jueves, 1 de mayo de 2014

PRIMERO Y FINALMENTE: ¡CREYENTES!





 CANONIZACIÓN  DE  LOS  PONTÍFICES  JUAN PABLO II Y  JUAN XXIII.
La magna ceremonia que se desarrolla en este día, con ocasión de la festividad de Jesús de la Divina Misericordia, marca para nuestra Iglesia una invitación especial en orden a buscar la santidad. Por cierto, Dios quiere que todos los hombres se salven, pues “la vida fue hecha para buscar a Dios”, la muerte para encontrarlo” la eternidad para poseerlo” enseñó el Padre Alberto Hurtado Cruchaga.
El hombre por esencia es un buscador de Dios, un ser con hambre de eternidad. Aquel que creado el último día –sexto de la semana- tuvo la misión de colocar el nombre a las cosas para que, por medio del uso no sólo razonable, sino acorde en todo momento al proyecto y querer de Dios, tuviese un ambiente amigable, por lo que distanciado de la voz de Dios y de su mirada sólo le depara la gélida realidad de un mundo incierto y oscuro. Más, cerca de Dios, como Luz del Mundo todo adquiere su contorno por lo que no sólo aquella gracia lo restaura en su humanidad sino que la eleva y perfecciona.
Un mundo más creyente.

Contemporáneos a nosotros, ambos pontífices han marcado no sólo en el tiempo sino en la manera de vivir la fe, en épocas de convulsiones, no tanto en aquellas marcadas por grandes guerras sino por el casi incontable número de conflictos que han multiplicado de modo exponencial las diferencias en muchas naciones. En ese contexto, el Papa Bueno debió asumir su breve pero intenso reinado como Sumo Pontífice en un mundo marcado por la denominada Guerra Fría, que dividió al mundo en dos grandes bloques de desencuentro del cual, como es sabido,  nuestra Patria no estuvo ajena.
         La Iglesia era fuertemente perseguida tras la Cortina de Hierro donde, por entonces,  una vez derrumbadas  milenarias basílicas se alzaban modernos centros deportivos, por lo que donde un día hubo un convento ahora se diseñaban temperadas piscinas. Ejemplos como este podríamos multiplicarlos, pero simplemente nos basta recordar las vidas ejemplares de tantos hijos de la Iglesia, que guiados por verdaderos pastores,  no dudaron en inmolarse por mantener viva la llama de la Fe. No en vano el siglo XX fue llamado “El siglo de los mártires” porque, la cifra nos resulta casi sorprendente: ¡cuarenta millones de católicos murieron a causa de la fe a lo largo de los últimos cien años!
         Y, la promesa hecha por nuestro Señor a Simón Pedro no dejó de cumplirse: “El poder del mal nunca prevalecerá”. No le prometió una vida sin sufrimiento, por el contrario, le dijo: “Quien quiera seguirme que cargue con su cruz y me siga”. De tal manera que la Cruz más allá de ser un estandarte para contemplar, es un camino que nos conduce a la mayor identificación con Jesucristo. ¡El estilo de vida del creyente debe pasar por el calvario! No existe atajo posible para llegar a Jesús más que seguir sus huellas en todo, incluida la Cruz.
        ¿Y qué es cargar con la cruz de cada día? Hay tres elementos que nunca podrán ser suplantados al momento de convertirnos y procurar vivir en fe. Si queremos ver si una persona está con fiebre hay tres medios para verificarlo: usar un termómetro, colocar la mano en la frente de enfermo, o bien ver el color de su rostro. De modo semejante para calibrar adecuadamente si acaso somos de Cristo de verdad y no sólo en apariencia hemos de ver cómo está nuestro espíritu de oración, cómo se consolida la esperanza en medio de la adversidad, y si crecemos -día a día- en espíritu de caridad hacia los demás, que no son seres anónimos a los cuales dar algo, sino hermanos con quienes compartir lo que somos.  
         La Caridad Fraterna apunta a ser mejores: Probablemente, existan personas que técnicamente puedan ser grandes ejecutivos para dar soluciones eficaces a quienes lo necesitan, de la misma manera,  que para algunos –materialmente- no les costará en demasía colaborar farkeanamente. Pero, la caridad es distinta e  infinitamente superior pues implica realizar en nombre de Cristo, actuar in persona christi, en bien de quien lo requiere, por lo que como Iglesia no actuamos como una ONG, ni pretendemos ser sólo profesionales al momento de servir a los demás: Cristo no hacía de la caridad  un trabajo,  pero siempre sus acciones estuvieron marcadas por el sello indeleble del amor fraterno.
          La Iglesia de nuestro tiempo debe ser vista desde la cosmovisión de su fundación, que por esencia es universal e inmersa en el tiempo, pero no es esclava de las circunstancias. Por esto, Nuestro Señor en la oración sacerdotal de la Ultima Cena imploraba: “Padre, no te pido que los saques del mundo pero sí que los preserves del mal” (San Juan XVII, 15-17). El Espíritu Santo que animaba, iluminaba, sanaba y fortalecía a los primeros creyentes desde el día de Pentecostés, es el que a lo largo de una historia bimilenaria ha asistido a la Iglesia, y como sabemos, de modo privilegiado en cada uno de los Pontífices que han recibido el mandato de “apacentar y cuidar  el rebaño” (San Juan XXI, 16).
         La Iglesia no es una montonera donde cada uno pueda creer cualquier cosa: es el ámbito divino y humano creado por Jesús para que sus enseñanzas lleguen a todos y en todo, de tal manera que aquello que Dios no dejó de asumir no deje un día de llevar a su plenitud.
         La Iglesia no es tampoco una pandilla: que aúna concertadamente diferencias irreconciliables con el fin de alcanzar un poder temporal, por el contrario, cada miembro de la Iglesia tiene algo nuevo que aportar que viene a ser complemento, llegando a una realidad de comunión que implica unidad en lo que se cree. Y, esa senda ya la señaló nuestro Señor: “Yo soy el Camino, la verdad y la vida” (San Juan XIV, 6). 
         La Iglesia no es una jauría, donde prima la fuerza del más agresivo y tienden a reducir y usar de sus víctimas: Nuestro Señor dijo claramente: “Quien quiera ser el primero, sea como el último”, añadiendo que  “muchos que hoy son primeros serán últimos y los últimos serán los primeros”. La Iglesia debe estar siempre junto a los más débiles de que nos habla el Evangelio: “Los pobres de espíritu, los huérfanos, los enfermos y las viudas” (Proverbios XIX, 21, XV,25, San Marcos XVI,15-20, Apóstol Santiago I,27).
Bienaventurados los pobres de espíritu.
Si algo caracterizó a ambos pontífices fue su cercanía hacia las personas que padecían. Sus vidas no fueron el resultado de una improvisación que se dejara llevar por el entusiasmo pasajero sino que, en sus almas subyacía -en todo momento- un señorío que respondía a una fe asumida y llevada a la vida cotidiana, finalmente hasta la perfección: “Una fe sin obras es una fe muerta” (Santiago II, 14-17). A nadie sorprendió que la primera visita realizada por el Papa Juan Pablo II fuese destinada a su amigo enfermo el cardenal Andrzej María Deskur y a los niños enfermos del Policlínico Agostino Gemelli a los cuales señala la liturgia como “predilectos de Dios”. Mas, esto sólo puede ser cabalmente comprendido a la luz de la fe en las palabras del Santo Evangelio: “Completo en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la cruz para bien de su cuerpo que es la Iglesia” (Colosenses I, 24). Y, esta realidad la asumiría en plenitud a lo largo de todo su ministerio petrino, de manera particular, en los últimos años marcados por los signos de la Pasión tanto en su cuerpo y cuanto en su alma.
        En diversas partes del mundo no faltan en la actualidad como en el pasado, quienes han pretendido autoproclamase como los “descubridores” del mundo de los pobres. La Iglesia desde su fundador ha hecho de los más necesitados su camino a lo largo de dos mil años: la vida de los santos, la enseñanza del catecismo respecto de las obras de misericordia espirituales y corporales, la vida pastoral especialmente inmersa en las parroquias es prueba de cómo el camino de los pobres no resultó novedoso para ambos pontífices porque lo recorrieron vivencialmente desde pequeños, haciéndose uno más de ellos. ¡Pobres entre los pobres!
         La prensa internacional ha dado las denominaciones de “papa peregrino” y “papa bueno” a ambos pontífices. Lo cierto es que encontramos una segunda nota característica común en ellos cual es el espíritu de piedad. Su amor por las cosas de Dios, su interés despierto a lo religioso desde la más temprana edad, y que a lo largo de los años se fue acrecentando hasta la perfección, es sin duda una lección para la sociedad actual.
        Nadie puede obviar el hecho que el secularismo ha sacado las garras en los últimos dos siglos, y en este tiempo con mayor fuerza: ¡el querer alzar un mundo sin Dios ya se intentó desde el episodio de Babel! Sus consecuencias son bien sabidas: una sociedad que se erige contra Dios se termina cayendo sobre el hombre mismo, por lo que una piedad tibia repercute siempre en una caridad congelante. 
        La piedad es el arma poderosa para descubrir la fuerza de ambos pontífices. Porque procuraban crecer interiormente en amor a Dios pudieron expandir sus corazones en acciones a favor de la verdadera dignidad del hombre cuyo origen nace y se encamina a la Gloria de Dios. 
         Y, era una piedad ordenada: vale decir, que desde la invitación hecha por nuestro Señor en orden a ser quienes, “confirmarían a sus hermanos en la fe” ( San Lucas XXII, 31-32) por medio de un ministerio infalible, serían amantes de una verdad revelada y recibida vitalmente, vale decir, una verdad que no se desarrolla en una suerte de nubecilla etérea sino que tiene aplicación concreta en un estilo de vida con consecuencias inevitables: o se vive la verdad profesada o se termina creyendo el estilo de vida que se lleva. Como Sumos Pontífices, ambos fueron incansables buscadores de la verdad y garantes de ella en un mundo dubitativo y en ocasiones, falaz, mostrando una Iglesia ante la cual la sociedad podía apoyarse con seguridad. Las encíclicas, cartas apostólicas, homilías y cartas de cada uno de ellos contribuyeron a acrecentar la piedad al interior de la Iglesia inmersa en un mundo crecientemente irreligioso.
        Esta piedad tuvo como componente muy importante la tierna devoción profesada hacia la Santísima Virgen María. A los pies de la Cruz estaba la Madre y el discípulo fiel, el cual “recibió a la Madre de Jesús en su casa” (San Juan XIX, 26-27). Al tomar los textos de ambos pontífices resulta imposible no reconocer aquella piedad casi de piel dada a la Madre de Dios, de modo especial, a través del rezo del Santísimo Rosario, el cual era la oración predilecta de ambos, tal como lo señalaron: “Este dulce recuerdo de nuestra juventud no nos ha abandonado en el correr de los años, ni se ha debilitado; por el contrario –lo decimos con toda sencillez- tuvo la virtud de hacernos cada vez más querido a nuestro espíritu el santo rosario, que no dejamos nunca de recitar completo todos los días del año” (San Juan XXIII, Grata recordatio, 26 de Septiembre de 1959). “El pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor” (San Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, 16 de Octubre del 2002).
         Como “Párroco del mundo” fue llamado Juan XXIII. Término que hace mención a aquel ministerio eclesiástico  por medio del cual un sacerdote tiene a cargo una porción de la Iglesia diocesana con lo que en derecho canónico se denomina: “Cura de Almas” (Código de Derecho Canónico, canon 519). Esto hace que, aquellos pequeños bautizados en la rural localidad de Sotto il Monte (Italia) y en la antigua ciudad de Wadowice (Polonia), nutriesen sus corazones de acuerdo al palpitar cercano y piadoso de sus respectivas comunidades parroquiales, que fueron para ellos fundamentales en su crecimiento y vivencia de la fe. Aprendieron como hijos de una parroquia a ser hijos de la Iglesia, y lo aplicaron a lo largo del ejercicio de sus respectivos pontificados, bajo la premisa del imperativo de Cristo sobre todo, por lo que no siendo extraños a su tiempo y sabiéndose cercanos a su siglo, en modo alguno, por falsos respetos humanos se dejaron cautivar por aquellas voces que les invitaban a avanzar sigilosamente, pues quien camina más rápido (neo-paganismo) o retrocede (judaisismo), irremediablemente termina colocándose al margen (ateísmo) de la senda verdadera que es la persona de Cristo, único capaz de cautivar una vida entera. Amén.                                                                                                                                                                      PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ.

 

 

 

 

 

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