viernes, 30 de marzo de 2018

DE PIE JUNTO A LA CRUZ


“DE SEPTEM VERBIS A CHRISTO IN CRUCE PROLATIS”.

Como todos los años, en las diversas capillas, parroquias, conventos y abadías, extendidas a lo largo del mundo, al caer la tarde de este día alitúrgico, nos reunimos para escuchar la Palabra de Dios durante el recorrido de las catorce estaciones que en este templo santo ahora culminamos.

Al caer la tarde, sólo estaban junto al cuerpo inerte y silente del Salvador, la Madre Santísima y San Juan, cuya imagen destaca a los pies de la Cruz. En la retina de ambos y en sus corazones aún parecían perceptibles aquellas siete palabras que Nuestro Señor pronunció durante las tres horas de su agonía. Dice la historia que tales expresiones fueron predicadas en su conjunto por primera vez por el monje Arnaud de Bonneval en el Siglo XII (1156).

Cuando la voz de la liturgia parece inhalar en un instante, el corazón del hombre se refugia para meditar como en un suspiro aquella que horas antes ha vivido intensamente.

1.      ¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!.

El escarnio, vencido por el perdón: La falta de fuerzas físicas es apagada por la fuerza de sus palabras. Nada nuevo en su mensaje, lo que en todo momento hizo el estandarte de su Buena Nueva, una renovada invitación al perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Ninguna expresión para exculparse, es que la verdad siempre prevalece simplemente porque es verdad. Ni un muro, ni el tiempo, son capaces de callar perpetuamente la verdad. Finalmente, prevalecerá el juicio de Dios no el nuestro ni el de la muchedumbre.

Su Sagrado Corazón no imploraba perdón para sí, sino para los demás, incluido el de los vociferantes acusadores. El perdonar ayuda a quitar el odio y es el amor quien debe ganar al odio. De hombres es perdonar a los amigos, de Dios es hacerlo con los enemigos. Si, perdonar a los enemigos es grandeza de alma, el perdonar es prueba de un amor verdadero.

Fue el Señor quien escogió el lugar para darnos su perdón: en una Cruz ante dos ladrones, en momentos donde era ridiculizado por los deicidas: “a otros salvó, que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías elegido”. Nada nuevo bajo el sol dice el refrán. Quienes entonces se burlaban del Señor, igualmente lo hacen hoy con quienes son parte de su Iglesia. Como aquel Viernes Santo  nuestro Señor podría repetir nuevamente lo señalado al apóstol de los Gentiles: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos IX, 4). Y, la persecución más feroz a la Iglesia no es la que viene de fuera sino que es la que internamente se puede dar: una Iglesia acallada por otros es una iglesia perfecta, una iglesia que se calla a sí misma es una iglesia putrefacta.


Quien se ríe y ridiculiza a la Iglesia hoy, acusándola de retrógrada, de poco amiga de nuestro tiempo, de lejana de la cultura, suele ser parte de los que creen saber mejor que Cristo cuál es su misión como Mesías.

Y, le clavan a una cruz, porque ellos creían saber que Cristo era un impostor. Ellos quitaban a Jesús como Mesías porque sólo se aceptarían ellos como tal.

El Pontífice nos habla de las graves dificultades que la Iglesia atraviesa. ¿Alguno lo duda acaso? En lugares es perseguida por la fuerza de las leyes y de las armas. El siglo veinte ha sido “el siglo de los mártires”: El único progreso que los fieles cristianos han conocido en tiempos modernos es el progresivo aumento de los mártires, que no tiene comparación con los de los siglos precedentes.

Hay un martirio cruento o corporal, pero también un martirio incruento o espiritual. Benedicto XVI habló del “escarnio cultural” que hoy sufre la fe y padecen muchos católicos. Se hace burla y mofa pública de sus símbolos, a veces con la excusa de la creatividad artística; se deforma y se retuerce lo que la Iglesia propone, para hacer creer a la gente - valiéndose de poderosos altavoces - que la fe es contraria a la libertad de las personas y a la democracia; se repite de mil maneras que el reloj de la historia habría marcado ya la hora final para el resabio oscurantista que es el catolicismo. Es cierto que los cristianos llevamos ya dos o tres siglos sepultando a nuestros sepultureros. Pero, de todos modos: ¿se puede crucificar mejor?

Nada nuevo bajo el sol: La vieja miseria del hombre es la misma. La novedad de la salvación es siempre sorprendente: ¡Padre, perdónalos! - ¡Invocación admirable!  Antes de ser elevado en la Cruz, cuando de sus manos y pies taladrados por tres clavos brota escarnecí profusamente, no deja de hacer lo que para Él fue una actitud constante: Jesús siempre ha estado en conversación íntima con el Padre. Desde el primer momento, el Evangelio nos había presentado a Jesús, todavía niño, como quien ha venido a ocuparse de las cosas del Padre. Se lo había dicho a María, su madre, en la primera palabra que san Lucas recoge de él: “¿no sabíais quién es mi Padre y que tengo que ocuparme de sus cosas?” (San Lucas II, 49).

Porque sabe Jesús que el Padre es misericordioso, tiene certeza que incluso perdonará todo lo que a Él le están haciendo. ¿Qué puede hacer un clavo inerte ante un Dios que es perdón? En el alma de Juan y de María Santísima estaba aún vigente aquella parábola de la misericordia: un padre ofendido por el hijo menor que sólo sabe esperar que regrese arrepentido. Y, aquel hijo ingrato vuelve restituido porque fue perdonado antes del regreso. ¿Puede salir victorioso el pecado ante un corazón arrepentido unido aun Dios hecho perdón?

A ese Padre infinitamente misericordioso, ahora su Hijo le encomienda que perdone. ¡Sabe que lo hará!. Más, como si no fuese suficiente la exquisita bondad del perdón de Padre, añade una frase exculpatoria… ¡no saben lo que hacen!

Nuestra Iglesia ha recibido el poder de administrar el perdón divino ganado por Cristo en la Cruz: bajo el sigilo de un confesionario, desde el testimonio de los héroes del perdón que son los mártires, en la certeza renovadora de dar vuelta una página de la historia y olvidar desde el bálsamo del perdón: una y otra vez hemos de devolver el mal con el bien.






  
2.       “En verdad, te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

¿De qué paraíso me puede hablar alguien que está pendiente en lo alto de una cruz? Es lo que puede pensar una persona ante las palabras de Jesús. En ellas se encierra una invitación a descubrir el real valor del sufrimiento en nuestra vida.

Dos prisioneros miraron a través de los barrotes de su celda y uno vio lodo y otro vio estrellas. ¡Uno miró al cielo, el otro la tierra! Estas son las actitudes que se encuentran manifestadas en los dos ladrones crucificados al lado de Jesús: uno no le dio sentido a su dolor y el otro sí lo hizo. Debemos incluir el sufrimiento como parte del programa de nuestra vida en Cristo. ¡Sufrir para parecerse a Jesús! El ladrón de la derecha, al ver a Jesús en la cruz comprende el valor del sufrimiento, como bellamente lo describió San Pablo: “Completo en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la Cruz para bien de su cuerpo que es la Iglesia”. Sufrir por Cristo tiene sentido, hacerlo al margen suyo es una necedad.

El ladrón de la izquierda desahoga su impotencia repitiendo el grito burlesco de los líderes del pueblo: ¿No eres tú el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y a nosotros! Es inútil. Es probable que aquel criminal pensase por un instante ganarse la amistad de quienes lo condenaban si se unía la burla y desprecio hacia Jesús. Era su secreta y última esperanza, del mismo modo, podemos intuir que era un inevitable desahogo al final de una existencia que abruptamente llegaba a su fin. En todo caso, era algo inútil. La esclavitud que nace de los falsos respetos humanos nos hace repetir lo políticamente correcto - lo que pensamos que otros desean oír, aunque no sea cosa nuestra – nada añade de razón a la vida ni, menos, a la muerte de las personas.

A este respecto hemos de reconocer ¡qué fuerza sugestiva tienen las palabras bonitas, para que caigan bien! Basta hacer una frase que suene bien, un slogan repetido con insistencia, para hacer aparecer como verdadero aquello que no es más que un deseo vano o mezquinamente interesado.

Cuando damos un pésame surge una palabra cliché escrita en unas breves líneas. “Los que te han querido, no te olvidarán jamás”. En cuanto muere algún personaje de connotación público, no falta quien afirma: “vivirá para siempre en nuestro recuerdo”. En el mejor de los casos es probable que cada uno se acuerde de su ser querido hasta el último suspiro, más ¿dónde queda la promesa de acordarse para siempre?  

El criminal insolente del Calvario era menos iluso que los agnósticos de nuestro tiempo. Actualmente, son cada vez más los que se conformarían sólo con ser bajados de la cruz. Como Gestas, el mal ladrón, aquel pobre hombre permanecía encerrado en su ciego destino y agarrado a una corta esperanza, tan fugaz como falsa. Su tono burlesco nacía del espíritu hedonista, huérfano a esa hora, no sólo de utopía, sino también de un verdadero horizonte de esperanza.

Más, al otro lado de Jesús, como un susurro que se extingue por el desenfreno pasado y por la crueldad padecida, aún con el señorío de quien puede resucitar, surge la plegaria que hará hablar al Corazón de Jesús por tercera vez.
          


¿Quién no ha visto la hora en este día? ¿Quién no se siente esclavo del paso del tiempo? ¿Hay ocasiones donde creemos que las actividades van un paso delante de nosotros? ¿El letargo de las jornadas no nos hace pensar que el mundo está atrasado? Con estas palabras, nuestro Señor con ubica en una realidad en la que no estamos acostumbrados:

El transcurso de las horas, días, semanas, meses y años: nos habitúa a esperar, por lo que la respuesta de Cristo crucificado ha de haberle sonado a sorpresa al doliente acompañante del Gólgota: ¡Hoy! Significa ¡Ahora!, en este momento, no para el futuro, sino en la inmediatez de lo prometido por el Señor. En realidad sólo Cristo, que es eterno podría haber concedido lo prometido, y darlo en el momento presente.

Dimas no había pedido tanto. Pero iba a morir enseguida cerca de Cristo muerto: fue el primero en darse cuenta respecto de la muerte de Jesús, porque estaba atento a cada una de sus palabras y, luego de su conversión, no podía dejar de colocar atención a sus últimas expresiones, ya muy dificultosamente pronunciadas a cauda de la falta de aire, que le que provocaba la muerte de los crucificados.

“En pedir no hay engaño”, solemos repetir: Y, cuando nuestro Señor nos da las indicaciones para orar, a la perseverancia, la humildad y la fe, añadió la confianza de hacerlo con tal convicción como si lo que hubiésemos implorado ya nos lo hubiese sido concedido”.

Nosotros, en este Viernes Santo, ¿nos atreveremos a pedirle a Jesús que nos otorgue también la compañía del Amor infinito? Eso es la Gloria. La noche de nuestras iniquidades, pecados, y muerte, desde esta promesa hecha por Jesús. ¡Hoy, estarás junto a Mí! Adquiere una luz que llegará a su esplendor junto a Dios en el Cielo

Tengamos presente que en momentos en que Cristo era objeto de la ira y burla de muchos, en momentos en que está en el madero sin desear arrancarse de esos clavos; cuando nadie daba nada por su vida, el buen ladrón descubrió el amor de Cristo agonizante y pidió perdón.

¡Hoy estarás en el Paraíso! ¡Qué notable fuerza tiene el sufrimiento, cuando va de la mano con el de Jesucristo!. Entonces, para cada uno de nosotros será posible sacar de las situaciones más dolorosas momentos de gloria y de vida. Para este hombre, hasta que no habla con el Señor toda su vida termina en una vergüenza, a partir de su conversión y de la recepción del perdón, es reincorporado en su dignidad y puede honrarse de estar “padeciendo sus sufrimientos unido a los sufrimientos de Cristo en la Cruz”.





    
3.     ¡Acuérdate de mí! ¡Jesús, acuérdate de mí en tu Reino!

Es verdad, ninguno de nosotros ha estado en lo alto de una cruz: pensar que en esos instantes sólo tiene como horizonte los rostros curiosos que contemplan al que en minutos y unas horas morirá irremediablemente;  mirar el ceño fruncido y hastiado de quienes, acostumbrados a todo el trámite de la crucifixión, sólo esperan que los condenados muriesen pronto para regresar raudos  al calor de sus hogares; quizás, a causa del sudor, la tierra y la sangre estaban impedidos de mirar el rostro lloroso de los suyos, algo avergonzados de lo que estaba sucediendo. También estos últimos, querían que los minutos avanzaren para hacer más breve el sufrimiento. Todos querían irse de aquel lugar.

¿Qué pedir en esas circunstancias? Con escasas fuerzas para hablar ¿Qué sentido tendría el siquiera dirigir una sola palabra? Normalmente, los condenados guardan sepulcral silencio cuando van camino al patíbulo, pero,  en este caso surge como agónica una súplica: ¡Acuérdate de mí!

Aquel hombre, que se había dado cuenta que hasta ese momento a  nadie le importaba, ninguna persona se acordaría de él  en el futuro, la razón era simple, puesto que durante toda su vida vivió así. Dos veces implora, no para evitar la muerte, no para un bien material determinado, sino para alcanzar la Bienaventuranza, lo que nos hace imaginar que alguna noción poseería de aquel sermón inaugural proclamado por Jesús en la cima de una montaña al inicio de su ministerio público.

¿Quién puede acordarse de mí de modo verdaderamente eterno? ¿Hay alguien así? Si no lo hubiera, el vacío caprichoso acabaría por tener la última palabra sobre nuestra vida Carcomía el corazón, de aquel crucificado junto al Señor, el hecho no sólo del masivo desprecio, sino también del total olvido.

Nuestro Señor se acuerda perfecta y permanentemente de nosotros: Y lo razonable es que, como Dimas, el buen ladrón, también nosotros nos acordemos de Él. Porque, entonces es cuando realmente los deseos más hondos del corazón humano se convierten en algo más que un vano deseo.

El Cielo no puede quedarse para nosotros hoy como una mera ilusión: como un etérea y volátil imagen de nubes y estrellas: Estar en el cielo es estar con Dios. Si pudiésemos recordar todos los momentos felices en nuestra vida: en la infancia,  niñez, adolescencia, juventud, vida adulta y eventual ancianidad, por un instante vivir dicha felicidad, y proyectarla por toda nuestra vida hasta el último suspiro…ella sería ínfima ante la menor de las alegrías que poseeremos en presencia del Señor, de la Santísima Virgen, de los Ángeles, de San José Custodio, y de los Santos conocidos como son los beatificados y canonizados y anónimos entre los cuales anhelamos reencontrarnos, esta vez para siempre.

Aquel será el momento cuando nuestra razón esté lúcida por haberse acordado del que a lo largo de tanto tiempo lo tuvimos como el Dios sino postergado por momentos totalmente olvidado.

         

  
4.     “Mujer, he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre”.
Jesús, al ver a la madre, y de pie junto a ella al discípulo al que prefería, dice a la madre: “Mujer, mira, es tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Mira, es tu madre” Y, desde aquella hora, el discípulo la acogió en su vida (San Juan XIX, 26-27).
Se suele decir que la mirada es la voz del alma: por los ojos vemos el gozo, la  paz, el cansancio, la ira, el amor, el temor. La expresión utilizada por nuestro señor es: “Mira, ahí está ti Hijo”. Con esto, recuerda que la Virgen concibió antes a su hijo en su alma que en su cuerpo; y, ahora por la simple mirada Ella realiza alcanza las primeras gracias dadas por su Hijo para luego, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, acrecentar tales bendiciones por ser la Medianera universal de toda gracia.

Desde lo alto del calvario, y en él, desde lo alto de la cruz, la Virgen fue proclamada Madre de todos los hombres. Y, como tal, cuando ama quiere tomar el dolor de las heridas de sus hijos. Jesús y María nos aman con un amor sin límites. María es Madre de cada uno de nosotros. En el joven apóstol Juan estaba resumida la Iglesia entera en esos instantes, estamos representados cada uno de nosotros.

El bien prodigado por Dios en una madre no parece tener comparación: De esta manera lo entiende cada hijo, y a si lo comprendió perfectamente nuestro Señor. Durante las tres horas que estaba pendiente en aquel madero, nuestro Señor pidió perdón al Padre eterno especialmente por los que lo maltrataban, odiaban, insultan, y olvidaban, le prometió la bienaventuranza eterna al que sólo le imploró acordarse en él, y ahora, a punto ya de entregarse a la muerte, le revela a Juan que, en adelante, “su propia madre”, también será nuestra.  Jesús no puede dar ya más: perdón del Padre, gloria del Hijo en el Espíritu y amor de una Madre. Es lo último que hace antes de morir: lo ignominioso de aquella condena  queda subyugado ante la grandeza del amor fraternal y filial.
Las madres están siempre como la Virgen María, junto a las cruces de sus hijos. Sea en un primer día de clases, en la sala de espera de un hospital, en las puertas de una cárcel,  de un reformatorio, pero también, en el umbral de un sidario, de un camposanto, o de un manicomio donde, como sabemos,  sólo suelen ser visitados por los rostros canos, a veces, tempranamente avejentados de las madres. Pero ¿quién estará junto a las cruces de ellas?
Nuestra sociedad de Occidental, opulenta y malamente satisfecha de sí misma, está alimentando una inaudita y cruel “cultura de la muerte”, que es ferozmente anti-maternal. Si hermanos, como en el Gólgota, las madres tienen hoy muchas cruces que llevar y muy pesadas. Tienen que trabajar y que hacerse valer.  Tienen que retrasar la maternidad o renunciar a ella.
La maternidad no encuentra su sitio: forzada, fragmentada, retrasada, negada. Y, luego, tal vez lo más terrible y lo que menos desea el corazón de una madre: verse, en tantas ocasiones, casi forzada a arrancarse el fruto de sus entrañas. El útero materno, constituido por Dios como un sagrario de vida se ha transformado en nuevos campos de exterminio, donde la maldad casi ilimitada se une al silencio culpable de cuantos sabiendo dónde se practican estos cobardes crímenes guardan un sintomático silencio sepulcral.

También, como consecuencia de esa maternidad acosada y tantas veces humillada, hemos de preguntarnos ¿cuántos embriones, es decir, seres humanos incipientes, son utilizados como cobayas para la experimentación, o condenados al hielo y al destino incierto que para ellos determinen sus prepotentes productores? Ni siquiera lo podemos saber. Decenas y decenas de miles. Pero, ¡aunque fuera uno solo!...
No. No son las madres las protagonistas de la cultura de la muerte. Son los ideólogos de tal aberración: son quienes promueven esa mentalidad anti-maternal que se empeña en hacer creer que no está mal - o es, al menos, justificable - disponer de la vida de los seres humanos más indefensos; son quienes trabajan por convencer a la sociedad de que todo eso es progreso y que no perjudica a nadie: mentira que encubre la muerte culpablemente causada.
Una sociedad que se deshace de sus hijos como si no pasara nada, es una sociedad gravemente enferma. Es una sociedad que, así, no tiene futuro; que no es caritativa con los suyos y que, por eso, no puede serlo tampoco con los más pobres del mundo. Ya nos lo recordaba la Beata Teresa de Calcuta: “El aborto es el mayor atentado a la paz”. ¿Calidad de educación para los capaces y muerte a los que no parecen viables en el tiempo? ¿Viene enfermo…que pase de largo? ¿Campañas generosas para Haití y luego pastillas micro-abortivas para menores de edad? ¡Hoy, es más arduo obtener licencia para conducir, que licencia para ultimar una vida gestada! Nunca ahondaremos lo suficiente en lo que el egoísmo es capaz de hacer cuando se margina a Dios de nuestra vida y sociedad.
Cuando las madres son presionadas y sufren, es el ser humano quien padece y es la sociedad entera la que se ve amenazada. Ellas deben saber que la Madre, María, está junto a su cruz de hoy. La que “estaba de pié junto a la Cruz de Cristo”, su Madre, es, desde entonces, nuestra madre, la madre de todos aquéllos a quienes Él nos la entregó un Viernes Santo.
Pero Ella es, de modo muy particular, la madre de las madres; de las madres que tienen que aguantar hoy la pesada cruz de una cultura de la muerte hostil a la maternidad: de las madres maltratadas física y espiritualmente; de las que tanto y gratuitamente trabajan en casa y como remuneradamente laboran fuera de casa.
La vida que Jesucristo nos está dando con su muerte, es la que su Madre Santísima le había dado a Él, por la fuerza del Espíritu, Señor y dador de Vida. María es la mujer fuerte, la nueva Eva que da a luz a la nueva Humanidad, renacida de la sangre de Cristo.
La Virgen al pie de la Cruz mira y escucha a su Hijo y Dios: dolida; pero no vencida. El tradicional traje elocuente de su pureza; hoy se ha reviste del austero color de la partida. Más, la Virgen doliente no es la imagen de la resignación fatal ni de una sumisión no emancipada. Por el contrario, sus dolores espirituales son los del parto de quien es la vida misma. De la única vida del hombre: la que recibimos de Dios por medio de un padre y una madre. Es la vida que gozamos en este mundo, la misma que, transfigurada, gozaremos para siempre en el Cielo, porque “la gloria de Dios es que el ser humano viva y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo de Lyon).
 




 




5.     ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?

A medida que el tiempo avanza, la voz del Señor se hace menos perceptible. La pérdida de sangre, el dolor va en aumento y el desenlace fatal se hace inminente. Tantas veces lo había repetido en las oraciones familiares y en la visita anual al templo de Jerusalen: ahora eleva una oración por medio del salmo veintiuno, y es como el corazón de las siete pronunciadas desde el trono de nuestra salvación.

Es el Hijo que habla con el Padre: el ambiente bullicioso hasta entonces, cede misteriosamente a un respetuoso silencio porque es el diálogo “de los grandes”. Sólo el hecho que Cristo asumiese nuestra condición humana, debilitada a causa del pecado, hace que tomemos conciencia que el pecado es un abandono del amor a Dios. Es un decirle: ¡No te quiero, no me interesas, no cuentes conmigo! Entonces, el pecado es la muerte del alma y el abandono de Dios por parte del hombre. El hombre rechazó a Dios y Jesús experimentó esto.

Es una palabra tremenda. Era muy fuerte de escuchar en los labios de Jesús: “sepulcros blanqueados”, “raza de víboras”, “apártate de mi Satanás”, “más le valiera no haber nacido” Pero, era tan auténtica y les quedó tan grabada a sus oyentes, el idioma originalmente empleado por Jesús: Elohí, Elohí, l´má sabaqtani” (San Marcos XV, 33).

La oscuridad se ha abatido sobre Jerusalén al mediodía. Jesús sufre el tormento de la cruz y de la muerte. Pero sufre, sobre todo, el escarnio que le proporciona su pueblo, con sus dirigentes a la cabeza; sufre la burla que le asesta Gestas el mal ladrón, unido a todos los cínicos del mundo, que viven y mueren sin permitir que la verdad logre ni siquiera rozarles la piel; sufre Jesús la muerte humillante de todas las víctimas de la cultura de la muerte: los ancianos, los niños no nacidos o los eliminados por las guerras y el terrorismo y por el hambre, además, por quienes pretenden legitimar o disculpar tal crimen. ¿Cómo es posible que ante tanto escarnio, tanto cinismo y tanta muerte sean todavía posibles el perdón, la Gloria y la Vida? ¿Cómo? Y además, Jesús ha otorgado, sí, perdón, Gloria y Madre, pero ¿qué ha conseguido realmente con ello? La oscuridad se cierne sobre Jerusalén y Dios no interviene para imponer la luz de la justicia. Ni siquiera para salvar a su Hijo.

¿Es realmente la hora del absurdo? ¿Será verdad que el Padre en el que Jesús confiaba no era más que una ilusión de la Humanidad que, ahora, por fin, va a morir para siempre con el mismo Jesús?  Todos estos cuestionamientos surgían presurosos en el corazón de Jesús, que en instantes quedaría roto  a causa del golpe de la lanza de Longinos. Son preguntas que a todos se nos vienen en  cada Viernes Santo. Jesús no tenía menos sensibilidad que nosotros, ni ojos menos capaces de ver lo que estaba sucediendo y lo que seguiría sucediendo en este mundo. Al contrario, su capacidad de ver y sentir era infinitamente mayor que la nuestra. Por eso clama, con el grito: ¿Por qué? ¿Para qué? Es el grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no interviene para salvarlo. La humanidad doliente del Verbo encarnado recoge en ese grito el dolor de todos los que sufren las consecuencias terribles de la injusticia, del cinismo, de la autosuficiencia, de la ceguera de la razón, en definitiva, del pecado. Aun sufriendo realmente el abandono del Padre  Jesús conoce también que es así como se cumple plenamente toda la justicia: la del amor de un corazón divino apasionado por sus creaturas.






6.      “Tengo sed” (San Juan XIX, 28).

¿De qué sed nos habla Jesús? Por cierto, no es la que creyeron quienes pretendieron solucionarla a fuerza de un poco de vinagre narcotizado. En esos instantes, luego de toda una mañana de oprobios y una tarde de sufrimientos indecibles, había una certeza: Jesús, Pastor Bonus estaba sólo, sin sus ovejas. Durante toda su vida nuestro Señor había buscado almas. Los dolores del cuerpo no eran nada en comparación del dolor del alma. Que el hombre despreciara su amor le dolía profundamente en su corazón. Todo hombre necesita ser feliz y no se puede ser feliz sin Dios. La sed de todo hombre es la sed del amor.

La sexta palabra y las otras dos que Jesús dirá todavía desde la cruz, después de aquel desgarrador grito de muerte, cargado de Vida, son también - como la cuarta - palabras tomadas de los salmos del siervo sufriente. Jesús se dispone a morir como siempre había vivido: en oración, inmerso en la intimidad con el Padre. Si Jesús muere perdonando y ofreciendo a todos bienaventuranza eterna, es porque muere para el Padre, porque muere orando, en supremo ejercicio de amor, de fidelidad y de confianza.

Jesús ha sufrido un terrible suplicio, desde la flagelación a la crucifixión pasando por las espinas, los golpes y el camino al Calvario arrastrando el madero. No se había quejado, ni pedido algo; apenas había hablado.  Ahora quiere algo, y lo dice.  Es cierto que, a causa de la pérdida de sangre producto de los azotes y de la coronas de espinas, la sed le atormentaría especialmente en aquel momento final, pues su cuerpo estaba ya casi sin sangre y sus células sin oxígeno. Lo que si era seguro es que Jesús no pedía ahora simplemente que le calmasen la sed por un instante. Pide algo más.

Pero todo ello sucede, porque el Hijo siempre había querido cumplir la voluntad del Padre, costara lo que costase. Es esta entrega total de su vida en manos del Padre la que se expresa en esta palabra: el Crucificado tiene sed sobre todo porque pide y desea terminar de apurar la copa que el Padre le ha ofrecido y que él, aunque repugnante para su sensibilidad humana, no ha querido apartar de sí. Quiere y desea beber hasta el final el cáliz de la amargura. Jesús sabe que, de este modo, pronto beberá también la copa del vino nuevo en el Reino de Dios, como había anunciado a los suyos en la Última Cena.

Ama con caridad verdadera quien comparte la entrega de Cristo, quien ha sido alcanzado por su amor, sí, por su muerte. Ése tal no teme ya perder la vida - no teme el sacrificio - y queda liberado de la esclavitud a la que la muerte somete a los mortales. La caridad nos une a Cristo y, en cierto modo, nos hace capaces de hacer justicia al modo divino.

Cada persona necesita precisamente algo que no puede tener ni reclamar como propio: necesita el corazón de otro ser humano y también, el corazón de Dios. Gracias,  Señor, por tu sed; porque al beber hasta el final el cáliz del sacrificio redentor, nos has dado lo que no podíamos ni imaginar: el corazón de Dios.








  
7.     Está cumplido” (san Juan XIX, 30.)
Jesús bebe el vinagre y dice: “Está cumplido”. Esta última palabra no es cita ni eco de ningún salmo, de ninguna oración de las que él conocía de memoria y le venían continuamente a los labios porque las había aprendido de San José. De algún modo, las resume todas: Jesús sigue haciendo de su muerte una oración, un acto de infinito amor.
Con su inminente muerte, libremente asumida, el Hijo cumple hasta el final la misión que había recibido del Padre. Y para terminar el diálogo constante que había mantenido con él día y noche, durante toda su vida, se lo va a decir ahora con el hilo de voz que le quedaba: está cumplido. La misión fue dura, pero está cumplida. El enemigo del Creador y del género humano ha perdido la batalla. La creación no fracasará. Está ya convirtiéndose en libre y gozosa alabanza del Amor creador, en gloria de Dios. Porque Jesús lo ha cumplido todo.
Imaginemos por un instante el regocijo del Padre con tal Hijo. Lo había enviado lejos de él: nada menos que hasta la muerte, ¡el lugar más apartado de Dios! Pero ha sido fiel a su misión. No se ha echado atrás. No ha sucumbido a la tentación de buscar caminos distintos de los que el Padre tenía preparados. El Hijo ha sido fiel: “obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Filipenses II, 8).
Gracias, oh Cristo, por tu fidelidad, por tu obediencia. Ella nos cura de nuestras infidelidades, de nuestras desobediencias, de nuestros espejismos de autonomía. Gracias, oh Cristo, por haberlo cumplido todo. Has cumplido la humanidad más bella y la libertad más completa.

Jesús, en el momento mismo de expirar, vuelve a traer muy suavemente a sus labios la misma invocación de su palabra primera: ¡Padre! ¡Padre, perdónalos! ¡Padre, a tus manos...! Realmente la primera y la última palabra de Jesús es ésa: ¡Padre! Ahora la antepone él al Salmo treinta para decir con sus palabras:Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás; tú aborreces a los que veneran ídolos inertes,  pero yo confío en el Señor; tu misericordia sea mi gozo y mi alegría”

Ahí está, hermanos, el secreto de la paz y de la serenidad, de la verdadera alegría. Finalicemos esta meditación con las palabras de un santo monje trapense contemporáneo nuestro: y Prescindamos de nuestras impresiones que engañan nuestros sentidos... Arrojemos fuera de nosotros el «yo» que tanto daño nos hace, y lancémonos en los brazos de Dios, tal como somos, con flaquezas y virtudes, con pecados y miserias; pongamos en su regazo nuestras almas, lo mismo cuando ríen que cuando lloran. Y si de veras lo hacemos así, y conseguimos que nuestra vida sea toda para Él, y Él, el todo en nuestra vida, habremos conseguido la verdadera paz del corazón, estaremos más cerca del cielo que de la tierra y entonces...,¿qué más te da que llueva o que haga sol?”…“Qué importa la salud. Qué más da el sitio éste o aquél, ser querido o despreciado, ser pobre o ser rico. Todo eso es nada y dejan de ser “ídolos inertes” para el alma que de veras vive más de la ilusión de cielo, que de realidades terrenas. Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero»”. San Rafael Arnaiz Barón, 8 de Agosto de 1936).







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