“DE SEPTEM VERBIS A CHRISTO IN CRUCE
PROLATIS”.
Como todos los
años, en las diversas capillas, parroquias, conventos y abadías, extendidas a
lo largo del mundo, al caer la tarde de este día alitúrgico, nos reunimos para
escuchar la Palabra de Dios durante el recorrido de las catorce estaciones que
en este templo santo ahora culminamos.
Al caer la tarde,
sólo estaban junto al cuerpo inerte y silente del Salvador, la Madre Santísima
y San Juan, cuya imagen destaca a los pies de la Cruz. En la retina de ambos y
en sus corazones aún parecían perceptibles aquellas siete palabras que Nuestro
Señor pronunció durante las tres horas de su agonía. Dice la historia que tales
expresiones fueron predicadas en su conjunto por primera vez por el monje
Arnaud de Bonneval en el Siglo XII (1156).
Cuando la voz de la liturgia parece inhalar en un
instante, el corazón del hombre se refugia para meditar como en un suspiro
aquella que horas antes ha vivido intensamente.
1. ¡Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen!.
El
escarnio, vencido por el perdón: La falta de fuerzas físicas es
apagada por la fuerza de sus palabras. Nada nuevo en su mensaje, lo que en todo
momento hizo el estandarte de su Buena Nueva, una renovada invitación al
perdón: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Ninguna expresión para exculparse, es que la verdad
siempre prevalece simplemente porque es verdad. Ni un muro, ni el tiempo, son
capaces de callar perpetuamente la verdad. Finalmente, prevalecerá el juicio de
Dios no el nuestro ni el de la muchedumbre.
Su Sagrado Corazón no imploraba perdón para sí, sino
para los demás, incluido el de los vociferantes acusadores. El perdonar ayuda a
quitar el odio y es el amor quien debe ganar al odio. De hombres es perdonar a
los amigos, de Dios es hacerlo con los enemigos. Si, perdonar a los enemigos es
grandeza de alma, el perdonar es prueba de un amor verdadero.
Fue el Señor quien escogió el lugar para darnos su perdón: en
una Cruz ante dos ladrones, en momentos donde era ridiculizado por los
deicidas: “a otros salvó, que se salve a
sí mismo, si Él es el Mesías elegido”. Nada nuevo bajo el sol dice el
refrán. Quienes entonces se burlaban del Señor, igualmente lo hacen hoy con
quienes son parte de su Iglesia. Como aquel Viernes Santo nuestro Señor podría repetir nuevamente lo
señalado al apóstol de los Gentiles: “Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hechos IX, 4). Y, la persecución más feroz a la Iglesia no es la
que viene de fuera sino que es la que internamente se puede dar: una Iglesia
acallada por otros es una iglesia perfecta, una iglesia que se calla a sí misma
es una iglesia putrefacta.
Quien se ríe y ridiculiza a la
Iglesia hoy, acusándola de retrógrada, de poco amiga de nuestro tiempo, de
lejana de la cultura, suele ser parte de los que creen saber mejor que Cristo
cuál es su misión como Mesías.
Y, le clavan a una cruz, porque
ellos creían saber que Cristo era un impostor. Ellos quitaban a Jesús como
Mesías porque sólo se aceptarían ellos como tal.
El Pontífice nos habla de las
graves dificultades que la Iglesia atraviesa. ¿Alguno lo duda acaso? En lugares
es perseguida por la fuerza de las leyes y de las armas. El siglo veinte ha
sido “el siglo de los mártires”: El único progreso que los fieles cristianos
han conocido en tiempos modernos es el progresivo aumento de los mártires, que
no tiene comparación con los de los siglos precedentes.
Hay un martirio cruento o corporal,
pero también un martirio incruento o espiritual. Benedicto XVI habló del “escarnio cultural” que hoy sufre la fe
y padecen muchos católicos. Se hace burla y mofa pública de sus símbolos, a veces
con la excusa de la creatividad artística; se deforma y se retuerce lo que la
Iglesia propone, para hacer creer a la gente - valiéndose de poderosos
altavoces - que la fe es contraria a la libertad de las personas y a la
democracia; se repite de mil maneras que el reloj de la historia habría marcado
ya la hora final para el resabio oscurantista que es el catolicismo. Es cierto
que los cristianos llevamos ya dos o tres siglos sepultando a nuestros
sepultureros. Pero, de todos modos: ¿se puede crucificar mejor?
Nada nuevo bajo el sol: La vieja
miseria del hombre es la misma. La novedad de la salvación es siempre
sorprendente: ¡Padre, perdónalos! -
¡Invocación admirable! Antes de ser elevado en la Cruz, cuando de sus manos y pies
taladrados por tres clavos brota escarnecí profusamente, no deja de hacer lo
que para Él fue una actitud constante: Jesús siempre ha estado en conversación
íntima con el Padre. Desde el primer momento, el Evangelio nos había presentado
a Jesús, todavía niño, como quien ha venido a ocuparse de las cosas del Padre.
Se lo había dicho a María, su madre, en la primera palabra que san Lucas recoge
de él: “¿no sabíais quién es mi Padre y
que tengo que ocuparme de sus cosas?” (San Lucas II, 49).
Porque sabe Jesús que el Padre es
misericordioso, tiene certeza que incluso perdonará todo lo que a Él le están
haciendo. ¿Qué puede hacer un clavo inerte ante un Dios que es perdón? En el
alma de Juan y de María Santísima estaba aún vigente aquella parábola de la
misericordia: un padre ofendido por el hijo menor que sólo sabe esperar que
regrese arrepentido. Y, aquel hijo ingrato vuelve restituido porque fue
perdonado antes del regreso. ¿Puede salir victorioso el pecado ante un corazón arrepentido
unido aun Dios hecho perdón?
A ese Padre infinitamente
misericordioso, ahora su Hijo le encomienda que perdone. ¡Sabe que lo hará!.
Más, como si no fuese suficiente la exquisita bondad del perdón de Padre, añade
una frase exculpatoria… ¡no saben lo que
hacen!
Nuestra Iglesia ha recibido el
poder de administrar el perdón divino ganado por Cristo en la Cruz: bajo el
sigilo de un confesionario, desde el testimonio de los héroes del perdón que
son los mártires, en la certeza renovadora de dar vuelta una página de la historia
y olvidar desde el bálsamo del perdón: una y otra vez hemos de devolver el mal
con el bien.
2.
“En verdad, te digo: hoy estarás conmigo en el
Paraíso”.
¿De qué paraíso me puede hablar alguien que está
pendiente en lo alto de una cruz? Es lo que puede pensar una persona ante las
palabras de Jesús. En ellas se encierra una invitación a descubrir el real
valor del sufrimiento en nuestra vida.
Dos prisioneros miraron a través de los barrotes de su
celda y uno vio lodo y otro vio estrellas. ¡Uno miró al cielo, el otro la
tierra! Estas son las actitudes que se encuentran manifestadas en los dos
ladrones crucificados al lado de Jesús: uno no le dio sentido a su dolor y el
otro sí lo hizo. Debemos incluir el sufrimiento como parte del programa de
nuestra vida en Cristo. ¡Sufrir para parecerse a Jesús! El ladrón de la
derecha, al ver a Jesús en la cruz comprende el valor del sufrimiento, como
bellamente lo describió San Pablo: “Completo
en mi cuerpo los sufrimientos de Cristo en la Cruz para bien de su cuerpo que
es la Iglesia”. Sufrir por Cristo tiene sentido, hacerlo al margen suyo es
una necedad.
El ladrón de la izquierda desahoga
su impotencia repitiendo el grito burlesco de los líderes del pueblo: ¿No eres tú
el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y a nosotros! Es
inútil. Es probable que aquel criminal pensase por un instante ganarse la
amistad de quienes lo condenaban si se unía la burla y desprecio hacia Jesús.
Era su secreta y última esperanza, del mismo modo, podemos intuir que era un
inevitable desahogo al final de una existencia que abruptamente llegaba a su
fin. En todo caso, era algo inútil. La esclavitud que nace de los falsos
respetos humanos nos hace repetir lo políticamente correcto - lo que pensamos
que otros desean oír, aunque no sea cosa nuestra – nada añade de razón a la
vida ni, menos, a la muerte de las personas.
A este respecto hemos de reconocer
¡qué fuerza sugestiva tienen las palabras bonitas, para que caigan bien! Basta
hacer una frase que suene bien, un slogan repetido con insistencia, para hacer
aparecer como verdadero aquello que no es más que un deseo vano o mezquinamente
interesado.
Cuando damos un pésame surge una
palabra cliché escrita en unas breves
líneas. “Los que te han querido, no te olvidarán jamás”. En cuanto muere algún
personaje de connotación público, no falta quien afirma: “vivirá para siempre
en nuestro recuerdo”. En el mejor de los casos es probable que cada uno se acuerde
de su ser querido hasta el último suspiro, más ¿dónde queda la promesa de
acordarse para siempre?
El criminal insolente del Calvario
era menos iluso que los agnósticos de nuestro tiempo. Actualmente, son cada vez
más los que se conformarían sólo con ser bajados de la cruz. Como Gestas, el
mal ladrón, aquel pobre hombre permanecía encerrado en su ciego destino y
agarrado a una corta esperanza, tan fugaz como falsa. Su tono burlesco nacía
del espíritu hedonista, huérfano a esa hora, no sólo de utopía, sino también de
un verdadero horizonte de esperanza.
Más, al otro lado de Jesús, como un
susurro que se extingue por el desenfreno pasado y por la crueldad padecida,
aún con el señorío de quien puede resucitar, surge la plegaria que hará hablar
al Corazón de Jesús por tercera vez.
¿Quién
no ha visto la hora en este día? ¿Quién no se siente esclavo del paso del
tiempo? ¿Hay ocasiones donde creemos que las actividades van un paso delante de
nosotros? ¿El letargo de las jornadas no nos hace pensar que el mundo está
atrasado? Con estas palabras, nuestro Señor con ubica en una realidad en la que
no estamos acostumbrados:
El
transcurso de las horas, días, semanas, meses y años: nos habitúa a esperar,
por lo que la respuesta de Cristo crucificado ha de haberle sonado a sorpresa
al doliente acompañante del Gólgota: ¡Hoy! Significa ¡Ahora!, en este
momento, no para el futuro, sino en la inmediatez de lo prometido por el Señor.
En realidad sólo Cristo, que es eterno podría haber concedido lo prometido, y
darlo en el momento presente.
Dimas no había pedido tanto. Pero
iba a morir enseguida cerca de Cristo muerto: fue el primero en darse cuenta
respecto de la muerte de Jesús, porque estaba atento a cada una de sus palabras
y, luego de su conversión, no podía dejar de colocar atención a sus últimas
expresiones, ya muy dificultosamente pronunciadas a cauda de la falta de aire,
que le que provocaba la muerte de los crucificados.
“En
pedir no hay engaño”, solemos repetir:
Y, cuando nuestro Señor nos da las indicaciones para orar, a la perseverancia,
la humildad y la fe, añadió la confianza de hacerlo con tal convicción como si
lo que hubiésemos implorado ya nos lo hubiese sido concedido”.
Nosotros, en este Viernes Santo,
¿nos atreveremos a pedirle a Jesús que nos otorgue también la compañía del Amor
infinito? Eso es la Gloria. La noche de nuestras iniquidades, pecados, y muerte,
desde esta promesa hecha por Jesús. ¡Hoy, estarás junto a Mí! Adquiere una luz
que llegará a su esplendor junto a Dios en el Cielo
Tengamos presente que en momentos en que Cristo era
objeto de la ira y burla de muchos, en momentos en que está en el madero sin
desear arrancarse de esos clavos; cuando nadie daba nada por su vida, el buen
ladrón descubrió el amor de Cristo agonizante y pidió perdón.
¡Hoy
estarás en el Paraíso! ¡Qué notable fuerza tiene el sufrimiento,
cuando va de la mano con el de Jesucristo!. Entonces, para cada uno de nosotros
será posible sacar de las situaciones más dolorosas momentos de gloria y de
vida. Para este hombre, hasta que no habla con el Señor toda su vida termina en
una vergüenza, a partir de su conversión y de la recepción del perdón, es
reincorporado en su dignidad y puede honrarse de estar “padeciendo sus sufrimientos unido a los sufrimientos de Cristo en la
Cruz”.
3. ¡Acuérdate de mí! ¡Jesús,
acuérdate de mí en tu Reino!
Es verdad, ninguno de nosotros ha
estado en lo alto de una cruz: pensar que en esos instantes sólo tiene como
horizonte los rostros curiosos que contemplan al que en minutos y unas horas
morirá irremediablemente; mirar el ceño
fruncido y hastiado de quienes, acostumbrados a todo el trámite de la
crucifixión, sólo esperan que los condenados muriesen pronto para regresar
raudos al calor de sus hogares; quizás,
a causa del sudor, la tierra y la sangre estaban impedidos de mirar el rostro
lloroso de los suyos, algo avergonzados de lo que estaba sucediendo. También
estos últimos, querían que los minutos avanzaren para hacer más breve el
sufrimiento. Todos querían irse de aquel lugar.
¿Qué pedir en esas circunstancias?
Con escasas fuerzas para hablar ¿Qué sentido tendría el siquiera dirigir una
sola palabra? Normalmente, los condenados guardan sepulcral silencio cuando van
camino al patíbulo, pero, en este caso
surge como agónica una súplica: ¡Acuérdate de mí!
Aquel hombre, que se había dado
cuenta que hasta ese momento a nadie le
importaba, ninguna persona se acordaría de él
en el futuro, la razón era simple, puesto que durante toda su vida vivió
así. Dos veces implora, no para evitar la muerte, no para un bien material
determinado, sino para alcanzar la Bienaventuranza, lo que nos hace imaginar
que alguna noción poseería de aquel sermón inaugural proclamado por Jesús en la
cima de una montaña al inicio de su ministerio público.
¿Quién puede acordarse de mí de
modo verdaderamente eterno? ¿Hay alguien así? Si no lo hubiera, el vacío
caprichoso acabaría por tener la última palabra sobre nuestra vida Carcomía el corazón,
de aquel crucificado junto al Señor, el hecho no sólo del masivo desprecio,
sino también del total olvido.
Nuestro Señor se acuerda perfecta y
permanentemente de nosotros: Y lo razonable es que, como Dimas, el buen ladrón,
también nosotros nos acordemos de Él. Porque, entonces es cuando realmente los
deseos más hondos del corazón humano se convierten en algo más que un vano
deseo.
El Cielo no puede quedarse para
nosotros hoy como una mera ilusión: como un etérea y volátil imagen de nubes y
estrellas: Estar en el cielo es estar con Dios. Si pudiésemos recordar todos
los momentos felices en nuestra vida: en la infancia, niñez, adolescencia, juventud, vida adulta y
eventual ancianidad, por un instante vivir dicha felicidad, y proyectarla por
toda nuestra vida hasta el último suspiro…ella sería ínfima ante la menor de
las alegrías que poseeremos en presencia del Señor, de la Santísima Virgen, de
los Ángeles, de San José Custodio, y de los Santos conocidos como son los
beatificados y canonizados y anónimos entre
los cuales anhelamos reencontrarnos, esta vez para siempre.
Aquel será el momento cuando
nuestra razón esté lúcida por haberse acordado del que a lo largo de tanto
tiempo lo tuvimos como el Dios sino postergado por momentos totalmente olvidado.
4.
“Mujer,
he ahí a tu hijo; hijo he ahí a tu madre”.
Jesús, al ver a la madre, y de pie junto a ella al
discípulo al que prefería, dice a la madre: “Mujer,
mira, es tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Mira, es tu madre” Y, desde aquella hora, el discípulo la acogió
en su vida (San Juan XIX, 26-27).
Se suele decir que la mirada es la voz del alma: por
los ojos vemos el gozo, la paz, el
cansancio, la ira, el amor, el temor. La expresión utilizada por nuestro señor
es: “Mira, ahí está ti Hijo”. Con
esto, recuerda que la Virgen concibió antes a su hijo en su alma que en su
cuerpo; y, ahora por la simple mirada Ella realiza alcanza las primeras gracias
dadas por su Hijo para luego, a lo largo de toda la historia de la Iglesia,
acrecentar tales bendiciones por ser la Medianera universal de toda gracia.
Desde lo alto del calvario, y en él, desde lo alto de
la cruz, la Virgen fue proclamada Madre de todos los hombres. Y, como tal,
cuando ama quiere tomar el dolor de las heridas de sus hijos. Jesús y María nos
aman con un amor sin límites. María es Madre de cada uno de nosotros. En el
joven apóstol Juan estaba resumida la Iglesia entera en esos instantes, estamos
representados cada uno de nosotros.
El bien prodigado por Dios en una madre no parece
tener comparación: De esta manera lo entiende cada hijo, y a si lo comprendió
perfectamente nuestro Señor. Durante las tres horas que estaba pendiente en
aquel madero, nuestro Señor pidió perdón al Padre eterno especialmente por
los que lo maltrataban, odiaban, insultan, y olvidaban, le prometió la
bienaventuranza eterna al que sólo le imploró acordarse en él, y ahora, a
punto ya de entregarse a la muerte, le revela a Juan que, en adelante, “su
propia madre”, también será nuestra. Jesús
no puede dar ya más: perdón del Padre, gloria del Hijo en el Espíritu y amor
de una Madre. Es lo último que hace antes de morir: lo ignominioso de aquella
condena queda subyugado ante la
grandeza del amor fraternal y filial.
Las madres están siempre como la Virgen María, junto
a las cruces de sus hijos. Sea en un primer día de clases, en la sala de
espera de un hospital, en las puertas de una cárcel, de un reformatorio, pero también, en el
umbral de un sidario, de un camposanto, o de un manicomio donde, como
sabemos, sólo suelen ser visitados por
los rostros canos, a veces, tempranamente avejentados de las madres. Pero
¿quién estará junto a las cruces de ellas?
Nuestra sociedad de Occidental, opulenta y malamente
satisfecha de sí misma, está alimentando una inaudita y cruel “cultura de la muerte”, que es ferozmente
anti-maternal. Si hermanos, como en el Gólgota, las madres tienen hoy muchas
cruces que llevar y muy pesadas. Tienen que trabajar y que hacerse valer. Tienen que retrasar la maternidad o
renunciar a ella.
La maternidad no encuentra su sitio: forzada,
fragmentada, retrasada, negada. Y, luego, tal vez lo más terrible y lo que
menos desea el corazón de una madre: verse, en tantas ocasiones, casi forzada
a arrancarse el fruto de sus entrañas. El útero materno, constituido por Dios
como un sagrario de vida se ha transformado en nuevos campos de exterminio,
donde la maldad casi ilimitada se une al silencio culpable de cuantos
sabiendo dónde se practican estos cobardes crímenes guardan un sintomático
silencio sepulcral.
También, como consecuencia de esa maternidad acosada
y tantas veces humillada, hemos de preguntarnos ¿cuántos embriones, es decir,
seres humanos incipientes, son utilizados como cobayas para la experimentación,
o condenados al hielo y al destino incierto que para ellos determinen sus
prepotentes productores? Ni siquiera lo podemos saber. Decenas y decenas de
miles. Pero, ¡aunque fuera uno solo!...
No. No son las madres las protagonistas de la cultura
de la muerte. Son los ideólogos de tal aberración: son quienes promueven esa
mentalidad anti-maternal que se empeña en hacer creer que no está mal - o es,
al menos, justificable - disponer de la vida de los seres humanos más
indefensos; son quienes trabajan por convencer a la sociedad de que todo eso
es progreso y que no perjudica a nadie: mentira que encubre la muerte
culpablemente causada.
Una sociedad que se deshace de sus hijos como si no
pasara nada, es una sociedad gravemente enferma. Es una sociedad que, así, no
tiene futuro; que no es caritativa con los suyos y que, por eso, no puede
serlo tampoco con los más pobres del mundo. Ya nos lo recordaba la Beata
Teresa de Calcuta: “El aborto es el
mayor atentado a la paz”. ¿Calidad de educación para los capaces y muerte
a los que no parecen viables en el tiempo? ¿Viene enfermo…que pase de largo?
¿Campañas generosas para Haití y luego pastillas micro-abortivas para menores
de edad? ¡Hoy, es más arduo obtener licencia para conducir, que licencia para
ultimar una vida gestada! Nunca ahondaremos lo suficiente en lo que el
egoísmo es capaz de hacer cuando se margina a Dios de nuestra vida y
sociedad.
Cuando las madres son presionadas y sufren, es el
ser humano quien padece y es la sociedad entera la que se ve amenazada. Ellas
deben saber que la Madre, María, está junto a su cruz de hoy. La que “estaba de pié junto a la Cruz de Cristo”,
su Madre, es, desde entonces, nuestra madre, la madre de todos aquéllos a
quienes Él nos la entregó un Viernes Santo.
Pero Ella es, de modo muy particular, la madre de
las madres; de las madres que tienen que aguantar hoy la pesada cruz de una
cultura de la muerte hostil a la maternidad: de las madres maltratadas física
y espiritualmente; de las que tanto y gratuitamente trabajan en casa y como
remuneradamente laboran fuera de casa.
La vida que Jesucristo nos está dando con su muerte,
es la que su Madre Santísima le había dado a Él, por la fuerza del Espíritu,
Señor y dador de Vida. María es la mujer fuerte, la nueva Eva que da a luz a
la nueva Humanidad, renacida de la sangre de Cristo.
La Virgen al pie de la Cruz mira y escucha a su Hijo
y Dios: dolida; pero no vencida. El tradicional traje elocuente de su pureza;
hoy se ha reviste del austero color de la partida. Más, la Virgen doliente no
es la imagen de la resignación fatal ni de una sumisión no emancipada. Por el
contrario, sus dolores espirituales son los del parto de quien es la vida
misma. De la única vida del hombre: la que recibimos de Dios por medio de un
padre y una madre. Es la vida que gozamos en este mundo, la misma que,
transfigurada, gozaremos para siempre en el Cielo, porque “la gloria de Dios es que el ser humano
viva y la vida del hombre es la visión de Dios” (San Ireneo de Lyon).
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5.
¡Dios
mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
A medida que el tiempo avanza, la voz del Señor se
hace menos perceptible. La pérdida de sangre, el dolor va en aumento y el
desenlace fatal se hace inminente. Tantas veces lo había repetido en las
oraciones familiares y en la visita anual al templo de Jerusalen: ahora eleva
una oración por medio del salmo veintiuno, y es como el corazón de las siete
pronunciadas desde el trono de nuestra salvación.
Es el Hijo que habla con el Padre: el
ambiente bullicioso hasta entonces, cede misteriosamente a un respetuoso
silencio porque es el diálogo “de los
grandes”. Sólo el hecho que Cristo asumiese nuestra condición humana,
debilitada a causa del pecado, hace que tomemos conciencia que el pecado es un
abandono del amor a Dios. Es un decirle: ¡No te quiero, no me
interesas, no cuentes conmigo! Entonces, el pecado es la muerte del alma y el
abandono de Dios por parte del hombre. El hombre rechazó a Dios y Jesús
experimentó esto.
Es una palabra tremenda. Era muy
fuerte de escuchar en los labios de Jesús: “sepulcros
blanqueados”, “raza de víboras”, “apártate de mi Satanás”, “más le valiera no
haber nacido” Pero, era tan auténtica y les quedó tan grabada a sus
oyentes, el idioma originalmente empleado por Jesús: “Elohí, Elohí, l´má sabaqtani”
(San Marcos XV, 33).
La oscuridad se ha abatido sobre
Jerusalén al mediodía. Jesús sufre el tormento de la cruz y de la muerte. Pero
sufre, sobre todo, el escarnio que le proporciona su pueblo, con sus dirigentes
a la cabeza; sufre la burla que le asesta Gestas el mal ladrón, unido a todos
los cínicos del mundo, que viven y mueren sin permitir que la verdad logre ni
siquiera rozarles la piel; sufre Jesús la muerte humillante de todas las
víctimas de la cultura de la muerte: los ancianos, los niños no nacidos o los
eliminados por las guerras y el terrorismo y por el hambre, además, por quienes
pretenden legitimar o disculpar tal crimen. ¿Cómo
es posible que ante tanto escarnio, tanto cinismo y tanta muerte sean todavía
posibles el perdón, la Gloria y la Vida? ¿Cómo? Y además, Jesús ha otorgado,
sí, perdón, Gloria y Madre, pero ¿qué ha conseguido realmente con ello? La
oscuridad se cierne sobre Jerusalén y Dios no interviene para imponer la luz de
la justicia. Ni siquiera para salvar a su Hijo.
¿Es realmente la hora del absurdo?
¿Será verdad que el Padre en el que Jesús confiaba no era más que una ilusión de
la Humanidad que, ahora, por fin, va a morir para siempre con el mismo Jesús? Todos estos cuestionamientos
surgían presurosos en el corazón de Jesús, que en instantes quedaría roto a causa del golpe de la lanza de Longinos. Son
preguntas que a todos se nos vienen en
cada Viernes Santo. Jesús no tenía menos sensibilidad que nosotros, ni
ojos menos capaces de ver lo que estaba sucediendo y lo que seguiría sucediendo
en este mundo. Al contrario, su capacidad de ver y sentir era infinitamente
mayor que la nuestra. Por eso clama, con el grito: ¿Por qué? ¿Para qué? Es el
grito del justo que sufre en el mundo ante un Dios que calla y que no
interviene para salvarlo. La humanidad doliente del
Verbo encarnado recoge en ese grito el dolor de todos los que sufren las
consecuencias terribles de la injusticia, del cinismo, de la autosuficiencia,
de la ceguera de la razón, en definitiva, del pecado. Aun sufriendo
realmente el abandono del Padre Jesús
conoce también que es así como se cumple plenamente toda la justicia: la del
amor de un corazón divino apasionado por sus creaturas.
6.
“Tengo
sed” (San Juan XIX, 28).
¿De qué sed nos habla Jesús? Por cierto, no es la que
creyeron quienes pretendieron solucionarla a fuerza de un poco de vinagre
narcotizado. En esos instantes, luego de toda una mañana de oprobios y una
tarde de sufrimientos indecibles, había una certeza: Jesús, Pastor Bonus estaba
sólo, sin sus ovejas. Durante toda su vida nuestro Señor había buscado almas.
Los dolores del cuerpo no eran nada en comparación del dolor del alma. Que el
hombre despreciara su amor le dolía profundamente en su corazón. Todo hombre
necesita ser feliz y no se puede ser feliz sin Dios. La sed de todo hombre es
la sed del amor.
La sexta palabra y las otras dos
que Jesús dirá todavía desde la cruz, después de aquel desgarrador grito de
muerte, cargado de Vida, son también - como la cuarta - palabras tomadas de los
salmos del siervo sufriente. Jesús se dispone a morir como siempre había
vivido: en oración, inmerso en la intimidad con el Padre. Si Jesús muere
perdonando y ofreciendo a todos bienaventuranza eterna, es porque muere para el
Padre, porque muere orando, en supremo ejercicio de amor, de fidelidad y de
confianza.
Jesús ha sufrido un terrible
suplicio, desde la flagelación a la crucifixión pasando por las espinas, los
golpes y el camino al Calvario arrastrando el madero. No se había quejado, ni
pedido algo; apenas había hablado. Ahora
quiere algo, y lo dice. Es cierto que, a
causa de la pérdida de sangre producto de los azotes y de la coronas de
espinas, la sed le atormentaría especialmente en aquel momento final, pues su
cuerpo estaba ya casi sin sangre y sus células sin oxígeno. Lo que si era seguro
es que Jesús no pedía ahora simplemente que le calmasen la sed por un instante.
Pide algo más.
Pero todo ello sucede, porque el
Hijo siempre había querido cumplir la voluntad del Padre, costara lo que
costase. Es esta entrega total de su vida en manos del Padre la que se expresa
en esta palabra: el Crucificado tiene sed sobre todo porque pide y desea
terminar de apurar la copa que el Padre le ha ofrecido y que él, aunque repugnante
para su sensibilidad humana, no ha querido apartar de sí. Quiere y desea beber
hasta el final el cáliz de la amargura. Jesús sabe que, de este modo, pronto
beberá también la copa del vino nuevo en el Reino de Dios, como había anunciado
a los suyos en la Última Cena.
Ama con caridad verdadera quien comparte la entrega de Cristo,
quien ha sido alcanzado por su amor, sí, por su muerte. Ése tal no teme ya
perder la vida - no teme el sacrificio - y queda liberado de la esclavitud a la
que la muerte somete a los mortales. La caridad nos une a Cristo y, en cierto
modo, nos hace capaces de hacer justicia al modo divino.
Cada persona necesita precisamente algo que no puede tener ni
reclamar como propio: necesita el corazón de otro ser humano y también, el corazón
de Dios. Gracias, Señor, por tu sed;
porque al beber hasta el final el cáliz del sacrificio redentor, nos has dado
lo que no podíamos ni imaginar: el corazón de Dios.
7.
Está cumplido” (san Juan XIX, 30.)
Jesús bebe el vinagre y dice: “Está cumplido”. Esta
última palabra no es cita ni eco de ningún salmo, de ninguna oración de las
que él conocía de memoria y le venían continuamente a los labios porque las
había aprendido de San José. De algún modo, las resume todas: Jesús sigue haciendo
de su muerte una oración, un acto de infinito amor.
Con su inminente muerte, libremente asumida, el Hijo
cumple hasta el final la misión que había recibido del Padre. Y para terminar
el diálogo constante que había mantenido con él día y noche, durante toda su
vida, se lo va a decir ahora con el hilo de voz que le quedaba: está
cumplido. La misión fue dura, pero está cumplida. El enemigo del Creador y
del género humano ha perdido la batalla. La creación no fracasará. Está ya
convirtiéndose en libre y gozosa alabanza del Amor creador, en gloria de
Dios. Porque Jesús lo ha cumplido todo.
Imaginemos por un instante el regocijo del Padre con
tal Hijo. Lo había enviado lejos de él: nada menos que hasta la muerte, ¡el
lugar más apartado de Dios! Pero ha sido fiel a su misión. No se ha echado
atrás. No ha sucumbido a la tentación de buscar caminos distintos de los que
el Padre tenía preparados. El Hijo ha sido fiel: “obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Filipenses II,
8).
Gracias, oh Cristo, por tu fidelidad, por tu
obediencia. Ella nos cura de nuestras infidelidades, de nuestras
desobediencias, de nuestros espejismos de autonomía. Gracias, oh Cristo, por
haberlo cumplido todo. Has cumplido la humanidad más bella y la libertad más
completa.
|
Jesús, en el momento mismo de
expirar, vuelve a traer muy suavemente a sus labios la misma invocación de su
palabra primera: ¡Padre! ¡Padre, perdónalos! ¡Padre, a tus manos...! Realmente
la primera y la última palabra de Jesús es ésa: ¡Padre! Ahora la antepone él al
Salmo treinta para decir con sus palabras: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás; tú aborreces a los que veneran ídolos
inertes, pero yo
confío en el Señor; tu misericordia sea mi gozo y mi
alegría”
Ahí está, hermanos, el secreto de
la paz y de la serenidad, de la verdadera alegría. Finalicemos esta meditación
con las palabras de un santo monje trapense contemporáneo nuestro: y Prescindamos
de nuestras impresiones que engañan nuestros sentidos... Arrojemos fuera de
nosotros el «yo» que tanto daño nos hace, y lancémonos en los brazos de Dios,
tal como somos, con flaquezas y virtudes, con pecados y miserias; pongamos en
su regazo nuestras almas, lo mismo cuando ríen que cuando lloran. Y si de veras
lo hacemos así, y conseguimos que nuestra vida sea toda para Él, y Él, el todo
en nuestra vida, habremos conseguido la verdadera paz del corazón, estaremos
más cerca del cielo que de la tierra y entonces...,¿qué más te da que llueva o
que haga sol?”…“Qué importa la salud. Qué más da el sitio éste o aquél, ser
querido o despreciado, ser pobre o ser rico. Todo eso es nada y dejan de ser
“ídolos inertes” para el alma que de veras vive más de la ilusión de cielo, que
de realidades terrenas. Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero
porque no muero»”. San Rafael
Arnaiz Barón, 8 de Agosto de 1936).
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