HOMILÍA
MISA PRO DIFUNTO DEL PADRE JAIME FERNÁNDEZ.
“Trabajé pastoralmente tanto en mi colegio como en
la Parroquia San Martín de Tours, a la cual pertenecía. En ese trabajo descubrí
mi vocación al Clero Diocesano y, bajo la dirección espiritual del Padre
Alberto Hurtado ingresé al Pontificio Seminario Mayor de Santiago”.
Rector
Seminario Lo Vásquez, Monseñor Jaime Fernandez Sanfuentes y Pbro. Jaime Herrera
González (1982).
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Con estas
palabras se expresa Don Jaime Fernández Sanfuentes en una autobiografía hecha
en la página web de su Parroquia en Algarrobo. Desde su primera juventud buscó,
encontró y tuvo una vida cristiana donde lo normal era procurar cumplir la
voluntad de Dios. Si bien tuvo en algún momento el deseo de ser médico del
cuerpo, Dios le infundió la vocación de ser médico del alma, llamada que
respondió permanentemente a lo largo de casi sesenta y dos años, iniciados desde aquella hermosa jornada de aquel 23 de
Septiembre del año 1950. Allí resonó en
su alma las palabras de la consagración. “Tú
eres sacerdote para siempre”. Desde ese momento se comenzó a escribir
una historia ininterrumpida, de grandezas y miserias, de claridades e
incertidumbres, de vigores y debilidades que marcaron la vida de aquel que hoy
encomendamos su alma.
“El 20 de Junio de de 1988 dejé las rectorías del
Pontificio Mayor San Rafael y del Colegio Seminario san Rafael y fui nombrado
Párroco de Algarrobo”.
Padre
Jaime Fernández impone las manos en Ordenación del Pbro. Jaime Herrera. Junto a
ellos, el actual obispo de Valparaíso, Monseñor Gonzalo Duarte García de Cortázar (Domingo 7 de Enero de 1990).
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Un
par de líneas le bastaron a Don Jaime para describir los sentimientos al partir
luego de varias décadas al servicio de la formación de los jóvenes, del Colegio
que se honraba de denominarse “episcopal”
por la especial cercanía y dependencia del Obispo del lugar, y del “pontificio” Seminario Mayor que
ostentaba el título de “pontificio” desde hace sólo
cinco años: hicimos una extensa fila de seminaristas, evidente, si “in ille tempore” llegamos a ser casi un
centenar de seminaristas. Al caer el día –llegada la noche- como presagio de
oscuridades y sequedades, silente y solo el Rector se alejó.
Los oficios
rezados a coro y de alba revestidos; los himnos gregorianos
entonados en la lengua madre de nuestra Iglesia, que solemnizaban y ungían de
sobriedad y piedad la sacra liturgia; el silencio mayor que facilitaba la
oración y el estudio, impartido por un selecto grupo de maestros venidos desde
diversos ámbitos de la vida de la Iglesia; el sano esparcimiento
compartido en las vacaciones comunitarias; el anhelo vivido de
contagiar en los colegios y parroquias de la grandeza de una vocación recibida,
en una real y testimonial promoción , el uso de una indumentaria externa que
no renegase ni se avergonzase de su opción casta y perpetua, tomada consciente
y voluntariamente, un clima espiritual de seguimiento fiel a las enseñanzas
pontificias, el ser partícipes de las enseñanzas de la
filosofía tomista, vivamente recomendada por la Iglesia, incluida la
doctrina conciliar: Todo esto quedaba en el recuerdo de varias generaciones
de sacerdotes que, tanto en la vida ministerial –fuera y dentro de la diócesis-
serían el principal apoyo a la hora de procurar ser fieles al don inestimable
del sacerdocio.
Pbro.
Jaime Herrera junto al Rector Jaime Fernández Sanfuentes el día que dejaba la rectoría de Seminario de Lo
Vásquez.(1988)
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Era el día
previo a Navidad. Durante cuatro años había acompañado al Padre Jaime Fernández
con un título que sonaba muy rimbombante pero que no implicaba mayores honores:
“Trivicario de la Parroquias de Lagunillas, Algarrobo y El Quisco”, lo que
implicaba poder colaborar en un extenso territorio que iba desde Quintay hasta
Isla Negra y la localidad de Los Maitenes en los faldeos de la Cuesta
Ibacache.
Facilitaba
el ministerio el hecho de tener el mismo nombre: ante la pregunta quién dice la
misa, padre? ¿Quién va a bautizar? ¿Quién celebrará el Primer Viernes en
Mirasol? Inequívocamente la respuesta era la misma: ¡El padre Jaime! Y, los
fieles quedaban felices.
Más, había una
diferencia, que los mismos fieles supieron discernir: “el padre Jaime grande” y el “padre
Jaime chico”. Así pasó el tiempo, y los caminos de Dios hicieron partir a
ambos por la huella de una obediencia que exigía mutuamente desprendernos de
algo espiritualmente muy preciado: la comunidad católica de Algarrobo y sus
cercanías. ¿Por qué el dolor? Simple, porque para ambos la Parroquia de la
Purificación fue el primer amor pastoral, y como suele acontecer…el primer amor
nunca se olvida.
Por
primera vez en aquellos días vi a quien había sido el poderoso Rector Magnífico
del Pontificio Seminario porteño dejar caer lágrimas en sus mejillas: aunque
sin quejas, ni sin manifestarlo, se
hacía inevitable el dolor en el silencio: se separaba de su comunidad que tanto
había querido y por lo que tanto se había desvelado.
Incluso, `por
esos años, alrededor del 1992, mandó a confeccionar la lápida marmolea cuyo
lema fue ese: “aquí espera la resurrección quien tanto amo este pueblo”. Desde
hace veinte años, ya se preparaba para estar pronto a la llamada del Señor para
partir de ese mundo: Fue como sabemos muy devoto del Sagrado Corazón de
Jesús. Los Primeros Viernes eran sagrados: tan pronto como predicaba en
Mirasol, llegaba a atender al grupo de La Candelaria.
Del mismo modo
fue devoto de San José, Patrono de la Buena muerte: y es el regalo que el Señor
le tenía preparado, con claridad pudo saber las circunstancias y los tiempos
cercanos a su muerte. Nada de sorpresas, lejano a los temores e incertidumbres
agradeció la seriedad y confianza de sus médicos en orden a haber sido debida y
oportunamente informado de la inminencia de su partida. La enfermedad para él
fue la campana de Dios: hombre de vida ordenada y sistemática, habituado al
sonido de las campanas escolares durante su vida rectoral de treinta años en el
Colegio Episcopal Seminario San Rafael, y al bronce sonido que marcaba las
horas durante los tres períodos donde ejerció como rector del Seminario de Lo
Vásquez, bajo cuya guía fue elevado como Pontificio. La hora de partir no es
una hora para improvisar.
No
falta quien puede pretender aventuradamente con títulos y pergaminos suplir, en estos
tiempos de tanta incertidumbre y turbidez doctrinal, aquella fidelidad que
finalmente marca indeleblemente la vida de cuantos forman y son formados en la
vida como consagrados. ¡Campanas que no
suenan y flores de un día son tales
iniciativas que terminan por marchitar los anhelos de perfección y búsqueda de
santidad de las nóveles almas en las cuales tímidamente resuena la voz de Aquel
que no deja insistentemente de decir: “Ven
y sígueme”.
Rimbombantes
grados académicos no fueron necesarios a Don Jaime Fernández para colocarse de
pie todos los días ante sus seminaristas: bastaba el ritmo sistemático del
deber cumplido, desde antes de salir el sol con la escarcha siberiana de un
Seminario que entonces anhelaba con seriedad ser fiel al Pontífice y a las
almas por las cuales desde ya se rezaba insistentemente. El
cadencioso sonar de sus llaves colgantes, que Don Jaime portaba uniformemente,
y que religiosamente guardaba con cuidado, solían anunciar que su presencia se
avecinaba.
Devoción a la Santísima Virgen María.
Su llegada era
signo de que la ceremonia de iniciaba, que la mesa se bendecía, o que el paseo
daba sus primeros pasos: caminando a paso regular, diariamente al caer el
silencio sobre los fríos muros del colonial seminario o sobre el bullente y
exclusivo balneario, hoy algo más masificado, las llaves no dejaban de moverse ni sonar al
paso de la cuenta de un rosario revestido de gratitud y engalanado de confianza.
Sacerdote
Mariano “de tomo y lomo”: Tuvo el
regalo del Señor de poder estar durante toda su vida ministerial bajo el amparo
de la Santísima Virgen María: Primero como joven Párroco de Nuestra Señora de
la Purificación, y luego, en diversos períodos, bajo el manto maternal de la
Purísima en el principal Santuario de Chile a cuyo regazo se consagró el
Seminario de una vez para siempre.
Vida simple y austera.
El rezo del Ángelus,
como recuerdo de la salutación del Arcángel Gabriel, era previo a la hora de
almuerzo, una oración privilegiada: Nada sin Dios. Criado en medio de una
tradicional familia católica, solía contar que supo de estrecheces y
privaciones, por lo cual le parecía incomprensible y ajeno el estilo exitista y
satisfecho, con que muchas de las generaciones actuales suelen vestir sus
jornadas, anhelos y vivencias.
Quizás, como
una antigua remembranza en la que fue esculpida el alma de las genuinas
familias católicas antaño en nuestra Patria, hizo de la austeridad un claro
signo de si vida: frugal en la mesa, con su mermelada de moras y dulce de
membrillo, que orgullosamente recibía de quienes con cariño se lo daban, pasaba el año completo. Es que
probablemente le sabían a los recuerdos de su infancia con sus padres y
antepasados en la Hacienda San Enrique de Bucalemu, en el cual un día descansaban
estivalmente las almas nobles, como su
prima hermana –la Teresita- hoy elevada a los altares.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si
pierde su alma? Es una pregunta que entonces,
hizo nuestro Señor, pero que también hoy renueva en nuestros días, y sobre todo en estos
tiempos, donde la autocomplacencia, el egoísmo, la satisfacción, se empoderan
de las voluntades. Es ahora, en este año de la fe
que, Dios mediante, viviremos, que el estilo simple y austero de vida que llevó
Don Jaime Fernández Sanfuentes se hace más creíble.
Por desgracia, lo
que para el mundo es una poderosa tentación, también se ha filtrado en los ambientes clericales,
causando un enfriamiento en los anhelos
de perfección, con consecuencias tan inevitables como graves en gélidas
claudicaciones y hasta traiciones a los dones recibidos. Es cierto, tal como es menester para los
esposos con el paso de los años, se hace necesario revivir siempre aquel primer
amor como consagrados: recordar las promesas hechas, mantener religiosamente
los horarios de oficios y deberes, insuflar el alma por medio de una genuina oración,
no hecha sólo en determinados momentos sino bajo el carácter de un estado de
permanente plegaria: ¡no hay ratos para orar sino la vida misma ha de ser
una oración ininterrumpida!
Así, evidentemente
puede envejecer nuestro cuerpo: ceder las frondosas cabelleras a las canas y
calvicies; los ágiles pasos del ímpetu juvenil, que no parecen descubrir más límites que el
que sus fuerzas creen alcanzar, ceden inevitablemente al cansino paso de los
años. La experiencia enseña que puede
doblegarse el cuerpo y enmudecer nuestra voz, pero no a causa de ello, va a eclipsar el amor que juvenilmente un día
hemos ofrecido al Señor con un carácter irrevocable dado, no por las capacidades de las voluntades, sino concedido por aquella fuerza apoyada en
la gracia que Dios no deja de conceder con magnificencia a quienes, con
humildad y perseverancia, la imploran.
Al
final de su caminar, la vida de quien fuera nuestro Párroco y Rector Magnífico,
nos dice que se arrugó el cuerpo pero no su alma, vacilaron sus pasos pero no sus intenciones,
calló su voz pero no su ejemplo.
Por esto,
nuestra Misa está marcada por la gratitud hacia Jesucristo Sumo y Eterno
Sacerdote: por haber concedido que durante varias generaciones, tantos niños,
jóvenes, seminaristas, y feligreses en general, hayan contado con la guía,
segura y presente de Don Jaime Fernández Sanfuentes, que solía recordar con
orgullo ser primo hermano de la primera santa en Chile y haberse dirigido
espiritualmente por San Alberto Hurtado Cruchaga. Hoy, imploramos que ellos, desde lo alto mirarán con gozo a quien procuró
esmerarse en ser un sacerdote fiel a Cristo y su Iglesia. Amén.
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