CICLO “A” / DÉCIMO OCTAVO DOMINGO / TIEMPO
ORDINARIO.
1. “Venid vosotros aparte, a un sitio
solitario y descansad”.
El Evangelio de hoy nos
sitúa inmediatamente después del martirio de Juan el Bautista. El rey Herodes,
que a causa de las intrigas de Herodías
manda a ejecutar al Precursor del Redentor, había levantado los ánimos de gran
parte de los israelitas, que tenían en gran estima al ejecutado, por ello, nuestro
Señor siguiendo los consejos de la sabiduría humana, se retiró a un “lugar apartado”, no para desentenderse
de los sucesos sino para encontrarse a solas con su Padre de los Cielos. Nueve
kilómetros debieron caminar quienes querían ver al Señor y escuchar sus
enseñanzas.
Más, el corazón del
Divino Redentor no podía resistir los sufrimientos ajenos. Muchos enfermos eran
llevados por sus familiares; los infaltables niños con su espontaneidad y
transparencia, pululaban en los alrededores, lo cual movió a Jesús a enseñar
extensamente, pues la tarea demoró casi “hasta
el amanecer” dice el Evangelio.
Nuestro Señor con el
milagro que realiza en esta jornada quería anunciar el memorial de su Pasión,
por lo que incluso, en el detalle de permitir a sus Apóstoles actuar como
mediadores entre la necesidad de los hombres que “no tenían que comer” y la persona del Salvador. Aduciendo
problemas de tiempo, de seguridad y de alimentación, los discípulos acuden a
Jesús. En esta acción vemos prefigurada la dimensión intercesora en la Iglesia
de parte de los ministros de Dios y de su Evangelio.
Junto con anunciar el
sacerdocio ministerial, que forma parte y da forma a la Iglesia, realiza este
milagro ante una gran muchedumbre –unas quince mil personas- evidenciando la
importancia de lo prefigurado: la Santa Eucaristía.
En efecto, las dos
realidades sacramentales de la Nueva Alianza están íntimamente relacionadas: “sin sacerdotes no habría Santa Misa”
(Arzobispo Emilio Tagle Covarrubias), a la vez que el sacerdote “vale lo que vale su Eucaristía” (S.
Juan Pablo II).
La esencia del por qué hay sacerdotes en el
mundo no emerge de una necesidad exclusiva de “ayudar a los demás”, ni se agota en un asistencialismo de tipo
horizontal, para lo cual, puede hacerlo
igual y hasta más próvidamente un asistente social, o un gestor cultural, o un
agente en administración de recursos y personas.
Este milagro, tuvo
lugar en Abril del año 29, poco antes de la celebración de la fiesta hebrea del
pesaj, que conmemoraba la salida del
pueblo de Israel desde Egipto hacia la tierra que Dios les había prometido. Fue
un acontecimiento realizado en la llanura de Betsaida, donde el verdor de la
primavera no pasó desapercibido en el relato de San Mateo: “Entonces, mandó a la multitud que se sentara sobre la hierba”.
En la actualidad, por
la diligencia de las actividades, la comida se suele hacer con extrema
ligereza: la cena se hace de pie, en un vehículo, en la propia habitación, en
una bandeja individual. Los antiguos comedores de las familias se han ido
achicando: de 24, a 12, a 10, a 6, a 4
personas. No falta hoy un departamento o loft que tenga bar, living, cocina
pero no un lugar para una mesa de comedor. Pero esto, no es un simple detalle
sino un acto querido y significativo del Señor que quiso dar para que todos los
presentes comprendieran que éste milagro de la multiplicación de panes y peces
era en medio del contexto de una comida en regla.
Más aún, todo parece indicar
que la ceremonia era deliberadamente simbólica referente a lo que más tarde, en
la Última Cena instituiría “hasta la consumación de los siglos”: la Santa
Eucaristía. Si miramos con detención el Santo Evangelio encontramos diversas
luces que apuntan hacia una misma dirección: la figura de la Eucaristía fue la
multiplicación de panes y pescados.
Primero, las mismas
palabras de Jesús: “Mirando al cielo, dio
gracias a Dios, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los repartieron
entre la gente”; segundo, la fecha: “era
cerca de la Pascua”; tercero la hora vespertina de la realización del
milagro: “Al atardecer”; cuarto, la
presencia de todos los Apóstoles; quinto, la decisión de nuestro Señor de dar
de manera gratuita y milagrosa, alimento
a una muchedumbre, más allá de la nacionalidad, las diversas condiciones sociales, la edad, pues “le seguían hombres, mujeres y
niños”. La universalidad del llamado a la santidad, desde ese momento, aparece indisociablemente unida a la
conveniencia de participar del misterio de la presencia eucarística de
Jesucristo, por lo que no es facultativo el ir o no a la Santa Misa.
Nuestro Señor anuncia con
este milagro, el futuro desarrollo de la Iglesia que será señal y realidad del Reino
de Dios: continuando con el esquema de la liturgia dominical, tres misterios
son anunciados en este día: la Iglesia,
la Eucaristía y el Sacerdocio.
2. Cooperando con la gracia desde la
gracia.
A lo largo de esta
semana los hogares, colegios e instituciones se preparan para celebrar el Día
del Niño. El jovencito de pocos años que es citado en el Santo Evangelio, nos
da una soberana lección de caridad y fraternidad en Cristo. Había llevado una
colación o merienda –detalle de una madre previsora- para una jornada que se
suponía sería extensa: cinco panes de cebada y dos pescados. ¡Robusto ha de
haber sido el joven si consideramos cómo eran los panes de aquellos años!
Pero, ¿por qué llevaba
pan ese adolescente? Porque el pan constituía el elemento esencial de la mesa. Así,
en hebreo “comer pan” significa “hacer una comida”. Recordemos que
Homero en la Ilíada (Siglo VIII A.C) describe al hombre como “un comedor de pan”.
¿Por qué llevaba
pescado? Porque el pan debía ser tratado con sumo respeto, estando prohibido
poner carne cruda encima del pan, colocar una jarra sobre él, o acercarle un
plato caliente. Tampoco, `podía tirarse sus migas, las que debían ser recogidas
con pulcritud, por ello, el pan no era
cortado sino partido con las propias manos. Los pobres comían pan de cebada, los
ricos pan de trigo, ambos tenían duración de dos o tres días, y tenían forma
circular, por ello se llamaba “redondel”.
No menor importancia es
detenerse en el hecho que Jesús usó del pan en varias etapas de su ministerio: Así,
al enseñar a orar: “Danos el pan nuestro
de cada día” (San Mateo VI,11); al autodenominarse como: “Yo soy
el Pan de Vida” (San Juan VI, 35), luego, en dos ocasiones para realizar el
milagro de la multiplicación de los panes y, finalmente en la Ultima Cena para
transformarlo en su Cuerpo diciendo: “Tomen,
coman, esto es mi Cuerpo que es
entregado por vosotros”.
El aporte hecho por
aquel niño con sus “cinco panes”
resultaba casi insignificante para alimentar a una multitud hambrienta, pero
indudablemente sirvió de base para que actuare nuestro Señor, no tanto porque
Él necesite de nosotros, sino porque la Providencia estimó conveniente este
medio. Dios quiso –misteriosamente- tener necesitad este día de ese aporte
pequeño pero que resultó necesario por la misericordia para extenderla a
muchos. Aquel día, en palabras del actual Sumo Pontífice ese joven misericordeó
con Jesús.
Esto es lo que nuestro Señor
nos exige: que coloquemos lo que podamos, pues, ¿Qué son estos panes y pescados
para alimentar tanta gente? se preguntaron los Apóstoles. De la misma manera, a
lo largo de nuestra vida –quizás- nos hemos hecho esta misma pregunta: ¿Qué
importa lo que yo haga si no puedo mejorar eficazmente el mundo material y
moralmente?
Bien lo sabemos, aunque
no somos expertos nutricionistas ni sociólogos, que existe hambre en el mundo.
Las estadísticas nos señalan que casi mil personas mueren a cada hora a lo
largo del mundo a causa de la desnutrición. Pero, hay otras estadísticas que
nos señalan que hay muchos cristianos que al interior de la Iglesia están “desnutridos espiritualmente”, y con
toda seguridad nos producirían una impresión mucho más lamentable si acaso con
nuestros ojos corporales viésemos lo que con los ojos de la fe conocemos. ¡No
hay mayor hambruna que el hambre de Dios! Y, a esto apunta lo que nuestro Señor
nos pide considerar en este texto: sentir la necesidad del alimento del alma.
La nutrición del cuerpo
comienza y se desarrolla desde la gestación; de manera semejante, el alma
requiere de ser alimentada desde la niñez, por esto Jesús dijo claramente: “! Dejad que los niños se acerquen a mí!”.
Los niños estaban alegres cerca de Jesús, y muy a gusto estaba Jesús con ellos.
No los correteaba, no los amenazaba, no los hostigaba con inalcanzables
exigencias, ni los ahogaba con interminables tareas.
San Pio X |
Así, debe ser ahora.
Por ello, San Pío X
dio un decreto (Quam singulari, 8 de
Agosto 1910) que llenó de dicha y fe a los niños, y que a la vez,
manifestaba la sabiduría permanente de la Tradición y Magisterio de la Iglesia:
permitir a los niños la posibilidad de recibir la Hostia Santa desde la más
temprana edad, ya que continuamente repetía que: “la Sagrada Comunión es el camino más corto y seguro de ir al Cielo”.
Sabido es que en una ocasión tenía una audiencia y se acercó una madre con dos
de sus hijos, uno de ocho y otro de solo seis años. Le preguntó al pequeño
respecto de quién vivía al interior del sagrario, a lo que el pequeño contestó:
“Dios”. Los dos niños recibieron ese
día de manos del Santo Padre Pio X, la Hostia consagrada porque sabía lo que
los niños más necesitaban y con qué gusto Jesús viene hacia ellos.
3. “Todos comieron hasta quedar satisfechos”
(San Mateo).
La dimensión de
banquete y sacrificio de la Eucaristía no es única ni exclusiva. Jesús nos
invita a cargar con la cruz, a ofrecer y dar gracias al Padre Dios por el
sacrificio cruento del calvario, por esto, sacrificio y banquete pertenecen a
un mismo misterio y están unidos de forma inseparable. La comunión no es un añadido
de la Santa Misa, sino una parte integrante de la misma, ya que ésta es un
banquete sacrificial, de modo que participando en el banquete se participa de
forma plena en el sacrificio. San Pablo nos enseña que “cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz,
anunciamos la muerte del Señor” (1 Corintios XI, 25-26).
En igual sentido, la
Tradición y los Padres de la Iglesia nos entregan estas enseñanzas: “La Eucaristía es la Carne misma de
Cristo, que ha padecido por nuestros pecados” (San Ignacio de Antioquía).
Y, San Agustín decía: “Comemos y bebemos
el precio de nuestra redención” (Sermón IX, 10).
En este sentido, la
iniciativa es del Señor. No es ya el fiel el que se esfuerza por unirse a
Jesús, sino que primeramente es nuestro Señor que quiere unir al fiel cristiano
a su Pasión Redentora. Más que asimilar a Cristo somos asimilados por Él. El
hombre, en lo más profundo de su ser, es “hambre
de Dios” porque tiene una necesidad infinita de felicidad que no puede
saciar plenamente con bienes meramente terrenales.
Al momento de comulgar
la Hostia Santa tenemos la máxima posesión de Dios aquí en la tierra: somos
incorporados a Cristo no sólo por la gracia, tal como como sucede en los demás
sacramentos, sino que participamos del mismo Cuerpo de Cristo, glorioso y
vivificante. Así, todos nos unimos a Cristo, somos fortalecidos en el alma,
preservándonos del pecado y alejándonos de múltiples tentaciones, que
permanentemente nos coloca Satanás.
4. “Yo haré con vosotros una Alianza
eterna” (Isaías).
Otra dimensión que encontramos
presente en las lecturas de hoy nos invita a meditar en torno a la figura de la
Iglesia, cuyo centro y raíz está en la Santa Eucaristía: “Si comemos un mismo pan, formamos un mismo cuerpo” (1 Corintios X,
17). Contemporáneamente, se ha señalado que “La
Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace Iglesia”. Por ello,
entendemos de inmediato que a causa del misterio de la unión de Cristo con su
Iglesia, no puede ésta separarse de la Eucaristía, de la cual viene y a la cual
va, a la vez que la dimensión fraternal no sólo se ve fortalecida sino que sólo
se hace posible desde la vivencia de la presencia eucarística en cada bautizado
como miembro de la única Iglesia.
En la antigüedad
cristiana se dijo que “No puede tener a
Dios como Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre” (Cipriano),
reafirmando con esto lo que desde el Evangelio se ha enseñado: “extra
Ecclesia nulla sallus”. ¡Fuera
de la Iglesia no hay salvación! Lo cual emerge desde aquel encuentro de Jesús
con Nicodemo al caer el día. Entonces, preguntó aquel magistrado judío qué
debía hacer para alcanzar la Vida Eterna, recibiendo como respuesta del Señor
algo que no requiere doble interpretación: “Si
no naces del agua y del Espíritu Santo no tendrás vida”. Es así: la
salvación eterna viene a través de la Iglesia, tal como nuestra vida ha sido
gestada y cobijada por nuestra madre, en consecuencia si el mundo se aleja de
la vida de la Iglesia se distancia de la Redención, porque Cristo estableció
que Ella formase parte ineludible del camino de la salvación.
En todo momento
tengamos presente que “Aquel que cediendo
a las sugestiones de un falso
espiritualismo, pretendiera desembarazarse de la Iglesia como de un yugo o
prescindir de ella como un intermediario engorroso, acabaría muy pronto
abrazándose con el vacío o terminaría entregándose a dioses falsos”.
La animadversión que
actualmente vemos en algunos ambientes hacia la Iglesia, tiene un origen muy
claro: implica desterrar el puente
que puso nuestro Señor para llegar a Él, con el fin de abrir caminos hacia los ídolos
seculares: del poder, del tener, y del placer.
La Eucaristía crea la
unidad de la Iglesia: Recordemos que nuestra Iglesia nació del costado de
Cristo, por tanto, los deseos del Corazón de Cristo deben ser los criterios que
funden la acción de su Iglesia, ya que Cristo y la Iglesia son uno: “Ubi
ecclesia ibi eucharistia; ubi eucharistia ibi ecclesia” (San Agustín).
Así, la Eucaristía que es símbolo de la unidad de la Iglesia hace que se vea y
sea fortalecida eficazmente si acaso los bautizados participamos del mismo y
único sacrificio.
Dicha realidad hemos de
vivirla al interior de la Iglesia doméstica,
es decir al interior de la familia. Si deseamos y necesitamos mayor: comunicación,
unidad y comprensión dentro del hogar, hemos de procurar acercarnos en familia
a la celebración de la Santa Misa. Si ya es válido decir que familia que reza unida permanece unida,
cuánto más lo será por el hecho de acudir a la Santa Misa y comulgar bien
dispuestos y preparados.
5. “Nada podrá separarnos del amor que
Dios nos ha mostrado en Cristo”.
Resulta imposible no
recordar, finalmente, que en la Hostia Santa tenemos un germen de resurrección
y un anticipo de lo que será la felicidad en el cielo. ¡Y lo Santo lleva a lo santo! Por esto, los mejores hijos de la
Iglesia al comulgar –como nuestra querida Teresa de Los Andes- describen ese
día como “estando en cielo…recibí un
trozo del cielo”, a la vez que –ya contemporáneamente- Su Santidad
Benedicto XVI describía el día de su Primera Comunión como una jornada de
cielo: “Era un don de amor que realmente
valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí
realmente feliz, porque Jesús había venido a mí” (15
de Octubre 2005).
El alto número de los
que participaron en este milagro de la multiplicación del pan, es señal del
número incontable de los bienaventurados y de cuantos desde el bautismo,
estamos llamados a la santidad. Ninguno puede –en léxico bergogliano- balconear respecto de seguir el camino
de perfección, ni por lo tanto, ser un “espectador” ante los requerimientos, de
lo divino y lo humano que necesita la Iglesia. Porque cada uno no es mejor, no es más virtuoso, no es más santo,
es que en el mundo persiste tanta maldad. Alguno pensará que es poco lo que yo
hago ante lo que es el mundo entero, casi insignificante como un grano de
arena, pues bien, un grano puede detener nuestros pasos si cae en el ojo, y
puede ese grano ser parte del más puro de los cristales. ¡Todo lo que hacemos o
dejamos de hacer no sólo es visto por Dios, sino que siempre tiene repercusión!
Entonces, a causa de que relegamos al lugar de los recuerdos, y en el mejor de
los casos al de los accesorios, las dos normas que sintetizan la ley del Nuevo
Testamento: “Amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a uno mismo”, es que la vorágine de maldad se
cierne con fuerza a nuestro alrededor.
La asistencia a la Santa Misa nos permite
participar del Reino de Dios “ya presente
en medio nuestro”. La Eucaristía es anuncio de “la muerte y resurrección” de Jesús, como dice el Apóstol de los
Gentiles: “Hasta que Él vuelva”.
No nos equivocamos al afirmar que un católico que
comulga es partícipe de la Eternidad, toda vez que es el Cristo glorioso que
viene a nosotros, quien es el único capaz de transformar nuestra vida tibia e
indiferente, dándonos una esperanza nueva y cierta en la Bienaventuranza eterna
de allá, fortaleciendo –a la vez-
nuestra fe y caridad fraterna de acá.
Sacerdote: Jaime
Herrera González, Cura Párroco de Puerto Claro. (Agosto del 2014).
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