HOMILÍA TERCER DOMINGO / TIEMPO ORDINARIO / CICLO “B”.
R.P Jaime Herrera predica en la Catedral Castrense |
Durante varias semanas,
a lo largo del año litúrgico, la Iglesia nos invita a celebrar el misterio
de Jesús en su dimensión cotidiana, la
cual sin estar revestida de la solemnidad de los tiempos fuertes como son
Cuaresma, Pascua, Adviento y Navidad,
tiene el valor único de la fidelidad hecha permanencia. En efecto, ¿Qué
celebramos durante el denominado tiempo ordinario y común? Sino el cumplimiento
de la promesa hecha por el Señor: “Yo
estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos”.
Mas, como tantas veces
lo hemos recordado: tales gracias exigen tales responsabilidades, por lo
que la llamada que Dios nos hizo la semana anterior, ahora se concretiza. Por
cierto, Dios nos llama a existir ¿para
qué? estamos llamados a la santidad ¿dónde?;
Dios quiere que seamos sus apóstoles ¿con quiénes? A estas preguntas el Evangelio
de San Marcos de hoy da respuesta en un solo versículo: “Venid conmigo”, “yo os daré
llegar a ser”, “pescadores de hombres”.
En la primera lectura,
se nos habla del profeta Jonás. ¿Qué es un profeta? Es un hombre elegido por
Dios para dar a conocer su mensaje. En ocasiones, Dios le concede anunciar algo
que está por suceder, o bien le otorga el poder taumaturgo, es decir, de
realizar milagros en su nombre. Lo esencial de un profeta es que su vida
gira en torno a Dios.
Para cumplir cabalmente
su misión el profeta Jonás debió “entrar
en la ciudad”. Recordemos que se requerían “tres días para cruzar toda Nínive”,
y el profeta avanzó un día entero. No se quedó sólo en las periferias, ni se instaló cómodamente en
el centro de la urbe. Su lugar fue la misión; las personas a las que anunció
el mensaje de Dios no respondían una sola realidad social, económica o
política. Su opción preferencial era buscar la conversión de todos hacia Dios,
pues, en primera persona había experimentado que la más honda necesidad que
toda persona tenía era salir del fango del pecado para vivir en plena amistad
con Dios.
La convicción de saber
que el mensaje que uno anuncia es pertenencia de Dios no del profeta, no del
apóstol, no del evangelizador, no del catequista, no del diácono, no del
sacerdote, del obispo, conlleva hablar con seguridad, firmeza y claridad: “a tiempo y destiempo”, ante la más
dócil de las audiencias como la que pueda presentarse como la más adversa y
crispada. Pasa a un segundo plano el hecho de las consideraciones humanas de
cómo seremos recibidos cuando ocupa el primer plano, Aquel que es el objeto de
nuestro anuncio. ¡Si, busquemos caer bien a Dios! ¡Si, busquemos que Dios caiga bien al mundo! Pero, evitemos
ceder a la tentación demoniaca de pretender caer bien a todos como profetas,
porque ello es imposible.
De la misma manera, la
novedad del anuncio se enmarca en la grandeza ilimitada de la verdad
proclamada: Dios es la verdad, por lo que, no tiene relevancia decisiva para el
mensajero, el profeta y el apóstol, el hecho de contemporaneidad. Asumamos de
una vez que las componendas con los criterios del mundo son claudicaciones
que pueden mermar gravemente nuestro anuncio y debilitar nuestro testimonio.
Esto lo entendemos
cuando el profeta Jonás les dice que la bullente ciudad, cuya edificación se
extendía diariamente, llegaría a su fin en sólo cuarenta días. No estaba de
moda, ni iba de la mano con las corrientes de pensamiento entonces vigentes en
Nínive lo que Jonás les dijo. Y, fue lo que Dios dijo, dado a conocer por el
testigo fiel, quien hizo cambiar de vida
a cuantos habían marginado el nombre de Dios de su cultura, de su vida
familiar, de su política, de su vida social, de la educación, de su justicia, y
de su economía. Sabia es la invitación del Salmo XXV que hemos proclamado hace
un instante: “Muestra a los pecadores el camino, conduce en la
justicia a los humildes y a los pobres enseña su sendero”.
El mismo Dios que se
presenta como creador en el libro
del Génesis, como protector al
momento de elegir y formar a su pueblo con Abrahán y su descendencia, el Dios revelado
como Padre providente que acompañaba
con su bendición a quienes sacaría de la esclavitud temporal, ese Dios es quien
ahora reprende por la manifiesta corrupción de quienes estaban llamados a la
fidelidad. El cambio de vida de su pueblo debía ir de la mano por la plena
aceptación de las verdades de la fe, pues la disyuntiva de la vida humana
siempre permanece vigente: “o se vive
como se cree” o “se termina creyendo lo que se vive”.
Y, esto último hace que
muchas veces la tentación del que está llamado a anunciar a Jesucristo se
confunda, en el mejor de los casos, a causa de la
ignorancia y cobardía, pero también, en ocasiones, por intereses egoístas y mezquinos, en todo
lo cual el Maligno conoce los tiempos de mayor debilidad del hombre y de la
Iglesia para acrecentar su influencia perversa en confusión, duda, maldad,
violencia, y crispación social, que marcan “los
signos de los tiempos” en la vida presente. ¿Duda alguien que el demonio
anda como león rugiente buscando a quien devorar?
Bajo el argumento de no
ser conformacional, de no hablar de cosas malas, de no recriminar, se ha
llegado al extremo de hacer insípido el mensaje del Evangelio, cuyo valor –finalmente-
resulta igual si se toma o se deja. Si a una persona que
no cree en Dios, que está en camino de una conversión, o bien es un
principiante en el camino de la vida cristiana se le dice que, haga lo que haga tendrá similar consecuencia,
es lo mismo que negar que el hombre por la gracia de Dios puede efectivamente actuar
meritoriamente, toda vez que una vida de
fe sin obras es prueba de una fe muerta, y una pastoral que sistemáticamente
mutile el mensaje dado por Jesús hace que la vida cristiana hacia la sociedad
sea estéril.
Seguir
al Señor en el desprendimiento.
La Santa Biblia nos
enseña que Cristo fue anunciado como un “signo
de contradicción”, que no dudó en llamar a los fariseos “raza de víboras”, y a los expertos en
la Escritura “sepulcros blanqueados”, con
lo cual su persona hecha palabra, fue capaz de cautivar a los primeros
discípulos, los cuales lejos de llenar sus bolsillos a costa de la Palabra, tuvieron
una actitud de vida que “dejándolo todo
siguieron al Señor”. El desprendimiento y desasimiento es fundamental en
quien se sabe llamado por Jesús, y es la condición necesaria para el
seguimiento fiel.
Seguir
al Señor en el sacrificio.
El discípulo no puede
avanzar por un camino diverso de su Maestro. Y un criterio basilar de
discernimiento es el grado de sacrificio que entraña el anuncio del Santo
Evangelio. La persecución, la adversidad, y la renuencia de unos, desde la perspectiva de la fe, se transforman no en muros infranqueables
sino en peldaños que permiten escalar en perfección y santidad, tal como es
el que recorrió Juan Bautista, los Apóstoles y cada bautizado que ha optado por
amar a Dios antes que a los hombres.
Seguir
al Señor diligentemente.
En la segunda lectura
se nos dice que “el tiempo es corto” (1
Corintios VII, 29). Hay una urgencia por dar a conocer el Santo
Evangelio en nuestro tiempo. Al llegar cada fin de año muchas personas suelen
crecientemente comentar lo rápido que pasa el tiempo, de tal manera que cada
año parece durar menos. A pesar de tener las mismas horas, los mismos, días,
el tiempo actual pasa volando. Y esto
debe hacernos recordar que la inminencia del advenimiento del Señor en la
Parusía está precedida por su llegada cada día a nuestros altares en su Cuerpo
y Sangre, haciendo de nuestros templos recintos que anuncian la eternidad, la
trascendencia y lo definitivo. Entonces, si la caridad de Dios nos
urge, nos debe apremiar dar a conocer a
Cristo en su Iglesia, y desde Ella al mundo.
La razón de anterior es
clara y la señala el mismo Cristo: “Porque
el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca” (San
Marcos I, 15). ¿Cuál será nuestra actitud ante la premura del
tiempo? Sin lugar a dudas, la misma que tuvieron aquellos que fueron exhortados
por el profeta Jonás: “Los ninivitas
creyeron en Dios. Ordenaron el ayuno y se vistieron de sayal, desde el mayor
hasta el menor. Vio Dios lo que hacían, cómo se convirtieron de su mala vida, y
se arrepintió del castigo que había determinado hacerles, y no lo hizo”.
¡Convertíos y creed en
la Buena Nueva! La respuesta de los discípulos fue sin regañadientes, sin
tardanzas, lo que no habla de superficialidad, de ligereza ni premura. Sino que
se refiere al interés por cumplir lo antes posible aquello que se ha descubierto
como el bien más necesario, ante el cual
nada es comparable ni se puede anteponer.
“Ser
pescador de hombres” implica una doble dimensión para
nuestra realidad de Iglesia. Primero, nos invita a rezar insistentemente con el
fin de tener santas y numerosas vocaciones sacerdotales y religiosas.
Actualmente hay parroquias que no cuentan con Cura Párroco, simplemente porque
no hay más sacerdotes, y hay
congregaciones que a causa de las intestinas deserciones, de la longevidad de
sus miembros, y de una deficiente formación y promoción vocacional deben dejar
las comunidades que un día sirvieron con lozanía. Todo ello solo puede ser asumido
como una crisis, a la vez que debe ser enfrentada como tal, pues la guerra que
hace el relativismo y secularismo hacia la Iglesia solo puede tener como
respuesta la fidelidad de quienes asuman permanentemente el desafío de salvar
almas para Dios.
Nuestra Iglesia
necesita de jóvenes que opten por un sacerdocio
célibe, por amor al reino de los cielos, de un sacerdocio obediente, cuyo norte sea la primacía de Dios, y de un sacerdocio pobre, que confíe en el Dios
que siempre ampara y no olvida.
“Ser
pescador de hombres” en segundo lugar, lleva a descubrir la
riqueza que hay tras cada vida humana concebida que es el futuro del mundo y el
bienestar de su Iglesia. Por ello, los padres de familia están llamados a
discernir desde el preámbulo de la fe por el camino de la generosidad respecto
del número de hijos que Dios les quiera conceder como fruto de su amor
conyugal.
Ante el número de
hijos, que eventualmente se pueden tener, no se trata de decir que tal o cual
cifra es la más adecuada, sino de señalar que debe haber una predisposición
a la vida que Dios quiere conceder. ¡Nadie que viene a este mundo lo hace
por casualidad ni está, por ello, de
sobra! Por esto, responsablemente se deben recibir los hijos que Dios no deja
de conceder. La denominada paternidad responsable no implica tener más o
menos hijos sino que apunta a procurar discernir y cumplir en toda la voluntad
de Dios respecto del proyecto que tiene Dios para el esposo y la esposa.
La generosidad de los
padres de familia en orden a tener un mayor número de hijos sólo puede tener el
reconocimiento respetuoso de cada creyente, y la bendición de toda nuestra
jerarquía eclesiástica, pues el futuro del mundo pasa
por lo que es la familia, y si esta no logra proyectarse siquiera numéricamente
¿Qué futuro tendrá nuestra sociedad? ¿Qué
vida cristiana habrá si no hay quien predique ni tampoco a quien se predique?
Oremos entonces, por el
aumento de la vocaciones sacerdotales, haciendo de esta intención un imperativo
para todo el Año Litúrgico, a la vez que imploremos la gracia del Señor sobre
todos aquellos matrimonios que han apostado por tener familias numerosas. Amén.
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