jueves, 28 de marzo de 2024

 

 TEMA  :   “ABRIENDO LAS PUERTAS DE NUESTRA CIUDAD”

FECHA: HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS /  MARZO 2024 / CHILE

Año a año revivimos la entrada de Jesús a la ciudad de Jerusalén. Para unos puede resultar una “costumbre” de raíz religiosa en la cual se participa casi por inercia, para otros,  el acto de agitar los ramos puede ser “entretenido” lo que responde mucho a los criterios reinantes en nuestra época. Alguno quizás lo hará por encontrar novedoso el gesto de caminar y mover los ramos. Lo cierto es que constituye una de las celebraciones a la cual suele acompañar un número importante de fieles  de la “primera línea”, que son los que habitualmente asisten al culto, pero que abarca un numero aun mayor de quienes lo hacen ocasionalmente, lo que es una oportunidad para retomar el compromiso hecho desde la primera juventud, y asumir con seriedad nuestra condición bautismal.

No fue sorpresa que Jesús entrase a la ciudad santa de Jerusalén, lo hacía con regularidad año a año desde cumplidos los doce años dando cumplimiento a los preceptos que establecía los escritos santos atribuidos a Moisés. Por otra parte, de manera gradual fue anunciando a sus discípulos el modo cómo iba a morir: ”Desde entonces comenzó Jesús a decir va sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día” (San Mateo).

Como cualquier persona los Apóstoles estuvieron algo cegados por el éxito fácil al verificar el entusiasmo que despertaban los milagros hechos por el Señor, por lo que anhelaban ser prontamente liberados de la invasión de turno en su Patria, y ocupar un lugar de privilegio en el reino prometido, tal como fue lo solicitado por la madre de dos de ellos.

Al igual que los Apóstoles verificamos que ni la consistencia de los milagros hechos fue evidencia suficiente para quienes unos días después vociferarían “que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros descendientes”; de modo similar,  las enseñanzas que llevaban a la admiración y aprobación inicial darían paso luego a las condenas y cuestionamientos: “!Ha blasfemado! ¡Por quien te tienes! ¡No necesitamos más testimonios!” Silenciados los clamores de reconocimiento, tranquilizadas las palmas y olivos batientes, dejados atrás sentimientos y entusiasmos –que por su naturaleza suelen extinguirse- es la hora que el paso resuelto de Jesús llegue hasta el centro de aquella ciudad y se de pleno cumplimiento a lo anunciado desde antiguo.

Recobrarán importancia por su actualidad los anuncios del profeta Isaías respecto del denominado  siervo sufriente, cuyo rostro “no tendría figura humana” a causa del maltrato recibido, lo cual no ha de entenderse sólo desde la perspectiva física sino también, desde la dimensión espiritual de su alma humana que cinco días después en dirá: “mi alma está profundamente conmovida”, llegando al punto de “sudar sangre” en el Huerto de los Olivos. La humanidad de Jesús era algo absolutamente real, no era una simple apariencia ni una indumentaria que se podía cambiar según las circunstancias. Si se alegró de verdad como hombre, de modo semejante lo hizo al momento de padecer, con la salvedad que siendo Dios verdadero, sus padecimientos no son comparables con ninguno de los hubiésemos padecido por permanentes y dolorosos que han sido.

¿Quiénes fueron los primeros en reconocer a Jesús? La respuesta nos lleva a las orillas del Lago de Cafarnaúm donde Simón Pedro a nombre de los Apóstoles y en la más estricta  “clausura” –por así denominarla- reconoció a Jesús como el “Hijo unigénito de Dios”, “el Hijo del Dios vivo”. Aquella fue una profesión de fe valiente y original, más limitada en lo confidencial, sólo lo supieron los que eran parte de los Doce Apóstoles.

Hoy Domingo de Ramos, conmemoramos la triunfal llegada de Jesús, que es primeramente reconocida por los más pequeños y jóvenes del lugar que trenzando algunos ramos los batieron a modo de saludo triunfal, tal como solían reconocer a los mejores hijos de sus pueblos, gritando a voz alzada: “Hosanna al Hijo de David, bendito es el que viene en el nombre del Señor”. ¿Qué llevó a los más jóvenes a reconocer en Jesús el Mesías esperado? ¿Qué vieron en el Señor distinto y superior al resto de los que frecuentemente se autodesignaban como salvadores? ¿Qué llevó a los jerosolomitanos a reconocer en Jesús el único  Salvador que sí salva?

Vamos al Santo Evangelio y lo descubriremos. No ocultando su condición real llegó a esa ciudad montado sobre un animal que era el que habitualmente usaban para no sólo trasladarse, sino que los reyes de Israel lo utilizaban para el día de su coronación tal como leemos en el profeta Zacarías: “Alégrate mucho, oh hija de Sion, da voces de júbilo, oh hija de Jerusalén, he aquí tu rey que viene a ti, justo y trayendo salvación, humilde y montado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna” (IX, 9).

Existía entonces una esperanza en vistas a la llegada del Mesías, lo cual anhelaban les liberare de todas las miserias en que están sumergidos desde hace siglos, y que permanecían como amenazas siempre latentes: Durante siglos en Egipto en condición de esclavos hasta que Moisés los liberó, medio siglo en Babilonia donde fueron deportados cediendo muchos  ante una cultura abiertamente idolátrica. Setenta años después cayeron en manos del imperio de los persas donde dejaron de ser esclavos para ser sirvientes. No paso mucho, y estuvieron en veinte años en bajo cinco “manos” distintas que les sometían uno tras otro. Luego, vinieron los griegos que procuraron helenizar a los israelitas por medio de la adoración a los dioses falsos, tal como dice el último de los libros del Antiguo Testamento: “veían que el reino de los griegos tenía a Israel sometido a servidumbre”  (1 Macabeos VIII, 18).

Todo lo anterior nos hace pensar cómo estaban los israelitas ahora bajo el poder e influjo del imperio romano. Temor, desesperanza, violencia, incertidumbre, nada bueno avizoraba el futuro, hasta la irrupción de un hijo de carpintero nacido en la Palestina en la ciudad de Belén, que se presentaba revestido de humildad y sencillez,  pero que enseñaba con autoridad y había mostrando un sorprendente poder milagroso.

Aquella mañana de Domingo pareció ser más luminosa con la llegada de Jesús. Él era la respuesta del Cielo a la miseria de tantos siglos. De manera insistente Jesús había dado a entender que su misión  era “salvar lo que estaba perdido” a causa del pecado, por lo que sobre los sistemas, las formas de gobierno, y los poderes subyace su misión que implica en todo momento cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos.

Ingresó a la “Ciudad Santa” de Jerusalén con la conciencia plena de lo que debía hacer: El día de la Encarnación del Verbo, asumió la condición humana, sin dejar de ser Dios, por lo que se hizo semejante en todo –menos el pecado- para el hombre fuese semejante a Dios: se hace uno de los  nuestro para que nosotros seamos participes de su vida. Lo anterior tuvo un costo, cual es, que Jesús debió cargar con el peso de  los pecados de todos y en todo.

Jesús miraba en lo inmediato pero contemplaba “más allá”…en un presente eterno,  el proceso condenatorio que se avecinaba: Los “hosannas” parecían mezclarse con aquel “crucifícale”,  el reconocimientos de los jóvenes y niños “eres el Mesías” al eco de la triple negación: “yo no lo conozco”, “no sé quienes” y “nunca lo he visto”.

Hoy,  cada uno en su alma está llamado a ser parte de esta entrada triunfal del Señor no como un espectador pasivo y cómplice de las acciones y palabras de otros, sino a optar en primera persona al lugar que el Señor espera que tomemos.

No se trata de simplemente recordar lo pasado hace dos mil años, ni sólo de revivir una antigua tradición heredada de nuestros antepasados, es necesario ser testigos veraces de lo que cada uno ha recibido en su vida del Cielo, de lo cada uno ha hecho por Quien nada se ha dejado para sí, pues fue capaz de entregar su vida misma en un par de maderos cruzados como señal no de una condenación ignominiosa -como consecuencia de una acción mala-  como era hasta entonces, sino que ahora aquella cruz representaría de generación en generación la más grande de las victorias en la cual, se escribió que el amor es más fuerte que el pecado, que el amor siempre terminará doblegando todo egoísmo, y que el amor será el estandarte de los que lleguen a la Jerusalén  cuyo sol no conocerá el ocaso.   

A partir de hoy, vienen días intensos de revisión y conversión de vida, en los cuales, en medio de la vorágine y trajín que implica cada día el estudio y el trabajo, no dejaremos que sea una semana más como las otras, porque a lo largo de ella Jesucristo muere y resucita por cada uno de nosotros.

De modo especial, lo que es nuestra convicción religiosa no quedará en las cuatro paredes de nuestros templos ni albergada en los límites de nuestra conciencia, sino que procuraremos que lo que reconocemos como bueno y necesario para nosotros ha de conocerlo quien está llamado a hacerlo por medio de nuestro testimonio.

Al considerar el apostolado no hay lugar a la negligencia y a la desidia, por el contrario, mirando el entusiasmo de quienes abrieron las puertas de la ciudad de Jerusalén para recibir a Jesús, dedicaremos el mejor de los esfuerzos para abrir las puertas de nuestros corazones, abrir las puertas de nuestros hogares, abrir las puertas de nuestras instituciones, abrir las puertas de nuestros proyectaos a Jesús que viene y que le decimos: “Hosanna al Hijo de David, bendito es el que viene en el nombre del Señor Dios”.

¡Que Viva Cristo Rey!





















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