TEMA :
“ABRIENDO LAS PUERTAS DE NUESTRA CIUDAD”
FECHA: HOMILÍA DOMINGO DE RAMOS / MARZO 2024 / CHILE
Año a año revivimos la entrada
de Jesús a la ciudad de Jerusalén. Para unos puede resultar una “costumbre” de raíz religiosa en la cual
se participa casi por inercia, para otros,
el acto de agitar los ramos puede ser “entretenido” lo que responde mucho a los criterios reinantes en
nuestra época. Alguno quizás lo hará por encontrar novedoso el gesto de caminar
y mover los ramos. Lo cierto es que constituye una de las celebraciones a la
cual suele acompañar un número importante de fieles de la “primera
línea”, que son los que habitualmente asisten al culto, pero que abarca un
numero aun mayor de quienes lo hacen ocasionalmente, lo que es una oportunidad
para retomar el compromiso hecho desde la primera juventud, y asumir con
seriedad nuestra condición bautismal.
No fue sorpresa que Jesús
entrase a la ciudad santa de Jerusalén, lo hacía con regularidad año a año
desde cumplidos los doce años dando cumplimiento a los preceptos que establecía
los escritos santos atribuidos a Moisés. Por otra parte, de manera gradual fue
anunciando a sus discípulos el modo cómo iba a morir: ”Desde entonces comenzó Jesús a decir va sus discípulos que Él debía ir
a Jerusalén y padecer mucho de parte de los ancianos, de los príncipes de los
sacerdotes y de los escribas, y ser muerto y resucitar al tercer día” (San
Mateo).
Como cualquier persona
los Apóstoles estuvieron algo cegados por el éxito fácil al verificar el
entusiasmo que despertaban los milagros hechos por el Señor, por lo que
anhelaban ser prontamente liberados de la invasión de turno en su Patria, y
ocupar un lugar de privilegio en el reino prometido, tal como fue lo solicitado
por la madre de dos de ellos.
Al igual que los
Apóstoles verificamos que ni la consistencia de los milagros hechos fue
evidencia suficiente para quienes unos días después vociferarían “que su sangre caiga sobre nosotros y
nuestros descendientes”; de modo similar, las enseñanzas que llevaban a la admiración y
aprobación inicial darían paso luego a las condenas y cuestionamientos: “!Ha blasfemado! ¡Por quien te tienes! ¡No
necesitamos más testimonios!” Silenciados los clamores de reconocimiento,
tranquilizadas las palmas y olivos batientes, dejados atrás sentimientos y
entusiasmos –que por su naturaleza suelen extinguirse- es la hora que el paso
resuelto de Jesús llegue hasta el centro de aquella ciudad y se de pleno
cumplimiento a lo anunciado desde antiguo.
Recobrarán importancia
por su actualidad los anuncios del profeta Isaías respecto del denominado siervo
sufriente, cuyo rostro “no tendría
figura humana” a causa del maltrato recibido, lo cual no ha de entenderse
sólo desde la perspectiva física sino también, desde la dimensión espiritual de
su alma humana que cinco días después en dirá: “mi alma está profundamente conmovida”, llegando al punto de “sudar sangre” en el Huerto de los
Olivos. La humanidad de Jesús era algo absolutamente real, no era una simple
apariencia ni una indumentaria que se podía cambiar según las circunstancias.
Si se alegró de verdad como hombre, de modo semejante lo hizo al momento de
padecer, con la salvedad que siendo Dios verdadero, sus padecimientos no son
comparables con ninguno de los hubiésemos padecido por permanentes y dolorosos
que han sido.
¿Quiénes fueron los
primeros en reconocer a Jesús? La respuesta nos lleva a las orillas del Lago de
Cafarnaúm donde Simón Pedro a nombre de los Apóstoles y en la más estricta “clausura”
–por así denominarla- reconoció a Jesús como el “Hijo unigénito de Dios”, “el Hijo del Dios vivo”. Aquella fue una
profesión de fe valiente y original, más limitada en lo confidencial, sólo lo supieron
los que eran parte de los Doce Apóstoles.
Hoy Domingo de Ramos,
conmemoramos la triunfal llegada de Jesús, que es primeramente reconocida por
los más pequeños y jóvenes del lugar que trenzando algunos ramos los batieron a
modo de saludo triunfal, tal como solían reconocer a los mejores hijos de sus
pueblos, gritando a voz alzada: “Hosanna
al Hijo de David, bendito es el que viene en el nombre del Señor”. ¿Qué
llevó a los más jóvenes a reconocer en Jesús el Mesías esperado? ¿Qué vieron en
el Señor distinto y superior al resto de los que frecuentemente se autodesignaban
como salvadores? ¿Qué llevó a los jerosolomitanos a reconocer en Jesús el
único Salvador que sí salva?
Vamos al Santo Evangelio
y lo descubriremos. No ocultando su condición real llegó a esa ciudad montado
sobre un animal que era el que habitualmente usaban para no sólo trasladarse,
sino que los reyes de Israel lo utilizaban para el día de su coronación tal
como leemos en el profeta Zacarías: “Alégrate
mucho, oh hija de Sion, da voces de júbilo, oh hija de Jerusalén, he aquí tu
rey que viene a ti, justo y trayendo salvación, humilde y montado sobre un
asno, sobre un pollino, hijo de asna” (IX, 9).
Existía entonces una
esperanza en vistas a la llegada del Mesías, lo cual anhelaban les liberare de
todas las miserias en que están sumergidos desde hace siglos, y que permanecían
como amenazas siempre latentes: Durante siglos en Egipto en condición de
esclavos hasta que Moisés los liberó, medio siglo en Babilonia donde fueron
deportados cediendo muchos ante una
cultura abiertamente idolátrica. Setenta años después cayeron en manos del
imperio de los persas donde dejaron de ser esclavos para ser sirvientes. No
paso mucho, y estuvieron en veinte años en bajo cinco “manos” distintas que les
sometían uno tras otro. Luego, vinieron los griegos que procuraron helenizar a
los israelitas por medio de la adoración a los dioses falsos, tal como dice el
último de los libros del Antiguo Testamento: “veían que el reino de los griegos tenía a Israel sometido a
servidumbre” (1 Macabeos VIII, 18).
Todo lo anterior nos hace
pensar cómo estaban los israelitas ahora bajo el poder e influjo del imperio
romano. Temor, desesperanza, violencia, incertidumbre, nada bueno avizoraba el
futuro, hasta la irrupción de un hijo de carpintero nacido en la Palestina en
la ciudad de Belén, que se presentaba revestido de humildad y sencillez, pero que enseñaba con autoridad y había
mostrando un sorprendente poder milagroso.
Aquella mañana de Domingo
pareció ser más luminosa con la llegada de Jesús. Él era la respuesta del Cielo
a la miseria de tantos siglos. De manera insistente Jesús había dado a entender
que su misión era “salvar lo que estaba perdido” a causa del pecado, por lo que sobre
los sistemas, las formas de gobierno, y los poderes subyace su misión que
implica en todo momento cumplir la voluntad del Padre que está en los cielos.
Ingresó a la “Ciudad
Santa” de Jerusalén con la conciencia plena de lo que debía hacer: El día de la
Encarnación del Verbo, asumió la condición humana, sin dejar de ser Dios, por
lo que se hizo semejante en todo –menos el pecado- para el hombre fuese
semejante a Dios: se hace uno de los
nuestro para que nosotros seamos participes de su vida. Lo anterior tuvo
un costo, cual es, que Jesús debió cargar con el peso de los pecados de todos y en todo.
Jesús miraba en lo
inmediato pero contemplaba “más allá”…en
un presente eterno, el proceso
condenatorio que se avecinaba: Los “hosannas”
parecían mezclarse con aquel “crucifícale”, el reconocimientos de los jóvenes y niños
“eres el Mesías” al eco de la triple
negación: “yo no lo conozco”, “no sé
quienes” y “nunca lo he visto”.
Hoy, cada uno en su alma está llamado a ser parte
de esta entrada triunfal del Señor no como un espectador pasivo y cómplice de
las acciones y palabras de otros, sino a optar en primera persona al lugar que
el Señor espera que tomemos.
No se trata de
simplemente recordar lo pasado hace dos mil años, ni sólo de revivir una
antigua tradición heredada de nuestros antepasados, es necesario ser testigos
veraces de lo que cada uno ha recibido en su vida del Cielo, de lo cada uno ha
hecho por Quien nada se ha dejado para sí, pues fue capaz de entregar su vida
misma en un par de maderos cruzados como señal no de una condenación
ignominiosa -como consecuencia de una acción mala- como era hasta entonces, sino que ahora
aquella cruz representaría de generación en generación la más grande de las
victorias en la cual, se escribió que el amor es más fuerte que el pecado, que
el amor siempre terminará doblegando todo egoísmo, y que el amor será el
estandarte de los que lleguen a la Jerusalén
cuyo sol no conocerá el ocaso.
A partir de hoy, vienen
días intensos de revisión y conversión de vida, en los cuales, en medio de la
vorágine y trajín que implica cada día el estudio y el trabajo, no dejaremos
que sea una semana más como las otras, porque a lo largo de ella Jesucristo
muere y resucita por cada uno de nosotros.
De modo especial, lo que
es nuestra convicción religiosa no quedará en las cuatro paredes de nuestros
templos ni albergada en los límites de nuestra conciencia, sino que
procuraremos que lo que reconocemos como bueno y necesario para nosotros ha de
conocerlo quien está llamado a hacerlo por medio de nuestro testimonio.
Al considerar el
apostolado no hay lugar a la negligencia y a la desidia, por el contrario,
mirando el entusiasmo de quienes abrieron las puertas de la ciudad de Jerusalén
para recibir a Jesús, dedicaremos el mejor de los esfuerzos para abrir las
puertas de nuestros corazones, abrir las puertas de nuestros hogares, abrir las
puertas de nuestras instituciones, abrir las puertas de nuestros proyectaos a
Jesús que viene y que le decimos: “Hosanna
al Hijo de David, bendito es el que viene en el nombre del Señor Dios”.
¡Que Viva Cristo Rey!
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