MEDITACIÓN SOBRE LA SANACIÓN
DEL PARALÍTICO.
A). Su vida era
un milagro.
Desde hace unos días, desde el episodio de la
confesión de fe de los Apóstoles hacia Jesús, hemos venido meditando diversos
milagros realizados por el Señor. Al leer los Evangelios constatamos que una
gran parte de su vida y de su tiempo, Jesús la dedicó a hacer milagros. En el relato de San Marcos, por ejemplo, de
489 versículos que cuentan su vida pública, la mitad son narraciones de milagros. En el
texto de San Marcos hay dieciocho milagros, en San Mateo veinte y en San Lucas
veinte, y San Juan contiene siete, que enumera para indicar perfección y
permanencia, es decir, era algo propio, constante en su vida. Más que “hacer milagros” diremos que “su vida era un milagro”.
El común denominador de todos los milagros obrados por
Jesucristo fue la fe, al a que invitaba su accionar o bien requería
voluntariamente su obrar. En una oportunidad señaló: “el que tuviera fe como un grano de mostaza le diría a este monte,
arráncate y arrójate al mar. Y os obedecería”. En esta oportunidad hay
fe, en el enfermo, en sus amigos, y en quienes son testigos del milagro por
medio del cual, aquel “monte de parálisis” terminará siendo
vencido definitivamente.
Con un atisbo de buen humor, San Juan Crisóstomo señala que “era grande la fe de este enfermo, porque si
él no hubiera creído no se hubiera dejado bajar por la abertura del techo”
(Homilía de San Mateo 29,1). Nadie que no confíe en Dios ni en sus amigos se
deja caer -desde lo alto- por cuatros sogas y en una camilla.
Cada uno de nosotros, si tuviese un ser querido que se
viese impedido, como aquel paralítico de no poder acercarse a Dios por sí
mismo, debería hacer el esfuerzo de llevarlo hacia el Señor. Entonces, ¿qué hacer con uno que no se esfuerza por
ser fiel a Dios, que no participa en la Santa Misa, que está inmovilizado de
hacer el bien a su prójimo? Pues bien,
procuraremos en primer lugar, desde la fe, colocarlo ante el Señor en la
plegaria, descenderlo ante el Sagrario con las sogas de: la oración, caridad,
penitencia y la paciencia, implorando que el Señor Jesús le sane y le permita,
como aquel lisiado del Nuevo Testamento “caminar
hacia él”.
PADRE JAIME HERRERA CHILE |
B). “! Ánimo, tus pecados te son perdonados!”.
Es evidente,
a la luz del relato que hemos escuchado, que nuestro Señor aparece revestido de
una autoridad que hace honor a su condición del Verbo de Dios en medio del
mundo. Las palabras pronunciadas por Jesús atacan el mal en su raíz: en el caso
del paralítico ataca el pecado que corroe al hombre en su libertad y bloquea
sus fuerzas vivas: “Tus pecados te son
perdonados”; “Levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa”. Ninguna
parálisis del corazón y de la mente humana, con las que podemos estar encadenados,
es capaz de vencer el poder de Jesús. El estar con Jesús libera al hombre
de toda atadura, por antigua y sólida que pueda ser o parecernos. Entonces, la
palabra autoritaria y eficaz de Jesús despierta aquella humanidad paralizada y le confiere el don de caminar con una fe
renovada.
La gente sólo veía a un hombre incapaz de caminar
físicamente, que no podía valerse plenamente a sí mismo, y debía ser asistido
por otros. Más, nuestro Señor Jesús ve algo más, ve el interior y descubre lo
que verdaderamente lo tiene paralizado, por eso le dice, en una expresión llena
de ternura: “¡Ánimo!, hijo, tus pecados
te son perdonados”. Y, esta misma expresión, la podemos recibir
cada vez que nos acercamos al sacramento de la confesión, el cual es, al decir
del Papa Juan Pablo II- una verdadera “caricia
de Dios al hombre”. Nuevamente, Él nos viene a repetir al fondo del
corazón: “¡Ánimo! aquello que te tiene agobiado, paralizado, esclavizado,
bloqueado, ya no tiene poder sobre ti”.
Porque el pecado es esto, es todo aquello que nos
hace actuar de manera contraria a lo que realmente somos; en vez de
comportarnos como hijos de Dios, lo hacemos como esclavos o como quien ha
renegado de su Padre; en vez de comportarnos como hermanos, actuamos como
enemigos o rivales… El pecado es todo aquello que rompe la filiación con Dios y
la fraternidad con el prójimo…Cuando eso se rompe, quedamos paralizados, a la
orilla del camino.
El perdón de
los pecados que Jesús invoca sobre el paralítico de parte de Dios alude al nexo
entre enfermedad, culpa y pecado. Para los judíos, la enfermedad en el hombre
era considerada un castigo por los pecados cometidos; el mal físico, la
enfermedad, siempre eran signo y consecuencia del mal moral de los padres (San Juan IX, 2). Jesús restituye al hombre su
condición de salvado al liberarlo tanto de la enfermedad como del pecado.
DIÓCESIS DE VALPARAÍSO SACERDOTES |
Por cierto, que Dios en cuanto Creador del universo,
puede sanar y restituir en plenitud todas las dolencias y patologías físicas,
sin la intervención del hombre, y a
través del digno ejercicio de la medicina por medio de las manos del
facultativo que ha recibido el don de curar. Más, para la curación de la
enfermedad del alma que se llama pecado, es menester, según el evangelio que
meditamos, la participación por la fe del propio paciente, puesto que, no sin el hombre Dios lo sanará del pecado.
Ciertamente, el Creador del universo puede curar absolutamente todas las
enfermedades patológicas. Pero, para
la curación de las enfermedades espirituales, es necesaria la colaboración
espontánea y libre del "paciente" porque Dios no puede ir en contra
de nuestra libertad, y nos invita a la salvación con nosotros: “El que te creó sin ti, no te salvará sin
ti” (San Agustín).
Para algunos
de los presentes, como los escribas, fariseos y judíos en general, las palabras de Nuestro Señor anunciando el
perdón de los pecados parecían una verdadera blasfemia. Para ellos Jesús es un
arrogante, ya que sólo Dios puede perdonar. Jesús, que conoce sus corazones les
reprocha su incredulidad. La expresión de Cristo: “para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar los
pecados…” indica que no sólo puede perdonar Dios, sino que en Jesús,
también puede perdonar un hombre, como acontece en el sacramento de la
confesión, donde el sacerdote concede la absolución en virtud del poder dado
por Jesús a su Santa Iglesia.
El tema del
perdón de los pecados aparece de nuevo en San Mateo XVIII y al final del Evangelio
se afirma que ello tiene sus raíces en la muerte de Jesús en la Cruz (XXVI, 28). Pero en nuestro contexto el perdón
de los pecados aparece unido a la exigencia de la misericordia como se hace
presente en el siguiente episodio, la vocación de Mateo: “misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a
justos, sino a pecadores” (San Mateo IX, 13).
Estas
palabras de Jesús pretenden decir que Él ha hecho visible el perdón de Dios,
del que todo hombre una vez hecho partícipe, ha de tener un corazón que
perdonado, sea capaz de perdonar, que una vez reconciliado sea reconciliador. Colocarse de pie y caminar implica
llevar el testimonio de la misericordia del Señor especialmente a aquellos
corazones y ambientes más cerrados a la Palabra del Señor, recordando que una
gota de miel puede más que mil de hiel, y que el perdón puede más que el
pecado, porque Jesús en la Cruz lo ha vencido ¡para siempre! ¡Que Viva Cristo Rey!
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