HOMILIA EN EL DIA DE LA RESURRECCIÓN
DEL SEÑOR 2014.
La tentación humana de
acostumbrarse es algo que parece estar arraigada en su naturaleza. Como un ADN
tendemos a instalarnos, a situarnos desde la seguridad de lo obtenido. Basta
releer los algunos pasajes de nuestros primeros padres, que nos refiere la
Escritura, para corroborar lo afirmado: No fue suficiente para Adán y Eva poder
comer de la abundancia y exquisita variedad de lo que Dios les ofreció como una
dádiva, además, desecharon lo regalado para apropiarse de lo que no les
correspondía, todo ello, como prueba del anhelo de autosuficiencia. Caín no
soportó ver la bondad, pureza y sobresaliente espíritu de sacrificio de su
hermano Abel, por lo que su alma se llenó de envidia hasta cegarse por la
ambición, llegando a ultimar a quien era parte de su vida misma, su hermano más
pequeño (Génesis IV,8).
Los ejemplos pueden
multiplicarse casi indefinidamente. El hombre instalado es un hombre que necesariamente
va a tender a desentenderse de los
caminos desafiantes y nuevos, a los cuales Dios le invite a recorrer. Cuando
decimos humanamente: ¡Lo tengo todo! ¡No necesito a nadie! ¡Lo puedo todo! Es
que hemos llegado a la cumbre de la ceguera humana, porque hemos hecho
abstracción de aquella realidad que es parte de nuestra existencia desde su
origen, camino de nuestro presente, y meta de los anhelos, deseos y quereres
arraigados en el alma. Siempre recordemos que: ¡Sólo en Dios descansa nuestra alma!
Nada a nuestro
alrededor que puedan ver nuestros ojos, aún lo inconmensurable de las
constelaciones, ni de lo que puedan percibir los ávidos sentidos, ni de lo que
la imaginación, cuyo límite no parece tener fin puede llegar a dar razón
definitiva a aquello a lo que el alma
humana está llamada a aspirar: ¡la Vida Eterna!, cuyas semillas sembradas por la
gracia del Señor ya podemos descubrir en sus verdes brotes de los cuales
refiere la fe, la esperanza y la caridad en la vida presente. ¡El alma que no descansa
en Dios es un alma que se cansa en sí misma!
En estos días, hemos
meditado extensa y diariamente los acontecimientos que partieron desde aquel
festivo día donde nuestro Señor ingresó por la puerta de la ciudad de
Jerusalén. Entonces, se sobrevivo un reconocimiento vociferante, unido a una
actitud expectante, de los más pequeños jerosolimitanos, los niños que al
unísono proclaman lo que no acabaron de reconocer escribas ni fariseos, lo que,
en su oportunidad, obviaron los
inmediatos beneficiados del poder taumaturgo del Señor, iniciado un día en Cana
de Galilea, segregando la gratitud al olvido y la acogida al desprecio.
Pero, lo más sorprendente es que la
falta de reconocimiento hacia Jesucristo sobreviene –también- de quienes
durante tres años compartieron las enseñanzas, impartidas no desde la periferia, sino desde la intimidad de ser reconocidos
como “mis verdaderos amigos”. Ninguno
de aquellos estamentos hizo lo que no vacilaron en hacer los niños ese día.
La característica
espontaneidad de los menores, que en ocasiones, hace colocar el ceño fruncido
de sus padres, aquella mañana clamaba lo que en cielo se contenía desde el
instante de la Encarnación del Verbo: “Hosanna
al Hijo de David. Bendito es el que viene en el nombre del Señor”. En otras
palabras: ¡Tú eres el Mesías esperado!, no el representante de Dios sino su
Hijo verdadero. Si, así es, ¿Cómo no creer en ti, Señor?
Pero, ello no fue
consecuencia de una simple casualidad. No era obra tampoco de un gesto
improvisado e inconsciente, de quien no sabe lo que dice. Por el contrario,
dicen lo que saben, porque la gracia de Dios había llegado y se había anidado
en sus corazones, tal como Jesús lo había anunciado: recibir la verdad de Dios
con un corazón de niño. ¡Esto no es infantilismo que conduzca a niñerías! Aquel
que, como dice el Evangelio, “se hace como niño” para creer, tiene la madurez capaz de poder
aceptar los caminos que Dios le proponga, por contradictorios que sean a sus básicos
anhelos, y más arraigadas conductas.
Un niño en un instante está
abocado a una realidad, y luego con presteza pasa a otra, casi olvidando lo que
previamente realizaba: el creyente no puede quedarse ensimismado porque corre
el inminente riesgo de caer en la tibieza, la cual, como sabemos es severamente
sancionada en los Santos Evangelios.
El don de la fe hace
mover nuestra alma desde la dureza de la incredulidad que no termina en
abandonarse a los designios que Dios propone, que siempre nos sorprenden pero
no siempre acaba por cautivarnos plenamente. Esto es lo que acontece ante el
hecho de la resurrección del Señor, que ahora celebramos.
Un grupo de mujeres
fueron de madrugada a ver el sepulcro. Otros, los más por cierto, estaban
simplemente instalados en la tristeza de lo que habían perdido, y quejosamente
los jóvenes de Emaús decían: “Han pasado
varios días, nada puede cambiar” (San Lucas XXIV, 18). De modo semejante, la hermana de Lázaro –Marta- ante la evidencia
de la muerte dice a Jesús: “Señor, lleva
varios días, debe oler mal”. Lo que habitualmente obviaríamos por educación
y humano pudor por un familiar, se hace recriminación hacia el Señor: “Si hubieses estrado aquí mi hermano no
habría muerto” (San Juan XI, 21)
Lo anterior, bien lo
podríamos incluir en otras realidades: mi hermano no habría enfermado, mi
hermano no habría quedado cesante, mi hermano no se habría separado, a mi
hermano no se le habrá quemado su casa, a mi hermano no lo habrían asesinado.
Si estuvieses aquí…este hermano no sería alcohólico ni tóxico dependiente, por
su vida promiscua y licenciosa no se habría contagiado de esa enfermad mortal.
La cadencia de quejas parecería no tener límites. En ocasiones, no le decimos
al Señor Jesús, ¿Señor si hubieses estado
aquí, esto no habría pasado? Es una pregunta que invertida puede resultar
finalmente en una abierta recriminación hacia Dios: “¿Por qué esto me pasó a
mí? ¿Por qué me elegiste para padecer esto?
Y, entonces nuestra
mirada de creyentes avizora una realidad: un sepulcro que fue hecho para guardar la muerte, que pareció
hacer de la muerte su novia desposada
para siempre, ahora permanece vacío y manifiesta una nueva realidad. Donde la
esperanza humana parecía quedar irremediablemente sepultada, ahora se alza victoriosa
la certeza que la última palabra siempre la tiene Dios. Ninguna ceniza es capaz
de sepultar la caridad fraterna, ninguna muerte es insalvable desde la resurrección,
y ninguna lágrima queda perpetuamente cristalizada para no poder ceder desde su
origen triste a la sorpresa de la perenne alegría.
Quienes llegan ante el
sepulcro y verifican que lo anunciado por Jesucristo se ha cumplido a
cabalidad, no permanecen obnubilados por su gozo ni estáticos por la buena
noticia: Ven, creen y comparten de inmediato aquello que han visto, de tal
manera que su testimonio futuro de apostolado, será un destello de lo que en este día han
descubierto: sus ojos lo ven con claridad y desde el cielo el Ángel lo
proclama: ¡Ha resucitado! Con Jesús
hemos de salir del sepulcro. Nos invita a difundir a todo ámbito donde vayamos la
certeza que Dios puede más que la muerte. La muerte ha muerto al tercer día, de
tal manera que junto al Apóstol decimos:
“Vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado”.
Las particulares
circunstancias que tiene ocasión esta Pascua en nuestra ciudad, en la cual tres
mil familias han perdido recientemente sus casas, nos lleva a compartir la
esperanza y la fe con quienes padecen, y confortar la desazón con el bálsamo de
la caridad fraterna, cuya mayor riqueza
es que, nacida en Dios, apunta a la
totalidad de la persona, tanto en su dimensión corporal como primariamente espiritual.
El mayor drama es que
quemada las casas se haga cenizas la familia; que olvidados un día en la punta
de los cerros se sobrevenga la ceniza como un nuevo manto de olvido; que el
entusiasmo contagioso de un momento lleve al holocausto de una cultura de la
primacía de la fe y la virtud, en la cual se persiga a Cristo presente en su Iglesia. Con un esfuerzo en el cual
ninguno quede como espectador es posible rehacer, incluso más perfectamente,
las viviendas siniestradas. Nuestra Patria, por los vaivenes de la
naturaleza, tiene experiencia en ello, y
siempre ha sabido auxiliar a quienes están momentáneamente sumergidos en el
sufrimiento. El Estado, al servicio de la familia y de la persona ocupa en esto
un lugar de privilegio, pero no exclusivo ni plenamente autónomo.
Cada uno de los que
estamos en este templo santo, somos testigos del Resucitado. En cada
celebración de la Santa Misa, acontece la renovación del misterio de la fe: Jesús
muere para resucitar, viene para quedarse en medio nuestro en su Cuerpo y Sangre.
Desde este altar y hacia este altar emergen y convergen los afanes y desvelos,
alegrías y tristezas, de una humanidad llamada desde su creación a estar con
Dios, a quien desde el fondo de nuestro corazones repetimos una y otra vez: “Mane vobiscum Domine” (quédate con
nosotros, Señor). Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario