HOMILÍA CUARTO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.
R.P Jaime Herrera G. |
1. “No
endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el
desierto, donde
me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra”
(Salmo 95, 8.9).
Para
muchos, los nombres de Meribá y de Massá son desconocidos, más debiese
llamarnos la atención que la Santa Iglesia nos invite a repetir diariamente en
el rezo del Breviario. Entonces, ¿Qué aconteció en aquellos dos lugares que
nos cita el Antiguo Testamento? Recordemos: Dios sacó al pueblo de Israel que
estaba esclavizado en Egipto, y lo hizo teniendo como guía al patriarca Moisés.
Habiendo salido de la tierra del Nilo, hastiados de la tierra del camino, y del
sol que bordearía los cincuenta grados, comenzaron a murmurar y reclamar,
exigiendo un milagro: tener agua para beber en el desierto. Desde entonces ese
lugar se llamó “tentación” y Moisés
preguntó a los israelitas: “¿Por qué
tentáis al Señor tu Dios?” (Éxodo
XVII, 1-7).
En
todo el tiempo previo al inicio de sus protestas y exigencias de sus derechos,
fueron testigos de grandes milagros de Dios: cruzaron el Mar Rojo cuando Dios
separó las aguas, comieron abundante maná, que el Señor les hizo llover desde
el cielo, quedaron satisfechos de comer carne de las aves que Dios les concedió.
Mas, el tema no era lo que Dios les concedió ni –tampoco- lo que les el
Señor les prometió, sino que exigían que les concediera lo que querían, en el
momento que lo querían y de la manera cómo lo querían.
Un
Dios a la medida de sus reclamos, un Dios acomodado a los derechos que
pretendían exigir a su Providente Creador. ¿Qué es tentar a Dios? ¿Puede la criatura realmente exigir algo a su Dios? Tentar es pretender obligar al
Señor a hacer nuestra voluntad, a exigirle que se coloque a nuestro servicio,
que haga lo que queremos, y se acomode a cada uno de nuestros proyectos.
Esto
es lo totalmente distinto a lo que debe ser: el hombre ha de estar al servicio
de Dios, simplemente porque es Dios, al que se le debe todo honor y gloria,
toda sujeción y servicio, sin desconocer que estamos llamados a ser siervos
y no solo servidores, tal como algunas sesgadas traducciones litúrgicas
actuales lo esbozan con sutileza.
“Nada nuevo bajo el sol”
dice un antiguo refrán. “No serviremos”
fue la expresión de los ángeles que se rebelaron contra Dios, “no obedecer” fue la inclinación a la
cual cedieron nuestros padres en el Paraíso terrenal ante la propuesta del
Demonio en ropaje de áspid, “no quiero” es
la actitud que le manifestamos al Señor nuestro Dios al momento de hacerle
exigencias porque le aplicamos la ley del trueque: te doy esto y me das esto,
pretendiendo tener merecimientos autónomos al poder, la misericordia y la
gratuidad de Dios.
¿Qué
pasa si Dios no nos concede aquello que le exigimos? ¿Qué pasa si la hora de Dios no avanza a la par de la
hora nuestra? De inmediato nos molestamos, abandonamos las prácticas de piedad
y de caridad, y nos colocamos quejumbrosos
con Dios y el mundo. Se endurece el corazón y se termina disgregando.
Hermanos: ¡No tentar a Dios nunca!
La
dureza del corazón nace porque
existe una cerrazón inicial, la cual, conduce irremediablemente hacia el temor, la desconfianza y la
agresividad. Un corazón cerrado no
siente ni hace sentir, no es capaz de amar –simplemente- porque no se sabe
amado. Un corazón empedernido es semejante a una puerta cerrada, la cual sólo
puede ser abierta desde el interior. Toda iniciativa por audaz, novedosa, y
sincera que sea quedará al otro lado de la puerta, y no podrá entrar.
Mas,
lo notable del amor de Dios es que, como Creador nuestro, el Señor sabe de qué estamos hechos, y nos
conoce perfectamente, de tal manera que es más íntimo a nosotros, que lo que –incluso- nosotros creemos saber de
nuestro interior. Entonces, si acaso asumimos de una vez que el “yo” lo sabe Él desde siempre, surge
de inmediato la certeza de saberse
conocido, y si consideramos que nadie ama lo que no conoce, deducimos que Dios que todo lo sabe, no dejará
de amar a quien de la nada no dejó de crear, incluso, al que obstinada y persistentemente se aleje
de Él.
¿Por
qué? La respuesta es espontánea: si lo dejara de querer aquel dejaría de
existir. Así, aunque nos olvidemos de Dios, Él no se olvida de nosotros, y “está a la puerta llamando” –día y
noche- al corazón del hombre y de la sociedad.
El
Dios en quien creemos –permanentemente- nos da facilidades nunca bagatelas.
Por ello, desea salvarnos gratuitamente por su infinita misericordia, al
extremo de permitir poder afirmar que “Aquel
que te creo sin ti no te salvará sin ti” (San Agustín de Hipona).
¿Puedo
decir que alcanzar el Cielo depende de mí? Bien entendido, asumiendo que la
gracia de Dios está al inicio, en el camino y como fin de todo acto meritorio
del hombre, si lo podemos afirmar, por ello no dejemos de acoger un sabio
consejo: “cuida siempre lo que piensas, porque
tus pensamientos se volverán palabras; cuida tus palabras porque estas se
convertirán en tus actitudes; cuida tus actitudes porque, más tarde o más
temprano, serán tus acciones. Cuida rus acciones que terminarán transformándose
en costumbres; cuida tus costumbres, porque forjarán tu carácter, cuida tu
carácter porque esto será lo que forje tu destino”. Todo lo anterior lo
resume el Apóstol San Pablo al decir: “Al
final cada uno cosechará lo que ha sembrado” (Gálatas VI, 7). Entonces, nadie
se condena al infierno sin culpa personal, y cada bautizado es responsable de
su destino eterno, por lo que la fe y las obras ganan el cielo.
Padre Jaime Herrera
¿Por
qué caló tan hondamente el himno del Congreso Eucarístico de 1980 en el mundo
católico de nuestra Patria? Probablemente, hemos olvidado su letra, y las nuevas
generaciones nunca lo conocieron, y escasamente se enseña en los seminarios: decía
“No temas dice el Señor, no temas
pueblo mío, ábranle de par en par todas las puertas, si le dejamos entrar El
estará con nosotros y reinará para siempre”. Evidentemente, parte del
texto respondía a la invitación hecha al inicio del pontificado de Juan Pablo
II en su Misa de Entronización. Hace unos años, con ocasión de la beatificación
de Papa “venido de un lugar lejano”,
se escribió un himno en el cual se hacía –nuevamente- mención a dichas palabras:
“! Abran las puertas a Cristo! ¡No
tengan miedo: abrid el corazón al amor de Dios”.
Dios quiere nuestro
corazón, pero, como recuerda la Santa Biblia “Él es un Dios celoso” (Éxodo XX, 5),
no lo quiere a medias con falsos ídolos ni a tiempo compartido.
¡Sólo Él en todo momento! De esta entrega nace una vida espiritual que no
avanza a regañadientes ni se deja
seducir por mezquindades, lo que concede al alma que se sepa y se sienta
plenamente libre porque está totalmente entregada a las manos de su Creador y
Redentor.
La segunda lectura de
esta Santa Misa nos enseña claramente en palabras de San Pablo: “Os digo esto para
vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y
al trato asiduo con el Señor, sin división” (1
Corintios VII, 35). En
palabras de una antigua tonada chilena diremos: “Corazones partidos yo no los quiero”.
2. “Se
puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como
quien tiene autoridad, y no como los escribas” (San
Marcos I, 21).
El
Evangelio nos habla de la impronta que sorprendía a las muchedumbres sobre la
prestancia de Jesús. Más que la novedad, más que la accesibilidad para
comprender, más que la metodología utilizada, les llamaba la atención el
talante, es decir, la seguridad y propiedad que sus palabras encerraban.
La
autoridad se suele confundir con el que tiene un poder, con el que posee un
conocimiento, pero rara vez se le vincula al que es íntegro. Poseer autoridad es tener dominio de lo
que uno hace, no se trata de una parte sino de todo lo que uno ha hecho.
El
autor es responsable, habla con la seguridad del que sabe lo que dice,
haciéndolo a nombre propio, tal como lo anunciara la Escritura: “Yo les suscitaré, de en medio de sus
hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les
dirá todo lo que yo le mande. Si alguno no escucha mis
palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré
cuentas de ello.
Pero
si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no
he mandado decir, y habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá.” (Deuteronomio
XVIII, 18.20).
Buenamente
nos podemos preguntar respecto de cuáles eran las diferencias entre el estilo
de enseñar de Jesús y el de los fariseos y expertos en la Escritura.
a).
Desvinculados de la realidad, los escribas, fariseos y expertos “biblistas” inspiraban
miedo, por lo que se les temía; porque evitaban a los demás se les evitaba a
ellos; se les sonreía de frente, más se les criticaba por la espalda, anidando –quizás-
eventuales rencores y odios ocultos. El modo de enseñar de nuestro Señor
invitaba a la confianza, proyectaba entusiasmo. A aquellos se les temía, a Jesús
se le amaba.
b).
Los maestros de la Torah buscaban siempre a quien culpar de algo, aplicando el
refrán “el que la hace la paga”.
Sancionaban, castigaban, acusaban. En cambio, el estilo de Jesús, desde la llama humeante y desde el brote, era capaz de encender hogueras y hacer
reverdecer los campos. Por ello, corrige
y comprende; castiga y enseña; llamaba la atención y perdonaba. Era
intransigente con el pecado, es verdad, y a la vez, en todo momento no dejaba de invitar a la
conversión y de perdonar diligentemente, tal como lo hizo con la mujer
adúltera, con Zaqueo, con Simón Pedro, con Mateo y tantos otros.
c).
El escriba ordenaba a cada uno lo que debía hacer. Jesús como maestro daba el
ejemplo, iba en primer lugar, actuaba en primera persona, en Nazaret trabajaba
como los demás y con los demás. Marcaba el camino con su propio caminar.
d).
El maestro escriturista suele manejar
la gente, Jesús la prepara. Aquellos maestros no reconocían a sus
discípulos, porque “no tenían cuneta” y “pasaban por los aires”, y al ser
teóricos caían en la tentación de deshumanizarlos hasta quedarse con un rebaño sin rostro ni
iniciativa. En cambio Jesús el Maestro bueno, que enseñaba con autoridad
conocía a cada una de sus ovejas, tratándolas con la delicadeza que lo haría un
Dios verdadero y un hombre verdadero. Sabía que las almas y la Iglesia por Él
fundada no eran una masa amorfa ni una colección de individuos moldeados en
serie a los cuales manipular por determinada pedagogía.
Por
esto, en el camino de descubrir como el Señor nos llama al apostolado, en este
día descubrimos que lo genuino del estilo de Jesús anidaba en lo que estaba en
su corazón, en el cual no habitaba otra cosa que procurar la salvación de las
almas que fueron echar para buscar a Dios para encontrar a Dios y para amar a
Dios. Amén
No hay comentarios:
Publicar un comentario