CICLO “A” / VIGÉSIMO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.
1. “Cor contritum et humiliatum, Deus,
non despicies” (Salmo L, 19).
En este vigésimo domingo
del tiempo ordinario, la liturgia dominical nos presenta, por tercera vez
consecutiva uno de los milagros realizados por Jesús. En esta oportunidad San
Mateo nos habla del encuentro con una mujer cananea. Sin lugar a dudas, se
trata de un momento trascendente del Evangelio, y esto lo deducimos por la
meticulosidad usada por San Mateo,
al momento de describir la universalidad del amor misericordioso y gratuito de
nuestro Señor.
Junto a la importancia
dada por el propio evangelista, encontramos también, un ordenamiento lógico y teológico,
que nos entrega la Sagrada Liturgia a través de los últimos domingos, y que se
refiere a la realidad del Reino de Dios: hemos conocido diversas parábolas y
milagros que nos manifiestas aspectos y signos del Reino, ya iniciado y no
consumado aún. Hoy, el Señor nos invita a meditar en torno a la oración, la
cual debe revestirse de las mismas características de la intervención de la
mujer cananea en este día: humilde, paciente y creyente.
El evangelio nos
presenta una madre atribulada por la
enfermedad de su hija. Ello siempre conmueve y emociona. La tenacidad de una
madre, cuando se trata de la salud de un hijo, se transforma en osadía y
valentía, que no parece tener frontera alguna. Algo de ello encontramos en
aquel recordado boceto a una madre escrito por el Obispo Ramón Ángel Jara al
decir: “de una mujer que se reviste con
la bravura de un león” si se trata de defender a sus hijos. Mas, la
cananea ¡madre gentil” añade a esa bondad maternal algo que no sólo la hará noble ante los ojos del mundo, sino santa a los ojos de Dios y modelo para todo fiel cristiano.
Las ciudades de Tiro y Sidón,
ubicadas en el actual Líbano y distantes unos 32 kilómetros entre sí, eran habitadas por gentiles. Siglos atrás,
judíos y cananeos se habían peleado a causa del lugar donde debería rendirse el
culto al Dios único y verdadero. Mientras que unos adoraban el Jerusalén, otros
lo hacían en el monte Garizim. Más los cananeos fueron expulsados para que no
pervirtieran a los judíos, los cuales se muestran aquí mucho más cuerdos que
los sionistas: salen de sus fronteras y se acercan a Jesús.
2. Una madre que implora por la
santidad de su hija.
Gran fe vemos en las
palabras de la madre cananea: cree en la divinidad de Cristo cuando le llama “Señor”; cree en su humanidad cuando le
dice “Hijo de David”. Notable
resulta constatar que aquella mujer, fue capaz de profesar públicamente lo que
quienes estaban llamados desde antiguo hacerlo no se atrevieron: Que Jesús
era el Mesías esperado por generaciones. La Fe recibida le hizo ver con
claridad: el Verbo Encarnado presente en el mundo para salvar, para sanar, para
acompañar, para purificar y para perdonar.
No pide ella, nada en
virtud de sus méritos, quizás tenía temor de la reacción de los judíos;
solamente invoca la misericordia de Dios cuando dice: “Señor, ten piedad de mí”. Y, hemos de considerar que pide
piedad no para su hija sino para sí misma, ya que el dolor de la hija es el
dolor de la madre, y con el fin de mover a Jesús a tener compasión, le presenta
todo su dolor hecho un clamor: “mi hija
esta con un demonio”.
Ante Jesús expone no
solo el mal sino –además- la profundidad de la enfermedad. En nuestro tiempo
vemos que las madres se preocupan de sus hijos. En ocasiones llegando a grados
de aprehensión que no dejan de sorprender y ello está bien…pero, es necesario
purificar las intenciones y rectificar los anhelos. En efecto, muchas veces las
madres imploran por la salud de sus hijos, por el estudio y el trabajo de sus
hijos, en ocasiones por los afectos y amores de sus hijos, mas ¿hay real
preocupación por la santidad de ellos? ¿Ocupa un lugar relevante en las
oraciones de los padres el que sus hijos sean virtuosos y santos?
En esto último es
posible encontrar cierta neutralidad
que tiene consecuencias muy claras: se hacen grandes esfuerzos por dar una
educación para tener exitosos profesionales, olvidando que muchas veces lo que
determina finalmente la calidad del estudiante y del trabajador y del
profesional emerge de lo que subyace en su alma.
Un antiguo refrán dice:
“Es bueno ser importante, pero más
importante es ser bueno”. El envase de un vino puede hacerle deseable, pero
en nada mejora la calidad de lo que contiene, de manera semejante acontece al
momento de interceder: hay que rezar para que los hijos sean liberados de
todo vicio, sean revestidos de toda virtud, y procuren crecer espiritualmente.
Como aquella joven del Evangelio que estaba “atormentada
terriblemente por un demonio” hoy se hace necesario que se aúne el esfuerzo
de los padres en favor de una oración de intercesión por sus hijos.
El Evangelista San
Mateo cuenta que Nuestro Señor, a pesar de los gritos de la madre, no respondió
palabra alguna, ante lo cual la mujer de origen siro fenicio se postró a sus
pies. Era tan hondo su dolor que no se podía mantener en pie al momento de
interceder por su hija: su debilidad y fragilidad solo podía tener una actitud ante quien era
su Señor y Dios: recordaba entonces lo que tantas veces recitaba en la
Escritura Santa: “Al nombre de Dios toda
rodilla se doble en el cielo y en la tierra”.
Con esta dilación y
falta de aparente respuesta, Jesucristo quiso destacar paciencia perseverante,
la fe y la humildad de aquella mujer.
De la misma manera, quiso
que sus discípulos entendieran –con el ejemplo- lo necesario que es la plegaria
de los Santos y la oración de la Iglesia, para obtener lo que el hombre anhela
y el mundo más necesita: “Entonces,
sus discípulos se acercaron a Él y le rogaron”.
Siempre descubrimos la
riqueza de la oración de la Iglesia en la Sagrada Liturgia:
el rezo del Breviario, la madre de todas las oraciones como es la Santa
Misa, las plegarias en la celebración de los Sacramentos son respuesta
a lo que subyace en el corazón de cada bautizado.
En ocasiones, el liberacionismo trasnochado coloca una división entre la
oración personal y la oración litúrgica, lo cual vemos que desde el Santo Evangelio
nunca tuvo dicotomía alguna. El único divorcio que se constata es cuando en vez
de nacer la oración de la fe recibida se tiñe de las concepciones de
ideologías paganas y materialistas.
Es entonces cuando
aquella mujer irrumpe, enriqueciendo la intercesión de la súplica de los
apóstoles con su audaz intervención que deja de lado todo respeto humano para
revestirse de mayor respeto divino. A la luz de la fe, descubrió que la única
vergüenza posible era la de no vivir de acuerdo a lo que creía
3. “También, los cachorros comen las migajas que caen de
las mesas”.
La paciencia
perseverante de esta mujer que no se
aventuró a contradecir; como tampoco, se entristeció por las alabanzas del
resto, ni se abatió por las dificultades fue la que le llevó a dar una respuesta engastada por las
virtudes de la fe y la humildad.
Tuvo fe, porque creyó que sólo el Señor
sanaría a su hija; tuvo paciencia,
porque aunque muchas veces fue rechazada, tantas otras ella insistiría; tuvo humildad, porque no sólo acepta ser
comparada con un cachorro, sino asume la comparación al responder: “! También, los cachorros caen las migajas que caen de la mesas de sus
amos!”.
Resulta sobrecogedor
imaginar las miradas de unos y otros ante la respuesta que da Jesús a la madre atribulada:
“! Mujer qué grande es tu fe, que se
cumpla lo que pides!”. Notable cómo esa mujer logró obtener lo que no
recibieron los mismos discípulos…es que tan gran poder tiene la insistencia en
la oración, que revestida de fe y humildad logra como arrebatar el milagro de
la sanación de su hija al mismo Señor. ¡Tu hija está sana!
Esa salud restablecida
hemos de verla como una nueva vida de aquella joven cananea. No fue la
temporal recuperación de una dolencia física, fue algo distinto y superior: su alma quedaba en paz,
en gracia, por lo que desde ese momento podía saberse realizada como hija de
Dios e hija de su tiempo simultáneamente.
En realidad, Dios –ni antes ni ahora- hace milagros con los paganizados, sino
que primero espera que su conversión, como en este caso aconteció.
4. “Oh mujer, ¡grande es tu fe! Hágase
como tú quieres!”.
Las buenas madres
aparecen en el Evangelio y siempre muestran gran solicitud por sus hijos. Saben
dirigirse a nuestro Señor con una sabiduría y perseverancia propia del ser maternal.
San Agustín de Hipona nos cuenta en su libro de las Confesiones cómo su madre Santa Mónica, -santamente-
preocupada por la vida espiritual de su hijo, no cesaba de rogar a Dios por él,
como tampoco dejaba de pedir a personas buenas y sabias que hablaran con él
para que se alejase de herejías y de una vida disoluta. ¡Nunca lo olvidemos, sólo después de muertas las madres son suficientemente
valoradas y tomadas en cuenta! Por esto, San Agustín escribe: “Si acaso yo no perecí en el error, fue
debido a las lágrimas cotidianas llena de fe de mi madre”.
Dios escucha de modo
especial la oración de quienes saben amar; lo que no
implica que a veces parezca guardar silencio. Nuestro Señor espera con su aparente tardanza que
fortalezcamos nuestra fe; que sea más grande nuestra esperanza; y, más confiado
nuestro amor. Para sus oídos es especialmente grato escuchar las peticiones
de las madres por sus hijos ¡También la de los padres! ; la de los hijos por
sus padres; la oración fervorosa y diligente nace de un cariño preocupado y
sincero. ¡Sólo quien ama puede orar en todo momento!
La constancia en la
oración nace de una vida de fe, de confianza en Jesús que nos escucha incluso cuando parece callar.
Y esta fe nos llevará a un abandono total en las manos de Dios.
En nuestros días, el
mundo nos dice que rezar es estéril e ineficaz. Más de algunos alzan slogans
como “Ya no basta con rezar”. No
nos cansaremos de repetir que las crisis del mundo de hoy son consecuencia de
las crisis de oración. Sin ella, no sólo se hace crítica la virtud presente,
sino que se hipoteca el futuro mismo. Nuestra confianza en el poder de la
oración surge de la exhortación misma hecha por Jesús: “Orar siempre y no decaer”.
SACERDOTE JAIME
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VALPARAÍSO
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