Padre Jaime Herrera junto a sus Padres |
1.
“¡Llegarás hasta aquí, no más allá - le dije -,
aquí se romperá el orgullo de tus olas!” (Job XXXVIII, 11).
La semana pasada dijimos que los textos sorprendentemente hablaban de
la naturaleza: cedros, palmeras y arbustos de mostaza. En este día, las
lecturas bíblicas nuevamente nos circunscriben al mundo de la naturaleza. El
mar, que tan cercano lo tenemos a lo largo de casi 8 mil kilómetros desde Arica
hasta la Antártida, es una realidad que todos conocemos, por su quietud y
tranquilidad cuanto por su fuerza y constancia.
Si la semana precedente conocíamos una breve parábola, hoy el Santo Evangelio tiene como marco de
referencia el milagro hecho por nuestro Señor en medio del mar tempestuoso. Los
textos del Nuevo Testamento nos relatan un total de treinta y siete milagros realizados
por Jesús, los cuales se iniciaron en la localidad de Caná de Galilea con la
transformación del agua en vino, aunque hemos de reconocer que “hay otras muchas cosas que hizo Jesús, las
cuales si se escribieran una por una pienso que ni aún en el mundo cabrían los
libros que se habrían de escribir” (San Juan XXI, 25).
a). Los milagros hablan de la Verdad: Cada uno de los milagros es prueba de la
veracidad de Cristo, es razón contundente para hacer creíble sus enseñanzas.
Ante el poder, la bondad, y la evidencia del amor de Dios obrado en cada acto milagroso, sólo cabe la respuesta
humilde de aceptar el testimonio que del Padre Eterno hace su Hijo Unigénito en
medio nuestro. ¿Cuál fue la actitud característica de quienes se
reconocieron benditos por Jesús? Más que quedarse en la sorpresa, o en un
sentimiento de admiración, unívocamente mostraron humildad y gratitud. Con
cada milagro Jesús no quiere deslumbrar sino buscar el cambio de una vida en
pecado a una vida en la gracia.
b). Los milagros exigen la Fe: Los milagros no son actos mágicos ni trucos
fantasiosos. No son parte de un acto unilateral, sino que evidencian una
realidad “relacional” entre
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, con cada persona. El milagro es
un “encuentro”, que como tal, hay
alguien que busca y otro que se manifiesta. Se puede aplicar en este caso
aquel antiguo axioma: “Quien te creó sin
ti, no te salvará sin ti” (San
Agustín de Hipona), y la
realidad del milagro hace que la respuesta del hombre sea tangible, no sólo
como gratitud luego de recibido el don, sino como atrio
que abre la puerta del Corazón de Jesús, dador de todo milagro. Implorar un
milagro y recibirlo implica aceptar en libertad la misericordia de Dios, que
puede más que la naturaleza y está más allá y sobre todos nuestros anhelos y
sueños.
Sacerdote Jaime Herrera en Algarrobo |
Por otra parte, aún ante la evidencia de los muchos milagros
realizados y de la bondad de sus enseñanzas hubo quienes se empecinaban en no
creer, lo cual tuvo como consecuencia, aquello que en el Santo Evangelio leemos
con claridad: “Y no podía allí hacer
ningún milagro…Se asombraba (Jesús) por causa de la incredulidad de ellos”
(San Marcos VI, 1-3).
c). Los milagros fortalecen la Fe:
En la actualidad el espíritu secularista pretende hacernos creer que
no es la fe la que mueve montañas, sino que, ahora, es la emotividad la que mueve montes y
bolsillos. La emoción puede ser sobrecogedora pero no tiene la fuerza que encierra
el menor acto de fe.
La fe no es un sentimiento que por un instante deviene y sobrecoge. Como
un don de Dios, un regalo que viene del Cielo, la fe es asentir la verdad
revelada. El milagro presupone la fe y de acuerdo a ella, en ocasiones, los precipita, en tanto, que la falta de ella, los difiere y -eventualmente- termina imposibilitando.
Los evangelios narran que una mujer que llevaba doce años enferma se
acerca a Jesús y toca su vestimenta. No se quedó ensimismada ni pasiva en su
grave y persistente dolencia, sino que se acerca
ante el Señor, se postra y se confiesa, recibiendo como respuesta de
Jesús: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete
en paz y queda sana de tu dolencia” (San Marcos V, 34).
d). Los milagros anuncian la llegada del Reino
de Dios:
Desde el inicio de la predicación del Señor y antes de la realización
de cualquier milagro el demonio comenzó a combatir permanentemente a Jesús, tal
como leemos en el episodio ocurrido en el desierto durante cuarenta días.
Que nadie lo ponga en duda: Si el Maligno tentó a Cristo con
insistencia, más aun lo hará con cada uno de nosotros, por esto debemos estar
vigilantes y orantes. Hermanos: No hagan caso de los parlantes del demonio que quiere pasar desapercibido, como un ser “anecdótico”
y hasta “mitológico”. Digámoslo claramente: “Está
vivito y coleando”.
El inicio de la manifestación de Jesús va de la mano con la
realización de múltiples milagros los cuales evidencian -ante todos- que el
Mesías esperado ya está presente, por lo que el Reino de Dios ya se ha iniciado
(San Mateo XI, 4-5).
Así dijo el Señor: “Id y contad
a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los
pobres se les anuncia el Reino” (San Lucas VII, 22)….”Si Yo expulso demonios por el Espíritu de
Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (San Mateo XII, 28).
Cura Párroco Jaime Herrera González
|
Los signos del Reino de Dios los encontramos en el Santo Evangelio
cuando Cristo envía un recado ante una pregunta que le hacen cerca de la
localidad de Naim: “Vuelvan y cuéntenle a
Juan (Bautista) lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos se despiertan, y una buena
nueva llega a los pobres” (San
Lucas VII, 22). Todos
estos anuncios de grandes milagros culminan cuando sentencia que: “El más pequeño en el Reino de Dios es más
que Juan Bautista” (San
Lucas VII, 28).
Los milagros vienen a reparar la naturaleza dañada a consecuencia del
pecado original. La bondad de Dios sobreviene en nuestro auxilio precipitada
por nuestra súplica pero más aún en virtud de su bondad y misericordia.
Los Santos tienen la virtud de haber sabido discernir la voluntad de
Dios en épocas muy diversas, debiendo enfrentar desafíos que para nosotros pueden parecer extraños y lejanos en el tiempo. Su modo de alcanzar la santidad es
distinto al que podemos tener en nuestro tiempo, más los medios son similares:
confianza en Dios, espíritu de sacrificio, acrecentada caridad, perseverancia y
persistencia en defender las enseñanzas de la Iglesia, amor a la Eucaristía, la
Virgen María y al Romano Pontífice, “cuneta” desde la fe, y gran espíritu de
apostolado.
Sin duda, cada uno de ellos tuvo la convicción de procurar vincular su
ser católico con su ímpetu evangelizador, sus vidas no
estaban marcadas por la tentación liberacionista de escindir el ser cristiano y el ser persona. ¡Eran personas creyentes! Sin dualidades
acomodaticias tuvieron el acierto de colocar sus angustias y las de sus
contemporáneos en quien efectivamente podía sanarlos desde lo más hondo,
aplicando la consabida norma: ¡A tales males tales remedios! Al pecado del
hombre contra Dios, responde Dios con el hombre!
Los milagros, en cuanto intervención especial de Dios, hicieron crecer
en la piedad, lo que fortaleció la vida espiritual facilitando al creyente el
manifestar el amor a Dios dándole el lugar que le corresponde: ¡Siempre el
primero en todo!
Hermanos: No hay carencia mayor, ni dolor más arraigado, ni necesidad más urgente que la de recibir el
perdón de Dios. La escuela de los Santos que constituye la
vida de cada uno nos enseña e invita “a primerear la voluntad de Dios”. ¡Todos
los Santos no dudaron en buscar a quien tuvieron el premio de encontrar, por lo
que, todos los Santos no tardaron en optar por quien nunca dejaron de amar!
Comprendieron a cabalidad lo que nos dice el Apóstol en la lectura segunda: “El que está en Cristo, es una nueva
creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Corintios V, 17).
2.
“Y les dijo: “¿Por qué estáis con tanto miedo?
¿Cómo no tenéis fe?” (San
Marcos IV, 40).
Más allá de lo que
entraña el poder de Jesús sobre las olas que nos relata el Santo Evangelio, descubrimos
no sólo la cercanía sino la vida misma de Dios en medio nuestro, representada
en aquella barca en cuya proa iba nuestro Señor. Esto nos ayuda a
contemplar la imagen, el rostro y el corazón con el cual nuestro Dios ha
querido darse a conocer.
No es un ser lejano, ni
desentendido, al que hay que tratar de ubicar y encontrar por casualidad a lo
largo de nuestra vida, por el contrario, es cercano, claro, acogedor, sin dejar
de ser exigente, “celoso” puesto que
no quiere corazones a medias tintas
ni compartidos con los falsos diosecillos de la modernidad; veraz y fiel.
Ciertamente, quien
nos da a conocer plenamente a Dios es Jesucristo, el cual, en todo momento habla a Dios como su Padre. ¡Nadie
es Padre como lo es Dios! (Catecismo de la Iglesia, número 239). Así, lo entendió la Iglesia, que desde la misma era
apostólica lo primero que proclamó en el
Credo fue: “Creo en Dios Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra”.
Ese marco nos sirve
para ahondar en la paternidad de Dios de la cual “Cristo es su máximo y definitivo revelador”, de la cual cada padre
ha de ser su primer y mejor “intérprete”
y “traductor”. El leguaje de la fe
asume la experiencia humana de los padres que han sido en cierta manera los
primeros representantes de Dios para el hombre.
a). Hermosamente Cristo decía “Padre mío”: Esto
implica una relación personal, íntima, y única. Hasta la venida nadie en Israel
parecía dudar de la protección divina a todo el pueblo elegido, pero, será Cristo quien abrirá la insospechada
imagen de su Padre Eterno a nivel personal. Es la gran revelación del Señor:
¡Dios es mi Padre, Padre de cada uno de nosotros, inserto en nuestro ADN del alma!
El icono de la revelación de Cristo respecto de su Padre la
encontramos en la Parábola conocida como
“El Hijo Prodigo”, que buenamente hemos de llamarla ¿por qué no? Como
del “Padre generoso”, pues es quien
durante veinticuatro horas espera el regreso del hijo. Un Padre de “puertas
abiertas” que sólo ansiaba el retorno de su hijo.
A medida que vamos creciendo la relación cercana con el padre es
una responsabilidad compartida, puesto
que, aunque es evidente que cada padre
de familia tiene un rol que cumplir es igualmente válido afirmar que un buen
padre ha de tener un buen hijo, como un buen hijo ha de tener un buen padre. La
buena relación de padre e hijo pasa por la mutua dedicación, la mutua
iniciativa, y el mutuo sacrificio.
b). Jesús nos invita a decir juntos “Padre
Nuestro”: Es un desafío en una cultura que nos permite estar más cercanos a
causa de los nuevos medios que disponemos, el dar a conocer a Dios como el
Padre Nuestro a quien invocamos. Y es que sólo así podía ser puesto que ¿Quién
mejor podía hablar a nuestro Padre sino Aquel que mejor le conocía? La
plegaria que Jesús enseña encierra la riqueza de compartir el don de la vida
divina entre los creyentes en virtud de la comunión de los Santos. Si al menos
donde dos personas se reúnen en el nombre del Señor, Él está presente, ¿Cómo
será la gracia que el Padre Dios concederá ante una verdadera comunidad de
creyentes que buenamente aspiran a la santidad y le invocan con la confianza
que un hijo tiene hacia su padre?
En efecto, diariamente
al rezar el Padre Nuestro a nuestro Padre depositamos toda inquietud en su
protección, pues si el Padre de los cielos velaba por las aves y por los lirios
del campo ¡Cuánto más lo hará por cada uno de nosotros! Cada mirada que como
hijos elevamos al Cielo no recibe una razón, una explicación, una excusa, sino que
recibe una sola respuesta: ¡Aquí estoy, soy tu Padre!
Y esta paternidad de
Dios nos invita a vivir ante Dios con una actitud de niños: “Quien no sea como uno de estos pequeños, no
entrará en el Reino de Dios” (San Marcos X, 15); nos invita a confiar en el
futuro que no conocemos y nos parece incierto…Sólo es cierto lo dicho por
Jesús: “No os preocupéis del mañana; el
mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio agobio”
(San Mateo VI, 34); finalmente, la confesión de un Padre nuestro nos invita a
vivir como hermanos, con los demás y para los demás: “Vosotros sois todos hermanos…uno sólo es vuestro Padre: ¡El del Cielo!”
(San Mateo XXIII, 8-9).
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ
PARROQUIA DE PUERTO CLARO / VALPARAÍSO / CHILE.
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