viernes, 6 de junio de 2014

Charla sobre la vigencia del celibato eclesiástico


 
“POR AMOR AL REINO DE LOS CIELOS”
 

Su Santidad Francisco ha visitado recientemente Tierra Santa. Al igual que un día lo hicieran sus más inmediatos sus predecesores, Beato Pablo VI (1964), San Juan Pablo II (2000), y Benedicto XVI (2009). Durante el viaje de  regreso a la Sede de Pedro, el Santo Padre esbozó una serie de afirmaciones en medio de una rueda de prensa que ya se ha hecho habitual durante el vuelo. Como es de suponer la agudeza de los periodistas, cuya próvida experticia probablemente los hace ir en ese selecto vuelo, se esmera en sacar una buena cuña tal como fue la que logró la periodista al consultar sobre la vida de los sacerdotes ortodoxos en relación al celibato: “No es un dogma, siempre está abierta la puerta”.

Huelga decir la rapidez con que algunos sacaron cuestas alegres. Más de algún clerygjeans vería en esas palabras lo que los periodistas proclamaban en primera plana y en concurridos foros: la supresión del celibato.
Tomando el texto en su contexto, y circunscritas las palabras a lo dicho por el Sucesor de Pedro, podemos afirmar que “una puerta abierta” no necesariamente marca la posibilidad para discutir sobre la obligatoriedad del celibato, sino que implica la invitación a entrar a una mayor aceptación, y más rica valoración de este don, que desde hace unas décadas ha caído en el desprecio no sólo de ambientes extra eclesiales sino que también al interior de quienes están llamados a vivirlo en primera persona y recibirlo en tercera, toda vez que todo don entregado por Dios es para toda la Iglesia. Nadie puede apropiarse de un Don de Dios y  una vida no bastaría para agradecer haberlo recibido.
Es sabido que cuando una verdad de manera intencional se dice a medias, es porque está la intención de mentir. Se suele afirmar que la Iglesia “inventó” o “introdujo” el celibato en el siglo IV. Lo cierto, es que al interior de la Iglesia católica, que fue fundada por Jesucristo, de acuerdo a lo que los creyentes profesamos semanalmente en el Credo, dio origen al sacerdocio célibe desde aquel primer acto fundante, al momento de llamar a los discípulos por su nombre (San Mateo X, 1-2), los cuales “dejándolo todo” (San Lucas V, 11) lo siguieron. Redes, padres, hermanos, familias, proyectos personales, ideologías, pasado, presente y futuro: ¡Todo  es todo,  no la sola  parte de algo! ¡Dios no quiere competencia!
La esmerada formación de unos, sumada a la casi nula de algunos, no fue obstáculo para comprender a cabalidad que sólo existía una forma de responder a la invitación hecha por el Señor, a quien gradualmente reconocerían,  pero que desde el primer momento exigía radicalidad en el seguimiento. En caso particular de los doce Apóstoles, la misma llamada estuvo precedida de un acto personal y especial de Cristo que pasó “una noche entera en oración” (San Lucas VI, 12). Hubo un antes y un después en aquella jornada, la cual  para los discípulos marcaría indeleblemente el resto de sus días.
Si leemos detenidamente el Nuevo Testamento  no aparece en ningún párrafo alusión a que hayan tenido descendencia. De hecho, en ocasiones son citados por su nombre  nuevos discípulos como “teófilos” e “hijos espirituales”, empero, sería esperable que tanto en los cuatro evangelistas como en el relato de San Lucas de los Hechos de los Apóstoles hubiesen consignado el nombre de los familiares directos, pero no aparecen. ¡Solo la suegra de Simón Pedro aparece citada, la cual fue sanada por el Señor! (San Marcos I, 29-34). Si bien hay que reconocer que tuvieron familia, ningún texto bíblico certifica, ni lugares históricos posteriores lo afirman que hubiese una descendencia entendida más allá de la espiritual.
El hecho que San Juan Evangelista fuese el único apóstol que no muriese martirialmente ha de ser visto, en parte,  como una extensión de la gracia recibida. Los Padres de la Iglesia han visto en este hecho una consecuencia de la virginidad, y en consecuencia de su vida célibe. Este hecho, tiene consecuencias: quien debidamente valore el celibato como un camino de más perfección, valorará otros caminos de consagración, uno de los cuales es el santo matrimonio.
Como creyentes entendemos que la reciente “puerta abierta” a que aludió el Papa Francisco nos lleva a preguntarnos si acaso Jesucristo fue célibe ¿Por qué sus sacerdotes van a vivir de manera diferente? Pues, unívocamente los últimos pontífices han marcado claramente la ruta a los ungidos como sacerdotes, los cuales no sólo deben imitar a los discípulos de Jesucristo sino que primeramente deben configurarse con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, de tal manera que son lo que representan y representan lo que son: Alter Chistus.
Esto último, es fundamental porque quien reconoce que su vocación a ser sacerdote no se detiene en la de un docente, un asistente social, un gestor cultural, o la un promotor de causas religiosas, sino que hunde su raíz más profunda en su unión con Cristo en el Altar, entonces, asumirá y promoverá el don del celibato como opción segura para ser aquel Jesús que –inmerecidamente- lo llamó un día.

El Sacerdote célibe hace presente a Jesús, le hace presente hoy al mundo tal como lo recuerda una plegaria del Siglo XIV: “Cristo, no tiene manos, tiene solamente nuestras manos para hacer el trabajo de hoy; Cristo no tiene pies, tiene solamente nuestros pies para guiar a los hombres en sus sendas; Cristo no tiene labios, tiene solamente nuestros labios para hablar a los hombres de sí; Cristo no tiene medio, tiene solamente nuestra ayuda para llevar a los hombres a sí. Nosotros somos la única Biblia que los pueblos leen aún, somos el único mensaje de Dios de Dios escrito en obras y palabras”. Por esto, con San Agustín decimos: Cuando el sacerdote apacienta, “es Cristo quien apacienta” (Sermón 46, Sobre los Pastores). Por medio del celibato del sacerdote: perpetuo, voluntario, y eclesial, Cristo prolonga su consagración y redención del mundo.
El celibato en la historia y en el mundo.
El celibato no es algo propio de la Iglesia Católica. San Pablo nos recuerda cómo se afana un deportista para obtener una presea terrenal, ¡Cuánto más deberá el creyente  sacrificarse para obtener aquello que no tiene fecha de vencimiento! El gran deportista Mohamed Ali reconocía que antes de una pelea de box previamente tenía semanas de vida célibe, al igual que no pocos deportistas lo hacen con ocasión del mega evento futbolístico a realizarse en Brasil.
Más, no sólo las razones deportivas seculares exigen una conducta célibe. Jeremías y el profeta Elías optaron por el celibato, antes de Cristo los rabinos enseñaban que existía la posibilidad de “casarse con la Torah” (la Palabra de Dios) y dedicarse por entero a su enseñanza y su profundización. El ejemplo más claro es el del apóstol San Pablo, no solo lo vivió sino que recomendó a otros a vivir célibemente como un camino de mayor configuración con Jesucristo (1 Corintio VII,7.17.32-35). El Apóstol de los gentiles  siempre refiere la virginidad y el celibato como un estado más perfecto y mejor que el matrimonio, porque este estado de vida expresa más claramente la entrega total a Cristo: “El hombre casado está dividido, y tiene que agradar a su mujer; pero los que permanecen célibes no tienen el corazón dividido, sino que están consagrados a Dios tanto en cuerpo como en espíritu: ellos viven sirviendo al Señor con toda dedicación” (1 Corintios VII, 32-35).
¡El Sacerdote no puede ser bígamo cuando se trata de hacer presente a Cristo en cada Altar!

Ya en el antiguo Testamento las tradiciones judías establecían el corte de pelo total como signo de una vida célibe, de ello se desprende por qué el monacato original exigía este signo, que luego se extendió para las religiosas que usaban toca o velo precisamente por lo corto de su cabellera, en tanto que los monjes usaban una capucha u otros distintivos.
Es importante reconocer que no es un mandato del Señor. Claramente el Apóstol San Pablo señala que no es un dogma (1 Corintios VII, 25), sino que constituye una invitación personal de Dios que concede el don del celibato a quienes libremente elige para ello. Como acontece en los misterios de Dios, sólo se pueden descubrir a la luz de la fe y por medio de las enseñanzas del Magisterio perenne que no deja de recordar lo dicho por el mismo Cristo: “El que pueda entender que entienda”.

Nuestra Iglesia  lo establece el camino del celibato como obligatorio,  en tanto que la confesión ortodoxa lo exige para quienes llegan al sacerdocio en plenitud,  tal como es el episcopado. ¡Ser de Cristo y tener la Iglesia como esposa exige la radicalidad del celibato!

Quizás, para muchos pase desapercibidos el hecho que los budistas vivan célibemente, pero no pasará por alto el hecho que  ninguna cadena de noticias organice foros para que se opine sobre lo supuestamente anacrónico –para el modernismo- de ese estilo de vida. ¿Alguien ha escuchado pedir que los monjes budistas se casen?
Celibato: Una vida con amor y un amor con vida.

No es un dogma la pobreza de Cristo…acaso por ello se vivirá en la opulencia y el despilfarro, o se menospreciará al que siga un camino exigente del consejo evangélico de vivir tal como Cristo que “no tenía donde reposar su cabeza” y cuyo cuerpo debió ser sepultado en una tumba prestada por José de Arimatea.
No es un dogma el celibato….Curioso que al interior de los ambientes más liberales y autodenominados modernos, saquen como argumento para modificar el celibato el hecho que no sea un dogma. ¿Será que quieren dogmatizar su vida futura? En buena hora, si acaso los dogmas rigen sus conductas, y no terminan sus conductas modificando sus dogmas…
Debemos asumir que ha llegado la hora de explicitar “ciertas verdades” y “verdades ciertas” referentes al celibato. Seamos claros: quien cuestiona que los sacerdotes no se casen suelen argumentar,  en modo semejante, respecto de lo anacrónico del pudor, en lo imposible de una vida casta y en lo obsoleto de la santa pureza.

Se constata un manifiesto interés entre quienes persiguen la pureza, la castidad, la virginidad y el celibato porque el estilo de vida que emerge del Evangelio siempre estará en contradicción, por más hipérboles casuísticas que se esgriman,  con aquellos antivalores que la vida mundana ofrece. En este caso, se trata de desincentivar una vida que opte por la excelencia, por una vida que avance por la radicalidad de la virtud, y finalmente,  se diluya en una humana bondad, aquella  vocación que toda persona tiene desde el bautismo a ser santo, según dice la Escritura: “Sed perfectos, como mi Padre de los cielos es perfecto” (San Mateo V, 48).

¡Para qué tanto! Es lo que se escucha actualmente, olvidando que cuando Dios libérrimamente confiere una llamada, mira con cariño, e invita a cada uno por su nombre, no quiere competencia ni rivales, así como tampoco, dejará de exigir a quienes Él ha invitado a una vida más perfecta.  Los cantos de sirenas de las denominadas “morales de las circunstancias”, cuyos consejos tanto mal ocasionan, tienen una responsabilidad en la sequía vocacional porque desincentivan a los jóvenes, cuyas vidas están en la etapa de los grandes ideales, a optar por caminos en los cuales: de nada hay que privarse, no hay que hacer sacrificios, y tampoco por lo tanto,  será urgente implorar al cielo aquellas gracias que no parecen necesarias.

Los epicúreos contemporáneos que frenéticamente se deslizan en la búsqueda del placer por el placer, suelen ser los primeros en no valorar el camino de la oración, como camino para estar con Dios. Orar es más que hablar de Dios, orar implica hablar con Dios, y conduce a estar con Dios. Si esto se deja de lado, entonces no hay vida cristiana posible: ¡como rezas, eres! San Alfonso María de Ligorio sentenció: “El que reza se salva, el que no reza se condena”.

De la misma manera, aquellos que permanentemente reniegan del valor del sacrificio, suelen desacreditar todo tipo de penitencia en su vida. La experiencia nos enseña que nada en la vida que sea valioso deja de costar un sacrificio. El fuego purifica la nobleza del metal, del modo como la penitencia -hecha por amor a Dios- lo hace con las escorias del pecado en el alma.

¡No sea cuático! Es una expresión que forma parte de la jerga juvenil, deslizada inicialmente en los centros penitenciales. Implica: “lo escandaloso”, “lo raro”, “anormal”, y “extravagante”. Sacrificarse para obtener algo para muchos no tiene sentido, pues estamos inmersos en la cultura del “menor esfuerzo”, donde si uno puede hasta mañosamente obtener algo que evite cualquier esfuerzo, se termina haciendo,  pues para ellos, el fin justifica los medios. A fin de cuentas se preguntan: para què privarme de aquello que no molesta a nadie, claro que esto solamente se puede decir cuando se coloca a Dios al margen del horizonte de propia existencia.

La mediocridad nace de renegar el sacrificio. Y, en el presente corremos el riesgo de endiosarla, toda vez que se incentiva “hacer lo que todos hacen” y “ser como todos”. El asunto es que en el plano de las virtudes de ordinario se suele emparejar la cancha hacia abajo. En vez de colocar material para que eleve toda la cancha, se tapan hoyos con el material que aparentemente sobra. La expresión del prefacio de la Santa Misa es elocuente: ¡Sursum corda! Siempre será una acción estéril elevar el corazón si acaso la vida cotidiana queda a ras de suelo. Por lo tanto, el creyente sabe  que optar por la santidad siempre será transitar por un camino “cuesta arriba”, es decir, que implique: esfuerzo, sacrificio, y privaciones.

El celibato, como la virginidad, la castidad y la santa pureza, confieren al cristiano una entidad que le permite ver más claramente las cosas que se refieren a Dios, y por lo tanto,  la vida humana, la cual no quiso dejar un día de asumir para siempre,  con ocasión de la Encarnación del Verbo. Desde el día de la Anunciación, el rostro del mundo cambió totalmente, ya prefigurado en lo que será la vida de la Santísima Virgen María: Primera redimida (Efesios I, 7), primera creyente (San Juan XVII, 20-26), primera plenigraciada (San Lucas I, 28),  y la primera ciudadana del cielo (1 Corintios XV, 22).

La Virgen Santísima fue capaz de donarse plenamente al proyecto de Dios porque Dios le ofreció su amor infinito, de tal manera que como en todo orden de cosas referidas a las virtudes y la santidad, “Dios no quita nada,  lo confiere  todo” (Benedicto XVI, 24 de Abril del 2005). Por esto, el celibato no se explica finalmente por el camino de la renuncia sino de la entrega, según lo cual,  se vive no encerrado por una muralla que segrega sino por un puente que comunica. 

A diferencia de lo que comúnmente se suelen afirmar, el célibe no es una persona reprimida sino alguien que voluntaria y libremente a optado por amor a vivir anticipadamente lo que se será luego en el Reino de Dios, tal como el mismo Jesucristo lo dijo: “Hay algunos que por amor al Reino de Dios no se casan” (San Mateo XIX, 12).
Cualquier análisis, desde aquellos que hondamente hunden sus raíces argumentales  en esmerados estudios hasta los que superficialmente se recitan por lo visto en una comentario televisivo o una encuesta de incierta procedencia, sistemáticamente caerán en un error si prescinden de la fe. Para la de nominada nueva cultura permanentemente le será difícil entender que el poder  de Dios se manifieste a través de la frágil condición humana vivida en el celibato de los consagrados. Por ser éste, un signo anticipado del mundo que vendrá es que actualmente, en el tiempo que pasa, resulta ardua su comprensión.
En el sacerdote, como en el religioso, y eventualmente, en el laico que opte por el celibato, su vida será un signo evidente del mundo aveniente, que hace visible el estado de su resurrección, en el cual seremos semejantes “a los ángeles” (San Lucas XX, 35-36).
Por medio del celibato, el bautizado que opta por este camino es alguien para Dios y de Dios, por lo que no es un camino de falta de amor sino del encuentro y vivencia de un amor que reclama un amor absoluto en toda su vida.

 

            

         

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