MISA EXEQUIAL IGLESIA SAGRADOS CORAZONES VALPARAÍSO.
¿Cuál es la mejor fecha
para morir? Es una pregunta que puede surgir a esta hora cuando constatamos que,
mientras nuestras calles están colmadas del fragor navideño, al interior de
nuestro templo verificamos con mayor nitidez, el silencio de la plegaria hecha por quien ha
partido de este mundo.
Para el creyente todo
puede servir para descubrir la mano de Dios en cada acontecimiento que le toca vivir,
sabiendo que la Divina Providencia es quien
rige la vida. ¡Nada escapa a la mirada del Buen Dios!
Nuestras celebraciones
de exequias no están llamadas a ser una vedada ceremonia de humana canonización,
en la cual, en algunas ocasiones, los panegíricos ensalzan unilateralmente las
virtudes de nuestros difuntos obviando el misterio de pecado con el cual compartimos
nuestro caminar, en un combate sin tegua que se ha de dar hasta el instante último
que el hombre expira.
A lo largo de nuestra
vida sabemos que vamos a la Casa de Dios, puesto que, desde que nacemos estamos llamados a la
santidad. Nuestra carta de ciudadanía
debe estar anclada hacia lo alto y no indefectiblemente amarrada a las cosas
transitorias: que se pierden, se oxidan y se hurtan. ¡Necio es quien olvidando su vocación de Cielo
se tiene como esclavo hijo de la tierra!
Cristo lo dijo: “Esta es la voluntad de mi Padre, que todo
el que ve al Hijo y cree en Él tenga
Vida Eterna” (San Juan VI, 40).”, por
lo cual, el Apóstol exhortaba vivamente a los cristianos de Tesalónica: “¿No sabéis
que sois ciudadanos del cielo?”. ¡Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santidad! (1 Tesalonicenses IV, 3).
Esa carta de ciudadanía implica procurar
tener un estilo de vida determinado, el cual, es el camino que nos conduce a la plena
realización, a la más honda felicidad, y al mayor espíritu de fraternidad. ¡El
camino para ser más pasa por seguir a
Jesucristo siempre! Lo anterior lo descubrimos porque sólo en Jesús hay
respuesta definitiva a las hondas interrogantes, incertidumbres e inquietudes
de la vida humana. ¡Él da respuesta a nuestra vida porque es la Vida misma!
No nos cansemos de
recordar que somos “ciudadanos del cielo”
(Filipenses
III, 20), precisamente,
en este momento donde el sentido último de la evidencia de una muerte
nos invita a descubrir nuestro carácter espiritual y la necesaria dimensión
trascendente que tienen nuestras obras. ¡Alcemos nuestra mirada al
Cielo! ¡Elevemos nuestras vidas! ¡Sursum corda!: “arriba los corazones”, especialmente a esta hora de muerte y vida!
El refranero popular
suele incluir grandes verdades como también puede deslizar permanentes errores.
Nunca me ha gustado dar ni recibir pésames, porque la sola palabra encierra una
raíz de algo que pesa y conlleva al sentimiento de pesadumbre; en cambio, sí que prefiero, a esta hora,
hablar del deseo de parabienes. “No
somos nada” dirán unos, otros con nostalgia añadirán: “todo tiene solución menos la muerte”. ¡Grave error!
Porque, somos tan
importantes para Dios cada uno, que por la salvación eterna de uno solo, Cristo, habría asumido la naturaleza humana en
Nazaret, habría nacido en Belén, muerto y resucitado en Jerusalén. Entonces: ¡somos
mucho para Dios! Por otra parte, la solución definitiva de la muerte la da
nuestro Señor Resucitado al tercer día. El sepulcro vacío nos enseña que la última
palabra no la tiene la muerte sino la vida en Cristo.
El pesar cede
necesariamente su lugar a la virtud de la esperanza cristiana.
El rumor de los
sentidos que ven un féretro y escuchan un lamento son derrotadas por
la omnímoda Palabra de Dios que nos dice: “Todo
aquel que une a mí con fe viva no muere para siempre” (San
Juan XI, 25), y por su presencia en la Santísima Eucaristía, donde
Jesucristo está real y substancialmente vivo en medio nuestro.
Por esto,
nuestra esperanza se funda en la confianza depositada en Dios que se manifestó
como Semper Fidelis.
¿Y cómo es nuestro
Dios? Es un Dios que no calla cuando fracasamos; un Dios que acompaña en medio de
la desbandada, un Dios que apaña en medio de persecuciones e incomprensiones.
Ese Dios, al que la
Iglesia invitó a confiar desde pequeño, con la enseñanza de su señora madre,
hizo que nuestro hermano, por quien rezamos esta Santa Misa, en su etapa adulta
manifestase una piedad, sencilla y confiada en el auxilio de la gracia que no
dejó de asistirle hasta el último momento de su vida en medio de los suyos.
El santo escapulario lo
portaba de manera permanente, y con orgullo lo mostraba como una defensa de su
alma ante las adversidades; la arraigada devoción al niño Dios de Las Palmas en
la Cuesta de la Dormida en Olmué que le hizo subir hace unas semanas, ya
afectado por la grave enfermedad que padeció, para colocar a sus pies divinos
aquellas necesidades que le eran más urgentes, tanto –primero- espiritual, como
–luego- materialmente: un hombre de carácter que supo ver en aquel Niño Dios el
camino para abandonar sus preocupaciones en su Sagrado Corazón, tan divino como
humano a la vez.
Recuerdo con cuánta dedicación
cuidaba de su señora madre, a la cual llevaba sagradamente al Santuario de
Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, para que participara en la Misa
dominical. A aquella que un día lo sostuvo en sus brazos, ahora, llevaba del
brazo para recibir a Jesús Sacramentado; a aquella que un día le enseñó sus
primeros pasos, ahora, le daba la
seguridad para acercarse a comulgar; Tuvimos
oportunidad hace unos años atrás de celebrar las exequias de ella en nuestra
Sede Parroquial: desde entonces, nuestro hermano acudía a la Santa Misa en la
cual participaba con devoción, siempre ubicado al final del templo, como
rememorando la actitud y las palabras del publicano que Jesús refiere en una de
sus parábolas: “Aquel hombre se quedó
atrás, no se atrevía a levantar la mirada, y sólo imploraba: Ten piedad de mi
porque soy un pecador”
(San Lucas XVIII,9-14).
O bien, como reviviendo desde el final del templo, y
en primera persona, la súplica del Evangelio
que repetimos antes de ir a comulgar diciendo: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastará para sanarme” (San Mateo VIII, 7).
Todo lo anterior nos
invita a confiar en las manos del Señor y en su misericordia, la cual siempre puede más que nuestros pecados, la
Vida Eterna de nuestro hermano, sabedores que recibió la promesa cumplida de
los Primeros Viernes de Mes. En efecto Cristo prometió que todo aquel que
participara, los nueve primeros de mes
seguidos, comulgando debidamente, obtendría el auxilio del sacramento de la extremaunción
al final de sus días, con el
arrepentimiento merecedor de la misericordia.
Además, la bondad de
Dios le permitió gozar de plena conciencia hasta la última etapa de su
enfermedad, sabedor de contar con la cercana ayuda y cariño de quienes ocuparon
la primacía de sus desvelos y quereres como fue su señora esposa, sus dos hijos y demás familiares. Sin ruido,
con cierta prisa, nuestro hermano partió de este mundo, haciéndonos recordar
que para el creyente la muerte es el nacimiento definitivo. No como el que
evocamos en cada cumpleaños sino como el que celebraremos cada día veintiuno de
de diciembre.
Como Sacerdote he
podido compartir muchos momentos con vuestra familia: Celebré el matrimonio de
sus dos hijos; bauticé a cada uno de sus nietos, celebré las exequias de su
señora madre, impartí la unción de los enfermos a su madre y a él hace dos
días, bendije sus hogares, impartí el sacramento de la confesión. Hoy, en esta
Misa de Exequias miramos desde este templo la imagen del Nuestro Señor y una
vez más, decimos: ¡Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Amen.
Sacerdote: Jaime Herrera González / Cura Párroco de
Puerto Claro en Valparaíso
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