miércoles, 14 de enero de 2015

Dios vencedor de la muerte


MISA EXEQUIAL IGLESIA SAGRADOS CORAZONES VALPARAÍSO.


¿Cuál es la mejor fecha para morir? Es una pregunta que puede surgir a esta hora cuando constatamos que, mientras nuestras calles están colmadas del fragor navideño, al interior de nuestro templo verificamos con mayor nitidez,  el silencio de la plegaria hecha por quien ha partido de este mundo.
Para el creyente todo puede servir para descubrir la mano de Dios en cada acontecimiento que le toca vivir, sabiendo que la Divina Providencia es  quien rige la vida. ¡Nada escapa a la mirada del Buen Dios!
Nuestras celebraciones de exequias no están llamadas a ser una vedada ceremonia de humana canonización, en la cual, en algunas ocasiones, los panegíricos ensalzan unilateralmente las virtudes de nuestros difuntos obviando el misterio de pecado con el cual compartimos nuestro caminar, en un combate sin tegua que se ha de dar hasta el instante último que el hombre expira.
A lo largo de nuestra vida sabemos que vamos a la Casa de Dios, puesto que,  desde que nacemos estamos llamados a la santidad. Nuestra carta de ciudadanía debe estar anclada hacia lo alto y no indefectiblemente amarrada a las cosas transitorias: que se pierden, se oxidan y se hurtan.  ¡Necio es quien olvidando su vocación de Cielo se tiene como esclavo hijo de la tierra!
Cristo lo dijo: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga  Vida Eterna” (San Juan VI, 40).”, por  lo cual,  el Apóstol exhortaba vivamente  a los cristianos de Tesalónica: “¿No sabéis que sois ciudadanos del cielo?”. ¡Esta es la voluntad de Dios: vuestra santidad! (1 Tesalonicenses IV, 3).
Esa carta de ciudadanía implica procurar tener un estilo de vida determinado, el cual,  es el camino que nos conduce a la plena realización, a la más honda felicidad, y al mayor espíritu de fraternidad. ¡El camino para ser más pasa por seguir a Jesucristo siempre! Lo anterior lo descubrimos porque sólo en Jesús hay respuesta definitiva a las hondas interrogantes, incertidumbres e inquietudes de la vida humana. ¡Él da respuesta a nuestra vida porque es la Vida misma!
No nos cansemos de recordar que somos “ciudadanos del cielo” (Filipenses III, 20), precisamente,  en este momento donde el sentido último de la evidencia de una muerte nos invita a descubrir nuestro carácter espiritual y la necesaria dimensión trascendente  que tienen  nuestras obras. ¡Alcemos nuestra mirada al Cielo! ¡Elevemos nuestras vidas! ¡Sursum corda!: “arriba los corazones”, especialmente a esta hora de muerte y vida!

El refranero popular suele incluir grandes verdades como también puede deslizar permanentes errores. Nunca me ha gustado dar ni recibir pésames, porque la sola palabra encierra una raíz de algo que pesa y conlleva al sentimiento de pesadumbre; en cambio,  sí que prefiero,  a esta hora,  hablar del deseo de parabienes. “No somos nada” dirán unos, otros con nostalgia añadirán: “todo tiene solución menos la muerte”. ¡Grave error!
Porque, somos tan importantes para Dios cada uno, que por la salvación eterna de uno solo,  Cristo, habría asumido la naturaleza humana en Nazaret, habría nacido en Belén, muerto y resucitado en Jerusalén. Entonces: ¡somos mucho para Dios! Por otra parte, la solución definitiva de la muerte la da nuestro Señor Resucitado al tercer día. El sepulcro vacío nos enseña que la última palabra no la tiene la muerte sino la vida en Cristo.
El pesar cede necesariamente su lugar a la virtud de la esperanza cristiana.
El rumor de los sentidos que ven un féretro y escuchan un lamento son derrotadas por la omnímoda Palabra de Dios que nos dice: “Todo aquel que une a mí con fe viva no muere para siempre” (San Juan XI, 25), y por su presencia en la Santísima Eucaristía, donde Jesucristo está real y substancialmente vivo en medio nuestro.  Por esto, nuestra esperanza se funda en la confianza depositada en Dios que se manifestó como Semper Fidelis.


¿Y cómo es nuestro Dios? Es un Dios que no calla cuando fracasamos; un Dios que acompaña en medio de la desbandada, un Dios que apaña en medio de persecuciones e incomprensiones.
Ese Dios, al que la Iglesia invitó a confiar desde pequeño, con la enseñanza de su señora madre, hizo que nuestro hermano, por quien rezamos esta Santa Misa, en su etapa adulta manifestase una piedad, sencilla y confiada en el auxilio de la gracia que no dejó de asistirle hasta el último momento de su vida en medio de los suyos.
El santo escapulario lo portaba de manera permanente, y con orgullo lo mostraba como una defensa de su alma ante las adversidades; la arraigada devoción al niño Dios de Las Palmas en la Cuesta de la Dormida en Olmué que le hizo subir hace unas semanas, ya afectado por la grave enfermedad que padeció, para colocar a sus pies divinos aquellas necesidades que le eran más urgentes, tanto –primero- espiritual, como –luego- materialmente: un hombre de carácter que supo ver en aquel Niño Dios el camino para abandonar sus preocupaciones en su Sagrado Corazón, tan divino como humano a la vez.
 Recuerdo con cuánta dedicación cuidaba de su señora madre, a la cual llevaba sagradamente al Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, para que participara en la Misa dominical. A aquella que un día lo sostuvo en sus brazos, ahora, llevaba del brazo para recibir a Jesús Sacramentado; a aquella que un día le enseñó sus primeros pasos, ahora,  le daba la seguridad para acercarse a comulgar;  Tuvimos oportunidad hace unos años atrás de celebrar las exequias de ella en nuestra Sede Parroquial: desde entonces, nuestro hermano acudía a la Santa Misa en la cual participaba con devoción, siempre ubicado al final del templo, como rememorando la actitud y las palabras del publicano que Jesús refiere en una de sus parábolas: “Aquel hombre se quedó atrás, no se atrevía a levantar la mirada, y sólo imploraba: Ten piedad de mi porque soy un pecador (San Lucas XVIII,9-14).
O bien,  como reviviendo desde el final del templo, y en primera persona,  la súplica del Evangelio que repetimos antes de ir a comulgar diciendo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme(San Mateo VIII, 7).
Todo lo anterior nos invita a confiar en las manos del Señor y en su misericordia, la cual  siempre puede más que nuestros pecados, la Vida Eterna de nuestro hermano, sabedores que recibió la promesa cumplida de los Primeros Viernes de Mes. En efecto Cristo prometió que todo aquel que participara,  los nueve primeros de mes seguidos, comulgando debidamente, obtendría el auxilio del sacramento de la extremaunción al final de sus días,  con el arrepentimiento merecedor de la misericordia.
Además, la bondad de Dios le permitió gozar de plena conciencia hasta la última etapa de su enfermedad, sabedor de contar con la cercana ayuda y cariño de quienes ocuparon la primacía de sus desvelos y quereres como fue su señora esposa,  sus dos hijos y demás familiares. Sin ruido, con cierta prisa, nuestro hermano partió de este mundo, haciéndonos recordar que para el creyente la muerte es el nacimiento definitivo. No como el que evocamos en cada cumpleaños sino como el que celebraremos cada día veintiuno de de diciembre.
Como Sacerdote he podido compartir muchos momentos con vuestra familia: Celebré el matrimonio de sus dos hijos; bauticé a cada uno de sus nietos, celebré las exequias de su señora madre, impartí la unción de los enfermos a su madre y a él hace dos días, bendije sus hogares, impartí el sacramento de la confesión. Hoy, en esta Misa de Exequias miramos desde este templo la imagen del Nuestro Señor y una vez más, decimos: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Amen.

Sacerdote:  Jaime Herrera González / Cura Párroco de Puerto Claro en Valparaíso





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