domingo, 4 de mayo de 2014

¡SÓLO EN DIOS DESCANSA MI ALMA!


 
HOMILIA  EN  EL  DIA  DE LA  RESURRECCIÓN  DEL  SEÑOR  2014.

La tentación humana de acostumbrarse es algo que parece estar arraigada en su naturaleza. Como un ADN tendemos a instalarnos, a situarnos desde la seguridad de lo obtenido. Basta releer los algunos pasajes de nuestros primeros padres, que nos refiere la Escritura, para corroborar lo afirmado: No fue suficiente para Adán y Eva poder comer de la abundancia y exquisita variedad de lo que Dios les ofreció como una dádiva, además, desecharon lo regalado para apropiarse de lo que no les correspondía, todo ello, como prueba del anhelo de autosuficiencia. Caín no soportó ver la bondad, pureza y sobresaliente espíritu de sacrificio de su hermano Abel, por lo que su alma se llenó de envidia hasta cegarse por la ambición, llegando a ultimar a quien era parte de su vida misma, su hermano más pequeño (Génesis IV,8).

Los ejemplos pueden multiplicarse casi indefinidamente. El hombre instalado es un hombre que necesariamente va a tender a desentenderse  de los caminos desafiantes y nuevos, a los cuales Dios le invite a recorrer. Cuando decimos humanamente: ¡Lo tengo todo! ¡No necesito a nadie! ¡Lo puedo todo! Es que hemos llegado a la cumbre de la ceguera humana, porque hemos hecho abstracción de aquella realidad que es parte de nuestra existencia desde su origen, camino de nuestro presente, y meta de los anhelos, deseos y quereres arraigados en el alma. Siempre recordemos que:  ¡Sólo en Dios descansa nuestra alma!

Nada a nuestro alrededor que puedan ver nuestros ojos, aún lo inconmensurable de las constelaciones, ni de lo que puedan percibir los ávidos sentidos, ni de lo que la imaginación, cuyo límite no parece tener fin puede llegar a dar razón definitiva  a aquello a lo que el alma humana está llamada a aspirar: ¡la Vida Eterna!, cuyas semillas sembradas por la gracia del Señor ya podemos descubrir en sus verdes brotes de los cuales refiere la fe, la esperanza y la caridad en la vida presente. ¡El alma que no descansa en Dios es un alma que se cansa en sí misma!
 

En estos días, hemos meditado extensa y diariamente los acontecimientos que partieron desde aquel festivo día donde nuestro Señor ingresó por la puerta de la ciudad de Jerusalén. Entonces, se sobrevivo un reconocimiento vociferante, unido a una actitud expectante, de los más pequeños jerosolimitanos, los niños que al unísono proclaman lo que no acabaron de reconocer escribas ni fariseos, lo que, en su oportunidad,  obviaron los inmediatos beneficiados del poder taumaturgo del Señor, iniciado un día en Cana de Galilea, segregando la gratitud al olvido y la acogida al desprecio. Pero,  lo más sorprendente es que la falta de reconocimiento hacia Jesucristo sobreviene –también- de quienes durante tres años compartieron las enseñanzas,  impartidas no desde la periferia,  sino desde la intimidad de ser reconocidos como “mis verdaderos amigos”. Ninguno de aquellos estamentos hizo lo que no vacilaron en hacer los niños ese día.

La característica espontaneidad de los menores, que en ocasiones, hace colocar el ceño fruncido de sus padres, aquella mañana clamaba lo que en cielo se contenía desde el instante de la Encarnación del Verbo: “Hosanna al Hijo de David. Bendito es el que viene en el nombre del Señor”. En otras palabras: ¡Tú eres el Mesías esperado!, no el representante de Dios sino su Hijo verdadero. Si, así es, ¿Cómo no creer en ti, Señor?

Pero, ello no fue consecuencia de una simple casualidad. No era obra tampoco de un gesto improvisado e inconsciente, de quien no sabe lo que dice. Por el contrario, dicen lo que saben, porque la gracia de Dios había llegado y se había anidado en sus corazones, tal como Jesús lo había anunciado: recibir la verdad de Dios con un corazón de niño. ¡Esto no es infantilismo que conduzca a niñerías! Aquel que, como dice el Evangelio,  “se hace como niño”  para creer, tiene la madurez capaz de poder aceptar los caminos que Dios le proponga, por contradictorios que sean a sus básicos anhelos, y más arraigadas conductas.

Un niño en un instante está abocado a una realidad, y luego con presteza pasa a otra, casi olvidando lo que previamente realizaba: el creyente no puede quedarse ensimismado porque corre el inminente riesgo de caer en la tibieza, la cual, como sabemos es severamente sancionada en los Santos Evangelios.

El don de la fe hace mover nuestra alma desde la dureza de la incredulidad que no termina en abandonarse a los designios que Dios propone, que siempre nos sorprenden pero no siempre acaba por cautivarnos plenamente. Esto es lo que acontece ante el hecho de la resurrección del Señor, que ahora celebramos.
Un grupo de mujeres fueron de madrugada a ver el sepulcro. Otros, los más por cierto, estaban simplemente instalados en la tristeza de lo que habían perdido, y quejosamente los jóvenes de Emaús decían: “Han pasado varios días, nada puede cambiar” (San Lucas XXIV, 18). De modo semejante,  la hermana de Lázaro –Marta- ante la evidencia de la muerte dice a Jesús: “Señor, lleva varios días, debe oler mal”. Lo que habitualmente obviaríamos por educación y humano pudor por un familiar, se hace recriminación hacia el Señor: “Si hubieses estrado aquí mi hermano no habría muerto” (San Juan XI, 21)

Lo anterior, bien lo podríamos incluir en otras realidades: mi hermano no habría enfermado, mi hermano no habría quedado cesante, mi hermano no se habría separado, a mi hermano no se le habrá quemado su casa, a mi hermano no lo habrían asesinado. Si estuvieses aquí…este hermano no sería alcohólico ni tóxico dependiente, por su vida promiscua y licenciosa no se habría contagiado de esa enfermad mortal. La cadencia de quejas parecería no tener límites. En ocasiones, no le decimos al Señor Jesús, ¿Señor si hubieses estado aquí, esto no habría pasado? Es una pregunta que invertida puede resultar finalmente en una abierta recriminación hacia Dios: “¿Por qué esto me pasó a mí? ¿Por qué me elegiste para padecer esto?  
Y, entonces nuestra mirada de creyentes avizora una realidad: un sepulcro  que fue hecho para guardar la muerte, que pareció hacer de la muerte su novia desposada para siempre, ahora permanece vacío y manifiesta una nueva realidad. Donde la esperanza humana parecía quedar irremediablemente sepultada, ahora se alza victoriosa la certeza que la última palabra siempre la tiene Dios. Ninguna ceniza es capaz de sepultar la caridad fraterna, ninguna muerte es insalvable desde la resurrección, y ninguna lágrima queda perpetuamente cristalizada para no poder ceder desde su origen triste a la sorpresa de la perenne alegría.
Quienes llegan ante el sepulcro y verifican que lo anunciado por Jesucristo se ha cumplido a cabalidad, no permanecen obnubilados por su gozo ni estáticos por la buena noticia: Ven, creen y comparten de inmediato aquello que han visto, de tal manera que su testimonio futuro de apostolado,  será un destello de lo que en este día han descubierto: sus ojos lo ven con claridad y desde el cielo el Ángel lo proclama: ¡Ha resucitado! Con Jesús hemos de salir del sepulcro. Nos invita a difundir a todo ámbito donde vayamos la certeza que Dios puede más que la muerte. La muerte ha muerto al tercer día, de tal manera que junto al Apóstol  decimos: “Vana sería  nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado”.
Las particulares circunstancias que tiene ocasión esta Pascua en nuestra ciudad, en la cual tres mil familias han perdido recientemente sus casas, nos lleva a compartir la esperanza y la fe con quienes padecen, y confortar la desazón con el bálsamo de la caridad fraterna, cuya mayor  riqueza es que, nacida en Dios,  apunta a la totalidad de la persona, tanto en su dimensión corporal como primariamente  espiritual.
El mayor drama es que quemada las casas se haga cenizas la familia; que olvidados un día en la punta de los cerros se sobrevenga la ceniza como un nuevo manto de olvido; que el entusiasmo contagioso de un momento lleve al holocausto de una cultura de la primacía de la fe y la virtud, en la cual se persiga a Cristo presente  en su Iglesia. Con un esfuerzo en el cual ninguno quede como espectador es posible rehacer, incluso más perfectamente, las viviendas siniestradas. Nuestra Patria, por los vaivenes de la naturaleza,  tiene experiencia en ello, y siempre ha sabido auxiliar a quienes están momentáneamente sumergidos en el sufrimiento. El Estado, al servicio de la familia y de la persona ocupa en esto un lugar de privilegio, pero no exclusivo ni plenamente autónomo.
Cada uno de los que estamos en este templo santo, somos testigos del Resucitado. En cada celebración de la Santa Misa, acontece la renovación del misterio de la fe: Jesús muere para resucitar, viene para quedarse en medio nuestro en su Cuerpo y Sangre. Desde este altar y hacia este altar emergen y convergen los afanes y desvelos, alegrías y tristezas, de una humanidad llamada desde su creación a estar con Dios, a quien desde el fondo de nuestro corazones repetimos una y otra vez: “Mane vobiscum Domine” (quédate con nosotros, Señor). Amén.

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