DÉCIMO CUARTO DOMINGO / TIEMPO
ORDINARIO / CICLO C.
1.
“Al
verlo se regocijará vuestro corazón, vuestros huesos como el césped florecerán”
(Isaías LXVI, 10-14).
A lo largo de los
domingos siguientes al tiempo pascual, los evangelios nos han venido hablando
de nuestra condición de discípulos del Señor, lo cual tiene como eje central el llamado universal a la santidad, pues Dios
quiere que seamos santos, y nuestro destino definitivo aparece señalado al fin
del texto del santo evangelio que acabamos de escuchar, como una coronación de
las palabras del Señor: “Alégrense que
sus nombres estén inscritos en el cielo”.
Sin duda, hablar de vocación es referirse a la gracia de
Dios. Pues, es Él quien llama primero. Es El quien concede las gracias necesarias,
y es El quien precipita la generosidad, permitiendo que el seguimiento de
sus pasos sea a la vez, tan meritorio para el creyente como fruto de la gracia
de Dios.
Nada es más importante,
ni más necesario para nuestra vida que alcanzar la salvación. Todo estará
irremediablemente perdido si acaso no acabamos de dar gloria a Dios,
primero aquí temporalmente, y luego allá
para siempre.
En ello se juega
nuestra verdadera felicidad, la cual no puede quedar reducida a una simple
alegría pasajera y circunstancial. Insertos en la cultura signada con “emoticones”, todo parece quedar
reducido al lenguaje transitorio de
los sentimientos y de las emociones.
Es innegable que la
espiritualidad reinante en la actualidad arranca lágrimas con facilidad dejando
los vicios enraizados a perpetuidad….mucha conmoción y poca conversión. Es
la espiritualidad “emo”, en jerga de
las tribus urbanas locales.
Y es que se transita
por un camino de fantasía, donde quien
importa parece ser el hombre y no Dios, hasta en lo que aparentemente puede ser
un simple detalle de los modernos cantos penitenciales, donde se destaca más al pecador que a quien
perdona. Incluso nos hace pensar cuán necesarias resultan tantas fórmulas
distintas que contiene el reciente Misal Romano local si basta decir la más
simple para invocar: “Señor ten piedad,
Cristo ten piedad y Señor ten piedad”.
2.
“Sus
ojos vigilan las naciones, no se alcen los rebeldes contra Él”
(Salmo
LXVI, 1-20).
Durante nuestro tiempo,
la vida cotidiana de nuestra Iglesia indudablemente enfrenta múltiples y nuevos
desafíos. Desde un comienzo, nuestro Señor dejó claro que no faltaría su
asistencia, su cercanía y su gracia a quienes se esforzasen por dar a conocer
su mensaje es decir, sus enseñanzas y su “estilo de vida”, tal como señalo de
manera vinculante: “Aprended de mi” (San
Mateo XI, 29) …”Vosotros
me llamáis Maestro y lo soy”
(
San Juan XIII, 13).
No estaba incluido en
las promesas el no padecer persecución, incomprensión o desconfianza, por el
contrario, Jesús no ahorró detalle alguno en este aspecto para
que los Apóstoles tuviesen clara noción de lo que implica el seguimiento de su
persona divina y humana. En otras palabras: la Iglesia como una barca
navegaría en medio de tempestades pero nunca podría naufragar…pues “el poder del mal nunca prevalecerá” contra
Ella.
Entre las múltiples
artimañas que el Maligno tiene desde su holoadversión
hacia Dios y su obra, está el ataque
permanente hacia la institución de la familia tal como aconteció en el
principio de la creación cuando el Demonio coloco la discordia y
desconfianza entre nuestros primeros padres Adán y Eva.
La existencia de la familia,
en la que Dios quiso recrear su propio ser al revelarse como comunidad de vida
y amor en la Santísima Trinidad, hace que el principal enemigo de una
sociedad sin Dios fue, es y será aquella familia donde Jesús –en su corazón-
reina “con todo su poder” (1
San Pedro V, 11).
No podemos descansar,
ni en esta vida ni en la otra en procurar
derogar aquellas leyes que atentan gravemente contra las leyes de Dios,
de manera particular, las que se
refieren a fomentar la vida espiritual y religiosa de las personas, al fortalecimiento
de la unidad y la estabilidad de la familia, tal como fue diseñada y formada
por Dios entre un hombre y una mujer. Sin duda, toda ley que no respete a Dios,
termina abusando de los hombre, y una sociedad que excluye a Dios,
terminará necesariamente fomentando todo tipo de marginación en la vida
personal, familiar y social.
3.
“El
mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo”
(Gálatas
VI, 14-18).
Estas últimas semanas
hemos visto cómo se han implementado iniciativas legales referidas a la
alimentación. Todo alimento considerado riesgoso tendrá distintivos visibles
que previenen a los eventuales consumidores. Ojalá la preocupación por la
salud física, o por el cuidado del medio ambiente, fuese reflejo de la búsqueda por la pureza y
salud del alma. Lo incisivo respecto de
qué tipo de bebida se toma no puede diluirse en la neutralidad de ante
la salud del alma y el crecimiento espiritual. Es indudable que nuestra
vocación por identificarnos con la persona de Jesucristo es más importante que
los niveles de azúcar de un chocolate.
Ninguna persona puede
estar en desacuerdo con una medida que apunta al bienestar físico, ni con el
mayor cuidado del medio ambiente, o con la preocupación por las mascotas y
animales en general, mas, como creyentes nos resulta imposible no exigir una
debida coherencia respecto en todo aquello que se refiere a una vida espiritual
sana: alegre, veraz, difusiva, y madura.
Esta vida sana, nace de
una verdadera amistad con Jesucristo, quien dijo claramente: “Ya no os llamo siervos, sino mis amigos”. Desde
nuestro bautismo, Dios vino a vivir junto a nosotros, en medio de nosotros y en
nosotros por medio de su gracia. Hermosamente se ha descrito al hombre como un teosforos, portador de Dios a semejanza
de Cristo. Cada creyente, por lo tanto a lo largo de su vida ¡y esta es una
sola! está llamado a reflejar como un espejo la gloria del Señor, y nos
vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosa así es como actúa
el Señor que es Espíritu (2 Corintios III, 18).
a). En efecto, la vida interior se vive en alegría:
Un alma feliz espanta al Demonio, quien a su vez encuentra la primera grieta
del alma en la tristeza. Más que buen humor, más que simpatía, más que
afabilidad, la verdadera alegría del
católico se fundamenta en su misma identidad que lejos de encerrarse
egoístamente responde a la certeza de saberse amado por Dios y de procurar responder con generosidad a ese amor. Los
payasos -en ocasiones- hacen reír, en cambio, los que aman a Dios –en todo
momento-hacen felices.
b). La vida espiritual se nutre de la verdad:
Si la primera caída de la humanidad fue a causa de una mentira, la
reincorporación a la amistad con Dios
sólo puede ir de la mano por medio de la persona de Jesucristo, quien dijo: “Yo soy la verdad y la vida”, siendo
reconocido por los que le conocieron como aquel
que “enseñaba verazmente”. El
espíritu de diálogo que galopa
actualmente se suele sentar en los foros del debate endiosado casi como el leiv
motiv existencial del neomodernismo.
Para muchos hoy todo es debatible a causa de que se sostiene que no hay verdades
absolutas, mas, sabemos que Jesús
hablaba sin vacilaciones y sus enseñanzas eran del todo ajenas a sembrar dudas
al interior de los corazones. Su voz alejaba cavilaciones y acercaba convicciones,
dejando entrever el esplendor de la verdad.
c). El bien, la caridad
y la verdad, cuando son verdaderos hacen que la vida interior no quede
encerrada entre cuatro paredes, sino que se expande contagiosamente por medio
de un verdadero apostolado del alma. Entonces, se crece interiormente cuando se
es capaz de comunicar el don de la fe en Jesucristo y su Iglesia a todos
quienes viven y trabajan junto a nosotros. Sabiamente repetía el Sumo Pontífice
que “la fe se fortalece comunicándola”.
Así, la vida espiritual se expande
dándola, y ello sucede cuando asumimos que Cristo no es un tesoro para
esconder sino para descubrir.
CERRO TORO AÑO 1962 VALPARAÍSO CHILE |
d). Finalmente, de la
mano de la Virgen Santísima vemos que el sacramento del bautismo, por el cual
somos constituidos hijos de Dios e hijos de la Iglesia, a lo largo de los años
va haciendo germinar múltiples bendiciones, de tal manera que nuestra vida espiritual va madurando en
la justa medida que permanentemente vamos convirtiéndonos. Ni desde la atalaya de los pseudoperfectos ni desde
la marea de mediocridad de los
populismos, día a día crecemos en la medida que más necesitamos de la gracia y
de la necesidad de colocarnos bajo el manto protector del manto de María
Santísimo y de su maternal mirada llena del amor del Buen Dios. ¡Que viva
Cristo Rey! Amen
Sacerdote
Diócesis de Valparaíso, Jaime Herrera González
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