CICLO A / VIGÉSIMO TERCER DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO
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1.
“Si
tu no le hablas al malvado, Yo te pediré cuenta de su vida” (Ezequiel).
Las lecturas de este
domingo tienen una evidente sintonía, por lo que el mensaje de Jesús es
manifiesto: la obra de caridad de corregir al hermano en el error es una exigencia
bautismal. No es sólo una característica
que pueda darse, no es algo que uno solo pueda escoger, no es un adorno para
ser exhibido, sino que es un deber que se ha de cumplir en la mayor medida de
lo posible.
Y, es que resulta
incomprensible que aquel que se considera discípulo de Cristo, pueda permanecer
indiferente ante el mal de los demás. En este sentido, la indiferencia es inconsecuencia. Ciertamente, todos
debemos ser portadores de la gracia de Cristo –ser cristóforos- unos para con otros, toda vez que todos necesitamos de
los demás y nadie se basta a sí mismo. Al ser miembros de una Iglesia, la
condición bautismal nos impone el mandato de la caridad fraterna, para el mutuo
y perfecto crecimiento espiritual.
En el texto del
Evangelio encontramos de manera explícita la invitación a reconciliarnos con
los hermanos, como requisito para acercarnos a la comunión del Cuerpo de
Cristo, pues la fuente del amor no puede mancharse por el baño de rencores y
desavenencias ya pasadas.
En efecto, Aquel que
nos creó y nos recreó al ofrecernos su salvación, sabe de qué estamos hechos, a
la vez que, mejor que nadie conoce de la fragilidad del corazón humano, por lo
que el hacer las paces con quien nos hemos distanciado, siempre es un camino
arduo y que exige de un conjunto de virtudes: la paciencia, la humildad, la
fortaleza, perseverancia, que no pueden autónomamente avanzar si no se revisten
de las virtudes teologales de: la fe, la esperanza y la caridad. Por
cierto, nos cuesta perdonarnos porque somos pecadores.
Sin esfuerzo y sin la
gracia, reconciliarse y perdonar resulta humanamente imposible.
Es por esto, que
frecuentemente acontece que, si acaso alguien nos ha ofendido, esperamos que él
venga a pedirnos perdón, esperamos que el otro dé el primer paso, procurando
calcular el grado de razón que poseemos para, de esa manera, justificar nuestra modo de actuar, puesto que
calculamos: si tengo la razón y es el otro quien actuó mal, luego no doy el primer paso ni perdono.
Sobre esto, conviene tener
presente que es mejor y más perfecto tomar la iniciativa del primer paso y –simplemente- perdonar. Hoy,
nuestro Señor nos habla de la corrección fraterna del que ha caído
y está en el error…Tema difícil, toda vez que habitualmente resulta más
expedita la vía de la maledicencia, que diluye la honra de terceros.
Más, tampoco actuamos
según las enseñanzas de Cristo si acaso hacemos vista gorda de las ofensas, simplemente ocultándolas, como lo hacemos con la tierra de un aseo mal
hecho escondiéndola bajo la alfombra. En realidad, hacerse el desentendido
no conlleva el perdonar una ofensa, cuyo origen nace de las entrañas del
corazón vuelto a Dios, que misericordiosamente permanece vuelto al hombre.
Al comienzo de cada
Santa Misa hacemos el acto penitencial donde reconocemos nuestros pecados de “pensamiento, palabra, obra y omisión”,
estos últimos son aquellas cosas que pudiendo hacer, no las hicimos, sea por
descuido, negligencia o pereza. Y, aquella “falta
de omisión” puede llegar a constituir una falta grave si acaso la materia
se refiere a la caridad fraterna. Sabemos que es un deber de caridad hacia
el prójimo, es una obre de misericordia, corregir diligentemente a quien está
en el error, y lleva una conducta ajena a las enseñanzas del Santo
Evangelio, de la Iglesia e inscritas en la conciencia moral y en el orden
natural.
Sabiendo que una
persona ha actuado mal, nos podemos preguntar hasta qué punto podemos callar, pasar por alto la ofensa, o permitir que
siga en el error, en el pecado. Esto es lo que Jesús hoy nos responde
claramente.
Cuando una persona ama
de verdad, a su vez ama la verdad. No existe oposición entre querer a alguien
con hacerle saber que lo que ha hecho está mal, por el contrario es parte
del amor más sincero aquel que sabe decir, por el camino adecuado y en el tiempo más
oportuno, buscando las circunstancias más propicias, lo que objetivamente está
mal en el obrar de un ser querido.
De manera semejante, quien
se sabe querido entiende que -muchas veces- debe ser corregido, viendo tras ese
llamado de atención un cariño intransable, que busca el bien espiritual y moral
del ser amado. En ocasiones, ¡cómo no intervenir si está de por medio la
salvación eterna de la persona amada! Entonces, es un imperativo hacerlo.
Quien se sabe amado y
se ve corregido nunca percibirá una mano
de piedra ni un corazón gélido al
verse interpelado por aquel que sabe que le quiere., y que, en el caso del seguimiento de determinadas
vocaciones ha recibido el encargo de impartir una buena y cristiana educación
al interior de su comunidad y de la pequeña
iglesia que está llamada a ser cada familia.
La sabiduría de los
pueblos es antigua, y en ocasiones los refranes encierran no poca certeza y
vigencia: Por ejemplo, “quien te quiere,
te aporrea”. No se trata de una incitación a la violencia siempre
reprobable, tanto de palabra, acto y pensamiento, sino de descubrir lo arduo
que implica enseñar a quien está equivocado. Es que el camino de la corrección
fraterna es siempre “cuesta arriba”, es
decir amerita el sabor ingrato que experimentaban los antiguos profetas al
denostar los males cometidos cuyas consecuencias serían males aún mayores por
conocer.
El camino de rebajar
las exigencias, de parte de los padres y de quienes ejercen en el mundo de la
formación de personas, con el supuesto fin de “ganarse” la confianza y cercanía de los formandos, no parece ser la vía más segura para obtener finalmente
una formación madura e integral, que nunca dejará de incluir en su programa:
los deberes, las exigencias, los
sacrificios y la responsabilidad, todo lo cual, en nuestros días parece ser parte
del tabú impuesto por las enseñanzas
denominadas políticamente correctas y modernas que encierra todo liberalismo.
¡Nunca podemos abdicar
en la misión de ejercer la caridad fraterna hacia quienes la necesitan!
En efecto, no hemos
de temer practicar la caridad fraterna, pues el no hacerla es un pecado grave,
en tanto que el hacerla bien, es un acto meritorio, santificante para quien es
sujeto y objeto de dicha obra de misericordia como es la corrección fraterna.
No hacerlo
oportunamente conlleva a la mutua recriminación
y a albergar sentimientos de
cobardía culposa, que ocasionan que por el hecho de quedarnos callados se
destruye la sana convivencia al interior de las comunidades católicas y de las
familias. ¡Corregir construye, callar destruye!
2. “Si no te escucha, lleva a dos” (San Mateo
XVIII, 16).
Mucho se habla en las últimas
décadas de la sociedad de consumo, en la cual por diversos medios de
comunicación, la invasiva propaganda nos ofrece lo que no necesitamos,
colocándonos como urgente lo que es simplemente superfluo, todo lo cual lleva a
una desmedida preocupación por los bienes materiales, como si estos fuesen la
solución definitiva para la obtención plena de la felicidad. Más, esa dedicación por acumular cosas va de la
mano, casi siempre- con la neutralidad
en el plano moral.
El ejercicio para
verificar lo anterior puede ser simple: si compro un computador, ¿me preocupo
de lo que en él se hace?...Si entrego una determinada cantidad de dinero a un
hijo ¿tengo la certeza en lo que se gastará?…Los hijos aunque no lo digan en
forma explícita, ni lo reconozcan oportunamente, buscan seguir una voz segura,
una huella clara que no se avergüence ni claudique al momento de dar pautas y
corregir fraternalmente si ello se hace
necesario. El camino que lleva a ganarse
a los hijos pasa por gastarse en los
hijos.
Así nos lo recordaba San
Agustín de Hipona: “Si corriges a tu
hermano por amor a ti mismo nada haces. Si lo corriges por amor a él, puedes
ganarle”.
Sabemos que la caridad
es ordenada. Se dirige –primeramente- hacia quienes son parte de nuestra
familia. Ellos son el prójimo concreto
e inmediato, sujeto de la caridad
aplicada por medio de la corrección fraterna. El Señor Jesús nos pide ir
primero donde nuestro hermano y hablarle, procurando convencerle con el bálsamo
de la caridad hecha atención, ocupación, diligencia, oportunidad, y tiempo
necesario. ¡Eso no sólo conmueve, además, convence!.
Constatamos así, cuan
sabia y verdadera es la aseveración hecha por Jesús en el Santo Evangelio: “Anda a hablar con él”. Esto es un
mandato no es una invitación.
No es el deseo malsano
de la denostación pública, ni la búsqueda enfermiza de causar daño en quien ha
obrado mal, sino la respuesta al interés por su salud espiritual, como
respuesta a nuestra condición bautismal, y con el anhelo de formar una
comunidad y familia cada vez más virtuosa lo que mueve al creyente a avanzar
por el delicado camino de la corrección fraterna.
Resulta sugerente que el Señor haga hincapié en hablar de la pareja: “Si no te hace caso, lleva a dos”, “si dos
de ustedes unen sus voces” (v.19), “donde
hay dos reunidos en mi Nombre! (v.20).
La corrección fraterna
no tiene como finalidad el culpar sino que esencialmente busca la conversión.
Por esto, hemos de implorar al Cielo que nos conceda el don de encontrar las
palabras más adecuadas, de saber esperar la ocasión más oportuna, de gastar las rodillas y apretar el corazón orando a Dios por
quien vamos a corregir, sabiendo que si acaso ya puede ser dificultoso aceptar
que otro nos haga ver nuestros pecados, es aún más complejo el saber decirlo.
El imperativo de la
comunión, que tiene a Dios como su razón de ser, nos lleva a mantener una
actitud donde la corrección fraterna sea tenida como un camino valioso para
la búsqueda de la santidad y perfección como fieles católicos.
Terminemos recordando un trozo del Catecismo de la
Iglesia: “El menor de nuestros actos
hecho con amor repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos
los hombres, vivos y muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo
pecado daña a esta comunión”. Amén.
PADRE JAIME HERRERA
GONZÁLEZ, CURA PARROCO DE PUERTRO CLARO
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