jueves, 16 de enero de 2020


TEMA  :      “REVITALIZAR UN SACERDOCIO EUCARÍSTICO”.
FECHA: HOMILÍA XXX° ANIVERSAERIO ORDENACIÓN SACERDOTAL
Como una gracia especial acudimos hoy a este templo, dedicado a Nuestra Señora del Carmen,  con el fin de dar gracias a Dios por el don del sacerdocio instituido por Jesús en la Ultima Cena, por medio del cual,  celebramos su presencia y misión  salvadora.
Jesús instituye el sacerdocio con el fin de acercar su gracia al mundo tal como queda estupendamente figurado en el milagro de la multiplicación de los panes donde,  luego de decirles a sus apóstoles: “!Dadle vosotros de comer¡” (San Lucas IX, 134) les hace testigos y participes del milagro y manda repartir a ellos –generosamente- el pan. Todo un simbolismo que nos revela  que la esencia del sacerdocio está centrado en el misterio de la Santísima Eucaristía,  al extremo que todo adquiere sentido desde la centralidad eucarística del sacerdocio y todo lo pierde desde su eventual alejamiento.
El Papa Juan Pablo II decía frecuentemente que “el sacerdote vale lo que vale su misa”, reviviendo con ello la enseñanza  del Santo Cura de Ars,  Patrono del clero diocesano,  en orden a que es la misión más importante del sacerdote: “Todas las buenas obras del mundo reunidas, no equivalen al santo sacrificio de la Misa, porque son obras de los hombres, mientras que la Misa es obra de Dios” (San Juan María Vianney).
Debemos tener claro que Jesús no vino al mundo a jugar a ser hombre, sino que vino para salvarlo del pecado, por esto la Encarnación de Cristo se vive de modo privilegiado en la Eucaristía donde ofrece su vida en rescate “pro multis” (San Mateo XX, 28).
Para ello, sobreviene la tarea a todos de multiplicar las vocaciones sacerdotales toda vez que las soluciones dadas en las últimas décadas en nuestra diócesis han dejado a nuestros fieles en un ambiente espiritual en el cual ingente número de fieles parecen deambular como ovejas sin  pastor.  Lo menos que podemos pedir es que cada parroquia tenga un sacerdote de guía, y ya o en la actualidad esto no es posible siendo las comunidades menos visibilizadas las que primero quedan sin sacerdote.


La solución propuesta de colocar diáconos, religiosas o laicos a cargo de una comunidad católica resulta engañosa porque nunca será un bien prescindir del ministerio sacerdotal puesto que en su vida hacen presente el amor de Cristo Sumo y Eterno sacerdote por las almas que han recibido un día la gracia del bautismo.
El sacerdote antes que servidor es un consagrado, lo que tiene consecuencias muy claras en  orden a procurar llevar un estilo de vida que manifieste a todos los que confían en el Señor,  que pueden contar con un sacerdote porque su vida le pertenece  a Dios, perviviendo –casi instintivamente- por medio del sensus fidei, que cuentan con el Señor porque tienen la asistencia  de un sacerdote, muy contrario a la lógica emergente del liberalismo protestante  que separa la Iglesia de Cristo, separa la evangelización de los sacramentos y separa al sacerdote de la Misa,  relativizando con ello,  su real importancia.
Durante treinta años he procurado practicar lo asimilado por una adecuada formación teológica y espiritual  en vista a centrar el sacerdocio junto al altar, del cual emerge nuestra certeza y converge nuestra gratitud, teniendo a Cristo como el alimento cotidiano que nos permite siempre dar un nuevo paso, levantar una vez más nuestro mente hacia la búsqueda de la verdad y,  ansiar las realidades que no se pierden, no se hurtan, ni quedan obsoletas.
En efecto, el sacerdocio vive de la Eucaristía, y la Eucaristía vive en el sacerdote, por lo que las tres décadas que han transcurrido, sumados a los años de formación en el Seminario Pontificio de Lo Vásquez, y desde los siete años donde comencé a participar en Misa en este templo durante una década, marca una huella indeleble donde descubro que ha sido la mano providente de Dios la que ha guiado mis pasos en todo momento, por lo que bien puedo decir que el Señor es el mejor pagador, y que vale la pena dedicar la vida por su causa que se juega sobre cada altar.
Sin duda, como en todo ámbito y realidad donde se desarrolla la vida humana: en la familia, en la vida matrimonial, en el mundo del trabajo y de la educación el fatalismo del acostumbramiento es una tentación siempre presente que inhibe el saberse sorprendido  por la grandeza y deslumbrado por la generosidad del amor de Dios que,  como a Moisés le hizo sacar agua fresca de una roca inerte en medio del desierto, nos hace ver la luz del Redentor del hombre,  envuelto en pañales en el tiempo de navidad y triunfante saliendo al tercer día de un sepulcro vacío en el tiempo pascual.
Lo anterior,  exige procurar celebrar y participar en cada Santa Misa como si fuera la primera, la única y la última de nuestra vida, con una devoción, atención y piedad,  que nos alejen tanto de la rutina como de la búsqueda enfermiza de novedades, transformando la liturgia sacra en un espectáculo para mirar y no un misterio insondable del cual subsistir.
Sin duda, la fe es el don que nos permite descubrir la riqueza de un sacerdocio eucarístico, lo cual,  no está reservado al ámbito de los consagrados sino que es patrimonio de todo aquel que ha sido bautizado y está llamado a dar razón de su esperanza desde la fe,  capaz de subsistir en medio de las mayores pruebas y desafíos.
Lo primero que todo sacerdote debe ser,  es ser un verdadero creyente, desde esa realidad,  nacen las convicciones,  se modera la voluntad y,  se ilumina la inteligencia para saber dónde, cómo y qué hacer para cumplir la voluntad de Dios, única realidad que es capaz de satisfacer el ansia de buscar, el deseo de encontrar y de vivir para siempre.
Sin duda, que alguno se preguntará qué lugar tiene el sacerdote en una sociedad que avanza a pasos agigantados en medio de un evidente eclipse de la fe. Si es un hombre de fe necesariamente optará por los pasos dados por Jesús,  que fueron anunciados como un “signo de contradicción” (San Lucas II, 34-35) para el mundo y los suyos, toda vez que dice Jesús: “Si a mí me rechazan a vosotros también” (1 Tesalonicenses IV, 8).
El exitismo y la fama obtenida -muchas veces- por colocar el sacerdocio de rodillas al servicio del mundo,  sólo conllevan  frustración que asemeja la alegría exteriorizada por un payaso que por fuera tiene una careta sonriente y por dentro un alma sufriente. Sin duda,  el testimonio de dos grandes arzobispos que ha tenido nuestra Iglesia local, ha resultado decisivo al momento de tomar opciones y dar a conocer a Jesucristo en las casi cuatro décadas que llevo haciendo apostolado y en las tres que ejerzo como sacerdote.
Como se lo dije a un amigo de muchos años –no digo viejo amigo porque reconocería mi propia vejez-…el largo caminar  de preparación y ministerio, no ha sido fácil,  porque ya desde la etapa de formación, y durante años,  el proceso secularizador en nuestra Patria,  ha sido favorecido ad intra y ad extra ecclesia, por lo que la baja sostenida de la fe no responde solamente a la perseverancia de los ateos y agnósticos,  sino que se debe a la inercia y falta de compromiso del mundo de los creyentes, incluidos los consagrados, con y sin mitra. 
Mas, habiendo iniciado un ministerio sacerdotal en Enero de 1990 donde el 75% del país se declaraba creyente católico,  vislumbro que en el futuro lo haré –en los años que Dios me conceda- como parte de una minoría,  lo que lejos de restar ímpetu,  exhorta a responder con brío a los desafíos en la búsqueda de obtener mayor gloria a Dios.
En este sentido, entiendo que la gracia de las dificultades que el mundo presenta a un creyente hoy, terminan siendo  como un impulso que nos hace apoyarnos más en el poder, la bondad, la misericordia y,  la justicia de Dios,  que nunca defrauda,  porque si acaso –en ocasiones- no se anticipa en responder,  siempre lo hace a su medida que supera todo anhelo y necesidad nuestra. Por eso, junto al apóstol pasados treinta años una vez más reitero: “¡Se en quien he confiado!” (2 Timoteo I, 12).
La certeza de contar con el apoyo de Dios a todo evento no nos hace inmunes a las asechanzas del Demonio quien,  si a alguien le interesa desviar de la búsqueda del cumplimiento de la voluntad de Dios,  es a sus consagrados, pues,  sabe mejor que nadie que un sacerdote no sólo está llamado a ser testigo de Dios sino que,  por medio de toda su vida y ministerio,  ha de ser medio eficaz de santidad en la Iglesia y el mundo entero. A este respecto con su experiencia y santidad solía repetir el Cura de Ars: “El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”.
No basta por tanto una buena formación durante el Seminario, no basta una variada experiencia pastoral previa, no basta una extensa e intensa convivencia con las realidades del mundo actual, pues como un barniz espurio se diluye todo ello, de no mediar una fe y una primacía de Jesucristo en el corazón sacerdotal.
Para lo anterior,  la búsqueda en vistas a profundizar día a día en amistad con Jesucristo es algo basilar en nuestra vida consagrada, toda vez que fue el  mismo Señor Jesús quien dijo: “Ya no os llamo siervos, sino mis amigos” (San Juan XV, 15) porque, sabemos lo que Dios hace con nosotros y en medio del mundo, constatando a diario en las calles, hospitales, campos, colegios, hogares, conventos, cómo la misericordia de Dios está hoy tan vigente como lo estuvo en la diáfana mirada del recién nacido de Belén aquella Noche Santa que celebramos hace sólo  unos días atrás.


En consecuencia,  el sacerdote no sólo puede sino que debe ocupar un lugar insustituible en la edificación de la Iglesia pues,  se debe a la persona de Cristo que cumple la promesa de estar junto a nosotros todos los días hasta el fin del mundo,  lo cual, el Señor  ha querido dejar en las manos, en la mente, en  el corazón de cada sacerdote que dice durante la consagración: “Esto es mi cuerpo” y “Esta es mi sangre” (San Mateo XXVI, 26).
¡El Dios hecho hombre viene al mundo en nuestras manos! En este mundo nunca acabaremos  de tomar plena conciencia de lo que implica esta realidad, de cómo el Señor, por medio de su Iglesia elige y consagra a hombres que perpetúan su misión salvífica y sanadora la cual,  parece sobresalir cuanto más frágil y débil a los ojos del mundo resulta aquel que  tiene el poder que ni los ángeles siquiera imaginan.
Durante estas tres décadas he procurado vivir el sacerdocio en tres realidades muy concretas: El mundo de la educación, el mundo de la familia, y el anuncio de la palabra inserta en la liturgia. Para ello, el ámbito de la vida parroquial que tiene plena vigencia en nuestros días, como la más cercana presencia de nuestras Iglesia hacia el –domus ecclesiae-  el hogar familiar…la Iglesia doméstica.
Imploro en esta tarde sabatina aquellas gracias que Nuestro Señor no niega a nuestra Madre del Cielo, que continúe protegiendo mi vida sacerdotal como parte de un don dado por el Señor a su Iglesia, contando como ha sido hasta hoy, con la cercanía y amistad de cuantos por amor a Dios han abierto las puertas de sus corazones y de sus hogares para que un simple cura de sotana anunciara en todo momento,  lo que un día ya lejano  proclamó el Gran Pontífice: “No temáis, abrid de par en par las puertas a Cristo” (Juan Pablo II, 22 de Octubre 1978) ¡Que Viva Cristo Rey!


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