DIÓCESIS VALPARAÍSO PADRE JAIME HERRERA |
HOMILÍA DOMINGO 11 DE SEPTIEMBRE 2016 / SAN JUAN APÓSTOL
En este hermoso templo,
cobijado bajo el patrocinio de San Juan Apóstol, el más joven y cercano colaborador
de Nuestro señor, nos hemos reunido para la celebración de la Santa Misa
correspondiente al domingo vigésimo cuarto del tiempo ordinario del año
litúrgico.
“¡Este
es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestra gloria dad
gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia!”
Con estas palabras tomadas del Salmo CXVII contemplamos el Día de Dios –día
domingo- en el cual, en virtud de la
gloriosa resurrección del Señor, la
muerte fue derrotada de una vez para siempre. Desde ese momento, el paso del
pueblo elegido por el desierto -celebrado anualmente- adquiere un nuevo
sentido, el definitivo por cierto, toda vez que es sellado por lo que hizo
Jesucristo desde lo alto del Calvario, donde “entregando
su espíritu” murió por cada uno de nosotros, demostrando con ello, que la
medida del amor de Dios es verdaderamente amar sin medida.
Hay un antes y un
después de ese acto, que fue anunciado en el amanecer de un día como hoy, para alegría
de todos los que acompañaron a Jesús camino al calvario, y habían permanecido expectantes
durante dos días, hasta que en la alborada del día sin ocaso, constituido
con propiedad como Día del Señor, se presentó ya resucitado a los suyos tal como
lo hace en nuestro altar en esta tarde. ¡Es el Señor! ¡Es Jesús! ¡Señor mío!
Fueron las expresiones que surgieron espontáneamente al verle nuevamente junto
a ellos, lo cual denota no un entusiasmo
pasajero ni una felicidad meramente sentimental,
sino la firme convicción nacida de la fe recibida y cuyo objeto contemplaba su
mirada: “Jesucristo, el Camino, la Verdad
y la Vida”. Bienaventurados porque
creyeron y vieron lo que creyeron.
En efecto, como aconteció
con los jóvenes peregrinos de Emaús, estamos en la hora vespertina, hora del
canto de los zorzales, de los frescos
aromas y del rezo incesante de las vísperas y rosarios. Aquella tarde del día
de la resurrección, cabizbajos, tristes, como quien no tiene otro horizonte más
que seguir la cadencia de sus pasos, llevados por la inercia de tener que
volver, regresaban a su tierra porque “ya
habían pasado dos días y nada se podía hacer”. El peso de los hechos de los
que fueron testigos hacia más lento sus
pasos.
En la cultura nuestra
parece reinar el espíritu de la conformidad, de la tibieza y de la nostalgia.
Casi diríamos de una suerte de estancamiento
espiritual donde al no avanzar irremediablemente se termina retrocediendo,
lo cual conlleva hacia una parálisis moral inserta no sólo en el ámbito
personal sino extendido en la vida social.
SACERDOTE JAIME HERRERA GOINZÁLEZ CHILE |
La naturaleza debilitada sumada a una fe desnutrida hace que el vicio se anteponga a la virtud, el odio
impere sobre el perdón, el egoísmo sobre la generosidad, y el desamor sobre la
misericordia, creando todo ello, un
ambiente de crispación y desinterés social que a todas luces resulta evidente.
Allí donde se enfría la esperanza se termina congelando la caridad,
En el ADN de la vida
social debe insertarse necesariamente la dimensión trascendente y espiritual de
la vida humana, tal como lo reconoce sabiamente la actual Carta Magna vigente, en
su primer artículo donde recuerda que “los
hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, por cierto, a la
luz de la Declaración de Principios dada en Marzo de 1974: “En
consideración a la tradición Patria y al pensamiento de la mayoría de nuestro
pueblo, el gobierno de Chile respeta la concepción
cristiana sobre el hombre y la sociedad. Fue ella la que dio forma a la
cultura occidental de la cual formamos parte, y es su progresiva pérdida, o
desfiguración la que ha provocado, en buena medida, el resquebrajamiento moral
que hoy pone en peligro esa misma civilización. De acuerdo con lo anterior,
entendemos al hombre como un ser dotado
de espiritualidad, de ahí emana con verdadero fundamento la dignidad de la persona
humana”.
El actual Catecismo de
la Iglesia, al momento de describir la persona humana la define con las
palabras de San Agustín: “Dei capax”,
un ser con capacidad de Dios: de amar y ser amado por Dios; de mirar y ser
observado por Dios; de buscar, encontrar
y vivir según el itinerario de la gracia que viene de lo alto, y ha hecho de
cada persona un ser “poco inferior a los ángeles” cuyo destino definitivo no está
señalado en las cosas que pasan sino en las que no pasan, no se pierden, ni se
hurtan, pues el anclaje último nuestro es llegar a ser “ciudadanos del cielo”, tal como recuerda el Apóstol San Pablo a
los filipenses (III, 12), sentenciando –luego- que
estamos llamados a ser “conciudadanos de
los santos” (Efesios
II, 19).
La ideología ha visto
perder su “sistema” pero no se ha
diluido su nocividad, claramente denunciada a lo largo de los últimos cien años
por las enseñanzas pontificias, desde el
Papa León XIII quien señaló que el comunismo marxista era como una “mortal enfermedad” que coloca en
peligro de muerte a la sociedad humana. Consabida es aquella cita de la
Encíclica Divini Redemptoris (número 60),
de Su Santidad Pio XI que definió el comunismo como “intrínsecamente perverso”, advirtiendo que “no se puede admitir que los creyentes colaboren con el marxismo en
ningún terreno”, puesto que siempre termina por ofrecer “una falseada redención de los más humildes”
(Concilio
Pastoral Vaticano II, Gaudium et Spes, 20-21).
Un creyente no puede
adherir ni pactar con aquellos “sistemas
ideológicos que se oponen radicalmente a su fe y a su concepción del hombre ni
a la ideología marxista, a su materialismo ateo” (P.P.
Juan Pablo II, Carta Apostólica 80º Aniversario Rerum Novarum, número 26).
El comunismo en cuanto “mesianismo secularizado” (Catecismo
de la Iglesia, número 676) implica la aniquilación de la fe desde la fe misma mediante la confusión
de los espíritus, es negación de Dios, del amor de un Dios personal, del Dios
que de la nada hizo todo y cuya mirada todo lo contempla, y cuya providencia
todo lo cuida. Por esta razón, la incompatibilidad entre el marxismo y cristianismo
es esencial, por lo que no ha de sorprender que todos aquellos valores,
principios y virtudes que procura la Iglesia sean permanentemente atacados y
perseguidos por un sistema ideológico que prescindiendo de Dios prescinda de su
criatura a la vez. No seamos ilusos, si acaso persiguen a Dios, de seguro, perseguirán al hombre.
Ante ello la Iglesia no
deja de alzar su voz: pues “fiel a Dios y
fiel a los hombres, no puede dejar de reprobar con dolor, pero con firmeza,
como hasta ahora ha reprobado, esas perniciosas doctrinas y conductas, que son
contrarias a la razón y a la experiencia humana universal y privan al hombre de
su innata grandeza”
(Gaudium
et Spes, números 20-21).
Es esa grandeza y
dignidad la que el hombre ha visto durante largo tiempo coartada con la implementación
de un sistema ateo y materialista, haciendo de la persona humana un rollo de
conflictos, de subsistencia en un estado de constante crisis y de enemistad con
el prójimo, todo lo que ha sido sintetizado como la “crispación social”, lo
cual responde a una insatisfacción interior –del alma- que se expresa de
múltiples maneras. ¡Hambre de Dios! ¡Sed de verdad! ¡Ansia de certezas! ¿Dónde
encontrar todo ello sino en quien dijo de sí mismo: “Yo soy el Pan de vida” (San Juan VI)…”El que beba del agua que Yo daré no tendrá
jamás sed” (San Juan IV, 14)…”Yo soy la verdad”
(San
Juan XIV, 6).
El hecho de abandonarse
plenamente en la persona de Jesucristo nos lleva a una determinada opción: o
vivimos según sus enseñanzas o vivimos según los criterios del mundo. Simple: o
somos de Cristo, o somos del mundo.
Lo anterior nos hace cuestionarnos
seriamente respecto de qué estandarte defenderemos con nuestra vida, a través
de nuestras palabras, de nuestras acciones y de nuestros sentimientos. La
novedad del Evangelio es para el creyente de hoy un riesgo, un desafío que implica
una más perfecta identificación con toda la vida de Jesús, y que tiene como
promesa la vida Eterna definitiva, por cierto, y el ser partícipes de la
construcción del Reino de Dios presente ya en medio nuestro.
Para ello, la vivencia
de las obras de misericordia son un imperativo intransable, que hará reconocer al mundo lo que descubrieron los no
creyentes en los primeros cristianos, y que les hizo preguntarse: ¿Qué les hace
tratarse con amor a los cristianos? ¿Por qué son capaces de perdonar? ¿Por qué
son felices en medio del martirio? ¿Por qué comparten con generosidad sus bienes?
¿Por qué visitan a los que están condenados de por vida?
La respuesta la
descubrieron una vez que conocieron a cristo en los Evangelios: al leer las
nueve bienaventuranzas donde la lógica de Dios se presenta para los hombres
como necedad y locura, y luego al meditar las parábolas de la misericordia, de
las cuales hemos escuchado tres en esta tarde, y en juicio a las naciones
descrito en San Mateo. ( XXV, 35- 45).
Verdaderamente el
nombre de Dios es misericordia. Lo sabemos al mirar a Jesucristo en la Cruz, lo
percibimos en medio nuestro al hacerse presente en cada Santa Misa en nuestros
altares y estar en nuestros sagrarios día y noche velando por todos, lo experimentamos
cada vez que recibimos la absolución en el sacramento de la confesión.
Inmersos en el Año de la Misericordia, al que nos ha
invitado Su Santidad Francisco,
recordamos la invitación a la vivencia del verdadero perdón del
cristiano, que ha de estar revestido de magnanimidad y diligencia; sencillez y
sigilo, pero –también- a recordar que la implementación de una amnistía para
quienes están en una edad senescente, padeciendo de enfermedades terminales,
lejos de impedir el cumplimiento de la justicia termina por sublimarla por el
camino más excelente de la caridad. Tan absurda es la ley del talión que fue
desechada explícitamente por el mismo Cristo como la desfachatada con consigna pagana
de no perdonar ni olvidar. Ante ello sólo diremos: “¡El amor es más fuerte! El amor vence siempre!” (Su
Santidad Juan Pablo II).
Sabemos que la
intercesión de la Virgen María siempre ha sido una característica de la piedad
popular de nuestra Patria. De Norte a Sur, en cada templo, en cada hogar, hay
una imagen que evoca el rostro de nuestra Madre Santísima que nos ha rescatado
de tantos peligros y tentaciones. ¡Cuántos rosarios se rezaron para sacar
nuestra Patria de la esclavitud de la ideología marxista! ¡Cuántos sacrificios
hechos para desterrar la ideología perversa que tanto mal ha hecho a lo largo
del mundo entero! ¡Aquello que algunas naciones tardaron siete décadas en
obtener nuestra Patria se vio liberada en sólo tres años!
Hace 333 años, un día
11 de Septiembre, se puso fin al sitio de Viena, lo cual la Iglesia (Inocencio
XI)
lo interpretó como señal de una especial
protección de la Santísima Virgen cuya imagen fue colocada en todos los
estandartes aquel día, por lo que, de inmediato, se instituyó la fiesta litúrgica del Dulce
Nombre de María, como ofrenda votiva a dicha liberación nacional. Las fuerzas y
los civiles que defendían la ciudad y Europa entera, celebraron una Santa Misa
en la cual el sacerdote en vez de terminar con el tradicional Ite Missa est, grito con fuerza “!Ioannes vinces” (Juan
vencerá).
Una vez más, se hace
necesario recordar en esta celebración eucarística el poder de la oración, el
cual como una verdadera “llave del cielo” nos permite abrir las
puertas de la gracia, para que nuestra Patria procure permanecer fiel a los designios
de Dios y nunca olvide los múltiples beneficios que tan generosamente nos ha
dado el Señor por medio de su Madre. ¡Que
Viva Cristo Rey!
PADRE
JAIME HERRERA GONZÁLEZ / SACERDOTE DIOCESANO / CHILE
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