jueves, 26 de junio de 2014

El reinado Social del Sagrado Corazón de Jesús. por el R.P. Enrique Ramière, s.i

EL REINADO SOCIAL DEL CORAZÓN DE JESÚS 

 
 

                                                                                                                       R.P. Enrique  Ramière S. I.

Interrogado San Juan, el Apóstol del Corazón de Jesús, por Santa Gertrudis, sobre los motivos que le habían hecho silenciar, en su Evangelio, los tesoros de gracia y de consolación que descubrió en el Corazón de Jesús durante la última Cena, le respondió que tal revelación estaba reservada para los últimos tiempos de la sociedad cristiana como remedio a su languidez y para reavivar su indiferencia. 

Si es verdadera esta promesa, tenemos derecho a creer que el renacer de las almas y la regeneración de la sociedad dependen del establecimiento del Reinado del Corazón de Jesús. Por otra parte, aunque no tuviéramos la seguridad que dicha promesa nos proporciona, no nos cabría dudar de esta afirmación. Nos basta recordar lo que es en sí mismo y lo que significa para nosotros el Corazón de Jesús, para convencernos de que no hay otra fuente donde los hombres y las naciones puedan ir a captar cuantos auxilios les son necesarios para su  santificación  y para su felicidad. 

Desgraciadamente las naciones no quieren comprenderlo y multitud de personas, cegadas por el error, se obstinan en negarlo. Procuremos nosotros al menos, bajo la luz de la verdad, penetrarnos profundamente de ello. En espera de que una amarga experiencia obligue a la sociedad que lejos de ella se debate en dolorosas convulsiones, a volver a esta fuente de aguas vivas, vayamos a buscar en ella la fuerza y la vida. Establezcamos en nosotros el reinado del Corazón de Jesús, a fin de que este divino Corazón pueda entonces servirse de nosotros para extender tan bienhechor reinado a las almas que nos rodean. 

JESUCRISTO QUIERE ESTABLECER SU IMPERIO POR EL AMOR 

Expongamos primero lo que queremos significar al hablar del Reinado del Corazón de Jesús. ¿Por qué emplear una expresión poco habitual en el lenguaje y no decir sencillamente el reinado de Jesucristo? La razón es parecida a la que nos hace distinguir, en la persona adorable del Salvador, su Corazón, para hacer de él objeto especial de nuestro culto. Honrando al Corazón de Jesús dirigimos nuestra honra a Jesucristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios vivo e Hijo del Hombre. Pero en esta adorable e infinita persona, que encierra junto a la totalidad de atributos divinos las riquezas todas de la humanidad, nos es grato fijar nuestros ojos en un atributo especial que nos hace más dulce y asequible nuestra unión con ella.  

Consideramos su amor cuyo órgano es este Corazón, y por él, como puerta siempre abierta, entramos en este augusto templo cuya entrada, sin él, nos hubiera sido vedada. Y puesto que el mismo Hijo de Dios en sus relaciones con nosotros, guiado por su Corazón, no se ha ocupado más que en glorificar su amor, aun a expensas de sus restantes atributos, no haremos sino imitarle al dirigir de un modo especial nuestros pensamientos y nuestro culto hacia un amor tan liberal y un Corazón tan misericordioso. He aquí la razón por la cual preferimos pensar en el Corazón de Jesús y hablar del Corazón de Jesús, en vez de hacer simplemente a Jesucristo objeto de nuestros pensa­mientos y reflexiones.

 He aquí también, por qué al intentar establecer con nuestro divino Salvador esta unión perfecta que le hará reinar por entero sobre nosotros y nos pondrá en disposición de cumplir en toda su amplitud los designios de su amor, no decimos solamente el reinado de Jesucristo sino el reinado del Corazón de Jesús.  Tal expresión nos indica de ante­mano que el Hijo de Dios al descender al mundo para conquistar a la humanidad, no quiso establecer por la fuerza y el temor su imperio sobre nosotros, sino únicamente por el amor. Para vencernos, no quiso este divino Guerrero emplear más armas que su Corazón. 

De ahí proviene la dificultad de esta conquista; pero, al mismo tiempo, ahí radica su gloria. Si hubiese querido reinar por la fuerza, nada le hubiera sido más fácil, teniendo a su alcance los corazones humanos; le bastaba con aparecer al mundo con esa majestad que conmueve los cielos y hace temblar la tierra; sólo con una palabra las naciones se hubieran postrado a sus pies. Y ni aun era preciso su intervención directa; una legión de ángeles tenía sobrado poder para someterle la tierra. De haber querido reinar por el temor, la empresa no le ofrecía mayores dificultades. Antes de su venida al mundo, ningún otro sentimiento era más accesible al corazón del hombre, que el temor de Dios. El mismo Satanás tenía un gran número de naciones sujetas a su tiranía principalmente por el terror.   Bastaba con que los Apóstoles de Jesucristo, como nuevos Moisés, hubiesen medido sus fuerzas con los ministros de Satanás; con que hubiesen reproducido por todos los países del globo las plagas de Egipto y el milagro del Mar Rojo, y muy pronto el mundo entero hubiera reconocido la autoridad de su divino Maestro. 

Mas tal empresa no era digna de Dios. Someter los pueblos por la fuerza es lo que hacen los conquistadores mortales; dominarlos por el terror puede hacerlo cualquier poder superior, con la sola presentación de males a los que no sea posible resistir. Pero someterlos solamente con el po­der del amor; dominar todos sus feroces instintos con la debilidad voluntaria de la dulzura; apagar las vergonzosas concupiscencias con el encanto austero de la pureza; ahogar todo egoísmo con los lazos de la abnegación; vencer la pereza con el heroísmo del sacrificio, y la codicia extremando la renuncia; dejar a Satanás en posesión de todas las armas que le había proporcionado el pecado y de las que tan hábilmente se ha  servido para perder a los hombres, y oponer a tales armas una sola arma: el amor; dejar el corazón humano con todas las heridas que le produjo la caída original, y sobre todas estas llagas extender un solo bálsamo: el amor; dejar en la sociedad cuantas influencias perversas y tiránicas crearon las pasiones y que cuarenta siglos lograron sedimentar y a todas estas influencias, hasta entonces irresistibles, no oponer más que una sola influencia: el amor; y con esta sola vencer todas las influencias sociales; con este solo remedio curar todas las llagas morales; con esta sola arma triunfar de todas las malicias infernales; establecer en el mundo el reinado del amor sobre las ruinas del reinado del odio satánico y del egoísmo humano; sustituir la ley del temor, única que había hasta entonces podido mantener la sociedad de los fieles, por una ley nueva que se re­sumiera por entero en el amor; hacer de esta caridad divina, que es la ley de los Santos en el cielo, la única ley para los peregrinos en la tierra, he aquí unía empresa que sólo un Dios podía concebir. La ha concebido Jesucristo y desde hace dieciocho siglos está en vías de ejecución. Es la empresa que llamamos el reinado del Corazón de Jesús. 

DEBEMOS   CONSAGRARLE  NUESTROS CORAZONES. 

Demasiadas pruebas tenemos de que esta empresa no está aún terminada. Pero llegará a término, y de nosotros depende el apresurar su realización con la generosidad de nuestro apoyo. Los retrasos sufridos son prueba de la gravedad de los obstáculos que encuentra; mas, por otra parte, los triunfos alcanzados ya, no dejan lugar a dudas sobre el resultado final.

Si una primera manifestación de Jesucristo bastó para derribar de sus tronos a los Césares del paganismo, y para atraerle adoradores de todos los pueblos del globo, ¿no será suficiente una manifestación más ostensible para generalizar este triunfo? La obra comenzada por los primeros apóstoles de un modo tan glorioso, será completada por estos nuevos apóstoles, cuya venida ha sido predicha por los santos ya desde hace siglos, y que serán, a título especial, los apóstoles del Corazón de Jesús.  

El sol divino que con sus primeros rayos disipó las tinieblas de la noche, al alcanzar su cenit rasgará la niebla que todavía cubre la tierra.

¿Quién no ha observado, en primavera, una niebla espesa velando casi por completo la luz del sol en el mismo instante en que éste iba a rasgar su manto para inundar la tierra con sus bienhechores rayos? ¿No es por ventura al producirse el ataque más violento cuando, muchas veces, la victoria viene a coronar los esfuerzos de un valeroso general? No temamos, pues, por el desenlace de la lucha: Aquel, bajo cuyo estandarte combatimos tiene por divisa "El Invencible", y salió de su reposo para vencer, no para ser vencido. Su armadura es­tá hecha a prueba de toda clase de golpes, su espada alcanza las almas, su flecha aguzada derriba los enemigos a sus pies. Tales armas son su Corazón, que está presto a oponerlo, como antaño hiciera, a todo los po­deres de Satanás, a todos los egoísmos y todas las tiranías; y tampoco podrá resistir el mundo el peso de esta arma divina que ya lo venció hace dieciocho siglos. 

Pero ya lo hemos indicado: de nosotros depende acelerar, por la generosidad de nuestra cooperación, este triunfo del Corazón de Jesús, apresurando el establecimiento en nosotros de su reinado. ¿Qué hacer para ello? Hallaremos la solución en el mismo título que encabeza estas líneas: El Reinado del Corazón de Jesús. 

Tales palabras nos indican claramente que todas las luchas que el Corazón de un Dios ha librado en el mundo no tienen otra finalidad que la conquista de nuestro corazón, ya que el reinado del corazón no puede establecerse más que sobre corazones.

Además, en esto se distingue la misión de Jesucristo de las demás empresas; su religión se eleva por ello sobre cualquier otra, sin exceptuar siquiera la religión judaica; he aquí lo que permite a toda persona de buena fe distinguir la verdadera Iglesia de las sectas herejes. 

Los conquistadores que valiéndose de la espada someten los Imperios pueden lograr una obediencia pasiva; pueden, como hizo Alejandro, hacer enmudecer ante ellos a todo el Universo; pero, ganarse los corazones y, sobre todo, curarlos y regenerarlos, ni siquiera sueñan en  ello. 

Todas las falsas religiones de la antigüedad impusieron a sus servidores duros sacrificios, llegando incluso a exigirles la inmolación de sus niños, obedeciendo ellos a este bárbaro requerimiento; pero ninguna de estas religiones tan exigentes ha pedido a los hombres el sacrificio de sus corazones, ninguna les ha enseñado lo que podían hacer para reformarlos y para curar sus dolorosas heridas. 

Únicamente la verdadera religión, la que Dios reveló al hombre en el Sinaí, les formuló este mandato y les ha enseñado esta ciencia fundamental. Mas la ley mosaica no tuvo virtud para hacer comprender y practicar lo que enseñaba a los hombres.

Insistentemente repetía Dios a su pueblo, por boca de los profetas, que los sacrificios de animales no tenían ningún valor ante sus ojos de no ir acompañados por el sacrificio del corazón; cosa que no comprendía aquel pueblo tosco. Le parecía haber cumplido todas sus obligaciones ofreciendo las primicias del campo e inmolando los recentales de sus rebaños; y si algunas almas escogidas profundizaban más en los designios del legislador divino, era porque presentían las influencias del Corazón de Jesús. 

Pero cuando este divino Corazón se hubo revelado a los hombres manifestándoles su amor con las humi­llaciones de Belén y los tormentos del Calvario, sólo entonces los corazones se dejaron dominar; se reconoció en­tonces que el verdadero reino de Dios reside en el interior; que la consagración filial de un corazón que se confía a su paternal amor le es incomparablemente más agradable que las más ricas ofrendas y que los sacrificios más cruentos.  Solamente entonces la religión del amor se estableció por fin en la tierra; se suprimieron las observancias farisaicas y en lugar de esta carga que abrumaba las almas sin hacerlas mejores, un sólo precepto, doble en su unidad, fue promulgado a los hombres : Amaréis al Señor Dios vuestro con todas vuestras! fuerzas, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos. 

LA IGLESIA, ESPOSA Y DEPOSITARÍA DEL CORAZÓN DE JESÚS. 

Así como el carácter propio de la obra de Jesucristo es, pues, el haber tenido como único fundamento la inspiración del amor, y como instrumento la sola virtud del Corazón de Jesús, también el carácter propio de la religión de este Hombre-Dios es el tener por fin el don del corazón humano y por efecto la comunicación del amor Divino.

Y este carácter es en tan alto grado propio de la sociedad de la que es Jefe Jesucristo, que no podría ser imitado por las sociedades rivales que intentan usurpar el nombre y prerrogativas de la verdadera Iglesia.   Observemos las sectas herejes o cismáticas que más cuidadosamente han conservado las antiguas tradiciones; la Iglesia anglicana, la Iglesia rusa.. ¿Qué les falta para que puedan ser confundidas con la verdadera Iglesia. Tienen una jerarquía como nosotros, y los prelados que la forman están dotados de mayores riquezas que los nuestros; poseen magníficos templos, ceremonias espléndidas, sacramentos; recitan el Credo, enseñan el Evangelio y el Decálogo.

¿Qué les falta, pues? Les falta lo que sólo podrían hallar en la influencia del Corazón de Jesús: les falta el calor, la unción, la piedad, el don del corazón. De ahí esa ausencia de vida, esa sequedad dolorosa que induce a desertar a las almas más nobles de estas ramas desgajadas, para reunirse con el tronco divino, con la Iglesia santa, que recibe la savia vivificante del Corazón de Jesús. 

Escuchemos a una de estas almas generosas en el relato que nos hace de su retorno, con un estilo que lleva en sí la prueba de su sinceridad: "Sería muy largo y difícil enumerar todas las razones que persuadieron a mi espíritu. En cuanto a mi corazón, ¡oh!, en seguida comprendió que sólo la práctica del catolicismo podía satisfacerle; comprendió que para el hombre que os necesita, ¡ Dios mío!, para el hombre que siente su dependencia de Vos, sois su finalidad, que sólo Vos podéis ser su término y su vida, que para el verdadero cristiano, en una palabra, la única religión posible es la católica, que sólo ella penetra en la existencia humana, que sólo ella se identifica con esta existencia para formar una parte integrante de la misma, mientras que las demás religiones están, a lo más, al margen de la vida. ¡Ah!, ¿cómo no va a ser verdadera esta religión, única que puede consolar y curar?... Sólo ella nos inicia en el misterio de la vida, es decir, en la verdadera existencia que consiste en la unión con Vos; sólo ella nos enseña a vivir con el alma, a olvidar nuestro cuerpo, a vivir espiritualmente. ¡quién narrará las delicias de un alma católica! ¿Quién dirá con qué amor os manifestáis ante ella?". 

Sin duda ninguna la verdadera Iglesia, la Esposa legítima de Jesucristo, posee varias notas, exclusivamente propias, que la distinguen de todas las sectas adúlteras; pero de todas estas notas ninguna es más apta para impresionar un corazón, que sienta a Dios, como ésta: sólo la verdadera Esposa del Salvador posee el Corazón de su celeste Esposo, y sólo ella está vinculada a Él por el corazón.  Este es su privilegio que nadie osa disputar, y tal privilegio puede bastarle. Mientras quede patente que sólo hay una Iglesia del Corazón de Jesús, que tomen las demás tanto como quieran el nombre de Iglesias cristianas. 

De todo lo cual podemos deducir la siguiente conclusión: Si queremos que crezca en nosotros el espíritu de la Iglesia, si queremos unirnos a ella más estrechamente, ser más católicos, es preciso que establezcamos en nos­otros sin reserva alguna el Reinado del Corazón de Jesús. Cuanto más unamos nuestro corazón con este di­vino Corazón y más participemos de sus dulces efluvios, tanto más se realizará en nosotros el fin que movió al Hijo de Dios a descender al mundo, cumpliéndose así la voluntad del Padre celestial y haciéndonos más capaces de cumplir esta voluntad misericordiosa para con nuestro prójimo. 

¡Oh, si los hombres quisieran ser santos! ¡Cuán fácilmente hallarían la salud! iQué habrían de hacer para arrancar del mundo las más dolorosas espinas de que se halla sembrado y para librarse en su peregrinación de las pruebas más amargas? Dirigir la mirada hacia el Corazón de Jesús que permanece junto a ellos; poner su confianza en este divino Corazón, esforzarse en imitarlo, recibir las gracias que tanto desea comunicarles, dejarse subyugar por su amor y permitirle el establecimiento de su reinado sobre ellos. No sería preciso otra cosa para restablecer en el mundo la paz, la unión y la serenidad del Paraíso, ya que no sus encantos.

(Fragmento de la obra "Le Régne Social du Coeur de Jesús", Toulouse 1892).

 

 

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