Misa de Campaña 11 de Septiembre 2014 |
El Evangelio que hemos
proclamado nos hace subir al Monte de las Bienaventuranzas, ubicado en la
orilla noreste del Mar de Galilea, ente Cafarnaúm y Genesaret. Tanto los
evangelistas San Lucas como San Mateo lo citan como un lugar de perfecta
acústica –como un anfiteatro natural- lo que permitía que muchas personas
escuchasen nítidamente lo que a la distancia se proclamaba. Ese fue el lugar
escogido por Jesús para anunciar su primea enseñanza, las cuales tienen como
inicio las nueve Bienaventuranzas, seguidas por la invitación a ser sal del
mundo y luz del mundo, para culminar con una serie de indicaciones, algunas de
las cuales hemos escuchado hoy.
El mensaje fue más que
un balde de agua fría a los criterios de entonces, un bálsamo que venía a dar
pleno sentido a las realidades más profundas del hombre. Atingente es recordar
las palabras del Papa Benedicto XVI: “Dios
no quita nada, lo da todo”. Y, es que la base de la doctrina del Evangelio
se fundamenta en el amor, es decir, en la persona misma del “Dios que es amor”.
Desde esa realidad,
tangible y visible en la persona misma de Jesucristo, definitivo revelador de
Dios Padre, encontramos la lógica del
cielo que para los mundanos puede resultar sino necedad al menos una
locura. Una y otra vez verificaremos que la venida de Cristo al mundo, su vida
y enseñanzas, ha sido, es y será permanentemente un “signo de contradicción” tal como lo profetizó el anciano Simeón al
tomar a Jesús recién nacido en sus brazos y decir a sus padres: “luz que alumbrará a los paganos
y que será la honra de tu pueblo Israel” (San Lucas II, 25-35).
El Santo Evangelio nos
pide algo más que no tener enemigos. Para ello bastaría nuestro simple
silencio, como el de aquellas figuras niponas conocidas como sansaru que “no ven, no oyen, y no hablan”.
Reconocer lo que enseña
Jesús es desafiante: porque el amor debe ser la única clave de los discípulos
de nuestro Señor. Dios nos pide amar al enemigo, es decir: hacer un amigo de
quien se considera enemigo nuestro e implica decir bien (bendecir) , orando por
ellos. Mientras que en la antigüedad era algo natural el odio a los enemigos,
desde aquel día de las Bienaventuranzas hay una invitación a “ser compasivos como nuestro Padre de los
cielos es compasivo”.
Este estilo nuevo de
vivir implica no responder intempestivamente a una ofensa, a dar de lo nuestro,
incluso de lo que nos puede ser necesario, a tener un espíritu magnánimo que
sobrepase y se sobreponga a las ingratitudes, incomprensiones, persecuciones y
desprecios. ¿Qué es ello ante la grandeza de saberse amado por Dios? ¿Qué es eso ante la felicidad que implica saber que se
ama con Dios?
Para algunos “colocar la otra mejilla” y “dar vuelta la página”, es visto como un
acto de debilidad. A la luz de la fe, descubrimos que el amor en Cristo es la
realidad capaz de transformar el universo desde lo más básico y simple. ¿Quién
no recuerda las palabras de San Juan Pablo II al culminar la Santa Misa de
beatificación de Santa Teresa de los Andes?: “¡El amor es más fuerte! ¡El amor
vence siempre! ¡El amor puede más!”.
La persona que permite
germinar el rencor y la venganza en su alma, y que nutre de odio y maledicencia
su corazón, termina anquilosando su vida. Igual cosa acontece cuando esto se
expande al resto de la sociedad: los denominados muros memoriales se
transforman en panfletarios símbolos
de cemento y vidrio, que desde perspectivas sesgadas manifiestan una memoria
amnésica.
No hay otro camino para
la verdadera reconciliación de una sociedad que pase al margen de la persona de
Jesucristo. ¡Sin amor el odio no se supera nunca! Es la falta de verdadera
religiosidad, de una sana espiritualidad, lo que posibilita que al interior de
nuestra Patria subsistan nidos donde el odio se reviste de: desesperanza, de venganza, y de violencia. ¡Sólo el
retorno a Dios permite el encuentro entre los que están llamados a ser sus
hijos!.
Jesucristo en el Sermón
de la Bienaventuranzas promete una vida nueva, una Vida Eterna a quien recorra
cada una de las exigencias del Santo Evangelio, particularmente a los que aman
al prójimo y a sus enemigos. A esto apuntan los últimos versículos que hemos
escuchado: “Sed compasivos, como vuestro
Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis
condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena,
apretada –para que quepa lo más posible- , remecida, rebosante-desbordará de
sus propios límites-. Porque con la medida que midáis se os medirá”.
En esta lógica del
cielo que es locura para muchos, hoy nosotros no podemos dejar de citar las
palabras del actual Sumo Pontífice: “Dios
jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir
perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que
siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y
aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos” (17 de Marzo
del 2013).
Resulta razonable, para
cualquier persona, querer a los que le quieren y hacer el bien al que le ha
hecho un bien. Pero, esa conducta -más allá de lo comprensible- no implica
mayor compromiso, a la vez que en nada la distingue de la que eventualmente
puede tener un no creyente. A quienes hemos sido bautizados, a cuantos hemos
leído la Santa Biblia, y creemos en las promesas hechas por Dios a Abraham y
descendencia, se nos pide “algo más”, “un
plus”. ¡Nuestro Señor nos pide siempre ir más allá!
Hemos de tomar siempre
la iniciativa al momento de hacer un bien, aunque ello ocasione incomprensión.
El imperativo del amor de Dios debe hacernos buscar el bien de todos, abrigando
sentimientos de perdón, de generosidad, de cercanía, de paz no exenta de sana
alegría. Y, ¿por qué nos pide Dios dar este paso a nosotros? Porque, desde el
bautismo hemos sido partícipes de su gracia, porque hemos saboreado de su
Palabra, y porque tenemos el imperativo de ser testigos creíbles y creyentes de
ser hijos del cielo.
El “ir más allá” implica transitar de lo justo hacia el amor, recordando
que el amor siempre será superior a la justicia. Y este paso solo se entiende darlo desde la
fe, sin la cual resulta tan ilógico como incomprensible.
En esta Santa Misa,
rezamos de manera especial por aquellos miembros de las Fuerzas Armadas y Orden
que han partido de este mundo, y asumieron la misión de restaurar el orden
institucional y la vida económica, la cual según los Obispos en Chile- estaban
“tan gravemente alterados”. Y,
grandes problemas requieren de grandes soluciones: La debacle social,
económica, iba de la mano con la honda crisis moral y espiritual de aquellos
años. Ese mismo Episcopado, en la primera declaración luego del Pronunciamiento
Cívico-Militar del 11 de Septiembre dijo: “Que
se acabe el odio, que vuelva la hora de la reconciliación. Confiando en el
patriotismo y desinterés que han expresado los que han asumido la difícil tarea
de restaurar el orden institucional y la vida económica del país, tan
gravemente alterados, pedimos a los chilenos que, dadas las actuales circunstancias,
cooperen a llevar a cabo esta tarea, y sobre todo, con humildad y con fervor,
pedimos a dios que los ayude” (Declaración de los Obispos, número 19, del
Jueves 13 de Septiembre de 1973).
Es una obra de
misericordia rezar por los fieles difuntos, lo que hacemos implorando la
misericordia del Señor desde la gratitud de haber visto a nuestra Patria
resurgir de las cenizas a la que la ideología “intrínsecamente perversa” del marxismo llevó en una espiral de
odio y lucha de clases a lo largo de casi mil días a esta tierra bendita.
Si ayer, la mirada de
la familia se elevaba al cielo clamando ser liberada de las ataduras de un
mundo sin Dios; en el presente, atentos y vigilantes a cada acontecimiento de
nuestra Patria nuevamente imploramos que el
Señor desde el Cielo nos ilumine y fortalezca para hacer cada día una
Nación más desarrollada, más caritativa, más fraterna, más de Dios. Amén.
Pbro.
Jaime Herrera González, Sacerdote Diócesis de Valparaíso.
Parroquia
Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro.
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