TEMA : “REVITALIZAR
UN SACERDOCIO EUCARÍSTICO”.
FECHA: HOMILÍA XXX°
ANIVERSAERIO ORDENACIÓN SACERDOTAL
Como
una gracia especial acudimos hoy a este templo, dedicado a Nuestra Señora del
Carmen, con el fin de dar gracias a Dios
por el don del sacerdocio instituido por Jesús en la Ultima Cena, por medio del
cual, celebramos su presencia y misión salvadora.
Jesús
instituye el sacerdocio con el fin de acercar su gracia al mundo tal como queda
estupendamente figurado en el milagro de la multiplicación de los panes donde, luego de decirles a sus apóstoles: “!Dadle vosotros de comer¡” (San
Lucas IX, 134) les hace testigos y participes del
milagro y manda repartir a ellos –generosamente- el pan. Todo un simbolismo que
nos revela que la esencia del sacerdocio
está centrado en el misterio de la Santísima Eucaristía, al extremo que todo adquiere sentido desde la centralidad eucarística del sacerdocio y
todo lo pierde desde su eventual alejamiento.
El
Papa Juan Pablo II decía frecuentemente que “el
sacerdote vale lo que vale su misa”, reviviendo con ello la enseñanza del Santo Cura de Ars, Patrono del clero diocesano, en orden a que es la misión más importante del
sacerdote: “Todas las buenas obras del
mundo reunidas, no equivalen al santo sacrificio de la Misa, porque son obras
de los hombres, mientras que la Misa es obra de Dios” (San
Juan María Vianney).
Debemos
tener claro que Jesús no vino al mundo a jugar
a ser hombre, sino que vino para salvarlo del pecado, por esto la Encarnación
de Cristo se vive de modo privilegiado en la Eucaristía donde ofrece su vida en
rescate “pro multis” (San
Mateo XX, 28).
Para
ello, sobreviene la tarea a todos de multiplicar las vocaciones sacerdotales
toda vez que las soluciones dadas en las últimas décadas en nuestra diócesis han
dejado a nuestros fieles en un ambiente espiritual en el cual ingente número de
fieles parecen deambular como ovejas sin
pastor. Lo menos que podemos
pedir es que cada parroquia tenga un sacerdote de guía, y ya o en la actualidad
esto no es posible siendo las comunidades menos visibilizadas las que primero
quedan sin sacerdote.
La
solución propuesta de colocar diáconos, religiosas o laicos a cargo de una
comunidad católica resulta engañosa porque nunca será un bien prescindir del
ministerio sacerdotal puesto que en su vida hacen presente el amor de Cristo Sumo
y Eterno sacerdote por las almas que han recibido un día la gracia del bautismo.
El
sacerdote antes que servidor es un consagrado, lo que tiene consecuencias muy
claras en orden a procurar llevar un
estilo de vida que manifieste a todos los que confían en el Señor, que pueden contar con un sacerdote porque su
vida le pertenece a Dios, perviviendo
–casi instintivamente- por medio del sensus
fidei, que cuentan con el Señor porque tienen la asistencia de un sacerdote, muy contrario a la lógica emergente
del liberalismo protestante que separa
la Iglesia de Cristo, separa la evangelización de los sacramentos y separa al
sacerdote de la Misa, relativizando con
ello, su real importancia.
Durante
treinta años he procurado practicar lo asimilado por una adecuada formación
teológica y espiritual en vista a
centrar el sacerdocio junto al altar, del cual emerge nuestra certeza y converge
nuestra gratitud, teniendo a Cristo como el alimento cotidiano que nos permite
siempre dar un nuevo paso, levantar una vez más nuestro mente hacia la búsqueda
de la verdad y, ansiar las realidades
que no se pierden, no se hurtan, ni quedan obsoletas.
En
efecto, el sacerdocio vive de la Eucaristía, y la Eucaristía vive en el
sacerdote, por lo que las tres décadas que han transcurrido, sumados a los años
de formación en el Seminario Pontificio de Lo Vásquez, y desde los siete años
donde comencé a participar en Misa en este templo durante una década, marca una
huella indeleble donde descubro que ha
sido la mano providente de Dios la que ha guiado mis pasos en todo momento, por
lo que bien puedo decir que el Señor es el mejor pagador, y que vale la pena
dedicar la vida por su causa que se juega sobre cada altar.
Sin
duda, como en todo ámbito y realidad donde se desarrolla la vida humana: en la
familia, en la vida matrimonial, en el mundo del trabajo y de la educación el
fatalismo del acostumbramiento es una tentación siempre presente que inhibe el
saberse sorprendido por la grandeza y
deslumbrado por la generosidad del amor de Dios que, como a Moisés le hizo sacar agua fresca de una
roca inerte en medio del desierto, nos hace ver la luz del Redentor del hombre,
envuelto en pañales en el tiempo de
navidad y triunfante saliendo al tercer día de un sepulcro vacío en el tiempo
pascual.
Lo
anterior, exige procurar celebrar y
participar en cada Santa Misa como si fuera la primera, la única y la última de
nuestra vida, con una devoción, atención y piedad, que nos alejen tanto de la rutina como de la
búsqueda enfermiza de novedades, transformando la liturgia sacra en un
espectáculo para mirar y no un misterio insondable del cual subsistir.
Sin
duda, la fe es el don que nos permite descubrir la riqueza de un sacerdocio eucarístico, lo cual, no está reservado al ámbito de los consagrados
sino que es patrimonio de todo aquel que ha sido bautizado y está llamado a dar
razón de su esperanza desde la fe, capaz
de subsistir en medio de las mayores pruebas y desafíos.
Lo
primero que todo sacerdote debe ser, es
ser un verdadero creyente, desde esa realidad, nacen las convicciones, se modera la voluntad y, se ilumina la inteligencia para saber dónde,
cómo y qué hacer para cumplir la voluntad de Dios, única realidad que es capaz
de satisfacer el ansia de buscar, el deseo de encontrar y de vivir para
siempre.
Sin
duda, que alguno se preguntará qué lugar tiene el sacerdote en una sociedad que
avanza a pasos agigantados en medio de un evidente eclipse de la fe. Si es un
hombre de fe necesariamente optará por los pasos dados por Jesús, que fueron anunciados como un “signo de contradicción” (San
Lucas II, 34-35) para el mundo y los suyos, toda vez
que dice Jesús: “Si a mí me rechazan a
vosotros también” (1 Tesalonicenses IV, 8).
El
exitismo y la fama obtenida -muchas veces- por colocar el sacerdocio de
rodillas al servicio del mundo, sólo conllevan frustración que asemeja la alegría
exteriorizada por un payaso que por fuera tiene una careta sonriente y por
dentro un alma sufriente. Sin duda, el
testimonio de dos grandes arzobispos que ha tenido nuestra Iglesia local, ha
resultado decisivo al momento de tomar opciones y dar a conocer a Jesucristo en
las casi cuatro décadas que llevo haciendo apostolado y en las tres que ejerzo
como sacerdote.
Como
se lo dije a un amigo de muchos años –no digo viejo amigo porque reconocería mi
propia vejez-…el largo caminar de
preparación y ministerio, no ha sido fácil, porque ya desde la etapa de formación, y
durante años, el proceso secularizador
en nuestra Patria, ha sido favorecido ad intra y ad extra ecclesia, por lo que la baja sostenida de la fe no
responde solamente a la perseverancia de los ateos y agnósticos, sino que se debe a la inercia y falta de
compromiso del mundo de los creyentes, incluidos los consagrados, con y sin
mitra.
Mas,
habiendo iniciado un ministerio sacerdotal en Enero de 1990 donde el 75% del
país se declaraba creyente católico, vislumbro que en el futuro lo haré –en los
años que Dios me conceda- como parte de una minoría, lo que lejos de restar ímpetu, exhorta a responder con brío a los desafíos en
la búsqueda de obtener mayor gloria a Dios.
En
este sentido, entiendo que la gracia
de las dificultades que el mundo presenta a un creyente hoy, terminan siendo como un impulso que nos hace apoyarnos más en
el poder, la bondad, la misericordia y, la justicia de Dios, que nunca defrauda, porque si acaso –en ocasiones- no se anticipa
en responder, siempre lo hace a su medida
que supera todo anhelo y necesidad nuestra. Por eso, junto al apóstol pasados
treinta años una vez más reitero: “¡Se en
quien he confiado!” (2 Timoteo I, 12).
La
certeza de contar con el apoyo de Dios a todo evento no nos hace inmunes a las
asechanzas del Demonio quien, si a
alguien le interesa desviar de la búsqueda del cumplimiento de la voluntad de
Dios, es a sus consagrados, pues, sabe mejor que nadie que un sacerdote no sólo
está llamado a ser testigo de Dios sino que, por medio de toda su vida y ministerio, ha de ser medio eficaz de santidad en la
Iglesia y el mundo entero. A este respecto con su experiencia y santidad solía
repetir el Cura de Ars: “El sacerdocio es
el amor del corazón de Jesús”.
No
basta por tanto una buena formación durante el Seminario, no basta una variada
experiencia pastoral previa, no basta una extensa e intensa convivencia con las
realidades del mundo actual, pues como un barniz espurio se diluye todo ello, de
no mediar una fe y una primacía de Jesucristo en el corazón sacerdotal.
Para
lo anterior, la búsqueda en vistas a profundizar
día a día en amistad con Jesucristo es algo basilar en nuestra vida consagrada,
toda vez que fue el mismo Señor Jesús
quien dijo: “Ya no os llamo siervos, sino
mis amigos” (San Juan XV, 15)
porque, sabemos lo que Dios hace con nosotros y en medio del mundo, constatando
a diario en las calles, hospitales, campos, colegios, hogares, conventos, cómo
la misericordia de Dios está hoy tan vigente como lo estuvo en la diáfana
mirada del recién nacido de Belén aquella Noche Santa que celebramos hace sólo unos días atrás.
En
consecuencia, el sacerdote no sólo puede
sino que debe ocupar un lugar insustituible en la edificación de la Iglesia pues, se debe a la persona de Cristo que cumple la
promesa de estar junto a nosotros todos los días hasta el fin del mundo, lo cual, el Señor ha querido dejar en las manos, en la mente,
en el corazón de cada sacerdote que dice
durante la consagración: “Esto es mi
cuerpo” y “Esta es mi sangre” (San
Mateo XXVI, 26).
¡El
Dios hecho hombre viene al mundo en nuestras manos! En este mundo nunca acabaremos
de tomar plena conciencia de lo que
implica esta realidad, de cómo el Señor, por medio de su Iglesia elige y
consagra a hombres que perpetúan su misión salvífica y sanadora la cual, parece sobresalir cuanto más frágil y débil a
los ojos del mundo resulta aquel que tiene el poder que ni los ángeles siquiera
imaginan.
Durante
estas tres décadas he procurado vivir el sacerdocio en tres realidades muy
concretas: El mundo de la educación, el mundo de la familia, y el anuncio de la
palabra inserta en la liturgia. Para ello, el ámbito de la vida parroquial que
tiene plena vigencia en nuestros días, como la más cercana presencia de
nuestras Iglesia hacia el –domus
ecclesiae- el hogar familiar…la
Iglesia doméstica.
Imploro
en esta tarde sabatina aquellas gracias que Nuestro Señor no niega a nuestra
Madre del Cielo, que continúe protegiendo mi vida sacerdotal como parte de un
don dado por el Señor a su Iglesia, contando como ha sido hasta hoy, con la
cercanía y amistad de cuantos por amor a Dios han abierto las puertas de sus
corazones y de sus hogares para que un simple cura de sotana anunciara en todo
momento, lo que un día ya lejano proclamó el Gran Pontífice: “No temáis, abrid de par en par las puertas
a Cristo” (Juan Pablo II, 22 de Octubre 1978)
¡Que Viva Cristo Rey!
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