La magna ceremonia que
se desarrolla en este día, con ocasión de la festividad de Jesús de la Divina
Misericordia, marca para nuestra Iglesia una invitación especial en orden a
buscar la santidad. Por cierto, Dios quiere que todos los hombres se salven,
pues “la vida fue hecha para buscar a
Dios”, la muerte para encontrarlo” la eternidad para poseerlo” enseñó el
Padre Alberto Hurtado Cruchaga.
El hombre por esencia
es un buscador de Dios, un ser con hambre de eternidad. Aquel que creado el
último día –sexto de la semana- tuvo la misión de colocar el nombre a las cosas
para que, por medio del uso no sólo razonable, sino acorde en todo momento al
proyecto y querer de Dios, tuviese un ambiente amigable, por lo que distanciado de la voz de Dios y de su mirada
sólo le depara la gélida realidad de un mundo incierto y oscuro. Más, cerca de
Dios, como Luz del Mundo todo adquiere su contorno por lo que no sólo aquella
gracia lo restaura en su humanidad sino que la eleva y perfecciona.
Un
mundo más creyente.
Contemporáneos a
nosotros, ambos pontífices han marcado no sólo en el tiempo sino en la manera
de vivir la fe, en épocas de convulsiones, no tanto en aquellas marcadas por
grandes guerras sino por el casi incontable número de conflictos que han
multiplicado de modo exponencial las diferencias en muchas naciones. En ese
contexto, el Papa Bueno debió asumir su breve pero intenso reinado como Sumo Pontífice
en un mundo marcado por la denominada Guerra Fría, que dividió al mundo en dos
grandes bloques de desencuentro del cual, como es sabido, nuestra Patria no estuvo ajena.
La Iglesia era fuertemente
perseguida tras la Cortina de Hierro donde, por entonces, una vez derrumbadas milenarias basílicas se alzaban modernos centros
deportivos, por lo que donde un día hubo un convento ahora se diseñaban temperadas
piscinas. Ejemplos como este podríamos multiplicarlos, pero simplemente nos basta
recordar las vidas ejemplares de tantos hijos de la Iglesia, que guiados por
verdaderos pastores, no dudaron en
inmolarse por mantener viva la llama de la Fe. No en vano el siglo XX fue
llamado “El siglo de los mártires”
porque, la cifra nos resulta casi sorprendente: ¡cuarenta millones de católicos
murieron a causa de la fe a lo largo de los últimos cien años!
Y, la promesa hecha por nuestro Señor a Simón Pedro no dejó de cumplirse: “El poder del mal nunca prevalecerá”. No le prometió una vida sin sufrimiento, por el contrario, le dijo: “Quien quiera seguirme que cargue con su cruz y me siga”. De tal manera que la Cruz más allá de ser un estandarte para contemplar, es un camino que nos conduce a la mayor identificación con Jesucristo. ¡El estilo de vida del creyente debe pasar por el calvario! No existe atajo posible para llegar a Jesús más que seguir sus huellas en todo, incluida la Cruz.
Y, la promesa hecha por nuestro Señor a Simón Pedro no dejó de cumplirse: “El poder del mal nunca prevalecerá”. No le prometió una vida sin sufrimiento, por el contrario, le dijo: “Quien quiera seguirme que cargue con su cruz y me siga”. De tal manera que la Cruz más allá de ser un estandarte para contemplar, es un camino que nos conduce a la mayor identificación con Jesucristo. ¡El estilo de vida del creyente debe pasar por el calvario! No existe atajo posible para llegar a Jesús más que seguir sus huellas en todo, incluida la Cruz.
¿Y qué es cargar con la
cruz de cada día? Hay tres elementos que nunca podrán ser suplantados al
momento de convertirnos y procurar vivir en fe. Si queremos ver si una persona
está con fiebre hay tres medios para verificarlo: usar un termómetro, colocar
la mano en la frente de enfermo, o bien ver el color de su rostro. De modo
semejante para calibrar adecuadamente si acaso somos de Cristo de verdad y no
sólo en apariencia hemos de ver cómo está nuestro espíritu de oración, cómo se
consolida la esperanza en medio de la adversidad, y si crecemos -día a día- en
espíritu de caridad hacia los demás, que no son seres anónimos a los cuales dar
algo, sino hermanos con quienes compartir lo que somos.
La Caridad Fraterna
apunta a ser mejores: Probablemente, existan personas que técnicamente puedan
ser grandes ejecutivos para dar soluciones eficaces a quienes lo necesitan, de
la misma manera, que para algunos –materialmente-
no les costará en demasía colaborar farkeanamente.
Pero, la caridad es distinta e
infinitamente superior pues implica realizar en nombre de Cristo, actuar
in persona christi, en bien de quien
lo requiere, por lo que como Iglesia no actuamos como una ONG, ni pretendemos
ser sólo profesionales al momento de servir a los demás: Cristo no hacía de la
caridad un trabajo, pero siempre sus acciones estuvieron marcadas
por el sello indeleble del amor fraterno.
La Iglesia de nuestro tiempo
debe ser vista desde la cosmovisión de su fundación, que por esencia es
universal e inmersa en el tiempo, pero no es esclava de las circunstancias. Por
esto, Nuestro Señor en la oración sacerdotal de la Ultima Cena imploraba: “Padre, no te pido que los saques del mundo
pero sí que los preserves del mal” (San Juan XVII, 15-17).
El Espíritu Santo que animaba, iluminaba, sanaba y fortalecía a los primeros
creyentes desde el día de Pentecostés, es el que a lo largo de una historia
bimilenaria ha asistido a la Iglesia, y como sabemos, de modo privilegiado en cada
uno de los Pontífices que han recibido el mandato de “apacentar y cuidar el rebaño” (San
Juan XXI, 16).
La Iglesia no es una montonera donde cada uno pueda creer
cualquier cosa: es el ámbito divino y humano creado por Jesús para que sus
enseñanzas lleguen a todos y en todo,
de tal manera que aquello que Dios no dejó de asumir no deje un día de llevar a
su plenitud.
La Iglesia no es
tampoco una pandilla: que aúna concertadamente
diferencias irreconciliables con el fin de alcanzar un poder temporal, por el
contrario, cada miembro de la Iglesia tiene algo nuevo que aportar que viene a
ser complemento, llegando a una realidad de comunión que implica unidad en lo
que se cree. Y, esa senda ya la señaló nuestro Señor: “Yo soy el Camino, la verdad y la vida” (San
Juan XIV, 6).
La Iglesia no es una jauría, donde prima la fuerza del más agresivo y tienden a reducir y usar de sus víctimas: Nuestro Señor dijo claramente: “Quien quiera ser el primero, sea como el último”, añadiendo que “muchos que hoy son primeros serán últimos y los últimos serán los primeros”. La Iglesia debe estar siempre junto a los más débiles de que nos habla el Evangelio: “Los pobres de espíritu, los huérfanos, los enfermos y las viudas” (Proverbios XIX, 21, XV,25, San Marcos XVI,15-20, Apóstol Santiago I,27).
La Iglesia no es una jauría, donde prima la fuerza del más agresivo y tienden a reducir y usar de sus víctimas: Nuestro Señor dijo claramente: “Quien quiera ser el primero, sea como el último”, añadiendo que “muchos que hoy son primeros serán últimos y los últimos serán los primeros”. La Iglesia debe estar siempre junto a los más débiles de que nos habla el Evangelio: “Los pobres de espíritu, los huérfanos, los enfermos y las viudas” (Proverbios XIX, 21, XV,25, San Marcos XVI,15-20, Apóstol Santiago I,27).
Bienaventurados
los pobres de espíritu.
Si algo caracterizó a
ambos pontífices fue su cercanía hacia las personas que padecían. Sus vidas no
fueron el resultado de una improvisación que se dejara llevar por el entusiasmo
pasajero sino que, en sus almas subyacía -en todo momento- un señorío que respondía a una fe asumida y
llevada a la vida cotidiana, finalmente hasta la perfección: “Una fe sin obras es una fe muerta” (Santiago
II, 14-17). A nadie sorprendió que la primera visita realizada
por el Papa Juan Pablo II fuese destinada a su amigo enfermo el cardenal
Andrzej María Deskur y a los niños enfermos del Policlínico Agostino Gemelli a los
cuales señala la liturgia como “predilectos
de Dios”. Mas, esto sólo puede ser cabalmente comprendido a la luz de la fe
en las palabras del Santo Evangelio: “Completo
en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la cruz para bien de su cuerpo que
es la Iglesia” (Colosenses I, 24). Y,
esta realidad la asumiría en plenitud a lo largo de todo su ministerio petrino,
de manera particular, en los últimos años marcados por los signos de la Pasión
tanto en su cuerpo y cuanto en su alma.
En diversas partes del
mundo no faltan en la actualidad como en el pasado, quienes han pretendido
autoproclamase como los “descubridores”
del mundo de los pobres. La Iglesia desde su fundador ha hecho de los más
necesitados su camino a lo largo de dos mil años: la vida de los santos, la
enseñanza del catecismo respecto de las obras de misericordia espirituales y
corporales, la vida pastoral especialmente inmersa en las parroquias es prueba
de cómo el camino de los pobres no resultó novedoso para ambos pontífices
porque lo recorrieron vivencialmente desde pequeños, haciéndose uno más de
ellos. ¡Pobres entre los pobres!
La prensa internacional
ha dado las denominaciones de “papa
peregrino” y “papa bueno” a ambos
pontífices. Lo cierto es que encontramos una segunda nota característica común en
ellos cual es el espíritu de piedad. Su amor por las cosas de Dios, su interés
despierto a lo religioso desde la más temprana edad, y que a lo largo de los
años se fue acrecentando hasta la perfección, es sin duda una lección para la
sociedad actual.
Nadie puede obviar el
hecho que el secularismo ha sacado las garras en los últimos dos siglos, y en
este tiempo con mayor fuerza: ¡el querer alzar un mundo sin Dios ya se intentó
desde el episodio de Babel! Sus consecuencias son bien sabidas: una sociedad
que se erige contra Dios se termina cayendo sobre el hombre mismo, por lo que
una piedad tibia repercute siempre en una caridad congelante.
La piedad es el arma
poderosa para descubrir la fuerza de ambos pontífices. Porque procuraban crecer
interiormente en amor a Dios pudieron expandir sus corazones en acciones a
favor de la verdadera dignidad del hombre cuyo origen nace y se encamina a la
Gloria de Dios.
Y, era una piedad
ordenada: vale decir, que desde la invitación hecha por nuestro Señor en orden a
ser quienes, “confirmarían a sus hermanos
en la fe” ( San Lucas XXII, 31-32)
por medio de un ministerio infalible, serían amantes de una verdad revelada y
recibida vitalmente, vale decir, una verdad que no se desarrolla en una suerte
de nubecilla etérea sino que tiene
aplicación concreta en un estilo de vida con consecuencias inevitables: o se
vive la verdad profesada o se termina creyendo el estilo de vida que se lleva.
Como Sumos Pontífices, ambos fueron incansables buscadores de la verdad y
garantes de ella en un mundo dubitativo y en ocasiones, falaz, mostrando una
Iglesia ante la cual la sociedad podía apoyarse con seguridad. Las encíclicas,
cartas apostólicas, homilías y cartas de cada uno de ellos contribuyeron a
acrecentar la piedad al interior de la Iglesia inmersa en un mundo crecientemente
irreligioso.
Esta piedad tuvo como
componente muy importante la tierna devoción profesada hacia la Santísima
Virgen María. A los pies de la Cruz estaba la Madre y el discípulo fiel, el
cual “recibió a la Madre de Jesús en su
casa” (San Juan XIX, 26-27). Al
tomar los textos de ambos pontífices resulta imposible no reconocer aquella
piedad casi de piel dada a la Madre
de Dios, de modo especial, a través del rezo del Santísimo Rosario, el cual era
la oración predilecta de ambos, tal como lo señalaron: “Este dulce recuerdo de nuestra juventud no nos ha abandonado en el
correr de los años, ni se ha debilitado; por el contrario –lo decimos con toda
sencillez- tuvo la virtud de hacernos cada vez más querido a nuestro espíritu
el santo rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del
año” (San
Juan XXIII, Grata recordatio, 26 de Septiembre de 1959). “El pueblo cristiano aprende de
María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la
profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes
gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor” (San
Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, 16 de Octubre del 2002).
Como “Párroco del mundo” fue llamado Juan
XXIII. Término que hace mención a aquel ministerio eclesiástico por medio del cual un sacerdote tiene a cargo
una porción de la Iglesia diocesana con lo que en derecho canónico se denomina:
“Cura de Almas” (Código
de Derecho Canónico, canon 519).
Esto
hace que, aquellos pequeños bautizados en la rural localidad de Sotto il Monte (Italia)
y en la antigua ciudad de Wadowice (Polonia), nutriesen sus corazones de
acuerdo al palpitar cercano y piadoso de sus respectivas comunidades parroquiales,
que fueron para ellos fundamentales en su crecimiento y vivencia de la fe.
Aprendieron como hijos de una parroquia a ser hijos de la Iglesia, y lo
aplicaron a lo largo del ejercicio de sus respectivos pontificados, bajo la
premisa del imperativo de Cristo sobre todo, por lo que no siendo extraños a su
tiempo y sabiéndose cercanos a su siglo, en modo alguno, por falsos respetos
humanos se dejaron cautivar por aquellas voces que les invitaban a avanzar
sigilosamente, pues quien camina más rápido (neo-paganismo) o retrocede (judaisismo),
irremediablemente termina colocándose al margen (ateísmo) de la senda
verdadera que es la persona de Cristo, único capaz de cautivar una vida
entera. Amén.
PADRE
JAIME HERRERA GONZÁLEZ.
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