R.P J. Herrera en los PP. Carmelitas |
R.P Jaime Herrera junto a su madre |
Queridos hermanos y
hermanas en el Señor, queridos jóvenes y niños: ¡Adveniat Regnum Tuum! Que
Cristo Venza, que Cristo Reine, que Cristo impere siempre. Sean estas las
primeras palabras al momento de elevar una Acción de Gracias por los dones
dispensados a lo largo de estos años de vida sacerdotal, en la cual, cada uno de los que está presente ha ocupado en
mi vida consagrada, un lugar imprescindible para poder hoy alzar la mirada al
cielo que se despliega en nuestro altar. Por vuestra oración, por vuestra
paciencia, por vuestra generosidad, por vuestros sacrificios, que han sido
gratos a Dios, puedo yo hoy, alzar el Cáliz de la salvación.
La historia de la celebración
de las bodas de platino, oro y plata, que se conmemoran cada cuarto de siglo
hunde su raíz en la celebración de Jubileo de la Redención, al que la Iglesia
vincula con la gracia especial de la indulgencia plenaria recibida durante un
año entero. En el caso de las bodas de plata, con 25 años de sacerdocio, nos
lleva a descubrir la riqueza inmensa de la obra de Dios hecha desde las primicias
de un sacerdocio hasta una etapa significativa que permite dividir la vida exactamente
en un antes y un después. En efecto, la mitad de la vida he sido sacerdote de Cristo,
y la otra mitad, sin duda que ha sido, desde el nacimiento según la carne y el
nacimiento según el espíritu, como una
preparación para llegar a ser un “Alter Christus”,
como nos solía decir el venerado Arzobispo Emilio Tagle.
Desde esta perspectiva,
la vida como consagrado encierra un carácter ascendente en el camino de la
perfección, por lo cual, lejos de ver este jubileos sacerdotal como una etapa
alcanzada, implica mirar el tiempo transcurrido como los primeros años de vida:
Los primeros veinticinco años…Esta da a nuestra vida un frescor que vitaliza el
alma para continuar la misión encomendada sabiendo con certeza de qué estamos hechos y para qué fuimos creados.
¿De
qué estamos hechos?: Siempre es bueno recordar el título de
aquel libro que leí en los primeros pasos de seminarista: “Vasijas de barro” de Leo John Trese. En él, se describe la vida
diaria de un cura párroco, que lleva las grandezas inimaginables de la misericordia
en una frágil vasija de greda que es su alma. Sabia es la Santa Biblia que nos
habla de nuestro Dios, quien formó de la nada al hombre como culminación de la
creación, por lo cual, desde entonces,
tiene una impronta que emerge de su relación con Dios, pues, es la única creatura que fue constituida a “imagen y semejanza” de su Creador, es
decir: “muy parecido a Él”.
Más, para evitar la
incursión de la soberbia, lo hizo del barro, de aquel residuo fácil de moldear,
que tiene la impronta de la simpleza, como es la mezcla de tierra y agua. No lo
creó desde la dureza de una roca, ni desde la belleza de una gema, ni desde la
nobleza de un metal perenne: simplemente, lo formó del barro para que en todo momento el
hombre tuviese a su Dios como el único alfarero
de su alma. Así, acontece con el
sacerdote.
Nos enseña la sagrada
teología que la gracia supone la naturaleza y la perfecciona. Esto tiene
consecuencias desde la creación y desde la re-creación -que es la obra redentora- por lo que Dios no
quita nada, lo da todo; nuestro Buen Dios, nunca viene a ser el rival de
nuestra libertad sino su primer y más sólido garante. ¡En El somos libres! ¡En
Él crecemos como persona! ¡Sólo en Dios
descansa de verdad nuestra alma!
La gracia de Dios no
suprime ni deforma, edifica y enaltece, por lo que al tomar conciencia de qué
estamos hechos resulta imposible soslayar aquellas realidades y personas por
las cuales y en las cuales Dios me ha llamado para siempre a la vida como
sacerdote.
Allí, está la familia: con sus grandezas, virtudes
y fidelidades, como con sus dificultades, pruebas y desafíos; está el mundo de la educación, el cual sin
lugar a dudas, tiene un sello indeleble: ahí están los compañeros de curso de
kindergarten del lejano 1969 -cuando nos
recibía como rector del Colegio el Obispo que hoy nos acompaña- y que un día
firmara la carta de presentación para que yo fuese admitido al Seminario Pontificio
de Lo Vásquez; como la querida tía de kínder, Carmen Luz De la Jara que me
recibió a los seis años en los Sagrados Corazones junto a otros profesores que
nos despidieron de Cuarto Año Medio en 1981. ¡Qué inmensa alegría y detalle ha
tenido el Buen Dios al haber permitido hoy contar con vuestra presencia!
De la misma manera,
considero basilar el poder haber mantenido una amistad desde aquellos años con los compañeros de curso. Es cierto,
ya no somos los jóvenes de ayer, ni podemos jugar una entretenida pichanga, pero
hay tiempo para conversar, para reír, para recordar y para mirar el futuro
desde el espíritu que imprimió lo vivido y enseñado durante los años en el
colegio.
El Apostolado de la
amistad es fundamental para el sacerdote diocesano. Dice la Biblia que “Quien ha encontrado un amigo, ha encontrado un tesoro”. Se debe cultivar con la cercanía, pero sobre
todo con el amor a Dios. El buen amigo siempre habla de Dios y habla con Dios.
¡En ese podemos confiar! Para ser amigos se requiere de una sintonía fina que
no es uniformidad: en lo esencial unidad,
en lo accidental parvedad. ¡En todo caridad, pero…caridad con verdad!
Un pilar no menor en la
formación de la persona es el ambiente
social y eclesial. Hoy los niños y jóvenes están inmersos en una cultura
abiertamente anticristiana, donde el solo hecho de hablar sobre Dios y sus
leyes en el mundo, parece para una
mayoría, algo anacrónico y sin sentido.
Tuve la gracia del
Señor de haber crecido en una época favorable a la fe, habida consideración que
al momento de tomar mi opción sacerdotal ya en enseñanza media se desplegaba
la señera figura de Su Santidad Juan Pablo
II. Soy –espiritualmente- Hijo de Juan Pablo II, de Pio IX, de Benedicto XVI,
de San Pio X, de San León Magno, y de cada uno de los pontífices que Dios nos
ha dado, desde aquel Pescador de Galilea
al que le dijo: “Sígueme” hasta quien
hoy dirige la nave de Pedro en medio de un mar tempestuoso y desafiante.
Me formé como sacerdote
al alero de la Virgen de Lo Vásquez. Lejos del mundanal ruido, podíamos
escuchar nítidamente la voz de Dios, siguiendo la sabiduría del San Bernardo: “se primero fuente y luego canal”.
¿Cómo hablar de Dios si acaso no hablamos con Él? ¿Cómo entender las urgencias
del mundo postergando el imperativo de conocer a Dios? ¿Cómo entender la
sociedad relegando la primacía de Dios?
Los años de Seminario
fueron un tiempo de bendición, donde la cercanía y probidad de los formadores
iba de la mano con las enseñanzas del magisterio pontificio, desde el
seguimiento de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, huella segura e
imprescindible para la recta formación sacerdotal, con un ambiente proclive a
la virtud y la sana amistad en vistas no a un trabajo futuro a desempeñar sino
a una vida por la cual cualquier sacrificio resultaba secundario en vistas a estar
haciendo las veces de Jesucristo en la Iglesia y en medio del mundo.
¿Vale la pena tanto
tiempo? Mejor un sacerdocio temporal dicen unos. ¿Vale la pena tanto
sacrificio? ¿Vale la pena tanta soledad? Un sacerdocio compartido aventura
otro. Hermanos: El Sacerdote o es creyente o naufraga; o vive como cree o
terminará creyendo lo que vive.
Jóvenes y niños que
están hoy aquí: me preguntan… ¿Por qué se hizo sacerdote hace veinticinco años?
Porque hay una fuerza capaz de transformar al mundo desde su interior, el único
amor que me concede la certeza de ser para siempre, que por un regalo
inmerecido del cielo, se ha fijado en el más pequeño –literalmente lo digo-
para decir al mundo su verdad, para entregar al mundo su amistad, para
santificar por el camino de gracia que son los sacramentos, cuya cumbre está en
la Santísima Eucaristía, desde donde nace y a la cual llega la vida de Iglesia
y del sacerdote.
Por esto: La Santa Misa
explica la vida del sacerdote. No es parte de su pega, es parte de su vida.
¡Tal Misa, tal cura! La identidad de todo sacerdote, y de todo presbiterio debe
estar centrada en todo momento en los
altares, no en las mesas; debe procurar tener como norte cumplir en todo la voluntad de Dios, no cegarse por las
exigencias de las masas; debe ser sobre todo un creyente, un hombre de fe, que confíe en la sabiduría milenaria de un
magisterio asistido por el Espíritu que prometió claramente: “El poder del Maligno no prevalecerá sobre
Ti”. ¡non prevalebunt! ¡Sé en quien he
confiado! Tengo la certeza de haber apostado a ganador al confiar en Dios mi
vida sacerdotal.
Pero, hay una segunda
pregunta, que en cada jornada hemos de procurar hacernos: ¿Para qué fuimos hechos? La respuesta nos la da San Alberto
Hurtado: “La vida fue dada para buscar a
Dios, la muerte para encontrarlo y la eternidad para poseerlo”. Dios nada deja
al azar cuando se trata de gestar una vocación al sacerdocio, permitiendo que
todo sirva para el fin de hacer presente a Cristo.
Fuimos hechos para buscar a Dios, para amar a Dios, para vivir en Dios, y hasta que ello ocurra definitivamente repetiremos,
junto a San Agustín de Hipona: “Inquieto está nuestro corazón mientras no
descanse en ti Señor”. Esta tensión le da fantasía, frescor, juventud
a cada jornada que desempeño, la cual lejos de ser producto de la inercia
y rutina tiene la novedad del saber estar haciendo la voluntad de Dios.
El lema de sacerdocio
que tomé hace un cuarto de siglo, lo encontramos en la oración de Padre
Nuestro: Adveniat Regnum Tuum. ¡Que venga tu reino! Lo considero in imperativo
para cada enseñanza, cada actividad, cada iniciativa, cada sacrificio que debo
emprender. En Palabras del actual Pontífice consiste en “primerear” a Cristo en el mundo, como el bien más urgente, la
causa más valiosa y camino más necesario.
En este camino
recorrido, hay cosas muchas cosas de las cuales me he arrepentido de haber
hecho como también otras de no haber realizado. Por ello, confío en la
misericordia de Dios que siempre puede más que nuestro pecado, habida
consideración de las palabras que un día
reveló el Sagrado Corazón de Jesús: “las
faltas que más duelen a mi corazón son las de mis consagrados”.
Desde los siete años
comencé a venir a misa a este templo; aquí muchas veces me confesé; acolité
como seminarista; asistí como diácono transitorio, celebré un día como hoy la
Primera Misa, celebre los diez años de sacerdocio, y hoy retorno para colocar a
los pies de la Virgen del Carmen lo que han sido estos veinticinco años de vida
sacerdotal, en sus grandezas y pequeñeces, virtudes y pecados, alegrías y
pesares, logros y fracasos. Con todo: ¡Nada puede separarnos del amor de Dios!
Mas, no quiero alejarme
del camino recorrido durante estos años, en los cuales la figura de la Virgen
Santísima ha ocupado un lugar central. Cual Stella Maris ha estado presente en
cada etapa tal como sólo una madre lo sabe hacer y un hijo la puede reconocer. ¡Cómo se nota
la ausencia materna en la formación de un hijo! La madre centra, la madre abre
horizontes, la madre sabe esperar, una y otra vez.
Las destinaciones que
me han sido dadas han incluido la presencia de la Virgen María en sus diversas
advocaciones. Durante mi infancia y adolescencia, a los pies de la Virgen del
Carmen en Viña del Mar, luego ocho años junto a la Purísima de Lo Vásquez. De
inmediato, a los pies de Nuestra Señora del Rosario de Puchuncaví, para partir
al primer destino pastoral ante la venerada imagen de Nuestra señora de la
Candelaria. Luego, un año ante la Virgen del Rosario en Quilpué, para continuar
dos décadas ante la imagen más antigua de la región y Patrona de Valparaíso
como es Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro.
Humanamente no imagino
haber ideado un itinerario más seguro y feliz que el que a la fecha Dios me ha
permitido recorrer, por lo que sería realmente necio si no viese una particular
protección y predilección de Quien un día me invitó inmerecidamente a seguir sus pasos, tan de cerca que sus
huellas permiten posar mi pie en su caminar, y experimentar en primera persona,
desde la identidad de un sacerdote diocesano lo que implica ser Alter Christus
en el umbral del siglo que despunta. ¡Viva Cristo Rey! Amén.
SACERDOTE
JAIME HERRERA GONZÁLEZ, DIÓCESIS DE
VALPARAÍSO.
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