El
templo nos habla de eternidad.
Con inmensa alegría nos
reunimos en este templo para celebrar la Santa Misa en la cual estos novios
recibirán el sacramento del matrimonio. Tres elementos, que nos resultan
evidentes nos hablan de trascendencia: la forma característica del templo que
como dos manos parece mirar hacia lo alto. No es fruto de la casualidad ni
exclusiva consecuencia de exigencias de estructura que los templos parezcan “mirar al cielo”. Su forma responde a lo
que en su interior subyace: el encuentro de nuestra alma con el Dios que la
creó. ¡Y si Dios es eterno, desde que Él
nos pensó y nos creó de la nada es que
estamos hechos para una vida que no tiene fecha de vencimiento. En
todo momento la liturgia hace resonar la pregunta del Apóstol: “¿No sabéis que sois templos de Dios?”(1
Corintios III, 16) y, en consecuencia. “¡Sois ciudadanos del cielo!” (Filipenses
III, 19).
La
creación nos habla de eternidad.
De trascendencia nos
habla el horizonte, en el cual parece unirse el cielo y la tierra. Pues, donde
realmente se une es al momento que comulgamos porque “El Verbo de Dios se hizo carne y habitó en nosotros” (San
Juan I, 14). El mensaje central, llamado Kerygma de nuestra fe, dice relación con el Verbo Encarnado, donde
Dios no dudó en hacerse semejante en todo al hombre para que cada uno lo fuese
de Él. Por lo cual en cada persona subyace un hálito de Dios, y está llamado a
ser un destello de su santidad y eternidad, de la cual el horizonte nos habla.
Los Santos lo han experimentado permanentemente: ¡Todo lo que veo me lleva a
Dios! indicada nuestra Santa Teresa de los Andes.
El
alma nos habla de eternidad.
El anhelo por alcanzar una
vida mejor, la búsqueda por lograr metas de perfección, son realidades que
hablan de nuestra alma con ansia de
eternidad. Sólo Dios da sentido definitivo a la vida humana, desde Cristo se
entiende al hombre y la mujer porque sólo en Él puede descansar nuestro
corazón. El hombre puede vivir anhelando muchas cosas, puede hacer de su vida
una búsqueda permanente de llenarse de cosas, pero una y otra vez constatará
que es necesaria una sola: Tener a Dios al interior del alma y arraigado en
nuestra sociedad, tal como lo imploramos en la plegaria enseñada y pronunciada
por Jesús: ¡Adveniat Regnum Tuum! La insatisfacción del mundo actual, que todo
parece tenerlo tan fácilmente nos habla de la necesidad de anclar al alma en
aquello que no pasa de moda, que no tiene vencimiento porque es para siempre:
es decir, en al Amor de Dios.
Estas tres realidades
nos hablan de Eternidad, por cierto, tal como lo hace el acto solemne en el
cual un hombre y una mujer dicen aquellas perennes frases que incluye la
liturgia esponsal: “Prometo ser fiel, en
lo favorable y lo adverso, con salud y enfermedad para así amarte y honrarte
para siempre”…
Inmersos en medio de
una cultura en la cual todo parece ser desechable, donde los afectos y quereres
son un pasatiempo para muchos, donde las promesas se quiebran con la misma facilidad
con que la fragilidad de los compromisos se asumen, el hecho de escuchar con voz firme de estos
novios: ¡Si, prometo! ¡Para toda la vida!, es una invitación a considerar
aquellas realidades que se requieren para cumplir aquella promesa que tiene a
Dios como garante y a la Iglesia como testigo, para que llegue a ser asumida
como una realidad no transable.
El actual Sumo
Pontífice, el pasado catorce de Febrero, con ocasión de celebrarse el Día de
los Enamorados, se reunió con miles de novios a los cuales entregó una serie de
consejos emanados de las luces del Espíritu Santo y aplicados en su dilatada
trayectoria pastoral.
Hay fiesta cuando el Señor está presente.
El primero consejo es: “Que sea una bella fiesta, pero con Jesús”:
No faltan los que por fuerza mayor no
alcanzan a llegar al templo y sólo se hacen presentes en medio de la fiesta.
Una y otra vez hemos de recordar que el motivo más profundo de la alegría de
este día es que Jesús se hace presente en medio vuestro como lo hizo en las
Bodas de Cana tal como escuchamos en el relato del Santo Evangelio.
El Papa Francisco reitera una y otra
vez: ¡Hagan de modo que sea una verdadera
fiesta! Y, así es, toda vez que han partido con la celebración de la Santa
Misa, que es el centro al que se dirige y la fuente de la cual mana la gracia
de Dios hacia los esposos. Por esto, todos los signos exteriores serán
importantes en tanto cuanto sean “capaces
de indicar el verdadero motivo de vuestra alegría: aquella bendición del Señor
sobre vuestro amor”.
Buscar juntos la Santidad.
El segundo consejo es procurar crecer
juntos: “El marido tiene la tarea de
hacer más mujer a su mujer y la mujer tiene la tarea de hacer más hombre a su
marido”. ¡Eso se hace entre ustedes! Por ello, importa que asuman esta tarea como algo
recíproco, de tal manera que no se entiende la vida futura de ambos sin la
referencia y la presencia del esposo y
la esposa. Esto es ¡hacerse crecer!
Es muy significativo el hecho que
hayan ingresado separadamente al templo y que salgan de él tomados de la mano,
porque desde hoy el camino de perfección, el llamado a la Santidad que Dios les
ha hecho será solamente posible si acaso ambos avanzan por la misma pista. No
puede el esposo ir por una vereda y su esposa por la contraria, sino que en lo
esencial han de ir juntos porque “son uno
solo” con la bendición de Dios: “Por
eso, dejará el hombre a su padre y su madre y se unirá a su mujer” (Efesios V, 31). Esa unidad les permitirá aprender a
compartir las diferencias que no serán tenidas como un obstáculo para vuestra
unión, sino como un complemento eficaz que expanda vuestro corazón, por el
camino de crecer juntos en todo: Con esto, sabrán enfrentar las adversidades,
las contrariedades, y la educación de los hijos que Dios les conceda y que
generosamente recibirán.
Para un creyente, y ambos lo son desde
que fueron bautizados, la oración es tan vital al alma como lo es el respirar
al cuerpo. ¡No es buen síntoma dejar de respirar, como para la salud espiritual
no lo es el dejar de rezar! Los esposos descifran la voluntad de Dios, por un
acto de mutuo discernimiento, por medio de la oración, por ello en cada jornada
recordarán que “familia que reza unida,
permanece unida” (R.P. Patrick Peyton, CSC).
¿Cómo orar juntos? ¿Por quién debemos
rezar? ¿Qué es orar? Parecen ser interrogantes ajenas a los consejos que el shtablisment homilético suele
dictaminar, mas, como señalaba un maestro de vida espiritual: “Las crisis del mundo son crisis de
oración”, y esto, lo podemos extender a la vida matrimonial y familiar que
en nuestros días resulta tan cuestionada como desafiada.
¡Se debe rezar!
Clamaba San Juan Pablo II cuando visitó nuestra Patria. ¿Cómo hacerlo? El Santo
Padre Francisco nos enseñó a rezar viendo nuestras manos… ¡No se preocupen! ¡No
he cambiado el sacerdocio por la quiromancia! Sino que se trata de destacar un orden en la
plegaria, tal como ordenados están los dedos de nuestra mano:
“El pulgar: es el más cercano a ti. Así que
empieza orando por quienes están más cerca de ti. Son las personas más fáciles
de recordar. Orar por nuestros seres queridos es “una dulce obligación”.
“El siguiente es el índice: Orar por
quienes enseñan, instruyen y sanan. Esto incluye a los maestros, profesores,
médicos y sacerdotes. Ellos necesitan apoyo y sabiduría para indicar la
dirección correcta a los demás”. ¡Esto incluye a vuestros padres y abuelos, por
cierto!
El siguiente dedo es el más alto. Nos recuerda
a nuestros líderes. Estas personas dirigen los destinos de nuestra Patria y
guían a la opinión pública. Necesitan la guía de Dios.
El cuarto dedo es nuestro dedo anular: Aunque
a muchos les sorprenda, es nuestro dedo
más débil, bien lo saben los pianistas. Debe recordarnos orar por los más
débiles de día y de noche. Nunca será demasiado lo que oremos por ellos.
También debe invitarnos a orar por los matrimonios amigos. ¡También por mí, que
aunque no uso anillo, visto sotana, y por mujer tengo la Iglesia que es fiel
para toda la vida!
“Por último, está nuestro dedo meñique: El más pequeño de todos los dedos, que es como debemos
vernos ante Dios y los demás. Como dice la Biblia: “Los últimos serán los primeros”. Tu meñique debe recordarte orar
por ti”. Esto tiene gran importancia, porque la mirada que uno se hace suele
ser distorsionada, a veces una persona delgada se ve gordísima, pero a mí,
curiosamente, me pasa –exactamente- lo
opuesto: los demás me ven con un ligero sobrepeso, pero yo me veo delgado…En
fin, más allá de esta nota, lo que importa es que ambos sepan saber perdonarse
a tiempo, esto es, que la caída del sol no los encuentre mutuamente
disgustados. El ejercicio de las virtudes en la vida como esposos nunca puede
marginar tres palabras: perdón, gracias y
puedo. ¡Quien en la intimidad de la vida familiar pide permiso no se rebaja a sí mismo sino que,
más bien, manifiesta respeto y reconoce eficazmente
a quien ama de verdad!
El Santo Patrono de los abogados, San
Ivo de Treguier, escribió doce consejos para sus colegas, dos de los cuales hoy
se casan: “El abogado debe amar la
justicia y la honradez tanto como la pupila de sus ojos” Los principales
requisitos de un abogado son: sabiduría, estudio, diligencia, verdad, fidelidad
y sentido de la justicia”. Aunque algunos lo coloquen en duda y se puedan
sorprender: ¡Hay abogados que han sido canonizados! ¡Y no son pocos! ¡Tampoco
demasiados! A partir de este día confiamos que el Señor les dará las gracias
suficientes para que, dóciles al camino de santidad que les invita a recorrer
como esposos alcancen a escuchar mutuamente: ¡Seréis bienaventurados! Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario