R.P. Enrique Ramière S. I.
Interrogado San Juan, el Apóstol del
Corazón de Jesús, por Santa Gertrudis, sobre los motivos que le habían
hecho silenciar, en su Evangelio, los tesoros de gracia y de consolación
que descubrió en el Corazón de Jesús durante la última Cena, le respondió
que tal revelación estaba reservada para los últimos
tiempos de la sociedad cristiana como remedio a su languidez y para reavivar
su indiferencia.
Si es verdadera esta promesa, tenemos derecho
a creer que el renacer de las almas y la regeneración de la
sociedad dependen del establecimiento del Reinado del Corazón de Jesús. Por otra
parte, aunque no tuviéramos la seguridad que dicha promesa nos
proporciona, no nos cabría dudar de esta afirmación. Nos basta recordar
lo que es en sí mismo y lo que significa para nosotros el Corazón de Jesús,
para convencernos de que no hay otra fuente donde los hombres y las
naciones puedan ir a captar cuantos auxilios les son necesarios para su
santificación y para su felicidad.
Desgraciadamente las naciones no quieren
comprenderlo y multitud de personas, cegadas por el error, se obstinan
en negarlo. Procuremos nosotros al menos, bajo la luz de la verdad,
penetrarnos profundamente de ello. En espera de que una amarga experiencia
obligue a la sociedad que lejos de ella se debate en dolorosas convulsiones,
a volver a esta fuente de aguas vivas, vayamos a buscar en ella la
fuerza y la vida. Establezcamos en nosotros el reinado
del Corazón de Jesús, a fin de que este divino Corazón pueda entonces servirse de nosotros
para extender tan bienhechor reinado a las almas que nos rodean.
JESUCRISTO QUIERE ESTABLECER SU IMPERIO
POR EL AMOR
Expongamos primero lo que queremos
significar al hablar del Reinado del Corazón de Jesús. ¿Por qué emplear
una expresión poco habitual en el lenguaje y no decir sencillamente el
reinado de Jesucristo? La razón es parecida a la que nos hace distinguir,
en la persona adorable del Salvador, su Corazón, para hacer de él objeto
especial de nuestro culto. Honrando al Corazón de Jesús dirigimos nuestra
honra a Jesucristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios vivo e Hijo del
Hombre. Pero en esta adorable e infinita persona, que encierra junto a la
totalidad de atributos divinos las riquezas todas de la humanidad, nos es
grato fijar nuestros ojos en un atributo especial que nos hace más dulce y
asequible nuestra unión con ella.
Consideramos su amor cuyo órgano es
este Corazón, y por él, como puerta siempre abierta, entramos en este
augusto templo cuya entrada, sin él, nos hubiera sido vedada. Y puesto
que el mismo Hijo de Dios en sus relaciones con nosotros, guiado por su
Corazón, no se ha ocupado más que en glorificar su amor, aun a expensas
de sus restantes atributos, no haremos sino imitarle al dirigir de un modo
especial nuestros pensamientos y nuestro culto hacia un amor tan liberal y
un Corazón tan misericordioso. He aquí la razón por la cual preferimos
pensar en el Corazón de Jesús y hablar del Corazón de Jesús, en
vez de hacer simplemente a Jesucristo objeto de nuestros pensamientos y
reflexiones.
He aquí también, por qué al intentar
establecer con nuestro divino Salvador esta unión perfecta que le hará
reinar por entero sobre nosotros y nos pondrá en disposición de cumplir en
toda su amplitud los designios de su amor, no decimos solamente el
reinado de Jesucristo sino el reinado del Corazón de Jesús. Tal
expresión nos indica de antemano que el Hijo de Dios al descender al
mundo para conquistar a la humanidad, no quiso establecer por la
fuerza y el temor su imperio sobre nosotros, sino únicamente
por el amor. Para
vencernos, no quiso este divino Guerrero emplear más armas
que su Corazón.
De ahí proviene la dificultad de esta
conquista; pero, al mismo tiempo, ahí radica su gloria. Si hubiese
querido reinar por la fuerza, nada le hubiera sido más fácil,
teniendo a su alcance los corazones humanos; le bastaba con aparecer al
mundo con esa majestad que conmueve los cielos y hace temblar la tierra;
sólo con una palabra las naciones se hubieran postrado a sus pies. Y
ni aun era preciso su intervención directa; una legión de ángeles
tenía sobrado poder para someterle la tierra. De haber querido reinar por
el temor,
la empresa no le ofrecía mayores dificultades. Antes de su venida al
mundo, ningún otro sentimiento era más accesible al corazón del hombre,
que el temor de Dios. El mismo Satanás tenía un gran número de
naciones sujetas a su tiranía principalmente por el terror. Bastaba
con que
los Apóstoles de Jesucristo, como nuevos Moisés, hubiesen medido sus fuerzas
con los ministros de Satanás; con que hubiesen reproducido
por todos los países del globo las plagas de Egipto y el milagro del Mar
Rojo, y muy pronto el mundo entero hubiera reconocido la autoridad de
su divino Maestro.
Mas tal empresa no era digna de Dios. Someter
los pueblos por la fuerza es lo que hacen los conquistadores mortales;
dominarlos por el terror puede hacerlo cualquier poder superior,
con la sola presentación de males a los que no sea posible resistir. Pero
someterlos solamente con el poder del amor; dominar todos
sus feroces instintos con la debilidad voluntaria de la dulzura; apagar las
vergonzosas concupiscencias con el encanto austero de la pureza;
ahogar todo egoísmo con los lazos de la abnegación; vencer la pereza
con el heroísmo del sacrificio, y la codicia extremando
la renuncia; dejar a Satanás en posesión de todas las armas que le
había proporcionado el pecado y de las que tan hábilmente
se ha servido para perder a los hombres, y oponer a
tales armas una sola arma: el amor; dejar el corazón humano con
todas las heridas que le produjo la caída original, y sobre todas estas llagas
extender un solo bálsamo: el amor; dejar en la sociedad cuantas influencias
perversas y tiránicas crearon las pasiones y que cuarenta siglos
lograron sedimentar y a todas estas influencias, hasta entonces irresistibles,
no oponer más que una sola influencia: el amor; y con esta sola vencer todas
las influencias sociales; con este solo remedio curar todas las llagas morales;
con esta sola arma triunfar de todas las malicias infernales;
establecer en el mundo el reinado del amor sobre las ruinas del reinado
del odio satánico y del egoísmo humano; sustituir la ley del temor,
única que había hasta entonces podido mantener la sociedad de los fieles,
por una ley nueva que se resumiera por entero en el amor; hacer de
esta caridad divina, que es la ley de los Santos en el cielo, la única ley para
los peregrinos en la tierra, he aquí unía empresa que sólo un Dios podía
concebir. La ha concebido Jesucristo y desde hace dieciocho siglos está en
vías de ejecución. Es la empresa que llamamos el reinado del Corazón de
Jesús.
DEBEMOS CONSAGRARLE NUESTROS CORAZONES.
Demasiadas pruebas tenemos de que
esta empresa no está aún terminada. Pero llegará a término, y de nosotros
depende el apresurar su realización
con la generosidad de nuestro apoyo. Los retrasos sufridos son prueba de la gravedad de los obstáculos que encuentra; mas, por otra parte, los triunfos alcanzados ya, no dejan lugar a
dudas sobre el resultado final.
Si una primera manifestación de Jesucristo
bastó para derribar de sus tronos a los Césares del paganismo, y para
atraerle adoradores de todos los pueblos del globo, ¿no será suficiente
una manifestación más ostensible para generalizar este triunfo? La obra
comenzada por los primeros apóstoles de un modo tan glorioso,
será completada por estos nuevos apóstoles,
cuya venida ha sido predicha por los santos ya desde hace siglos, y que serán, a título especial, los apóstoles del Corazón de Jesús.
El sol divino que con sus primeros rayos
disipó las tinieblas de la noche, al alcanzar su cenit rasgará la niebla que
todavía cubre la tierra.
¿Quién no ha observado, en primavera,
una niebla espesa velando casi por completo la luz del sol en el mismo instante en que
éste iba a rasgar su manto para inundar la
tierra con sus bienhechores rayos?
¿No es por ventura al producirse el
ataque más violento cuando, muchas
veces, la victoria viene a coronar
los esfuerzos de un valeroso
general? No temamos, pues, por el
desenlace de la lucha: Aquel, bajo
cuyo estandarte combatimos tiene por divisa "El Invencible", y salió
de su reposo para vencer, no para
ser vencido. Su armadura está hecha a prueba de toda clase de golpes, su espada alcanza las almas, su flecha aguzada derriba los enemigos a sus
pies. Tales armas son su Corazón,
que está presto a oponerlo, como antaño hiciera, a todo los poderes de Satanás, a todos los egoísmos y todas las tiranías; y tampoco podrá resistir el mundo el peso de esta arma divina que ya lo venció hace dieciocho siglos.
Pero ya lo hemos indicado: de nosotros
depende acelerar, por la generosidad de nuestra cooperación, este triunfo
del Corazón de Jesús, apresurando el establecimiento en nosotros de
su reinado. ¿Qué hacer para ello? Hallaremos la solución
en el mismo título
que encabeza estas líneas: El Reinado del Corazón de Jesús.
Tales palabras nos indican claramente
que todas las luchas que el Corazón de un Dios ha
librado en el mundo no tienen otra finalidad que la
conquista de nuestro corazón, ya que el reinado del corazón
no puede establecerse más que sobre corazones.
Además, en esto se distingue la
misión de Jesucristo de las demás empresas; su religión se eleva por ello sobre cualquier otra,
sin exceptuar siquiera la religión judaica;
he aquí lo que permite a toda
persona de buena fe distinguir la
verdadera Iglesia de las sectas
herejes.
Los conquistadores que valiéndose de la
espada someten los Imperios pueden lograr una obediencia pasiva; pueden,
como hizo Alejandro, hacer enmudecer ante ellos a todo
el Universo; pero, ganarse los corazones y, sobre todo, curarlos y regenerarlos, ni
siquiera sueñan en ello.
Todas las falsas religiones de la antigüedad
impusieron a sus servidores duros sacrificios, llegando incluso a
exigirles la inmolación de sus niños, obedeciendo ellos a este
bárbaro requerimiento;
pero ninguna de estas religiones tan exigentes ha pedido a los
hombres el sacrificio de sus corazones, ninguna les ha enseñado lo que
podían hacer para reformarlos y para
curar sus dolorosas heridas.
Únicamente la verdadera religión, la que
Dios reveló al hombre en el Sinaí, les formuló este mandato y les ha
enseñado esta ciencia fundamental. Mas la ley mosaica no tuvo virtud
para hacer comprender y practicar lo que enseñaba a los hombres.
Insistentemente repetía Dios a su pueblo,
por boca de los profetas, que los sacrificios de animales no tenían ningún valor
ante sus ojos de no ir acompañados por el sacrificio del corazón; cosa
que no comprendía aquel pueblo tosco. Le parecía haber cumplido todas
sus obligaciones ofreciendo las primicias del campo e inmolando los recentales
de sus rebaños; y si algunas almas escogidas profundizaban más en
los designios del legislador divino, era porque presentían las influencias
del Corazón de Jesús.
Pero cuando este divino Corazón se
hubo revelado a los hombres manifestándoles su amor con las humillaciones
de Belén y los tormentos del Calvario, sólo entonces los corazones se
dejaron dominar; se reconoció entonces que el verdadero
reino de Dios reside en el interior; que la
consagración
filial de un corazón que se confía a su paternal amor le es incomparablemente
más agradable que las más ricas ofrendas y que los sacrificios
más cruentos. Solamente
entonces la religión del amor se estableció por fin en la tierra;
se suprimieron las observancias farisaicas y en lugar de esta carga que
abrumaba las almas sin hacerlas mejores, un sólo precepto,
doble en su unidad, fue promulgado a los hombres : Amaréis al Señor Dios vuestro con
todas vuestras! fuerzas, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos.
LA IGLESIA, ESPOSA Y DEPOSITARÍA DEL
CORAZÓN DE JESÚS.
Así como el carácter propio de la obra
de Jesucristo es, pues, el haber tenido como único fundamento la inspiración del amor, y como instrumento la sola virtud del Corazón de Jesús, también
el carácter propio de la religión de este Hombre-Dios es el tener por fin el
don del corazón humano y por efecto la
comunicación del amor Divino.
Y este carácter es en tan alto grado
propio de la sociedad de la que es Jefe Jesucristo, que no podría ser imitado
por las sociedades rivales que intentan usurpar el nombre y prerrogativas
de la verdadera Iglesia. Observemos las sectas herejes
o cismáticas que más cuidadosamente han conservado las antiguas
tradiciones; la Iglesia anglicana, la Iglesia rusa.. ¿Qué
les falta para que puedan ser confundidas con la verdadera Iglesia. Tienen
una jerarquía como nosotros, y los prelados que la forman están dotados
de mayores riquezas que los nuestros;
poseen magníficos templos, ceremonias espléndidas, sacramentos; recitan el Credo, enseñan el Evangelio y el Decálogo.
¿Qué les falta, pues? Les falta lo que
sólo podrían hallar en la influencia del Corazón de Jesús:
les falta el calor, la unción, la piedad, el don del corazón. De ahí esa ausencia de vida, esa sequedad dolorosa que induce a desertar a las almas más nobles de estas ramas desgajadas, para reunirse con
el tronco divino, con la Iglesia santa, que recibe la savia vivificante del Corazón de Jesús.
Escuchemos a una de estas almas generosas
en el relato que nos hace de su retorno, con un estilo que lleva en sí
la prueba de su sinceridad: "Sería muy largo y difícil
enumerar todas las razones que persuadieron a mi espíritu. En cuanto a mi
corazón, ¡oh!, en seguida comprendió que sólo la práctica del
catolicismo podía satisfacerle; comprendió que para el hombre
que os necesita, ¡ Dios mío!, para el hombre que siente su dependencia
de Vos, sois su finalidad, que sólo Vos podéis ser su
término y su vida, que para el verdadero cristiano, en una
palabra, la única religión posible es la católica, que sólo ella penetra
en la existencia humana, que sólo ella se identifica con esta existencia
para formar una parte integrante de la misma, mientras que las demás
religiones están, a lo más, al margen de la vida. ¡Ah!,
¿cómo no va a ser
verdadera esta religión, única que puede consolar y curar?... Sólo ella nos
inicia en el misterio de la vida, es decir, en la verdadera existencia
que consiste en la unión con Vos; sólo ella nos enseña a vivir con el alma,
a olvidar nuestro cuerpo, a vivir espiritualmente. ¡quién narrará
las delicias de un alma católica! ¿Quién dirá con qué amor os manifestáis
ante ella?".
Sin duda ninguna la verdadera Iglesia,
la Esposa legítima de Jesucristo, posee varias notas, exclusivamente
propias, que la distinguen de todas las sectas adúlteras;
pero de todas estas
notas ninguna es más apta para impresionar un
corazón, que sienta a Dios, como
ésta: sólo la verdadera Esposa del Salvador posee el Corazón de su celeste Esposo, y sólo ella está vinculada a Él por el corazón. Este es su
privilegio que nadie osa disputar, y tal privilegio puede bastarle.
Mientras quede patente que sólo hay una Iglesia del
Corazón de Jesús, que tomen las demás tanto como quieran el nombre de Iglesias cristianas.
De todo lo cual podemos deducir la
siguiente conclusión: Si queremos que crezca en nosotros el
espíritu de la Iglesia, si queremos unirnos a ella más
estrechamente, ser más católicos, es preciso que establezcamos
en nosotros sin reserva alguna el Reinado del Corazón de Jesús. Cuanto más unamos nuestro corazón con este divino Corazón y más participemos de sus dulces efluvios, tanto más se realizará en nosotros el fin que movió al Hijo de
Dios a descender al mundo, cumpliéndose
así la voluntad del Padre celestial y haciéndonos más capaces de cumplir esta voluntad misericordiosa para con nuestro prójimo.
¡Oh, si los hombres quisieran ser santos!
¡Cuán fácilmente hallarían la salud! iQué habrían de hacer para arrancar
del mundo las más dolorosas espinas de que se halla sembrado y para
librarse en su peregrinación de las pruebas más amargas? Dirigir la mirada
hacia el Corazón de Jesús que permanece junto a ellos;
poner su confianza en este divino Corazón, esforzarse en imitarlo,
recibir las gracias que tanto desea comunicarles, dejarse
subyugar por su amor y permitirle el establecimiento de su reinado
sobre ellos. No sería preciso otra cosa para restablecer en el mundo la paz, la unión y la serenidad
del Paraíso, ya que no sus encantos.
(Fragmento de la obra "Le Régne Social
du Coeur de Jesús", Toulouse 1892).
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