DOMINGO / VIGÉSIMO PRIMERO / TIEMPO COMÚN / AÑO
2017
1. “¿Qué dice la gente sobre el hijo de Dios?”.
Los personajes citados por los Apóstoles al
responder no fueron elegidos al azar. El profeta Elías era un icono de la fe de los
israelitas, que en un momento de desesperación pidió al Señor que incluso le
quitase la vida: “No soy mejor que mis
antepasados”, quienes “no son más que
huesos y cenizas en la tumba, y que no pueden hacer nada bueno por nadie” (Eclesiástico IX, 10). Todo ha
sido infructuoso por lo que se pregunta para qué seguir viviendo. ¡Basta! Es la
expresión que en la Sagrada Escritura encontramos en quienes se han esforzado
por seguir fieles al señor: Rebeca, Jacob, Moisés, Job (Génesis
XXV, 22; XXXVII, 35; Números XI, 13-15; Job XIV, 13).
Sin duda vieron que Jesús en medio de los tiempos
adversos no declinaba en su mensaje, sus
desafíos no dependían del clima ni de las circunstancias de las cuales hay
tantos moralistas que viven esclavizados. Que los tiempos son difíciles
nadie lo puede negar, y parecen haber análisis comparados con similares
resultados, pero es en la solución donde encontramos las diferencias
sustanciales: apoyarse en Dios es el camino, y es lo que los Apóstoles vieron
hacer al Señor, y que la gente en general veía al Señor recurrir a su Padre Eterno
en todo momento.
Vieron en aquel profeta, lo mismo que hacia
Jesús: Elías caminó 320 kilómetros hasta llegar al Monte Horeb (Sinaí), el
mismo lugar donde Dios se apareció a Moisés en la zarza ardiente y donde
entregó los Diez Mandamientos. Jesús dijo “el que me ama cumple mis mandamientos”, a un joven dijo: “tu ve y cumple todos los mandamiento para
ser bienaventurado”. Su actitud de peregrino, de encaminar sus pasos hacia
las alturas de Jerusalén les hizo referirlo a aquel antiguo profeta: Elías.
Pero, entre los nombrados encontramos a otro
profeta de gran importancia como es Jeremías. Este sufrió mucho pues debió dar
testimonio en tiempos de crisis: sus cercanos y lejanos le eran esquivos y
reacios: “mi pueblo es insensato, no me
reconoce, son hijos necios que no recapacitan, son diestros para el malo e ignorantes para el bien” (Jeremías
IV, 22).
El tiempo en que vivió el profeta estaba
marcado por la crisis y la incertidumbre, tal como era el tiempo donde Jesús
vivió, pues Israel estaba sometido al poder del Cesar, y todo resultaba
cambiante e incierto. El testimonio dado por el profeta estaba cubierto de
severas amonestaciones lo que le hacía muy impopular: “es un pueblo que tienes ojos y no ve, tiene oídos y no oye” (V, 21).
A pesar de la cerrazón Jesús no guarda
silencio, recordándoles que han cometido cuatro grandes faltas: primera, el haber abandonado al Señor, olvidando
todo lo que Dios ha hecho por ellos han corrido a adorar dioses falsos: “Porque me abandonaron, quemaron incienso a
dioses extranjeros y se postraron ante las obras de sus manos” (Jeremías
I, 16). Nuestro
Dios es un Dios que ama entrañablemente: ¡un Dios que llora! ¡Un Dios que sufre!
Y, los Apóstoles vieron a Jesús llorar y lamentarse por la dureza del corazón
de los judíos.
La segunda son las múltiples injusticias cometidas. Por eso les recrimina la
insensibilidad hacia los más necesitados. El pueblo de Dios sordo y ciego ante
la miseria de los hijos de Dios: “Sus
casas están llenas de fraude, rebosan de malas palabras (garabatos), no juzgan
según derecho” sino que, hasta en sus tribunales, están ahogados de suposiciones, presunciones
y prejuicios antojadizos. “No defienden
la causa del huérfano ni sentencian a favor de los pobres” (Jeremías V, 26-28). Olvidar
a Dios necesariamente conlleva a despreciar su obra, cuya cumbre es la persona
humana, por lo que son los que no tienen, los que no pueden, los que no son,
los que sufren en primera persona las consecuencias de una sociedad que se alza
como si Dios no existiera.
La tercera, es la banalización de lo sagrado: Los israelitas iban al templo,
realizaban múltiples rituales y variadas oraciones diarias, todo lo cual les
llevo a caer en la rutina en la tentación de asegurar la salvación no en la
gratuidad del amor de Dios sino el los rituales hechos por ellos llenos de
aplausos, bailes y excentricidades. Jeremías profetizo: “Vuestros holocaustos no me agradan, vuestros sacrificios no me son
gratos” (Jeremías VI, 20).
Jesús igualmente increpó las falsas seguridades
de los “expertos en biblia”, de los “expertos en lo sagrado” señalándoles
que nada puede anteponerse al amor a Dios en todo y en todos.
Finalmente, la cuarta falta que enrostraba el
profeta Jeremías fue el olvido del Día
del Señor. El tercer precepto del Decálogo, enseñado en nuestro Catecismo
Católico nos pide “santificar el Día del
Señor, acudiendo a la santa Misa completa los domingos y fiestas de guardar”.
“Así dice el Señor. Guardaos muy bien de llevar cargas el día del Señor ni
hagáis trabajo alguno; santificad el Día del señor como mandé a vuestros
padres” (Jeremías
XVII, 21.22).
Según lo anterior, los profetas citados daban
muchas luces sobre el Mesías esperado, al que los contemporáneos del Señor no
debían desconocer, salvo que se hicieran
los desentendidos. Mas, es evidente que lo relacionaban con alguno de ellos,
pues Jesús habló y habla en momentos de profunda crisis como el actual.
Con el dedo acusador es fácil indicar las
debilidades y maldades de los antiguos miembros del Pueblo de Dios…recordemos
que cuando señalamos con el dedo a otros, hay otros tres que nos acusan: abandonamos a Dios
por los falsos dioses, del tener, del poder y del placer; cuando hemos dejado
de estar atentos a las necesidades de
los más necesitados; y cuando hemos aceptado la falsa religiosidad del
liberacionismo adorando tantas modas y circunstancias.
¡Hemos colocado a la Iglesia no al servicio de
llevar al mundo hacia Dios, sino que estamos empecinados en esclavizar a Dios
ante los criterios mundanos! ¡Callamos lo voz de Dios con los gritos de
un mundo que es renuente a su Palabra y a su santa voluntad!
Hay un antiguo refrán que señala que “el cojo siempre le echa la culpa al empedrado”. No tengo
nada contra los que renguean, porque yo mismo lo hago desde que enfermé, por
eso –menos aún- no hagan caso del otro refrán sobre mis colegas: “no hay cojo bueno”… ¡Hay excepciones!
cojeaba San Junípero Serra, misionero franciscano de la costa este de Estados
Unidos, cojeaba San Ignacio de Loyola,
fundador de la Compañía de Jesús; y cojeaba San Juan Pablo II, el Papa
misionero de nuestro tiempo.
Más, por experiencia puedo decir que es verdad
que cuando uno tropieza lo primero que tiende a hacer es culpar a otros,
que tienen las calles en tal o cual estado. Pero siempre se concluye que fue
por inadvertencia, descuido o prisa, que uno no se fijó debidamente por dónde
iba.
Algo semejante ocurre al momento de reconocer
nuestra identidad y fidelidad religiosa, pues siempre se tiende a culpar a
otros de nuestro poco compromiso, de nuestras debilidades y mezquindades.
Si el que tropieza culpa a las piedras, nosotros culpamos a sacerdotes
catequistas, feligreses, jóvenes, ancianos, luego seguimos por
“circunstancias”: mucho frio, mucho calor, muy temprano muy tarde, y así
siempre encontramos una “aparente” justificación
para nuestra débil sino nula vida como católicos practicantes, lo cual para la
gran mayoría secular reinante resulta un atisbo de integrismo y fanatismo.
Sin duda, al escudar nuestra culpa en
terceros, tal como el cojo lo hace con hoyos y piedras, no acabamos de
convertirnos realmente como discípulos y testigos de la verdad que implica el
hecho estar con Cristo en el corazón.
2. ¿Qué dicen ustedes del Hijo de Dios?
En el Evangelio descubrimos que la vida de los Doce
Apóstoles se enfrenta a un momento de un antes y un después. Nada será igual
después de este diálogo.
Las dos preguntas de Jesús son un momento de inflexión
para ellos, cuya respuesta involucra la totalidad de su vida, con
los hermosos momentos que tendrán al acompañar a Jesus, como el desprecio y persecución
que implicara la consecuencia de sus actos con las enseñanzas del Señor. ¡Si
Jesús fue perseguido y condenado ellos no pueden pretender un futuro al margen
del misterio de la cruz!
Por desgracia, en la actualidad el secularismo
ha corroído la vida del católico hondamente, haciendo que la fidelidad, el amor
a la verdad, el cumplimiento a los mandamientos del decálogo, el seguimiento
del magisterio pontificio perenne, la vivencia del espíritu de las
bienaventuranzas, las diversas obras de misericordia espirituales y corporales
sean postergadas y escondidas del horizonte existencial del creyente.
No hay una forma
católica de vida hoy, porque la fe está diluida a causa que se pretende vivir de manera “bicéfala”…es decir, con un pie junto a Dios…con otro pie en las
cosas mundanas, por lo que finalmente la Iglesia es despreciada a causa de su tibieza e inconsistencia pues no termina
por convencer al mundo…ni a su Dios.
Con las mismas palabras y convicción que el
Apóstol San Pedro respondió a Cristo ayer,
hemos de procurar hacerlo hoy: “Tu
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”…Respirar como
católicos…transpirar como católicos, esto es que todo lo que este en nuestro
corazón, como lo que hagamos tenga la impronta de una fe a la vez, convencida y
convincente.
Sólo así el mundo retornará a Dios, tal
como lo hizo durante la predicación de los Apóstoles en el amanecer de la vida
de nuestra Iglesia, donde la fe se expandía con fuerza gracias a la
fidelidad hecha muchas veces martirio…Recordemos
que “la sangre de los mártires es semilla
de nuevos cristianos”.
En consecuencia una Iglesia sin mártires,
una Iglesia donde el mundo secularizado la aplauda y vitoree sólo cuando ésta se aleja de la voz
y voluntad de Dios, callando, y ocultando su identidad, poco fruto dará… siendo
semejante a un árbol estéril, seco, inerte. La campana muda que habla San Pablo.
Imploremos a la Virgen Santísima, ya culminando
el Mes de la Caridad Fraterna, que como creyentes nunca olvidemos este episodio
ocurrido en la localidad de Cesarea de Filipo,
donde San Pedro Apóstol reconoció a Jesús como el Mesías presente en
medio de ellos. ¡Que Viva Cristo Rey!
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