sábado, 31 de enero de 2015

Corazones partidos yo no los quiero

 HOMILÍA CUARTO DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.

R.P Jaime Herrera G.
1.      “No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque habían visto mi obra(Salmo 95, 8.9).
Para muchos, los nombres de Meribá y de Massá son desconocidos, más debiese llamarnos la atención que la Santa Iglesia nos invite a repetir diariamente en el rezo del Breviario. Entonces, ¿Qué aconteció en aquellos dos lugares que nos cita el Antiguo Testamento? Recordemos: Dios sacó al pueblo de Israel que estaba esclavizado en Egipto, y lo hizo teniendo como guía al patriarca Moisés. Habiendo salido de la tierra del Nilo, hastiados de la tierra del camino, y del sol que bordearía los cincuenta grados, comenzaron a murmurar y reclamar, exigiendo un milagro: tener agua para beber en el desierto. Desde entonces ese lugar se llamó “tentación” y Moisés preguntó a los israelitas: “¿Por qué tentáis al Señor tu Dios?” (Éxodo XVII, 1-7).
En todo el tiempo previo al inicio de sus protestas y exigencias de sus derechos, fueron testigos de grandes milagros de Dios: cruzaron el Mar Rojo cuando Dios separó las aguas, comieron abundante maná, que el Señor les hizo llover desde el cielo, quedaron satisfechos de comer carne de las aves que Dios les concedió. Mas, el tema no era lo que Dios les concedió ni –tampoco- lo que les el Señor les prometió, sino que exigían que les concediera lo que querían, en el momento que lo querían y de la manera cómo lo querían.
Un Dios a la medida de sus reclamos, un Dios acomodado a los derechos que pretendían exigir a su Providente Creador. ¿Qué es tentar a Dios? ¿Puede la criatura realmente exigir algo a su Dios? Tentar es pretender obligar al Señor a hacer nuestra voluntad, a exigirle que se coloque a nuestro servicio, que haga lo que queremos, y se acomode a cada uno de nuestros proyectos.
Esto es lo totalmente distinto a lo que debe ser: el hombre ha de estar al servicio de Dios, simplemente porque es Dios, al que se le debe todo honor y gloria, toda sujeción y servicio, sin desconocer que estamos llamados a ser siervos y no solo servidores, tal como algunas sesgadas traducciones litúrgicas actuales lo esbozan con sutileza.
“Nada nuevo bajo el sol” dice un antiguo refrán. “No serviremos” fue la expresión de los ángeles que se rebelaron contra Dios, “no obedecer” fue la inclinación a la cual cedieron nuestros padres en el Paraíso terrenal ante la propuesta del Demonio en ropaje de áspid, “no quiero” es la actitud que le manifestamos al Señor nuestro Dios al momento de hacerle exigencias porque le aplicamos la ley del trueque: te doy esto y me das esto, pretendiendo tener merecimientos autónomos al poder, la misericordia y la gratuidad de Dios.
¿Qué pasa si Dios no nos concede aquello que le exigimos? ¿Qué pasa si la hora de Dios no avanza a la par de la hora nuestra? De inmediato nos molestamos, abandonamos las prácticas de piedad y de caridad, y nos colocamos quejumbrosos con Dios y el mundo. Se endurece el corazón y se termina disgregando. Hermanos: ¡No tentar a Dios nunca!


La dureza del corazón nace porque existe una cerrazón inicial, la cual, conduce irremediablemente  hacia el temor, la desconfianza y la agresividad. Un corazón  cerrado no siente ni hace sentir, no es capaz de amar –simplemente- porque no se sabe amado. Un corazón empedernido es semejante a una puerta cerrada, la cual sólo puede ser abierta desde el interior. Toda iniciativa por audaz, novedosa, y sincera que sea quedará al otro lado de la puerta, y no podrá entrar.
Mas, lo notable del amor de Dios es que, como Creador nuestro,  el Señor sabe de qué estamos hechos, y nos conoce perfectamente, de tal manera que es más íntimo a nosotros,  que lo que –incluso- nosotros creemos saber de nuestro interior. Entonces, si acaso asumimos de una vez que el “yo” lo sabe Él desde siempre, surge de inmediato  la certeza de saberse conocido, y si consideramos que nadie ama lo que no conoce,  deducimos que Dios que todo lo sabe, no dejará de amar a quien de la nada no dejó de crear, incluso,  al que obstinada y persistentemente se aleje de Él.
¿Por qué? La respuesta es espontánea: si lo dejara de querer aquel dejaría de existir. Así, aunque nos olvidemos de Dios, Él no se olvida de nosotros, y “está a la puerta llamando” –día y noche- al corazón del hombre y de la sociedad.
El Dios en quien creemos –permanentemente- nos da facilidades nunca bagatelas. Por ello, desea salvarnos gratuitamente por su infinita misericordia, al extremo de permitir poder afirmar que “Aquel que te creo sin ti no te salvará sin ti” (San Agustín de Hipona).
¿Puedo decir que alcanzar el Cielo depende de mí? Bien entendido, asumiendo que la gracia de Dios está al inicio, en el camino y como fin de todo acto meritorio del hombre, si lo podemos afirmar, por ello no dejemos de acoger un sabio consejo: “cuida siempre lo que piensas, porque tus pensamientos se volverán palabras; cuida tus palabras porque estas se convertirán en tus actitudes; cuida tus actitudes porque, más tarde o más temprano, serán tus acciones. Cuida rus acciones que terminarán transformándose en costumbres; cuida tus costumbres, porque forjarán tu carácter, cuida tu carácter porque esto será lo que forje tu destino”. Todo lo anterior lo resume el Apóstol San Pablo al decir: “Al final cada uno cosechará lo que ha sembrado” (Gálatas VI, 7). Entonces, nadie se condena al infierno sin culpa personal, y cada bautizado es responsable de su destino eterno, por lo que la fe y las obras ganan el cielo.

Padre Jaime Herrera


¿Por qué caló tan hondamente el himno del Congreso Eucarístico de 1980 en el mundo católico de nuestra Patria?  Probablemente,  hemos olvidado su letra, y las nuevas generaciones nunca lo conocieron, y escasamente se enseña en los seminarios: decía No temas dice el Señor, no temas pueblo mío, ábranle de par en par todas las puertas, si le dejamos entrar El estará con nosotros y reinará para siempre”. Evidentemente, parte del texto respondía a la invitación hecha al inicio del pontificado de Juan Pablo II en su Misa de Entronización. Hace unos años, con ocasión de la beatificación de Papa “venido de un lugar lejano”, se escribió un himno en el cual se hacía –nuevamente- mención a dichas palabras: “! Abran las puertas a Cristo! ¡No tengan miedo: abrid el corazón al amor de Dios”.
Dios quiere nuestro corazón, pero, como recuerda la Santa Biblia “Él es un Dios celoso” (Éxodo XX, 5), no lo quiere a medias con falsos ídolos ni a tiempo compartido. ¡Sólo Él en todo momento! De esta entrega nace una vida espiritual que no avanza a regañadientes ni se deja seducir por mezquindades, lo que concede al alma que se sepa y se sienta plenamente libre porque está totalmente entregada a las manos de su Creador y Redentor.
La segunda lectura de esta Santa Misa nos enseña claramente en palabras de San Pablo: “Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división” (1 Corintios  VII, 35). En palabras de una antigua tonada chilena diremos: “Corazones partidos yo no los quiero”.
2.      “Se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (San Marcos I, 21).
El Evangelio nos habla de la impronta que sorprendía a las muchedumbres sobre la prestancia de Jesús. Más que la novedad, más que la accesibilidad para comprender, más que la metodología utilizada, les llamaba la atención el talante, es decir, la seguridad y propiedad que sus palabras encerraban.
La autoridad se suele confundir con el que tiene un poder, con el que posee un conocimiento, pero rara vez se le vincula al que es íntegro.  Poseer autoridad es tener dominio de lo que uno hace, no se trata de una parte sino de todo lo que uno ha hecho.
El autor es responsable, habla con la seguridad del que sabe lo que dice, haciéndolo a nombre propio, tal como lo anunciara la Escritura: “Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande. Si alguno no escucha mis palabras, las que ese profeta pronuncie en mi nombre, yo mismo le pediré cuentas de ello. Pero si un profeta tiene la presunción de decir en mi nombre una palabra que yo no he mandado decir, y habla en nombre de otros dioses, ese profeta morirá.” (Deuteronomio XVIII, 18.20).

Buenamente nos podemos preguntar respecto de cuáles eran las diferencias entre el estilo de enseñar de Jesús y el de los fariseos y expertos en la Escritura.
a). Desvinculados de la realidad, los escribas, fariseos y expertos “biblistas” inspiraban miedo, por lo que se les temía; porque evitaban a los demás se les evitaba a ellos; se les sonreía de frente, más se les criticaba por la espalda, anidando –quizás- eventuales rencores y odios ocultos. El modo de enseñar de nuestro Señor invitaba a la confianza, proyectaba entusiasmo. A aquellos se les temía, a Jesús se le amaba.
b). Los maestros de la Torah buscaban siempre a quien culpar de algo, aplicando el refrán “el que la hace la paga”. Sancionaban, castigaban, acusaban. En cambio,  el estilo de Jesús,  desde la llama humeante y desde el brote,  era capaz de encender hogueras y hacer reverdecer los campos.  Por ello, corrige y comprende; castiga y enseña; llamaba la atención y perdonaba. Era intransigente con el pecado, es verdad, y a la vez,  en todo momento no dejaba de invitar a la conversión y de perdonar diligentemente, tal como lo hizo con la mujer adúltera, con Zaqueo, con Simón Pedro, con Mateo y tantos otros.
c). El escriba ordenaba a cada uno lo que debía hacer. Jesús como maestro daba el ejemplo, iba en primer lugar, actuaba en primera persona, en Nazaret trabajaba como los demás y con los demás. Marcaba el camino con su propio caminar.
d). El maestro escriturista suele manejar la gente, Jesús la prepara. Aquellos maestros no reconocían a sus discípulos, porque “no tenían cuneta” y “pasaban por los aires”, y al ser teóricos caían en la tentación de deshumanizarlos  hasta quedarse con un rebaño sin rostro ni iniciativa. En cambio Jesús el Maestro bueno, que enseñaba con autoridad conocía a cada una de sus ovejas, tratándolas con la delicadeza que lo haría un Dios verdadero y un hombre verdadero. Sabía que las almas y la Iglesia por Él fundada no eran una masa amorfa ni una colección de individuos moldeados en serie a los cuales manipular por determinada pedagogía.
Por esto, en el camino de descubrir como el Señor nos llama al apostolado, en este día descubrimos que lo genuino del estilo de Jesús anidaba en lo que estaba en su corazón, en el cual no habitaba otra cosa que procurar la salvación de las almas que fueron echar para buscar a Dios para encontrar a Dios y para amar a Dios. Amén
                   






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