viernes, 1 de noviembre de 2013

Homilía en la Solemnidad de Todos los Santos

Hemos conocido el amor que Dios nos tiene



1.- El desamor como signo de nuestro tiempo.

        ¿Qué valora el mundo de hoy en una persona? ¿A quién considera bueno la mayoría de las personas que están a nuestro alrededor? Indudablemente, al exitoso, al que logra sus deseos, al que satisface sus necesidades. Al que tiene poder, bienes, capacidades. En general, a aquella persona que lo pasa bien.

        En esto la vinculación con los demás no parece tener un carácter determinante: los vínculos con el prójimo sólo parecen justificarse en tanto cuanto importan a los propios e inmediatos intereses, como si todo el mundo dependiera de nosotros y debiese girar a nuestro alrededor. El hombre actual piensa que es como el sol alrededor del cual todos le sirven. Nada bueno tiene esto, si consideramos que al comienzo de la revelación la humanidad ya empieza a inclinarse hacia el mal, no sólo en el triste episodio del paraíso terrenal con nuestros primeros padres (Gen. 3, 19), sino luego con pretender alzar una edificación que rivalizase con Dios en Babel (Gen. 11, 1-19)

         Más cercanamente, tanto en el denominado renacimiento, como en el siglo de las luces, o en la llamada era industrial, siempre el hombre ha tendido a dejar a Dios de lado: mas, el hombre autónomo puede alzar por un tiempo un mundo sin Dios, pero dicha marginación termina prontamente por volcarse contra el hombre mismo.

         Sin Dios, el hombre y la sociedad se pierden, se termina diluyendo, por lo cual las fuerzas del Maligno no parecen ser contenidas por la cultura actual más que por la senda de una espiral decadente. Entonces, si acaso no importa Dios, su obra, tampoco será relevante, por lo que de la indiferencia fácilmente dará paso al desprecio, manifestado en maltratos, olvidos y persecuciones.
  
        La crispación social no tiene otro origen basilar más que en el rechazo a Dios y sus designios. Pues, la crisis del hombre y la sociedad, que se manifiesta de múltiples maneras: por una parte, en violencia desenfrenada, donde la vida humana en ocasiones tiene el simple valor de una cerveza o de un cigarrillo ¡se mata a una persona por unas cuantas monedas! Se manifiesta en la falta de perdón, donde se urde en los resquicios y se exacerban rencores para la premisa anticristiana de "ni perdón ni olvido", con la cual sólo "se siembran nubes y cosechan tempestades".

         El eclipse de Dios obscurece la vida humana: alejados voluntariamente de Dios, quien se ha revelado como un Dios de Amor, hace que en el corazón del hombre termine anidando el egoísmo más recalcitrante, en el cual el yoismo e individualismo cierra las puertas al compartir, cierra las puertas al sentir las necesidades ajenas como propias, cierra las puertas a salir de uno para ir al encuentro del otro. Todo ello, porque se siente autosuficiente.

2.- El amor: distintivo del cristiano.
         Como en un espejo, cuando el Evangelio nos habla del amor, debemos procurar reflejar en toda nuestra vida: nuestros sentimientos y actitudes, con aquel camino que el Señor nos pide claramente: sin tardanzas ni recortes, porque las Escrituras no admiten vaguedades ni liviandades. Así leemos en la Primera Carta de San Pablo a los Corintios: "Porque el amor es paciente, es servicial, no es envidioso, no se jacta, no se engríe, es decoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo cree, todo lo excusa, todo lo espera. Soporta todo, porque el amor, es Dios ( 13, 1-13).

2.1. El amor es paciente: Porque más que tolerar, como algo irremediable, se asume y acepta con paz interior, aquellos males que devienen.

2.2. El amor es afable: Porque en su rostro expresa que procura en todo momento devolver el bien por el mal, asumiendo con convicción que si quiere ser verdadero discípulo de Jesucristo y recibir su perdón misericordioso no puede sino aplicar lo implorado: "perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

2.3. El amor no tiene envidia: Al evitar compararse con los demás, y al procurar tener presente sólo el cumplir la voluntad de Dios, no se llena de soberbia al tenerse como superior de otros ni su alma se colma de envidia al no saberse bajo los demás. ¡Quién a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta! Como creyentes que somos, asumimos que nuestros logros avanzan por un carril distinto del que avanzan los éxitos  mundanos.

2.4. El amor no es presumido: Cuando uno vive desde la fe, cada acontecimiento y realidad es medido desde la perspectiva espiritual. Me acerca a Dios, es importante, me aleja de Dios es desechable...Sus éxitos, logros, objetivos tienen relevancia desde la búsqueda y vivencia de la vocación universal a la santidad, a la que está llamado todo bautizado. ¿De qué podríamos presumir si sabemos que Dios es el que sostiene nuestras vidas?

2.5. El amor no se engríe: ¡Estamos en un mundo ensimismado! En ocasiones, preferimos cobijarnos en un caparazón, para así imponer nuestra voluntad sobre los demás. Por cierto, que el demonio puede hacer que bajo una apariencia de humildad se anide el mayor de los orgullos. La distancia que suele imponer nuestra actitud temerosa, tiende finalmente a elevarme siempre a mí mismo para sentirme seguro. En cambio, el amor hace alegrarse al descubrir el valor y los méritos ajenos, descubriendo que no debemos luchar por conseguirlo ni imponernos sobre nuestro prójimo.

2.6. El amor no es ambicioso: La posesión del creyente es el desprendimiento, por ello al dedicarnos con ardor al crecimiento espiritual, los deseos por las cosas ajenas y exteriores resultan finalmente secundarios. Desde la visión del creyente, que se sabe de paso en este  mundo, pues, tiene anclada su carta de ciudadanía en el Cielo, hemos de tener como propio únicamente aquello que está llamado a perdurar con nosotros.

2.7. El amor no se irrita: A pesar de que el cristiano en todo momento puede estar sujeto a persecuciones, por lo cual, desde el primer discurso nuestro Señor nos previno, nunca la ira ha de adueñarse del corazón y transformarse en rencor, toda vez que tenemos la convicción de esperar un premio que no dice relación con los sufrimiento. ¡Es un negocio con rentabilidad del ciento por uno! Es cierto que el hecho de no enojarse, implica un esfuerzo, un sacrificio, que en ocasiones, no es menor y requiere de gran virtud, por ello, recordaremos que, cuando uno se sacrifica, lo esencial de ello no es la privación, sino que es el enriquecimiento. Si nos sabemos unidos a Dios nada nos separará de su amor. Sólo el amor de Dios puede vencer el rencor del hombre.

2.8. No lleva cuentas del mal: En el disco duro de nuestros recuerdos hemos de guardar los buenos momentos, las buenas intenciones, evitando una camáldula de faltas ajenas. ¡No podemos tener un Dicom de los defectos ajenos!, simplemente porque Dios nos ha perdonado de más y más veces de las que nosotros - eventualmente - lo hemos hecho con nuestros hermanos. Aprender a olvidar hará que nuestra alma se libre de toda maquinación malsana, evitando el camino de la venganza que suele estar abonado de recuerdos. ¡Seamos libres: perdonando primero, y olvidando después!

2.9 No se alegra de lo injusto: Hemos de tener una mirada favorable, confiada, y positiva del prójimo porque "con la medida que midamos seremos medidos". Por cierto inmersos en una cultura donde antes se colocan los cercos y luego se planta, donde primero las rejas y luego la casa, se vive en un ámbito de desconfianza. No podemos alegrarnos de los males ajenos, celebrando su encarcelamiento, sus padecimientos y hasta su muerte, sino queriendo el bien nuestro - también - para los demás (San Gregorio Magno, Moralia in Iob, 10,7-8.10). No otra cosa nos enseña Jesús al decir: "Amaos los unos a los otros como Yo os he amado".

          Los Santos descubrieron una clave: ¡La medida del amor es amar sin medida! Los verdaderos límites son los que no existen, lo cual, San Agustín con su capacidad de síntesis habitual señaló: Delige, et quod vis fac, "Ama y haz lo que quieras" ( Homilía VII, de San Juan). Esto último, lejos de ser una invitación al libertinaje nacido de una conciencia endiosada, marca un camino exigente y definitivo, puesto que cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desfallecerán; y el único que permanecerá para siempre será la caridad , pues "Dios es amor" (1 San Juan 4, 8) y "nosotros seremos semejantes a Él" (1 San Juan 3, 2), llamados a vivir en comunión perfecta con Él.
 
          Por ahora, la caridad es el distintivo de los bautizados. Es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que hace. El amor es la esencia del mismo Dios, es el sentido de la creación y de la historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia de cada hombre. Al mismo tiempo, el amor es, por así decir, el "estilo" de Dios y del creyente, es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios, plantea su propia vida como don de sí mismo a Dios y al prójimo.
       
         Si pensamos en Todos los Santos, reconocemos la verdad de sus dones espirituales, y también de sus caracteres humanos, pues, la vida de cada uno de ellos fue un himno a la caridad, un canto vivo al amor de Dios. Amén.

R.P. Jaime Herrera, Festividad de Todos los Santos, Noviembre de 2013.-

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