martes, 28 de marzo de 2017

El Verbo de Dios se hizo carne

RETIRO  MARZO  /  SACERDOTE  JAIME HERRERA   /  2015.

Nuestra fe en Cristo ¿de dónde surge? A quien le gusta un equipo de futbol suele ser por contagio de sus mayores, o por tradición familiar.  Seguro que si miramos al pasado descubrimos la primera camiseta, el primer día que fuimos al estadio, y eso marcó la pertenencia a tal equipo, del cual uno se hace hincha, porque crecientemente se manifiesta y aumenta la pertenencia.

Padre Jaime Herrera


Al tener el Evangelio en nuestras manos, de algún modo, lo tomamos en nuestro corazón, en nuestra inteligencia. Para ello, hay un paso que será fundamental dar.

Tres momentos marcan el ser “hijo” de Dios de nuestro Señor Jesús: Terminado el periodo de los cuarenta días que está en el desierto, padeciendo las incursiones del Demonio, se dirigió a las riberas del Rio Jordán. La primera manifestación de su filiación divina pudo ser en cualquier otro lugar “más visible”, “más importante” o “más religioso”…

¡Tantas ciudades que destacaban entonces en todo Israel!: Jerusalén, era el corazón de Judea, para el judío era el lugar más importante del mundo, allí predico, sano, anuncio su Pasión (X, 32-34) murió y resucito,  Jericó, la más antigua de las ciudades con diez mil años,  localizada a orillas del Jordán, a 27 kilómetros de Jerusalén y 240 metros bajo el nivel del mar. Actualmente (desde 1994) forma parte de Palestina. Allí Nuestro señor sanó un ciego (X, 46-52), y Cesarea, la antigua ciudad construida por Herodes el Grande entre los años 25 y 13 antes de Cristo. Era la capital civil y militar de Judea, y en ella estaba la residencia oficial del procurador y gobernador romano. En esta ciudad Jesús hace el primer y segundo anuncio de su Pasión ante  Pedro, Santiago y Juan, a la vez que  sanó a un epiléptico. Cualquiera de estas tres ciudades pudo ser un engaste adecuado para  que Jesús diese  a conocer  su condición de “hijo de Dios”, más por voluntad de Dios fue la ribera de un río.

Hay un momento en la vida de los Apóstoles que marca un antes y después, el cual es anticipado por una serie de “momentos de gracia” que el Señor Jesús, autor de toda ella,  no deja de ofrecerles.

Muchas de estas gracias y bendiciones pasan –en nuestra vida- de largo, porque encuentran un corazón de piedra, una tierra llena de espinos, o por simple superficialidad,  se termina secando ante el calor de los afanes cotidianos. No es la semilla la que debe cambiar es la tierra la que se debe abonar. Pero, cedemos a la tentación y con frecuencia procuramos licuar la Palabra de Dios con el fin da hacerla más “expedita”: quitamos sus tiempos, sus exigencias…los que nuestro Dios ha dispuesto, anteponiendo nuestras horas y pseudogenerosidades.

A la pregunta ¿Qué haces? De inmediato nuestra respuesta apunta a las múltiples actividades de estudio, trabajo, y proyectos futuros que pueden estar programados a la perfección por décadas. Más, una pregunta debemos realizar de inmediato: ¿Por qué lo haces? ¿Tienen sentido nuestras preocupaciones? ¿Qué lugar ocupa el amor a Dios en nuestras planificaciones?

En ocasiones, esta última pregunta puede resultar como un “balde de agua fría” en medio de la vorágine de activismo en que –frecuentemente- nos desenvolvemos. El tiempo resiente, de un verano que reciente frecuentemente nuestra alma, porque el ambiente en que nos movemos no está habituado a las realidades de la fe, enfrentándonos no sólo de modo permanente en el tiempo sino ante toda una cultura que  va por otro camino, haciéndonos experimentar el antiguo chiste del gallego que va contra el tráfico: “paco, no es uno son miles los que van contrasentido”.

Más la gravedad no sólo se anida en la permanencia y masividad del mal obrar, sino en que el mal se presenta como bien y el bien se muestra como mal, seduciendo incluso a quien procura  hacer bien las cosas, cumpliendo la voluntad de Dios. La experiencia indica que experimentamos frecuentemente lo afirmado por el apóstol San Pablo. “el bien que quiero hacer no hago, el mal que deseo evita si hago ¿qué es esto?” (Romanos VII, 19). Y responde: la concupiscencia, es decir, la inclinación nacida como consecuencia del pecado original que ha dañado y debilitando severamente nuestra naturaleza humana.

 
Hoy por hoy, se suele negar esta realidad (el dogma del pecado original), presentando al hombre con una naturaleza firme, sana, positiva. En cierto movimiento de Iglesia de la década del ochenta se decía: “Dios no hace basura”, frase que tiene  parte de verdad, pero que es necesario colocarla en un contexto que incluya la verdad dicha en el libro del Génesis y enseñada en el Catecismo Católico, donde se afirma que nuestra humana naturaleza está signada por las consecuencias del pecado original, lo que hace que seamos débiles y pecadores. “Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente”. (Catecismo de la Iglesia Católica  Nº 387).

Hace cinco siglos el protestantismo apuntaba a repetir lo que los judíos vociferaron ante la realidad de la cruz: ¡Bájate de allí para que creamos en ti! (San Mateo XXVII, 32-44; San Lucas XXIII, 26-43; San Juan XIX, 17-27). En razón de una pseudo misericordia caricaturesca habría sido tan bueno que bajase para consentir lo que todos pedían. Condescender y tener una actitud políticamente correcta con el mundo es bien visto hoy…y entonces.  Más, surge la pregunta: ¿por qué no lo hizo el Señor? La Redención no tiene atajos, el Monte Tabor (dice relación) existe en razón del Monte Gólgota; la Encarnación,  en virtud  de la Pasión, muerte y resurrección de Jesús. 

Habitualmente se presenta una religiosidad de “esfuerzos blandos” (parafraseando la nomenclatura de la “habilidades blandas”), donde lo que importa es la alabanza sin expiación; representando a un Cristo sin cruz, por lo que incluso, hasta el himno penitencial del Kyrie Eleison se cambia por silencios, “margaritas” y alabanzas. No nos confundamos: Cristo salva desde la cruz, no a ras de tierra ni entre florecillas.


Ese es el Cristo que ha predicado la Iglesia siempre: “Yo anuncio a Cristo, y a Cristo en la cruz”, nos dice San Pablo; en igual sentido, San Pedro, enrostra a los judíos lo que hicieron con Jesucristo: “vosotros lo matasteis colocándolo en una cruz” (Hechos de los Apóstoles II, 23).

La tentación de prescindir de la cruz es recurrente. Por esto, el tiempo litúrgico de la santa Cuaresma nos invita a estar crucificados con Jesús, para alcanzar la verdadera sabiduría.

Dicha sabiduría va más allá que estar profusamente informado. Al católico se le pide que hunda su mano en el misterio de la cruz  -como lo hace el Apóstol Tomás - para que su mirada sea nueva y su conocimiento no se reduzca a una realidad que se da, y de la cual todos parecen estar informados. Hoy hay mucha avidez por la información: lo hemos visto desde la Guerra del Golfo Pérsico en 1991…pero ¿somos sabios por ello?


El ambiente religioso está signado por lo light. Nada de exigencias, nada de espíritu de sacrificio, nada de cruz. ¡Abandonen la penitencia! clama el mundo por todos los medios a sus hijos fieles, con lo cual se reitera que el misterio del Crucificado, atrayendo a todos a Sí (San Juan XII, 32), es ocasión para unos de “locura” y para otros razón de “necedad”.

¿Y para nosotros? Lo que hizo el Señor en la Cruz ¿qué implicancias tiene  en nuestra vida?, ¿cómo incide en nuestros actuales proyectos?

Sin duda, en el mejor de los casos tenemos ciertas prácticas religiosas y devociones. A veces con mayor o menor fervor, en alguna ocasión –quizás- sea hecha casi por inercia, lo que sin duda tiene un valor, pero que es necesario rectificar y purificar. Para ello, pidamos la gracia en este retiro.

Según esto, nuestra vida espiritual debe presentarse como un combate, sabiendo que aunque el enemigo es poderoso, no debemos olvidar que en Cristo ha sido definitivamente vencido, por lo que el característico optimismo del creyente y los méritos se han de apoyar y encauzar desde y hacia la persona de Jesucristo, quien asumió en el día de la Anunciación el misterio de la vida humana sin dejar su condición divina. Perfecto Dios y hombre a la vez, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado.

Asumió nuestra realidad, llegando a morir por nosotros luego de tres largas horas de agonía y de una interminable mañana de desprecios y tormentos  indescriptibles donde su figura “casi no era humana”. A este respecto la descripción del profeta Isaías es elocuente. Al capítulo LIII  se le suele llamar el quinto evangelio, porque describe con detención los sufrimientos descritos en el Nuevo Testamento.

“Varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento, menospreciado por los hombres, ante quien se oculta el rostro, no tenido en cuenta, soportó y cargó nuestros dolores, castigado, abatido, herido, traspasado, molido por nuestros crímenes, por sus llagas hemos sido sanados”.

Seis siglos antes quiso Dios anunciar lo que Cristo haría por cada uno de nosotros, pues Él murió y se entregó por mí. En primera persona, con nombre, apellido y rostro que se refleja al mirarnos a un espejo. ¿A qué nos mueve ver a Jesús crucificado? Sorpresa…dolor…compasión…temor ¿qué nos dice?

Nos mueve a reconocer que su inocencia es la que salva nuestra maldad, a una piedad que honre lo que hizo “de alma y de cuerpo” por cada uno de nosotros: Vía Crucis, Primeros Viernes de Mes y todo lo que se refiera a su Sagrado Corazón, Hora Santa, práctica de Obras de Misericordia.  

En la medida que asumamos de dónde venimos, que somos herederos de la sangre que los mártires  no dudaron en derramar al acoger la invitación a configurarse con Jesús, tendremos una vida coherente. ¡La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos! Sangre que purifica y, por lo tanto, renuevan la faz de nuestra Iglesia.

Gratitud: El testimonio de los mártires nos hace recordar tantos sacrificios de quienes están a nuestro alrededor: Ser agradecidos. La gratitud es propia del creyente que se sabe inmerecido de tantas oportunidades y de tanta misericordia. ¿Qué tenemos que nos haya sido dado?

Desprendimiento: El Verbo de Dios asume nuestra condición. Se rebaja, tiende su mano a quien lo requiere. Hemos de salir de nuestro “metro cuadrado” para descubrir a quien está a nuestro lado.

Gratuidad: No es comparable lo que El hace y lo que a Él damos. En la cruz se manifiesta que siempre recibimos el ciento por uno.

Confianza: En todo momento debemos recordar que Dios sabe bien lo que necesitamos. Salimos de sus manos y vamos hacia Él. ¿Quién mejor que el Señor no dejará de darnos todo lo que nuestra alma precisa en cada momento?



TEMA : “Y HABITÓ EN MEDIO NUESTRO” (SEGUNDA PARTE).

FECHA: RETIRO  MARZO  /  SACERDOTE  JAIME HERRERA   /  2015.
Durante este tiempo la Iglesia nos inserta la lectura del episodio de la Transfiguración. Tiene lugar en el Monte Tabor. ¡Tantos encuentros de Dios y los hombres en ese lugar! Evidenciando que alturas merecen altura, y procurar contemplar requiere pacificar el alma,  frenar el ímpetu del activismo, y abrir la mente y corazón a la manifestación de Dios.

El rostro sufriente del Señor que vimos hacia unos momentos, ahora se nos presenta radiante. Leamos el episodio. Sin duda en medio de tantas invitaciones a meditar sobre la Pasión de esta Santa Cuaresma, nos puede sorprender un poco el tenor de las palabras que hemos escuchado: “rostro luminoso”, “vestimentas deslumbrantes”, “una voz del cielo”, todo lo cual tiene su bemol complementario en el silencio del cielo en medio de los padecimientos; “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; en el acto de quitar y sortear sus vestimentas; y en un rostro que evidenciaba que le golpearon hasta cansarse…ni siquiera se detuvieron porque el condenado se les pudiese morir por los tormentos. ¿Qué figura podría describir tanto suplicio? Incluso algunos vieron los azotes y la coronación de espinas como un acto de misericordia para abreviar el tormento que implicaba la crucifixión. Sin duda hacia Jesús fueron más de los cuarenta azotes establecidos por ley.

La actitud que tiene Cristo no le hace desesperar:

No va contra los demás en una actitud vociferante.

No se aísla en el narcótico ofrecido de vinagre.  Voluntariamente, con pleno conciencia, dueño de sí:  “nadie me quita la vida, Yo la doy y entrego”. Esa expresión es repetida a cada instante, en el momento de la consagración: que fue “voluntariamente aceptada”.
Entrega su vida para reconciliar el mundo, para redimirle y darle un rostro verdaderamente nuevo.


Volvamos al Tabor. Ya el rey David habla de él en uno de sus salmos: “El Norte y el Sur Tú los creaste, Hermón y el Tabor aclamaran con gozo tu nombre”  (LXXXIX, 12).
Una montaña redonda y solitaria, ubicada a 588 metros sobre el nivel del mar, en la cual Jesús se trasfigura, tal como leemos en el Santo Evangelio (San Mateo XVII, 1ss).

Como lugar de culto católico hay un primer templo alzado el siglo IV, luego los benedictinos tienen un templo que es destruido el 1263 y reconstruido en 1924. En el templo se destaca un hermoso mosaico del episodio de la Transfiguración, pero en los detalles vemos que hay una constante referencia a la presencia eucarística del Señor, lo cual nos hace vincular aquel cuerpo glorificado con la hostia gloriosa…Dios se hace hombre para que el hombre sea como Dios….Dios humanizado, el hombre divinizado.
Esta frase no nos puede dejar indiferentes. Ya lo leemos en el inicio de la revelación, al momento de ser creado el hombre y la mujer “a imagen y semejanza de Dios”. Desde el primer instante, la vida humana va de la mano de su Creador, por lo que no se entiende ningún aspecto de nuestra realidad sin la necesaria referencia a Dios, que a su vez, muestra su intimidad trinitaria en ese momento: “hagamos…a nuestra…imagen”, revelando el primer misterio, fundante de nuestra fe católica como es el de la Santísima Trinidad.

Constantemente debemos luchar por la falsa autonomía del hombre y la sociedad de nuestro Dios. El secularismo existencial y el liberalismo personal que nos hacen tener una doble vida y aplicar un doble estándar en nuestra vida moral. Nuestra identidad o está con Dios o se diluye. Y eso es lo que acontece en el Paraíso terrenal como en el Monte Tabor.

La expresión de los discípulos (Pedro, Juan, Santiago) en aquel monte no puede ser más elocuente: “Señor, que bien estanos aquí”. Siempre resulta fructuoso para la vida espiritual recordar los momentos de cercanía con nuestro Dios, particularmente donde en nuestros afectos primeriaba el amor a Dios sobre todo lo demás. Acaso ¿no fue así en nuestra Primera Comunión? ¿No percibimos estar realmente en amistad con Dios en nuestra Primera Confesión?

Y, en los actos de devoción particular, como es la Adoración al Santísimo, el rezo al Santo Rosario, la peregrinación a algún Santuario, ¿no encendían mayores deseos de perfección y virtud?

El envejecimiento del alma deviene por la pérdida de nuestra identidad, por el alejamiento del primer amor a Dios que es necesario retomar con decisión: el mundo  es triste porque camina en tinieblas, entre sombras. Es curioso verificar que quienes se hunden en la bohemia nocturna porteña vistan mayoritariamente de tonos oscuros…más, por cierto, del que escasamente suelen vestir actualmente los clérigos…que si ellos visten de vivos colores.

Cuando Dios es el pariente pobre de nuestro tiempo, de nuestro querer, de nuestras acciones, es que hemos olvidado que Jesús nos invita a redescubrir la vida de Dios presente en cada uno desde el día de nuestro bautismo por medio de la gracia santificante.

Estamos llamados a ser hijos de Dios, no hijos de la tierra. El Apóstol es claro: “Sois ciudadanos del Cielo”. La bondad de la vida presente debe ser tenida en vista al bien definitivo que es estar con Dios, lo cual,  sólo puede ser participado de manera permanente, aún más ¡para siempre!

Por esto, la mirada de los discípulos a quedarse instalados en lo alto del Tabor les llevaba a desentender la ocasión de Cielo (Vida Eterna) que tenían: ¡Sed perfectos como mi Padre de los Cielos es perfecto!

Entonces, no debemos permanecer esclavizados a los apegos o afectos desordenados, por medio de los cuales: no sentimos lo que debemos sentir, no pensamos lo que deberíamos pensar, no juzgamos rectamente, no hacemos lo que se debe hacer, no se va donde se debe ir, ni se está donde se debe estar. De lo anterior se desprende que todas las decisiones hechas en instancias de un desorden interior, donde Dios es el primer marginado, ofuscada la razón y el sano juicio, terminemos optando por actos injustos con Dios  y con el prójimo.

Un antídoto para mejorar tenemos en la mortificación, palabra olvidada por nuestros “colegas de la fe” y cuyo desprecio nos hace constatar el origen de tantos males de la vida presente, renuente a todo espíritu de sacrificio. Ante una sociedad que todo lo quiere llenar, ¿Tiene sentido controlar los sentidos?

a). Es necesario educar nuestra vista: Una cosa es ver y otra mirar. Insertos en una sociedad de consumo que da paso a la sociedad de la imagen que profusamente destaca actitudes lascivas y violentas, debemos abstenernos de no ceder a su vorágine, a no seducirnos por la espiral  que lleva inevitablemente a males morales difíciles de desarraigar, y que conlleva a nuevos pecados.

El Rey David por mirar a quien no debía terminó matando a quien estimaba…Dice un antiguo refrán inglés: “la curiosidad mató al gato” (curiosity killed the cat)…y al alma del rey David le condujo al adulterio, a la mentira, a la traición, al asesinato, y a la dureza del corazón

Ni la curiosidad ni la falsa argumentación de un liberalismo adulto y de un supuesto criterio formado justifica acostumbrar la vista a lo malo.

Jesús al inicio de su predicación dijo: “Bienaventurados los limpios de corazón porque verán a Dios” (San Mateo V, 8), añadiendo después que “todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en el corazón” (San Mateo V, 27-28).

b). Es necesario educar el oído: Hace décadas se hizo un estudio respecto de la influencia de la música en el niño al interior del vientre materno. Muchas consecuencias tuvo el resultado de ese estudio, entre otros se editó abundante “música para niños por nacer”.

Si ya hay consecuencia a sólo meses de ser gestado, ¿Cuánto será la influencia de lo que escuchamos ya mayores?

Evitemos la estridencia cultural que llega por profusión de noticias, comentarios y editoriales. Recuerdo a nuestro querido Prefecto de Estudios del Pontificio Seminario de Lo Vásquez, que siempre recomendaba: “no lean editoriales”.


Por el imperativo de la caridad fraterna debemos evitar comentarios inconducentes y abstenernos de participar en conversaciones en que quede mal expuesta e innecesariamente la fama del prójimo. Este tiempo podemos moderar nuestros oídos y regalarles mayor tiempo de silencio.

Ante el “ruido social” imagen de la masividad de una vida acostumbrada al pecado debemos por medio de la mortificación y la penitencia decir a nuestro cuerpo que en él los instintos no tienen la última palabra.

Sigamos en el Monte Tabor: “Y entonces una voz dijo: Este es mi hijo amado, escuchadle” (San Marcos IX, 7). El Padre Eterno que habla definitivamente por medio de su Hijo.
Es la voz de Dios, que invita a recordar que “sois la carta de Cristo” (2 Corintios II, 3) que por medio de la vivencia de la caridad, de las virtudes y la recepción de los dones, escribe “no con tinta” ni los papiros, sino en la “tabla del corazón humano”.
Desde que Cristo asume nuestra condición humana, “et habitabis in nobis”, la historia del hombre es historia de salvación, por lo que debemos participar del misterio de Cristo Transfigurado para ser un texto vivo que pueda ser descifrado por quienes están a nuestro alrededor.

En la actualidad se habla mucho de la pastoral. Colegios, institutos, seminarios, todo apunta a un activismo desenfrenado, visible y promocionado. Se tiene que ver lo que uno hace, para ello, las denominadas redes sociales Facebook, Instagran)  y diversas páginas sociales de algunos medios de comunicación lo señalan profusamente.

Mas, diremos que la primera urgencia pastoral hoy es la pastoral del alma; parafraseando –por cierto- la originalidad del sacerdote francés que señaló: “el alma del apostolado es el apostolado del alma”. Nada más urgente, nada más necesario, nada más importante.

Cuando hacemos penitencia, o procuramos tener una vida ordenada y espiritualmente creciente no es un acto individualista, sino personal, pero que tiene una notable ascendencia hacia la vida de toda nuestra Iglesia, por lo que, una vida penitente y mortificada, contribuye eficazmente  a la santidad de toda ella.
El Verbo de Dios se hizo carne, y habitó entre nosotros (Verbum caro factum est et habitabis in nobis) ¡Que Viva Cristo Rey!




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