miércoles, 24 de junio de 2015

La vida es milagro y el milagro es vida


Padre Jaime Herrera junto a  sus Padres
   DOMINGO   DUODÉCIMO  /   TIEMPO  ORDINARIO  /   CICLO  “B”.
1.      “¡Llegarás hasta aquí, no más allá - le dije -, aquí se romperá el orgullo de tus olas!” (Job XXXVIII, 11).
La semana pasada dijimos que los textos sorprendentemente hablaban de la naturaleza: cedros, palmeras y arbustos de mostaza. En este día, las lecturas bíblicas nuevamente nos circunscriben al mundo de la naturaleza. El mar, que tan cercano lo tenemos a lo largo de casi 8 mil kilómetros desde Arica hasta la Antártida, es una realidad que todos conocemos, por su quietud y tranquilidad cuanto por su fuerza y constancia.

Si la semana precedente conocíamos una breve parábola,  hoy el Santo Evangelio tiene como marco de referencia el milagro hecho por nuestro Señor en medio del mar tempestuoso. Los textos del Nuevo Testamento nos relatan un total de treinta y siete milagros realizados por Jesús, los cuales se iniciaron en la localidad de Caná de Galilea con la transformación del agua en vino, aunque hemos de reconocer que “hay otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una pienso que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir” (San Juan XXI, 25).

a). Los milagros hablan de la Verdad: Cada uno de los milagros es prueba de la veracidad de Cristo, es razón contundente para hacer creíble sus enseñanzas. Ante el poder, la bondad, y la evidencia del amor de Dios obrado en cada acto milagroso, sólo cabe la respuesta humilde de aceptar el testimonio que del Padre Eterno hace su Hijo Unigénito en medio nuestro. ¿Cuál fue la actitud característica de quienes se reconocieron benditos por Jesús? Más que quedarse en la sorpresa, o en un sentimiento de admiración, unívocamente mostraron humildad y gratitud. Con cada milagro Jesús no quiere deslumbrar sino buscar el cambio de una vida en pecado a una vida en la gracia.

b). Los milagros exigen la Fe: Los milagros no son actos mágicos ni trucos fantasiosos. No son parte de un acto unilateral, sino que evidencian una realidad “relacional” entre Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, con cada persona. El milagro es un “encuentro”, que como tal, hay alguien que busca y otro que se manifiesta. Se puede aplicar en este caso aquel antiguo axioma: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín de Hipona), y la realidad del milagro hace que la respuesta del hombre sea tangible, no sólo como gratitud luego de recibido el don,  sino como atrio que abre la puerta del Corazón de Jesús, dador de todo milagro. Implorar un milagro y recibirlo implica aceptar en libertad la misericordia de Dios, que puede más que la naturaleza y está más allá y sobre todos nuestros anhelos y sueños.

 Sacerdote Jaime Herrera en Algarrobo 
Por otra parte, aún ante la evidencia de los muchos milagros realizados y de la bondad de sus enseñanzas hubo quienes se empecinaban en no creer, lo cual tuvo como consecuencia, aquello que en el Santo Evangelio leemos con claridad: “Y no podía allí hacer ningún milagro…Se asombraba (Jesús) por causa de la incredulidad de ellos” (San Marcos VI, 1-3).
c). Los milagros fortalecen la Fe:
En la actualidad el espíritu secularista pretende hacernos creer que no es la fe la que mueve montañas, sino que,  ahora,  es la emotividad la que mueve montes y bolsillos. La emoción puede ser sobrecogedora pero no tiene la fuerza que encierra el menor acto de fe.
La fe no es un sentimiento que por un instante deviene y sobrecoge. Como un don de Dios, un regalo que viene del Cielo, la fe es asentir la verdad revelada. El milagro presupone la fe y de acuerdo a ella, en ocasiones,  los precipita, en tanto,  que la falta de ella,  los difiere y -eventualmente-  termina imposibilitando.
Los evangelios narran que una mujer que llevaba doce años enferma se acerca a Jesús y toca su vestimenta. No se quedó ensimismada ni pasiva en su grave y persistente dolencia, sino que se acerca ante el Señor, se postra y se confiesa, recibiendo como respuesta de Jesús: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sana de tu dolencia” (San Marcos V, 34).
d). Los milagros anuncian la llegada del Reino de Dios:
Desde el inicio de la predicación del Señor y antes de la realización de cualquier milagro el demonio comenzó a combatir permanentemente a Jesús, tal como leemos en el episodio ocurrido en el desierto durante  cuarenta días.
Que nadie lo ponga en duda: Si el Maligno tentó a Cristo con insistencia, más aun lo hará con cada uno de nosotros, por esto debemos estar vigilantes y orantes. Hermanos: No hagan caso de los parlantes del demonio que quiere pasar desapercibido, como un ser “anecdótico” y hasta “mitológico”. Digámoslo claramente: “Está vivito y coleando”.
El inicio de la manifestación de Jesús va de la mano con la realización de múltiples milagros los cuales evidencian -ante todos- que el Mesías esperado ya está presente, por lo que el Reino de Dios ya se ha iniciado (San Mateo XI, 4-5).  
Así dijo el Señor: “Id y contad a Juan Bautista lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres se les anuncia el Reino” (San Lucas VII, 22)….”Si Yo expulso demonios por el Espíritu de Dios es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (San Mateo XII, 28).

         Cura Párroco Jaime Herrera González

 2. “Y hacia Dios gritaron en su apuro, y él los sacó de sus angustias” (Salmo CXXVII, 28).
Los signos del Reino de Dios los encontramos en el Santo Evangelio cuando Cristo envía un recado ante una pregunta que le hacen cerca de la localidad de Naim: “Vuelvan y cuéntenle a Juan (Bautista) lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos se despiertan, y una buena nueva llega a los pobres” (San Lucas VII, 22). Todos estos anuncios de grandes milagros culminan cuando sentencia que: “El más pequeño en el Reino de Dios es más que Juan Bautista” (San Lucas VII, 28).
Los milagros vienen a reparar la naturaleza dañada a consecuencia del pecado original. La bondad de Dios sobreviene en nuestro auxilio precipitada por nuestra súplica pero más aún en virtud de su bondad y misericordia.
Los Santos tienen la virtud de haber sabido discernir la voluntad de Dios en épocas muy diversas, debiendo enfrentar desafíos que para nosotros pueden parecer extraños y lejanos en el tiempo. Su modo de alcanzar la santidad es distinto al que podemos tener en nuestro tiempo, más los medios son similares: confianza en Dios, espíritu de sacrificio, acrecentada caridad, perseverancia y persistencia en defender las enseñanzas de la Iglesia, amor a la Eucaristía, la Virgen María y al Romano Pontífice,  “cuneta” desde la fe, y gran espíritu de apostolado
Sin duda, cada uno de ellos tuvo la convicción de procurar vincular su ser católico con su ímpetu evangelizador, sus vidas no estaban marcadas por la tentación liberacionista de escindir el ser cristiano y el ser persona. ¡Eran personas creyentes! Sin dualidades acomodaticias tuvieron el acierto de colocar sus angustias y las de sus contemporáneos en quien efectivamente podía sanarlos desde lo más hondo, aplicando la consabida norma: ¡A tales males tales remedios! Al pecado del hombre contra Dios, responde Dios con el hombre!
Los milagros, en cuanto intervención especial de Dios, hicieron crecer en la piedad, lo que fortaleció la vida espiritual facilitando al creyente el manifestar el amor a Dios dándole el lugar que le corresponde: ¡Siempre el primero en todo!
Hermanos: No hay carencia mayor,  ni dolor más arraigado,  ni necesidad más urgente que la de recibir el perdón de Dios. La escuela de los Santos que constituye la vida de cada uno nos enseña e invita  “a primerear la voluntad de Dios”. ¡Todos los Santos no dudaron en buscar a quien tuvieron el premio de encontrar, por lo que, todos los Santos no tardaron en optar por quien nunca dejaron de amar! Comprendieron a cabalidad lo que nos dice el Apóstol en la lectura segunda: “El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Corintios V, 17).

2.      “Y les dijo: “¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?” (San Marcos IV, 40).
Más allá de lo que entraña el poder de Jesús sobre las olas que nos relata el Santo Evangelio, descubrimos no sólo la cercanía sino la vida misma de Dios en medio nuestro, representada en aquella barca en cuya proa iba nuestro Señor. Esto nos ayuda a contemplar la imagen, el rostro y el corazón con el cual nuestro Dios ha querido darse a conocer.
No es un ser lejano, ni desentendido, al que hay que tratar de ubicar y encontrar por casualidad a lo largo de nuestra vida, por el contrario, es cercano, claro, acogedor, sin dejar de ser exigente, “celoso” puesto que no quiere corazones a medias tintas ni compartidos con los falsos diosecillos de la modernidad;  veraz y fiel.
Ciertamente, quien nos da a conocer plenamente a Dios es Jesucristo, el cual,  en todo momento habla a Dios como su Padre. ¡Nadie es Padre como lo es Dios! (Catecismo de la Iglesia, número 239). Así,  lo entendió la Iglesia, que desde la misma era apostólica lo primero que  proclamó en el Credo fue: “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”.
Ese marco nos sirve para ahondar en la paternidad de Dios de la cual “Cristo es su máximo y definitivo revelador”, de la cual cada padre ha de ser su primer y mejor “intérprete” y “traductor”. El leguaje de la fe asume la experiencia humana de los padres que han sido en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre.
a). Hermosamente Cristo decía “Padre mío”: Esto implica una relación personal, íntima, y única. Hasta la venida nadie en Israel parecía dudar de la protección divina a todo el pueblo elegido, pero,  será Cristo quien abrirá la insospechada imagen de su Padre Eterno a nivel personal. Es la gran revelación del Señor: ¡Dios es mi Padre, Padre de cada uno de nosotros, inserto en nuestro ADN del alma!
El icono de la revelación de Cristo respecto de su Padre la encontramos en la Parábola conocida como  “El Hijo Prodigo”, que buenamente hemos de llamarla ¿por qué no? Como del “Padre generoso”, pues es quien durante veinticuatro horas espera el regreso del hijo. Un Padre de “puertas abiertas” que sólo ansiaba el retorno de su hijo.
A medida que vamos  creciendo la relación cercana con el padre es una responsabilidad compartida, puesto que,  aunque es evidente que cada padre de familia tiene un rol que cumplir es igualmente válido afirmar que un buen padre ha de tener un buen hijo, como un buen hijo ha de tener un buen padre. La buena relación de padre e hijo pasa por la mutua dedicación, la mutua iniciativa, y el mutuo sacrificio.

b). Jesús nos invita a decir juntos “Padre Nuestro”: Es un desafío en una cultura que nos permite estar más cercanos a causa de los nuevos medios que disponemos, el dar a conocer a Dios como el Padre Nuestro a quien invocamos. Y es que sólo así podía ser puesto que ¿Quién mejor podía hablar a nuestro Padre sino Aquel que mejor le conocía? La plegaria que Jesús enseña encierra la riqueza de compartir el don de la vida divina entre los creyentes en virtud de la comunión de los Santos. Si al menos donde dos personas se reúnen en el nombre del Señor, Él está presente, ¿Cómo será la gracia que el Padre Dios concederá ante una verdadera comunidad de creyentes que buenamente aspiran a la santidad y le invocan con la confianza que un hijo tiene hacia su padre?
En efecto, diariamente al rezar el Padre Nuestro a nuestro Padre depositamos toda inquietud en su protección, pues si el Padre de los cielos velaba por las aves y por los lirios del campo ¡Cuánto más lo hará por cada uno de nosotros! Cada mirada que como hijos elevamos al Cielo no recibe una razón, una explicación, una excusa, sino que recibe una sola respuesta: ¡Aquí estoy, soy tu Padre!
Y esta paternidad de Dios nos invita a vivir ante Dios con una actitud de niños: “Quien no sea como uno de estos pequeños, no entrará en el Reino de Dios” (San Marcos X, 15); nos invita a confiar en el futuro que no conocemos y nos parece incierto…Sólo es cierto lo dicho por Jesús: “No os preocupéis del mañana; el mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propio agobio” (San Mateo VI, 34); finalmente, la confesión de un Padre nuestro nos invita a vivir como hermanos, con los demás y para los demás: “Vosotros sois todos hermanos…uno sólo es vuestro Padre: ¡El del Cielo!” (San Mateo XXIII, 8-9).
                               S
PADRE JAIME HERRERA GONZÁLEZ 
 PARROQUIA DE PUERTO CLARO / VALPARAÍSO / CHILE.



No hay comentarios:

Publicar un comentario