sábado, 24 de enero de 2015

“SER APÓSTOLES DE VERDAD Y DE LA VERDAD”.

 HOMILÍA TERCER DOMINGO /  TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.


R.P Jaime Herrera predica en la Catedral Castrense

Durante varias semanas, a lo largo del año litúrgico, la Iglesia nos invita a celebrar el misterio de  Jesús en su dimensión cotidiana, la cual sin estar revestida de la solemnidad de los tiempos fuertes como son Cuaresma, Pascua, Adviento y  Navidad, tiene el valor único de la fidelidad hecha permanencia. En efecto, ¿Qué celebramos durante el denominado tiempo ordinario y común? Sino el cumplimiento de la promesa hecha por el Señor: “Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Mas, como tantas veces lo hemos recordado: tales gracias exigen tales responsabilidades, por lo que la llamada que Dios nos hizo la semana anterior, ahora se concretiza. Por cierto, Dios nos llama a existir ¿para qué? estamos llamados a la santidad ¿dónde?; Dios quiere que seamos sus apóstoles ¿con  quiénes? A estas preguntas el Evangelio de San Marcos de hoy da respuesta en un solo versículo: “Venid conmigo”, “yo os daré llegar a ser”, “pescadores de hombres”.
En la primera lectura, se nos habla del profeta Jonás. ¿Qué es un profeta? Es un hombre elegido por Dios para dar a conocer su mensaje. En ocasiones, Dios le concede anunciar algo que está por suceder, o bien le otorga el poder taumaturgo, es decir, de realizar milagros en su nombre. Lo esencial de un profeta es que su vida gira en torno a Dios.
Para cumplir cabalmente su misión el profeta Jonás debió “entrar en la ciudad”. Recordemos que se requerían “tres días para cruzar toda Nínive”, y el profeta avanzó un día entero. No se quedó sólo en  las periferias, ni se instaló cómodamente en el centro de la urbe. Su lugar fue la misión; las personas a las que anunció el mensaje de Dios no respondían una sola realidad social, económica o política. Su opción preferencial era buscar la conversión de todos hacia Dios, pues, en primera persona había experimentado que la más honda necesidad que toda persona tenía era salir del fango del pecado para vivir en plena amistad con Dios.
La convicción de saber que el mensaje que uno anuncia es pertenencia de Dios no del profeta, no del apóstol, no del evangelizador, no del catequista, no del diácono, no del sacerdote, del obispo, conlleva hablar con seguridad, firmeza y claridad: “a tiempo y destiempo”, ante la más dócil de las audiencias como la que pueda presentarse como la más adversa y crispada. Pasa a un segundo plano el hecho de las consideraciones humanas de cómo seremos recibidos cuando ocupa el primer plano, Aquel que es el objeto de nuestro anuncio. ¡Si, busquemos caer bien a Dios! ¡Si, busquemos que Dios caiga bien al mundo! Pero, evitemos ceder a la tentación demoniaca de pretender caer bien a todos como profetas, porque ello es imposible.
De la misma manera, la novedad del anuncio se enmarca en la grandeza ilimitada de la verdad proclamada: Dios es la verdad, por lo que, no tiene relevancia decisiva para el mensajero, el profeta y el apóstol, el hecho de contemporaneidad. Asumamos de una vez que las componendas con los criterios del mundo son claudicaciones que pueden mermar gravemente nuestro anuncio y debilitar nuestro testimonio.
Esto lo entendemos cuando el profeta Jonás les dice que la bullente ciudad, cuya edificación se extendía diariamente, llegaría a su fin en sólo cuarenta días. No estaba de moda, ni iba de la mano con las corrientes de pensamiento entonces vigentes en Nínive lo que Jonás les dijo. Y, fue lo que Dios dijo, dado a conocer por el testigo fiel,  quien hizo cambiar de vida a cuantos habían marginado el nombre de Dios de su cultura, de su vida familiar, de su política, de su vida social, de la educación, de su justicia, y de su economía. Sabia es la invitación del Salmo XXV que hemos proclamado hace un instante: “Muestra a los pecadores el camino, conduce en la justicia a los humildes y a los pobres enseña su sendero”.
El mismo Dios que se presenta como creador en el libro del Génesis, como protector al momento de elegir y formar a su pueblo con Abrahán y su descendencia, el Dios revelado como Padre providente que acompañaba con su bendición a quienes sacaría de la esclavitud temporal, ese Dios es quien ahora reprende por la manifiesta corrupción de quienes estaban llamados a la fidelidad. El cambio de vida de su pueblo debía ir de la mano por la plena aceptación de las verdades de la fe, pues la disyuntiva de la vida humana siempre permanece vigente: “o se vive como se cree” o “se termina creyendo lo que se vive”.
Y, esto último hace que muchas veces la tentación del que está llamado a anunciar a Jesucristo se confunda, en el mejor de los casos, a causa de  la  ignorancia y cobardía, pero también, en ocasiones,  por intereses egoístas y mezquinos, en todo lo cual el Maligno conoce los tiempos de mayor debilidad del hombre y de la Iglesia para acrecentar su influencia perversa en confusión, duda, maldad, violencia, y crispación social, que marcan “los signos de los tiempos” en la vida presente. ¿Duda alguien que el demonio anda como león rugiente buscando a quien devorar?
Bajo el argumento de no ser conformacional, de no hablar de cosas malas, de no recriminar, se ha llegado al extremo de hacer insípido el mensaje del Evangelio, cuyo valor –finalmente- resulta igual si se toma o se deja. Si a una persona que no cree en Dios, que está en camino de una conversión, o bien es un principiante en el camino de la vida cristiana se le dice que,  haga lo que haga tendrá similar consecuencia, es lo mismo que negar que el hombre por la gracia de Dios puede efectivamente actuar meritoriamente, toda vez que una vida de fe sin obras es prueba de una fe muerta, y una pastoral que sistemáticamente mutile el mensaje dado por Jesús hace que la vida cristiana hacia la sociedad sea estéril.
Seguir al Señor en el desprendimiento.
La Santa Biblia nos enseña que Cristo fue anunciado como un “signo de contradicción”, que no dudó en llamar a los fariseos “raza de víboras”, y a los expertos en la Escritura “sepulcros blanqueados”, con lo cual su persona hecha palabra, fue capaz de cautivar a los primeros discípulos, los cuales lejos de llenar sus bolsillos a costa de la Palabra, tuvieron una actitud de vida que “dejándolo todo siguieron al Señor”. El desprendimiento y desasimiento es fundamental en quien se sabe llamado por Jesús, y es la condición necesaria para el seguimiento fiel.
Seguir al Señor en el sacrificio.
El discípulo no puede avanzar por un camino diverso de su Maestro. Y un criterio basilar de discernimiento es el grado de sacrificio que entraña el anuncio del Santo Evangelio. La persecución, la adversidad, y la renuencia de unos,  desde la perspectiva de la fe,  se transforman no en muros infranqueables sino en peldaños que permiten escalar en perfección y santidad, tal como es el que recorrió Juan Bautista, los Apóstoles y cada bautizado que ha optado por amar a Dios antes que a los hombres.
Seguir al Señor diligentemente.
En la segunda lectura se nos dice que “el tiempo es corto” (1 Corintios VII, 29). Hay una urgencia por dar a conocer el Santo Evangelio en nuestro tiempo. Al llegar cada fin de año muchas personas suelen crecientemente comentar lo rápido que pasa el tiempo, de tal manera que cada año parece durar menos. A pesar de tener las mismas horas, los mismos, días,  el tiempo actual pasa volando. Y esto debe hacernos recordar que la inminencia del advenimiento del Señor en la Parusía está precedida por su llegada cada día a nuestros altares en su Cuerpo y Sangre, haciendo de nuestros templos recintos que anuncian la eternidad, la trascendencia y lo definitivo. Entonces, si la caridad de Dios nos urge,  nos debe apremiar dar a conocer a Cristo en su Iglesia, y desde Ella al mundo.
La razón de anterior es clara y la señala el mismo Cristo: “Porque el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (San Marcos I, 15). ¿Cuál será nuestra actitud ante la premura del tiempo? Sin lugar a dudas, la misma que tuvieron aquellos que fueron exhortados por el profeta Jonás: “Los ninivitas creyeron en Dios. Ordenaron el ayuno y se vistieron de sayal, desde el mayor hasta el menor. Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala vida, y se arrepintió del castigo que había determinado hacerles, y no lo hizo”.
¡Convertíos y creed en la Buena Nueva! La respuesta de los discípulos fue sin regañadientes, sin tardanzas, lo que no habla de superficialidad, de ligereza ni premura. Sino que se refiere al interés por cumplir lo antes posible aquello que se ha descubierto como el bien más necesario,  ante el cual nada es comparable ni se puede anteponer.

“Ser pescador de hombres” implica una doble dimensión para nuestra realidad de Iglesia. Primero, nos invita a rezar insistentemente con el fin de tener santas y numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas. Actualmente hay parroquias que no cuentan con Cura Párroco, simplemente porque no hay más sacerdotes,  y hay congregaciones que a causa de las intestinas deserciones, de la longevidad de sus miembros, y de una deficiente formación y promoción vocacional deben dejar las comunidades que un día sirvieron con lozanía. Todo ello solo puede ser asumido como una crisis, a la vez que debe ser enfrentada como tal, pues la guerra que hace el relativismo y secularismo hacia la Iglesia solo puede tener como respuesta la fidelidad de quienes asuman permanentemente el desafío de salvar almas para Dios.
Nuestra Iglesia necesita de jóvenes que opten por un sacerdocio célibe, por amor al reino de los cielos, de un sacerdocio obediente, cuyo norte sea la primacía de Dios, y de un sacerdocio pobre, que confíe en el Dios que siempre ampara y no olvida.
“Ser pescador de hombres” en segundo lugar, lleva a descubrir la riqueza que hay tras cada vida humana concebida que es el futuro del mundo y el bienestar de su Iglesia. Por ello, los padres de familia están llamados a discernir desde el preámbulo de la fe por el camino de la generosidad respecto del número de hijos que Dios les quiera conceder como fruto de su amor conyugal.
Ante el número de hijos, que eventualmente se pueden tener, no se trata de decir que tal o cual cifra es la más adecuada, sino de señalar que debe haber una predisposición a la vida que Dios quiere conceder. ¡Nadie que viene a este mundo lo hace por casualidad ni está,  por ello, de sobra! Por esto, responsablemente se deben recibir los hijos que Dios no deja de conceder. La denominada paternidad responsable no implica tener más o menos hijos sino que apunta a procurar discernir y cumplir en toda la voluntad de Dios respecto del proyecto que tiene Dios para el esposo y la esposa.
La generosidad de los padres de familia en orden a tener un mayor número de hijos sólo puede tener el reconocimiento respetuoso de cada creyente, y la bendición de toda nuestra jerarquía eclesiástica, pues el futuro del mundo pasa por lo que es la familia, y si esta no logra proyectarse siquiera numéricamente ¿Qué futuro tendrá nuestra  sociedad? ¿Qué vida cristiana habrá si no hay quien predique ni tampoco a quien se predique?
Oremos entonces, por el aumento de la vocaciones sacerdotales, haciendo de esta intención un imperativo para todo el Año Litúrgico, a la vez que imploremos la gracia del Señor sobre todos aquellos matrimonios que han apostado por tener familias numerosas. Amén.

         
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