martes, 12 de agosto de 2014

LA PRESENCIA DE DIOS NOS LLENA DE LUZ Y DE FUERZA



 DÉCIMO NOVENO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO.


“Las olas arreciaban la barca, porque tenían el viento en contra” (San Mateo XVI, 24).

La experiencia vivida por los Apóstoles en medio del mar de Tiberíades, nos ayuda a comprender uno de los misterios más hondos y presentes en la vida humana, pues se extiende a lo largo de toda nuestra vida…desde cuándo nacemos, por medio del inesperado y extraño saludo del médico con una palmada, y donde la primera respiración fue un acto doloroso, hasta el último suspiro exhalado en un espasmo de agonía. Siglos atrás, el insigne y santo escritor Tomás de Kempis, en su reconocido  best-seller espiritual de “La Pasión de Cristo”, sintetizó una verdad misteriosa: “Mira a tu derecha, mira a tu izquierda; mira hacia arriba, mira hacia abajo, por todas partes encontrarás la Cruz”.

Por medio de la gracia, a través de los momentos de prueba, es donde el Señor permite que aumente y se purifique nuestra fe. Sin ella, bien lo sabemos en primera persona, y por el testimonio de terceros, aquellos momentos de sufrimiento, se transforman en una tragedia donde todo no parece tener sentido, viniéndonos la tentación de aquel antiguo personaje caricaturesco. “Detengan el mundo, porque quiero bajarme”. Mas, el verdadero fiel creyente no huye del dolor, no reniega de todo dolor sino que procura implorar las gracias necesarias para asumirlo.

Quién no recuerda en su juventud, cuando las clases de educación física incluían atletismo, y se debía correr saltando las vallas. Al inicio de la carrera de 400 metros, vislumbrábamos diez obstáculos de casi un metro de altura. No con la rapidez del actual campeón mundial que en 46 segundos llega a la meta, sino bastante más lentamente a ninguno se le ocurría sacar las vallas para llegar más prontamente a la meta. Se debía entrenar para vencer los obstáculos, no  sacándolos del camino sino venciéndoles. Algo semejante podemos aplicar a la vida espiritual: hay una dimensión acética que implica el decidido esfuerzo por sobrellevar las adversidades, las cruces que el Señor permite para nuestra purificación. Por ello, imploramos a Jesús la gracia para subir a la Cruz,  no para bajar de ella.

La Cruz, las pruebas que permite el Señor, no se pueden evitar, pues en todas partes, en todo momento de nuestra vida –tarde o temprano- nos vamos a encontrar con ella. Así, el desafío para nuestra alma no es cuantas cruces hay en nuestro camino, sino la manera cómo la asumimos, hecho sobre el cual se pueden dar una serie de posibilidades:

a). “Rebelarnos y alegar contra las cruces diarias”…pero ello no nos quitará el sufrimiento, por el contrario, lo termina haciendo más difícil y arduo. ¿Por qué a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí? ¿Para qué tanto si ello está de más? 

b). “querer eliminar las causas del sufrimiento”…es entendible, pero que se haga a costa de la propia vida, constituye un suicidio moral, cercano a la locura y expresión de desidia  espiritual (inmovilidad). Rechazar el don maravilloso de la vida, para huir del sufrimiento, no es solución, por el contrario, aquel sufrimiento y dolor personal es aumentado también hacia los demás, particularmente los que nos son más próximos.

c). “Arrastrar penosamente la cruz”…el desaliento es el mal arrastrado. Así nos lo enseña un  fraile español: “Si la gente lleva su cruz a rastras, no sólo es herida por ella a cada paso, pues se nos enreda e impide andar, sino que también arrastra todas las piedras que encuentra en el camino. Si, hermanos…!la Cruz suele pesar más cuando la llevamos mal!

Un problema, una enfermedad, un dolor se hará insoportable sin la fe. ¡Solo la fe en el Señor puede explicar y dar sentido a los mayores misterios del hombre, de todo hombre, de los hombres de todos los tiempos!

Entonces, nuestra mirada de creyente recuerda lo dicho por Jesús en la oración del Getsemaní, luego de haber instituido la Eucaristía, conferido el sacerdocio ministerial a sus Apóstoles fieles, y entregado el mandato de la caridad fraterna, que celebramos este mes: “Padre, si es posible aleja de mi este cáliz. Sin embargo, que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú” (San Mateo XXVI, 39).

Nuestra Madre Santísima al ser escogida como la Madre del Mesías, nos invita y enseña a tener una diligente actitud hacia los designios de Dios: “Yo soy la servidora de Dios, hágase en mí lo que has dicho” (San Lucas I,38). En aquellas palabras, la Virgen María incluía las pruebas y sufrimientos a los cuales Dios la iba a asociar tal como le fue profetizado por el anciano Simeón al presentar a su Hijo y Dios al templo: “! Una espada de dolor atravesará tu alma!”. ¿Cuántas madres ante el drama del dolor de sus hijos no han repetido alguna vez que su alma estaba como desecha o dividida por el dolor? (San Lucas II, 35).

Como Ella, hemos de tomar libremente las cruces que nos presente el Señor a lo largo de nuestra vida, aún sin saber en toda su profundidad qué es lo que Dios desea al permitir ese camino para nosotros.

Procuraremos tomar la cruz con fortaleza y diligencia, toda vez que no se debe tomar la  cruz “de a poco”, ya que acontecería algo semejante a cuando vamos a nadar y entramos al mar “de a poco”, cosa que a todas luces se termina transformando en un martirio chino. Cosa distinta es, por cierto, cuando animosamente nos metemos al mar con un tradicional piquero. La misma cantidad de agua, la misma temperatura, la misma consistencia, tiene el agua, pero hay una gran diferencia. Ahora bien, si acaso esto lo aplicamos a la vida espiritual y a la lucha acética descubriremos que los Santos han aprendido este estilo de natación, aceptando de inmediato lo que Dios permitía para ellos.

Por esto, en medio del sufrimiento,  los mejores hijos de Dios y de su Iglesia, comprendieron que desde la fe en Jesucristo las cruces pierden su aspereza, llegando incluso a ser deseable, tal como lo repetimos en una oración de la Misa por los enfermos donde la Iglesia no duda en denominar bienaventurados (felices)  a los que más padecen. ¡Esto, que para unos resulta sorprendente sólo se comprende por medio del don de la fe!  Por lo que las palabras del Señor adquieren particular significado: “Mi yugo es suave y mi carga liviana”. ¡Un alma heroica y noble es aquella que sabe enfrentar el dolor!

“Hombre de poca fe, ¿Por qué has dudado? (San Mateo XIV, 31).

El contexto de lo que el evangelista Mateo nos relata es importante para comprender la totalidad de la enseñanza del Señor, a través del milagro obrado en medio de la tempestad. La semana anterior meditamos sobre la primera multiplicación de los panes, entonces aquella multitud reconoció al líder esperado por generaciones de hebreos, pues humanamente vislumbraban aquello que con ansia necesitan: poder revertir la situación de esclavitud parcial en la que estaban bajo el poder del César. Entonces, Jesús para desmentir esos falsos mesianismos terrenales decidió apartarse a un lugar distante, pidiéndoles a sus Apóstoles que se adelantasen a la otra orilla del Lago de Genesaret. Como era habitual, en lo alto de un cerro el Señor oraba y observaba a sus discípulos navegar mar adentro…

Los detalles que el evangelio de hoy nos entrega son elocuentes: la soledad de no estar acompañados por el Señor “habían visto caer la noche sin que Jesús se hubiera reunido con ellos” (San Juan VI,17); agotamiento físico “Jesús vio que se cansaban remando” (San Marcos VI, 47); lejanía del hogar “la barca estaba muy lejos de la orilla” (San mateo XIV, 24); estaban mar adentro “la barca estaba en medio del mar” (San Marcos VI, 47). San Juan Evangelista, que suele ser muy exacto en sus afirmaciones nos dice que: estaban  agotados “habían remado como cinco kilómetros” (VI, 19); la fuerza del viento “soplaba el viento en contra” (San Mateo XIV,24); lo impetuoso del mar “empezaron a formarse grandes olas” (San Juan VI, 18); y la fragilidad de la embarcación “la barca era sacudida fuertemente por las olas” (San Mateo XIV, 24); que era de noche “al caer la noche estaba allí solo…de madrugada fue Jesús hacia ellos” (San Mateo XIV 23.25), Parecía imposible encontrar un ambiente más hostil sobre aquella barca, ni procurando hacerlo lo habrían conseguido. Era tan adversa la realidad de la tempestad que llegaron casi a olvidar lo ocurrido –solamente- unas horas antes: cinco panes y dos pescados sirvieron para dar alimento suficiente para una muchedumbre cercana a las quince mil personas.

Semejante es nuestra experiencia: Hay días en que nos sentimos llenos de fe. Entonces, el fervor “sale por los poros”: vamos a la Santa Misa, nos confesamos, comulgamos, leemos la Santa Biblia, tenemos Dirección espiritual, pero –de pronto- surge el ímpetu de las tormentas de dudas y los vientos de debilidad, donde parece que nuestra vida espiritual comienza a naufragar como la barca de los discípulos en medio de las aguas turbulentas.

Ante esa realidad podemos aducir múltiples razones, pero todas ellas tienen como común denominador el haber prestado más atención a voces distintas de las que el Señor Jesús nos hablaba. En efecto, mientras escuchamos, pedimos y rezamos, estamos firmes en la fe.  

Para el Apóstol Simón Pedro –de oficio pescador- mientras “miró y escuchó” a Jesús, la tempestad no importaba, incluso en un momento, al bajar de la barca y dar unos pasos hacia el Señor pareció olvidarla por completo, simplemente porque estaba ante el Señor y el Señor estaba con él. Según esto, San Pedro no vaciló en bajar de la barca porque sólo escuchaba la invitación del Señor que le dijo: “! Ven!”. Más, la menor objeción será capaz de derribar un alma que desvía la mirada del Señor. Si Dios ocupa un lugar accesorio, secundario y hasta decorativo… ¿Nos puede extrañar las muchas dudas de fe? ¿Puede sorprendernos las consecuencias de una vida social que margina la vida religiosa y  la fe de su cultura?

Según un minucioso exégeta contemporáneo, en un cuarto de segundo, Simón Pedro puso su corazón en el rugir del viento y en la fuerza de las olas, por lo que de inmediato se hundió. Quizás nos  sorprenda que nuestro Señor no calmase  las olas para que Simón Pedro  caminase hacia Él. Esto lo explica sabiamente San Juan Crisóstomo: “para demostrar que a Simón Pedro no fue la furia del viento lo que lo puso en peligro, sino su poca fe”. Se hundió no por lo alto de una ola sino por lo bajo de su confianza en Jesús.

De la misma manera, más que fijarnos en las dificultades y cruces que el Señor nos presenta, hemos de  pensar que estas han sido permitidas por Él para nuestro bien, con la confianza de quienes Jesús nos ha dejado como modelos de santidad, como son los niños, que este día celebramos de manera especial.

Tal como Simón Pedro, sólo puede exclamar:”! Señor, sálvame!”, aquel que deposita toda su confianza en un Dios que cuida y salva como lo hace un niño con su padre. Lo sabemos: para un niño basta lo que dice su papá…Ya se le puede mostrar “el cielo y la tierra” pero ningún niño transa aquello que ha dicho su papá. Entonces, conviene preguntarnos hoy: ¿Estamos dispuestos a tener esa seguridad filial? Recordemos… ¿Quién cuida de nosotros cuando hemos estado enfermos? Ciertamente, nuestra Padre Eterno que se ha manifestado como un Padre Providente siempre nos cuida y protege. Verdad misteriosa, que los niños deben reconocerla según recuerda San León Magno: “Jesús ama la inocencia, maestra de humildad; norma de inocencia e imagen de mansedumbre es la niñez” (Sermón 18, capítulo 3). El Apóstol Pedro tenía un corazón de niño, por tanto todo niño debe tender a tener un corazón de apóstol. No hay mejor evangelizador de un niño que otro niño hable con su vida sobre Dios y la Iglesia. La bondad de Dios quiere llegar a la infancia con el testimonio convincente de que aquellos que siendo hoy los hijos menores de nuestra Iglesia sean por virtud y santidad en el futuro los mayores y mejores hijos de la Iglesia que son los santos. Amén.  

SACERDOTE  JAIME HERRERA GONZÁLEZ, CURA PÁRROCO.

 

 

 

 

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