RETIRO MARZO / SACERDOTE JAIME HERRERA
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2015.
Nuestra fe en Cristo ¿de
dónde surge? A quien le gusta un equipo de futbol
suele ser por contagio de sus mayores, o por tradición familiar. Seguro que si miramos al pasado descubrimos la
primera camiseta, el primer día que fuimos al estadio, y eso marcó la
pertenencia a tal equipo, del cual uno se hace hincha, porque crecientemente se
manifiesta y aumenta la pertenencia.
Padre Jaime Herrera |
Al tener el Evangelio
en nuestras manos, de algún modo, lo tomamos en nuestro corazón, en nuestra
inteligencia. Para ello, hay un paso que será
fundamental dar.
Tres momentos marcan el
ser “hijo” de Dios de nuestro Señor Jesús: Terminado el periodo de los
cuarenta días que está en el desierto, padeciendo las incursiones del Demonio,
se dirigió a las riberas del Rio Jordán. La primera manifestación de su
filiación divina pudo ser en cualquier otro lugar “más visible”, “más
importante” o “más religioso”…
¡Tantas ciudades que
destacaban entonces en todo Israel!: Jerusalén,
era el corazón de Judea, para el judío era el lugar más importante del mundo,
allí predico, sano, anuncio su Pasión (X, 32-34) murió y resucito, Jericó,
la más antigua de las ciudades con diez mil años, localizada a orillas del Jordán, a 27
kilómetros de Jerusalén y 240 metros bajo el nivel del mar. Actualmente (desde
1994)
forma parte de Palestina. Allí Nuestro señor sanó un ciego (X, 46-52), y Cesarea, la antigua ciudad construida
por Herodes el Grande entre los años 25 y 13 antes de Cristo. Era la capital
civil y militar de Judea, y en ella estaba la residencia oficial del procurador
y gobernador romano. En esta ciudad Jesús hace el primer y segundo anuncio de
su Pasión ante Pedro, Santiago y Juan, a
la vez que sanó a un epiléptico. Cualquiera
de estas tres ciudades pudo ser un engaste adecuado para que Jesús diese a conocer
su condición de “hijo de Dios”,
más por voluntad de Dios fue la ribera de un río.
Hay un momento en la
vida de los Apóstoles que marca un antes y después, el cual es anticipado por
una serie de “momentos de gracia”
que el Señor Jesús, autor de toda ella,
no deja de ofrecerles.
Muchas de estas gracias
y bendiciones pasan –en nuestra vida- de largo,
porque encuentran un corazón de piedra, una tierra llena de espinos, o por
simple superficialidad,
se termina secando ante el calor de los afanes cotidianos. No es la semilla la que debe cambiar es la tierra la que se debe abonar. Pero,
cedemos a la tentación y con frecuencia procuramos licuar la Palabra de Dios con el fin da hacerla más “expedita”: quitamos sus tiempos,
sus exigencias…los que nuestro Dios ha dispuesto, anteponiendo nuestras horas y
pseudogenerosidades.
A la pregunta ¿Qué
haces? De inmediato nuestra respuesta apunta a las múltiples
actividades de estudio, trabajo, y proyectos futuros que pueden estar
programados a la perfección por décadas. Más, una pregunta debemos realizar de
inmediato: ¿Por qué lo haces? ¿Tienen sentido nuestras preocupaciones?
¿Qué lugar ocupa el amor a Dios en nuestras planificaciones?
En ocasiones, esta
última pregunta puede resultar como un “balde
de agua fría” en medio de la vorágine de activismo en que –frecuentemente-
nos desenvolvemos. El tiempo resiente, de un verano que reciente
frecuentemente nuestra alma, porque el ambiente en que nos movemos no está
habituado a las realidades de la fe, enfrentándonos no sólo de modo
permanente en el tiempo sino ante toda una cultura que va por otro camino, haciéndonos experimentar
el antiguo chiste del gallego que va contra el tráfico: “paco, no es uno son miles los que van contrasentido”.
Más la gravedad no
sólo se anida en la permanencia y masividad del mal obrar, sino en que
el mal se presenta como bien y el bien se muestra como mal, seduciendo incluso
a quien procura hacer bien las cosas,
cumpliendo la voluntad de Dios. La experiencia indica que experimentamos frecuentemente
lo afirmado por el apóstol San Pablo. “el
bien que quiero hacer no hago, el mal que deseo evita si hago ¿qué es esto?” (Romanos
VII, 19). Y responde: la concupiscencia, es decir, la
inclinación nacida como consecuencia del pecado original que ha dañado y
debilitando severamente nuestra naturaleza humana.
Hoy por hoy, se suele
negar esta realidad (el dogma del pecado original), presentando al hombre con
una naturaleza firme, sana, positiva. En cierto movimiento de Iglesia de la
década del ochenta se decía: “Dios no
hace basura”, frase que tiene parte
de verdad, pero que es necesario colocarla en un contexto que incluya la verdad
dicha en el libro del Génesis y enseñada en el Catecismo Católico, donde se
afirma que nuestra humana naturaleza está signada por las consecuencias del
pecado original, lo que hace que seamos débiles y pecadores. “Sólo en el conocimiento del designio de
Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que
Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente”.
(Catecismo
de la Iglesia Católica Nº 387).
Hace cinco siglos el
protestantismo apuntaba a repetir lo que los judíos vociferaron ante la realidad
de la cruz: ¡Bájate de allí para que
creamos en ti! (San Mateo XXVII, 32-44; San Lucas
XXIII, 26-43; San Juan XIX, 17-27). En razón de una pseudo
misericordia caricaturesca habría sido tan bueno que bajase para consentir lo
que todos pedían. Condescender y tener una actitud políticamente correcta con
el mundo es bien visto hoy…y entonces. Más,
surge la pregunta: ¿por qué no lo hizo el Señor? La Redención no tiene
atajos, el Monte Tabor (dice relación) existe en razón del Monte Gólgota; la
Encarnación, en virtud de la Pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Habitualmente se
presenta una religiosidad de “esfuerzos
blandos” (parafraseando la nomenclatura de la “habilidades blandas”),
donde lo que importa es la alabanza sin expiación; representando a un Cristo
sin cruz, por lo que incluso, hasta el himno penitencial del
Kyrie Eleison se cambia por silencios, “margaritas” y alabanzas. No nos
confundamos: Cristo salva desde la cruz, no a ras de tierra ni entre
florecillas.
Ese es el Cristo que ha
predicado la Iglesia siempre: “Yo anuncio
a Cristo, y a Cristo en la cruz”, nos dice San Pablo; en igual sentido, San
Pedro, enrostra a los judíos lo que hicieron con Jesucristo: “vosotros lo matasteis colocándolo en una
cruz” (Hechos de los Apóstoles II, 23).
La tentación de
prescindir de la cruz es recurrente. Por esto, el tiempo litúrgico de la santa Cuaresma
nos invita a estar crucificados con Jesús, para alcanzar la verdadera
sabiduría.
Dicha sabiduría va más
allá que estar profusamente informado. Al católico se le
pide que hunda su mano en el misterio de la cruz -como lo hace el Apóstol Tomás - para que su
mirada sea nueva y su conocimiento no se reduzca a una realidad que se da, y de
la cual todos parecen estar informados. Hoy hay mucha avidez por la
información: lo hemos visto desde la Guerra del Golfo Pérsico en 1991…pero
¿somos sabios por ello?
El ambiente religioso
está signado por lo light. Nada de
exigencias, nada de espíritu de sacrificio, nada de cruz. ¡Abandonen la
penitencia! clama el mundo por todos los medios a sus hijos fieles,
con lo cual se reitera que el misterio del Crucificado,
atrayendo a todos a Sí (San Juan XII, 32),
es ocasión para unos de “locura” y
para otros razón de “necedad”.
¿Y para nosotros? Lo
que hizo el Señor en la Cruz ¿qué implicancias tiene en nuestra vida?, ¿cómo incide en nuestros actuales
proyectos?
Sin duda, en el mejor
de los casos tenemos ciertas prácticas religiosas y devociones. A veces con
mayor o menor fervor, en alguna ocasión –quizás- sea hecha casi por inercia, lo
que sin duda tiene un valor, pero que es necesario rectificar y purificar. Para
ello, pidamos la gracia en este retiro.
Según esto, nuestra
vida espiritual debe presentarse como un combate,
sabiendo que aunque el enemigo es poderoso, no debemos olvidar que en Cristo
ha sido definitivamente vencido, por lo que el característico optimismo del
creyente y los méritos se han de apoyar y encauzar desde y hacia la persona de Jesucristo,
quien asumió en el día de la Anunciación el misterio de la vida humana sin
dejar su condición divina. Perfecto Dios y hombre a la vez, en todo semejante a
nosotros excepto en el pecado.
Asumió nuestra
realidad, llegando a morir por nosotros luego de tres largas horas de agonía y
de una interminable mañana de desprecios y tormentos indescriptibles donde su figura “casi no era humana”. A este respecto la
descripción del profeta Isaías es elocuente. Al capítulo LIII se le suele llamar el quinto evangelio, porque describe con detención los sufrimientos
descritos en el Nuevo Testamento.
“Varón
de dolores, familiarizado con el sufrimiento, menospreciado por los hombres,
ante quien se oculta el rostro, no tenido en cuenta, soportó y cargó nuestros
dolores, castigado, abatido, herido, traspasado, molido por nuestros crímenes,
por sus llagas hemos sido sanados”.
Seis siglos antes quiso
Dios anunciar lo que Cristo haría por cada uno de nosotros, pues Él murió y se
entregó por mí. En primera persona, con nombre, apellido y rostro que se refleja
al mirarnos a un espejo. ¿A qué nos mueve ver a Jesús
crucificado? Sorpresa…dolor…compasión…temor ¿qué nos dice?
Nos mueve a reconocer
que su inocencia es la que salva nuestra maldad, a una piedad que honre lo que
hizo “de alma y de cuerpo” por cada
uno de nosotros: Vía Crucis, Primeros Viernes de Mes y
todo lo que se refiera a su Sagrado Corazón, Hora Santa, práctica de Obras de
Misericordia.
En la medida que
asumamos de dónde venimos, que somos herederos de la sangre que los mártires no dudaron en derramar al acoger la
invitación a configurarse con Jesús, tendremos una vida coherente. ¡La sangre
de los mártires es semilla de nuevos cristianos! Sangre que purifica y, por lo
tanto, renuevan la faz de nuestra Iglesia.
Gratitud:
El testimonio de los mártires nos hace recordar tantos sacrificios de quienes están
a nuestro alrededor: Ser agradecidos. La gratitud es propia del creyente que se
sabe inmerecido de tantas oportunidades y de tanta misericordia. ¿Qué tenemos
que nos haya sido dado?
Desprendimiento:
El Verbo de Dios asume nuestra condición. Se rebaja, tiende su mano a quien lo
requiere. Hemos de salir de nuestro “metro
cuadrado” para descubrir a quien está a nuestro lado.
Gratuidad:
No es comparable lo que El hace y lo que a Él damos. En la cruz se manifiesta
que siempre recibimos el ciento por uno.
Confianza:
En todo momento debemos recordar que Dios sabe bien lo que necesitamos. Salimos
de sus manos y vamos hacia Él. ¿Quién mejor que el Señor no dejará de darnos
todo lo que nuestra alma precisa en cada momento?
TEMA : “Y HABITÓ EN MEDIO NUESTRO” (SEGUNDA
PARTE).
FECHA: RETIRO MARZO
/ SACERDOTE JAIME HERRERA /
2015.
Durante este tiempo la
Iglesia nos inserta la lectura del episodio de la Transfiguración. Tiene lugar
en el Monte Tabor. ¡Tantos encuentros de Dios y los hombres en ese lugar!
Evidenciando que alturas merecen altura,
y procurar contemplar requiere pacificar el alma, frenar el ímpetu del activismo, y abrir la
mente y corazón a la manifestación de Dios.
El rostro sufriente del
Señor que vimos hacia unos momentos, ahora se nos presenta radiante. Leamos el
episodio. Sin duda en medio de tantas invitaciones a meditar sobre la Pasión de
esta Santa Cuaresma, nos puede sorprender un poco el tenor de las palabras que
hemos escuchado: “rostro luminoso”, “vestimentas deslumbrantes”, “una voz del cielo”, todo lo cual tiene su
bemol complementario en el silencio
del cielo en medio de los padecimientos; “Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”; en el acto de quitar y sortear sus
vestimentas; y en un rostro que evidenciaba que le golpearon hasta cansarse…ni
siquiera se detuvieron porque el condenado se les pudiese morir por los
tormentos. ¿Qué figura podría describir tanto suplicio? Incluso algunos vieron
los azotes y la coronación de espinas como un acto de misericordia para
abreviar el tormento que implicaba la crucifixión. Sin duda hacia Jesús fueron
más de los cuarenta azotes establecidos por ley.
La actitud que tiene
Cristo no le hace desesperar:
No va contra los demás
en una actitud vociferante.
No se aísla en el
narcótico ofrecido de vinagre. Voluntariamente,
con pleno conciencia, dueño de sí: “nadie me quita la vida, Yo la doy y
entrego”. Esa expresión es repetida a cada instante, en el momento de la
consagración: que fue “voluntariamente
aceptada”.
Entrega su vida para
reconciliar el mundo, para redimirle y darle un rostro verdaderamente nuevo.
Volvamos al Tabor. Ya
el rey David habla de él en uno de sus salmos: “El Norte y el Sur Tú los creaste, Hermón y el Tabor aclamaran con gozo
tu nombre” (LXXXIX,
12).
Una montaña redonda y
solitaria, ubicada a 588 metros sobre el nivel del mar, en la cual Jesús se trasfigura,
tal como leemos en el Santo Evangelio (San Mateo XVII, 1ss).
Como lugar de culto
católico hay un primer templo alzado el siglo IV, luego los benedictinos tienen
un templo que es destruido el 1263 y reconstruido en 1924. En el templo se
destaca un hermoso mosaico del episodio de la Transfiguración, pero en los
detalles vemos que hay una constante referencia a la presencia eucarística
del Señor, lo cual nos hace vincular aquel cuerpo glorificado con la hostia
gloriosa…Dios se hace hombre para que el hombre sea como Dios….Dios humanizado,
el hombre divinizado.
Esta frase no nos puede
dejar indiferentes. Ya lo leemos en el inicio de la revelación, al momento de
ser creado el hombre y la mujer “a imagen
y semejanza de Dios”. Desde el primer instante, la vida humana va de la mano
de su Creador, por lo que no se entiende ningún aspecto de nuestra realidad sin
la necesaria referencia a Dios, que a su vez, muestra su intimidad trinitaria
en ese momento: “hagamos…a
nuestra…imagen”, revelando el primer misterio, fundante de nuestra fe
católica como es el de la Santísima Trinidad.
Constantemente debemos
luchar por la falsa autonomía del hombre y la sociedad de nuestro Dios. El
secularismo existencial y el liberalismo personal que nos hacen tener una doble
vida y aplicar un doble estándar en nuestra vida moral. Nuestra identidad o
está con Dios o se diluye. Y eso es lo que acontece en el Paraíso terrenal como
en el Monte Tabor.
La expresión de los
discípulos (Pedro, Juan, Santiago) en aquel monte no puede ser más elocuente: “Señor, que bien estanos aquí”. Siempre
resulta fructuoso para la vida espiritual recordar los momentos de cercanía con
nuestro Dios, particularmente donde en nuestros afectos primeriaba el amor a
Dios sobre todo lo demás. Acaso ¿no fue así en nuestra Primera Comunión?
¿No percibimos estar realmente en amistad con Dios en nuestra Primera
Confesión?
Y, en los actos de
devoción particular, como es la Adoración al Santísimo, el rezo al Santo
Rosario, la peregrinación a algún Santuario, ¿no encendían mayores deseos de
perfección y virtud?
El envejecimiento del
alma deviene por la pérdida de nuestra identidad, por el alejamiento del primer
amor a Dios que es necesario retomar con decisión:
el mundo es triste porque camina en
tinieblas, entre sombras. Es curioso verificar que quienes se hunden en la
bohemia nocturna porteña vistan mayoritariamente de tonos oscuros…más, por
cierto, del que escasamente suelen vestir actualmente los clérigos…que si ellos
visten de vivos colores.
Cuando Dios es el
pariente pobre de nuestro tiempo, de nuestro querer, de nuestras acciones, es
que hemos olvidado que Jesús nos invita a redescubrir la vida de Dios
presente en cada uno desde el día de nuestro bautismo por medio de la gracia
santificante.
Estamos llamados a ser
hijos de Dios, no hijos de la tierra. El Apóstol es claro: “Sois ciudadanos del
Cielo”. La bondad de la vida presente debe ser tenida en vista al bien
definitivo que es estar con Dios, lo cual, sólo puede ser participado de manera
permanente, aún más ¡para siempre!
Por esto, la mirada
de los discípulos a quedarse instalados en lo alto del Tabor les llevaba a
desentender la ocasión de Cielo (Vida Eterna) que tenían: ¡Sed perfectos
como mi Padre de los Cielos es perfecto!
Entonces, no debemos
permanecer esclavizados a los apegos o afectos desordenados, por medio de los
cuales: no sentimos lo que debemos sentir, no pensamos lo que deberíamos pensar,
no juzgamos rectamente, no hacemos lo que se debe hacer, no se va donde se debe
ir, ni se está donde se debe estar. De lo anterior se desprende que todas las
decisiones hechas en instancias de un desorden interior, donde Dios es el
primer marginado, ofuscada la razón y el sano juicio, terminemos optando por
actos injustos con Dios y con el
prójimo.
Un antídoto para
mejorar tenemos en la mortificación, palabra olvidada por nuestros “colegas de
la fe” y cuyo desprecio nos hace constatar el origen de tantos males de la vida
presente, renuente a todo espíritu de sacrificio. Ante una sociedad que todo lo
quiere llenar, ¿Tiene sentido controlar los sentidos?
a).
Es necesario educar
nuestra vista: Una cosa es ver y otra mirar. Insertos en una sociedad de consumo que da paso a la sociedad de la imagen que profusamente
destaca actitudes lascivas y violentas, debemos abstenernos de no ceder a su
vorágine, a no seducirnos por la espiral
que lleva inevitablemente a males morales difíciles de desarraigar, y
que conlleva a nuevos pecados.
El Rey David por mirar
a quien no debía terminó matando a quien estimaba…Dice un antiguo refrán inglés:
“la curiosidad mató al gato” (curiosity killed the cat)…y
al alma del rey David le condujo al adulterio, a la mentira, a la traición, al
asesinato, y a la dureza del corazón.
Ni la curiosidad ni la
falsa argumentación de un liberalismo adulto y de un supuesto criterio formado
justifica acostumbrar la vista a lo malo.
Jesús al inicio de su
predicación dijo: “Bienaventurados los
limpios de corazón porque verán a Dios” (San Mateo V, 8),
añadiendo después que “todo el que mira a
una mujer deseándola, ya adulteró con ella en el corazón” (San
Mateo V, 27-28).
b).
Es necesario educar el oído: Hace décadas se hizo un estudio
respecto de la influencia de la música en el niño al interior del vientre
materno. Muchas consecuencias tuvo el resultado de ese estudio, entre otros se
editó abundante “música para niños por nacer”.
Si ya hay consecuencia
a sólo meses de ser gestado, ¿Cuánto será la influencia de lo que escuchamos ya
mayores?
Evitemos la estridencia
cultural que llega por profusión de noticias, comentarios y editoriales.
Recuerdo a nuestro querido Prefecto de Estudios del Pontificio Seminario de Lo
Vásquez, que siempre recomendaba: “no lean editoriales”.
Por el imperativo de
la caridad fraterna debemos evitar comentarios inconducentes y abstenernos de
participar en conversaciones en que quede mal expuesta e innecesariamente la
fama del prójimo. Este tiempo podemos moderar nuestros oídos y regalarles
mayor tiempo de silencio.
Ante el “ruido social” imagen de la masividad de
una vida acostumbrada al pecado debemos por medio de la mortificación y la
penitencia decir a nuestro cuerpo que en él los instintos no tienen la última
palabra.
Sigamos en el Monte
Tabor: “Y entonces una voz dijo: Este es
mi hijo amado, escuchadle” (San Marcos IX, 7). El
Padre Eterno que habla definitivamente por medio de su Hijo.
Es la voz de Dios, que
invita a recordar que “sois la carta de
Cristo” (2
Corintios II, 3) que por medio de la vivencia de
la caridad, de las virtudes y la recepción de los dones, escribe “no con tinta” ni los papiros, sino en
la “tabla del corazón humano”.
Desde que Cristo asume
nuestra condición humana, “et habitabis
in nobis”, la historia del hombre es historia de salvación, por lo que
debemos participar del misterio de Cristo Transfigurado para ser un texto vivo
que pueda ser descifrado por quienes están
a nuestro alrededor.
En la actualidad se
habla mucho de la pastoral. Colegios, institutos, seminarios, todo apunta a un
activismo desenfrenado, visible y promocionado. Se tiene que ver lo que uno
hace, para ello, las denominadas redes sociales Facebook, Instagran) y diversas páginas sociales de algunos medios
de comunicación lo señalan profusamente.
Mas, diremos que la
primera urgencia pastoral hoy es la pastoral del alma; parafraseando –por
cierto- la originalidad del sacerdote francés que señaló: “el alma del apostolado es el apostolado del alma”. Nada
más urgente, nada más necesario, nada más importante.
Cuando hacemos
penitencia, o procuramos tener una vida ordenada y espiritualmente creciente no
es un acto individualista, sino personal, pero que tiene una notable
ascendencia hacia la vida de toda nuestra Iglesia, por lo que, una vida
penitente y mortificada, contribuye eficazmente
a la santidad de toda ella.
El Verbo de Dios se
hizo carne, y habitó entre nosotros (Verbum caro factum est
et habitabis in nobis) ¡Que Viva Cristo Rey!
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