martes, 9 de junio de 2015

Unidad desde la Verdad y hacia la Verdad


 SOLEMNIDAD  DE  LA  SANTÍSIMA  TRINIDAD  /  CICLO  “B”.

1.      “Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues tus días en el suelo que el Señor tu Dios te da para siempre” (Deuteronomio IV, 40).

Quienes hemos peregrinado a pie hasta el Santuario de la Purísima de Lo Vásquez hemos experimentado el alivio, el gozo y el ánimo que se tiene,  luego de largas horas de caminata,  el poder vislumbrar a la distancia las luces que sobresalen desde el Santuario, a esa hora bullente de plegarias, confesiones, mandas, y “demases”.

Resulta curioso constatar cómo  la extensa caminata previa,  de una treintena de kilómetros, con el calor sobre la cabeza y desde los pies, en polvoriento o pavimentado camino, sumado a un sol que sólo toma descanso para dar paso a la noche, forman un conjunto de factores que dan un engaste providencial al numeroso grupo de peregrinos en cuyos corazones subyace lo escrito por el Salmista: “Vamos a la Casa del Señor” (Salmo CXXII).

Nuevos ímpetus, certezas que son  fortalecidas, anhelos con mayores bríos, emergen al momento de percibir la tenue luz en medio de la oscuridad en lo alto y alrededor de aquel tradicional templo mariano.

¿Cómo es posible que la sola percepción de una simple luz sea capaz de vencer todo cansancio, toda eventual renuncia, toda naciente claudicación? Cuando ya las fuerzas parecen sobrepasadas en el peregrino,  surge por medio de aquella luminosidad,  una certeza: Si lo hemos visto es porque ya llegamos…

Hoy, nuestra Iglesia nos invita a celebrar la Solemnidad de la Santísima Trinidad.
Aquella verdad de la cual todas emergen y hacia la cual todas se dirigen. Una verdad que por medio de las solas capacidades humanas no habrían siquiera imaginado de no haber sido revelada directamente por el mismo Dios, quien a lo largo de la Santa Escritura,  lo anunció y con el advenimiento de Jesucristo manifestó de una vez para siempre en toda su realidad.
Entonces,  Cristo es el definitivo y máximo revelador de Dios: que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios y tres personas distintas.

Esta verdad conocida, de misterio y certeza, hace que desde nuestra condición de peregrinos que vamos a la Casa de Dios que es el Cielo, tengamos en ella una sensación semejante a la de aquellos caminantes que van hacia al citado Santuario, cuyo atrio recuerda a Aquella que el Arcángel Gabriel reconoció: “sine labe concepta”.

2.      “Pues recta es la palabra de Dios, toda su obra fundada en la verdad” (Salmo XXXIII, 4).
Las múltiples oscuridades y cansancios que el largo caminar de la fe entraña en el creyente,  en medio de un valle de lágrimas, muchas veces inhóspito y adverso, tal como es el calor y el cansancio en quien peregrina, nos lleva a manifestar una fe dubitativa, vacilante, que no convence a otros porque no acabamos de estar convencidos nosotros.


El encandilamiento fantasioso de los sucedáneos de la verdad lleva al creyente a buscar refugio en aquello que sólo le termina resultando oscuro, riesgoso y fatal. Las falsas verdades sólo traen duda, colocan al alma en inminente cercanía al pecado, y –tristemente- llevan a la perdición a ingente número de creyentes: ¡Llamados un día a  alabar,  se terminan en condenar!

Y son las verdades las que han de guiar nuestros pasos hacia el puerto claro de la salvación, o la carencia de ellas las que conducen irremediablemente a una vida que se transforma en infernal, ya en el tiempo presente, como preámbulo –eventual- de un mal que irremediablemente no tiene fin.
Entendámoslo claramente: no buscar y vivir en la verdad no implica sólo estar en el error, sino que conlleva a una determinada manera de vivir que termina siendo tan falseada como nociva. La mirada que se tenga sobre Dios conlleva necesariamente a una determinada visión sobre su obra creada, sobre la humanidad y el hombre en particular.

Para cada creyente las verdades de la fe le hacen participar de la vida en Cristo más plenamente, y le invita a una forma de vida más humana, porque tiene a Dios en el centro de sus determinaciones, acciones y pensamientos. Así, vive bien el que vive en la verdad.
En caso contrario, las falsas verdades y las ideologías reinantes, hacen que la vida humana no llegue a la plenitud ni alcance el fin para el que han sido creadas por Dios, lo que imposibilita una vida virtuosa y una vida santa.

Entonces, no ha de sorprendernos las múltiples degradaciones a la vida humana, ni el desorden al interior de una sociedad que ve crispada en espiral la convivencia en su interior. Si hace siglos la vida humana tuvo el valor de un ladrillo de arcilla, hoy esa misma vida no excede el precio de un celular, de un cigarro o de un trago…! Por poco o nada se le quita la vida a una persona!

En efecto, cuando la sociedad más se aleja de Dios, cuando menos se respeta su Santo Nombre, emergen las mayores desavenencias entre los hombres, y se facilita el desencuentro, la animadversión, el surgimiento del rencor y del odio lleno de ambición y sed de venganza.
La acción de “echar agua en un saco roto” puede ser vista como algo que requiere esfuerzo, además, que amerita dedicación y perseverancia, hasta se  puede reconocer que se necesita  iniciativa y espíritu proactivo. Una y otra vez se repite la misma acción, pero… ¿No es acaso ello sólo una necedad?

Hermanos: Algo semejante está aconteciendo en la sociedad de nuestra Patria en estos últimos años, y se percibe de manera más evidente de un tiempo a esta parte. De la desacralización a la deshumanización hay un paso, que no sólo pasa por negar la existencia de Dios, sino que, también,  implica la negación de las verdades relacionadas a su ser divino.

Entonces, descubrimos que, en el inicio de tantos males que se ciernen sobre la vida social en nuestra Patria,  no se deben solamente a una mala política programada e implementada; ni al hecho de lo pretérito o actual de determinado sistema constitucional, tampoco, parece tener en si la fuerza avasalladora de un sistema de corrupción avanzado, todo lo cual, por cierto,  resultan síntomas tan evidentes como innegables de la falta de una verdadera teología social.

Si el verdadero nuevo Pueblo de Dios opta por endiosar nuevos becerros de oro, como aquellos lo hicieron a los pies del Monte Sinaí, entonces ¿Qué bienes no se dejarán de recibir como abundantes males  sobrevendrán si se niega a Dios?

Ni “simple”, ni “gratuito”, ni “da lo mismo” creer en la Santísima Trinidad y en procurar llevar una vida personal y social de acuerdo a lo proclamado. Es muy claro: O acaso vivimos lo que profesamos o terminaremos profesando lo que vivimos.

3.      “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!” (Romanos VIII, 14-15).
Unidos desde el reconocimiento del único Dios verdadero, que se ha dado a conocer en la Santa Biblia y en la creación que nos habla de su poder, grandeza, eternidad, y bondad, convocados por la Iglesia fundada por el Señor para alcanzar la Bienaventuranza, entendemos que cualquier camino que fortalezca los vínculos fraternales nacen desde la necesaria realidad de sabernos hijos de un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que se manifiesta como: “Dios es amor”.

a). La unidad hacia la verdad abre el horizonte de la generosidad. El eclipse que experimenta la sociedad respecto del amor a Dios se vuelca como un frío paralizante en vistas a la vivencia de la caridad fraterna. Se constata falta de iniciativa, y el primer impulso no  busca como instintivamente primero a dar con generosidad sino que tiende más bien a salvaguardar egoístamente lo que se pretende obtener como ganancia.

En ocasiones, hasta las mismas obras de caridad que se impulsan están marcadas por algún sesgo de malsano  interés, pues,  se contribuye con organizaciones descontando impuestos pero no afectando en nada o mínimamente los bienes personales. Se regala lo que no es de uno y eso no cuesta.
Por otra parte,  la contribución a la Iglesia pareciera tener un doble estándar que puede alcanzar ribetes vergonzosos: lo que se da en la iglesia parece tener un valor especial respecto de aquello que se gasta lúdicamente. Diez dólares es poco para gastar en una visita a un mall o en una entrada a un recital,  a un estadio o a un pub, pero,  parece demasiado para contribuir con la Iglesia en una simple colecta.

Nunca se despilfarra cuando se trata de colaborar con las obras que Dios tiene para darse a conocer a nosotros y a cuantos están llamados a reconocerle. Nuestro amor a la Santísima Trinidad debe incluir el imperativo del mandato dado por Nuestro Señor a sus Apóstoles: “Vayan al mundo entero enseñen todo lo que yo les he enseñado”.

b). La unidad hacia la verdad garantiza el encuentro de la paz: Por cierto, un alma en paz es un alma que vive la verdad. Nada teme quien hace de lo verdadero el sello de su conducta y de sus palabras. Cuando los israelitas verificaban la enseñanza del Señor afirmaban que “lo hace con autoridad”, no porque hablaba mas fuerte, ni golpeaba los pupitres, ni porque muchos le aceptaban  sino porque  anidaba en sus corazones una invitación a vivir en paz. La verdad edifica la paz, la mentira la destruye.

c). La unidad hacia la verdad garantiza el espíritu de sacrificio: Quien descubre a Cristo, lo acepta como el que enseña la verdad. Sus enseñanzas no son una opción de vida, no son una posibilidad, son el único camino para ser felices, por lo que ello va de la mano con el espíritu de sacrificio y  de abnegación, procurando imitar a quien no sólo nos enseñó a buscar la paz,  sino a poseerla en Aquel que es Canino, Verdad y Vida. ¡El Dios Uno y Trino! ¡Que viva Cristo Rey! Amén.


      



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