jueves, 15 de octubre de 2020

TEMA :      “LA PAZ COMO FRUTO DE UN CORAZÓN PURO”.

FECHA: HOMILÍA DOMINGO XXVII° TIEMPO COMÚN / OCTUBRE 2020

En cierta ocasión leí el relato hecho con ocasión de la caída de Jerusalén el año 70 .  Es impresionante la crudeza del historiador (Flavio Josefo) que parece describir con mayor fuerza que lo que actualmente una imagen de video puede mostrar, porque la imaginación reviste tonos, sonidos a lo que no parece tenerlo. Luego de este episodio San Mateo escribe el relato que hemos escuchado.  Hay una severa advertencia a valorar debidamente las gracias recibidas de las cuales estamos llamados a multiplicar y compartir.

El Catecismo de la Iglesia habla de la Iglesia con dos de las imágenes que hoy conocemos: “Viñedo de Dios” y “Edificación de Dios”. Lo que invita a una lectura desde nuestra corresponsabilidad con la Iglesia cuya finalidad y más necesaria contribución es la santidad según lo cual los mejores hijos de la Iglesia fueron, son y serán, los santos,  muy diferente de los que dan nombre a esta parábola de los labradores malvados.

La  lectura del Evangelio nos muestra la segunda parábola que forma parte de un triduo,  cuyo inicio conocimos el domingo anterior, donde consideramos la importancia de cumplir la voluntad de Dios. De la indiferencia de dos hijos pasamos a la violencia de los “arrendatarios del campo”, y luego veremos a los invitados a la boda que se auto confinan despreciando a Aquel que los convocó.

Si una semana atrás Jesús nos invitaba a cumplir la voluntad de Dios, ahora nos pide rectificar la intención, lo cual, es tarea de siempre. Esto implica no necesariamente hacer nuevas cosas, no caer en el juego de la búsqueda infructuosa de novedades y originalidades, consecuencia de una latente inmadurez espiritual,  que suele avergonzarse de la fidelidad perseverante cediendo al facilismo de complacer los criterios mundanos.

En momentos que resulta mas fácil callar que hablar sobre Dios, cuando percibimos una audiencia favorable a la exclusión de Dios, cuando la espontaneidad es favorecida con la aceptación permanente de lo banal, perecedero, es ese momento donde debemos preocuparnos si acaso hemos de corregir el camino hecho pues,  como creyentes nos preguntamos: ¿Qué tipo de felicidad y realización personal y social puede haber en aquella que pasa por tener a Cristo como un peregrino que viene y se va, como un adorno que por la moda luce o desluce, o un accesorio que tan pronto se usa como se desecha?

En el Antiguo Testamento  el viñedo es imagen del pueblo de Dios, de la cual Él es quien planta, cuida y protege. En la plenitud de los tiempos, no sorprende que nuestro Señor utilizase frecuentemente la cita de ejemplos cotidianos del quehacer agrícola puesto que  formaba parte de su vida, y ahora esa viña es imagen del Reino de Dios, iniciado con el advenimiento de Cristo y que culminará cuando “todo sea recapitulado en Jesucristo”…sea Él todo en todo.

Por cierto, la viña se arrienda para sacar los frutos a su debido tiempo cosa que no aconteció y es profetizado por Isaías: “Ahora cantaré para mi amado el cantar de mi amado a su viña. Tenía mi amado una viña en una ladera fértil. La había cercado y despedregado y plantado de vides escogidas; había edificado en medio de ella una torre, y hecho también en ella un lagar; y esperando que diese uvas, y dio unas silvestres”.

Aquel pueblo que Dios eligió con Abrahán, al que hizo salir desde Ur de Caldea hasta la tierra de bendición,  fue conducido donde fluía “leche y miel”, con la promesa, palabra y alianza de Dios mismo. Aquellos israelitas experimentaron por años, décadas y siglos,  las bondades de Dios, como también, en igual período, no dejaron de experimentar las consecuencias que implicaba olvidarlo y oponerse a su voluntad, debiendo ver su tierra destruida, viviendo como pueblo elegido por Dios un largo tiempo de nueva esclavitud en Babilonia, y, finalmente,  verificando la destrucción del templo. Pasado los años nuevamente la tentación  a muchos israelitas les hizo rechazar al Mesías esperado con consecuencias aún por descubrir.

          Caída de Jerusalen, año 70 d.C.

Y lo que le ha pasado a los hijos de la Alianza hecha por Dios, ha sido sobrellevada en primera persona por quienes no han priorizado debida y oportunamente el amor a Dios,  sobre diversas realidades de una vida que pasa y no trasciende, al punto que cualquier urgencia suele ser puesta por encima de lo único que importa, cual es,  cumplir la voluntad de Dios en toda circunstancia.

Verifican así que  una viña donde el Dueño del Campo es dejado de lado termina no solo en la mezquindad de una comunitaria falta de alimentos sino del crecimiento de una desnutrición lo que,  en el plano de la vida espiritual,  se manifiesta  en las denominadas “obras de la carne”: “Adulterio, fornicación, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, peleas, celos, iras, guerras, herejías, disensiones, envidias, homicidios, borracheras (vicios), promiscuidad y cosas semejantes” (Gálatas V, 16-21).

Quien obstinadamente actúe de esa manera, y se deje llevar por ese “estilo” de vida no será ciudadano del Cielo nunca si acaso no se arrepiente  y se convierte a una vida nueva en Jesucristo.

Mas, el Apóstol  San Pablo nos enseña los frutos de una vida que procura estar llena del amor a Dios, que es Padre, Hijo y, Espíritu Santo: “Caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad,  fe, mansedumbre, y templanza” (Gálatas V, 22-26). ¡Qué diferente es una vida con Cristo que una erigida de espaldas a Cristo!

Lo cual,  necesariamente se traducirá en alzar una sociedad donde se respete la libertad en la especificidad de cada persona, donde el fortalecimiento de las virtudes encuentre en la institución familiar su mejor campo de crecimiento, donde la educación  académica incluya valores y religión en cada una de sus etapas, permitiendo que la excelencia no quede reducida a determinados sectores  y estratos (no podemos aceptar que todos caminen descalzos ¡patines para todos en la educación partiendo por la formación religiosa!, donde el trabajo personal permita la realización vocacional de cada uno, donde la sociedad reconozca los deberes y derechos de la persona, desde su concepción  hasta su muerte natural evitando que un tumulto, colectivo o jauría dictamine por ley respecto de quien puede nacer, cuantos pueden vivir y quien debe morir, pues,  es el Estado el que ha de colocarse  al servicio de la persona y no la persona esclavizada a los pies de un estado absolutista.

Nuestra Madre Santísima, a la que saludamos hoy como Reina de los Ángeles, le pedimos que nos obtenga de manos  de su Hijo la gracia de poder tener rectitud (pureza) de intención en cada acción como enseña Santo Tomás de Aquino: “El corazón del hombre camina derecho cuando va de acuerdo con la voluntad de Dios” (Sobre el Padre Nuestro I, c. 142).

Recordemos que la paz profunda es fruto de un corazón puro, por lo que iniciado en nuestra Patria el Mes de la Familia, vamos a pedir que esa paz impere de manera permanente al interior de cada  hogar, en cada miembro de nuestras familias, en circunstancias,  donde estamos batallando para disminuir una pandemia viral y donde asumiremos la de erradicar la impureza del egoísmo, de la violencia, de la tibieza espiritual y de una apostasía que -a esta hora- resulta innegable en muchas partes del mundo, de la cual, no está marginada nuestra Patria.

¡Que Viva Cristo Rey!





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