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