HOMILÍA PRIMER DOMINGO / TIEMPO DE
CUARESMA / 2015.
1.
“He aquí que yo establezco mi alianza con
vosotros” (Génesis, IX, 9).
Misa Sábado 17 de Febrero 2015 |
El
pasado miércoles hemos dado inicio al tiempo de cuaresma. Las cenizas nos
evocan el acto de hacer penitencia,
recordando que es un hecho que ha nacido de un encuentro con Dios, el cual da
razón de una conversión plena hacia Dios. Por lo que si el agua nos recuerda
el bautismo, la ceniza nos evoca el holocausto,
en el cual todo se ha quemado.
El
agua es símbolo de un nuevo nacimiento, el definitivo, el que siempre debemos recordar y primero
celebrar, porque nacemos como
verdaderos hijos de Dios. Según
la carne se vive un tiempo, como hijo de Dios se vive para siempre.
Lo
que esencialmente caracteriza este tiempo litúrgico es la conversión. , el
cambio del corazón, lo cual, no es
producto de un entusiasmo pasajero, ni de una opción unilateral, sino
esencialmente de una llamada especial de Dios, cuyo amor gratuito antecede
siempre nuestros anhelos y necesidades, por urgentes y masivos que nos parezca
Si la mirada de Dios lo llena todo, su amor lo crea todo, por lo que la certeza
de sabernos vistos por Él nos hace
tomar certeza de avanzar por el camino correcto al optar por Dios.
El
acto de fe como al que Dios invitó a Noé y ocho fieles, requiere –espiritualmente- de dar un salto al vacío.
¿Qué pasa cuando lo hacemos? Acontece que de una aparente seguridad asumimos el
riesgo de ir hacia lo que humanamente se nos presenta como incierto. De hecho,
si lo hacemos, sabemos cómo será el
lugar dónde llegaremos. Por tanto, nadie
salta al vacío sin tener una certeza,
respecto de si dónde se llega, se es
bien acogido.
Y
no hablamos de una simple aventura,
que implica un riesgo ciego, como la de quien practica un deporte aventura, o juega a la ruleta rusa o se arriesga sin medir
consecuencia alguna en una carrera de autos por la mitad de una bullente ciudad,
No, no hablamos de ese tipo de riesgos, porque las consecuencias nos la
manifiesta in extenso la prensa rubricada en titulares, sino que nos
referimos, más bien, a aquellas
realidades que nos toca enfrentar diariamente donde “nos movemos y existimos, las cuales, Dios nos las presenta de
manera tan sorprendente como inesperada.
Si
muchas veces afirmamos que la muerte es sorpresiva, y se presenta sin previo
aviso, el don de la vida, dado por el Señor, tiene una impronta de ser capaz
de cautivar desde lo inesperado, tal como acontece cuando uno no espera ni
tiene previsto regalo alguno pero, “de
repente”, bajo la simple razón del “porque
si” o “se me ocurrió”, le damos –a ese presente- un valor no sólo
distinto sino mayor a aquel don que se nos ha entregado. Un regalo en
navidad es esperable, al igual que en
un cumpleaños o con motivo de un matrimonio. Lo agradecemos y valoramos, pero
son a los otros los que les concedemos un “plus”
de gratitud, de alegría y reconocimiento.
El
don de la conversión en la Santa Cuaresma puede parecer algo “esperable”, porque es un tiempo
eminentemente penitencial, en el cual,
todo nos habla de abandonar el pecado y de procurar vivir en gracia de
Dios. Y, damos por supuesto un cambio, en virtud de la inercia de la una costumbre…pero
¿Hay una determinada determinación
por hacerlo?
Entonces,
se hace necesario revivir la conversión durante estos cuarenta días, tal como
lo dijo, en su mensaje El Romano Pontífice actual: “Fac
cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo”
(Súplica
de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo
tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se
deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la
indiferencia”. Para ello, hay que:
a).
Convertirse para dar gloria a Dios. Nuestro
fin en este mundo es claro: Fuimos creados para dar Gloria a Dios, procurando
en todo momento buscar, encontrar y amar
a Dios. Nada es más urgente, ni resulta más importante que procurar dar
a Dios lo que es de Dios, porque es Dios.
Fundamentalmente,
las parábolas de la misericordia nos hablan que la iniciativa la toma Dios. ¡Él
nos amó primero! Así, la conversión es obra de Dios, que actúa al inicio
durante y al fin del acto por medio del cual optamos por Dios de manera radical
y sin reservas, sabiendo que la medida de la seguridad es la medida de la
confianza depositada en su poder, en su bondad y en su misericordia.
Nuestra
conversión cuaresmal, cuando es verdadera, tiene algo que anticipa lo que
viviremos con Dios para siempre,
puesto que, la alegría -anunciada por
Jesús- en el Cielo provocada un solo pecador arrepentido tributa la gloria que
Dios merece y mira siempre con beneplácito.
Quien
se convierte durante la Cuaresma saca hoy una sonrisa en el cielo y en la
tierra. .Por ello, durante
este tiempo penitencial, hemos de “pedir
a Dios una buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo” (1
San Pedro III, 21).
b). Convertirse para ser feliz. Cuando una persona lleva varios días sin poder
asearse, y de pronto tiene la oportunidad de hacerlo, experimenta una sensación
de renovación: ¡está como nuevo! Pues bien, la mayor suciedad que existe es
la que proviene del pecado, por ello, la conversión permite acceder a un
lavado del alma, por medio del corazón
arrepentido y quebrantado (Salmo
LI, 17) que queda “blanco como la nieve”
(Isaías I, 18) por medio del sacramento
de la confesión.
Imploremos en este Primer
Domingo de Cuaresma con el Salmo que hemos escuchado: “Guíame en tu verdad, enséñame, que tú eres
el Dios de mi salvación” (Salmo
XXV, 5). Y, lo hacemos sabiendo
que la verdad es de suyo amable, por ello, fue Cristo quien se identificó como el “camino, la verdad y la vida”. La
conversión no sólo nos ayuda sino que nos hace posible vivir bien, santamente,
lo cual, va siempre de la mano con la
verdad. Es que no se puede volver a Dios manteniendo una vida falsa, y para
el creyente una vida falsa termina siendo una farsa.
Bien
lo sabemos: el Hijo Pródigo se
propuso regresar a su casa, a donde él pertenecía: “volveré a la casa paterna y le diré: Padre he pecado contra el cielo y
contra ti, no merezco llamarme tu hijo” (San Lucas XV, 11-32). En ese tomar
conciencia del pecado propio cometido se incluye, según el texto hebreo, “hacer penitencia”, lo que implicaba
arrepentirse “en polvo y ceniza”
(Oseas XIV, 1). Aquel joven que un día despreció a su padre, no se detuvo en
emitir unas hermosas palabras para pedir perdón, tampoco, se limitó a ejecutar
unos gestos hermosos de buena crianza y amistad.
De
manera semejante, cuando el Señor Jesús
acoge y perdona a la mujer adúltera, de inmediato la instó vivamente a dejar –radicalmente-
su mala vida pasada. Jesús no habla de vivencias de “procesos”, ni tampoco
de “experiencias inevitables”, que de suyo no serían sujeto de mérito mi
sanción, sino que objetivamente, Cristo nos recuerda que hay acciones que se
oponen a la voluntad de Dios, que ofenden su corazón, y que deben ser –resueltamente-
modificadas.
En
modo alguno Cristo hizo componenda ni concesión con el pecado grave: por
eso le dijo a quien cometió flagrante adulterio: “Vete y procura no volver a pecar”. En tanto que ya en la era
apostólica, los discípulos fueron
explícitos en llamar a la conversión, exhortando a dejar el lastre de pecado a las
diversas comunidades de bautizados por ellos fundadas.
Actualmente,
existe un hastío hacia lo religioso,
producto del racionalismo, del naturalismo y del holding de herejías que constituyen el modernismo, ampliamente condenado por la
Iglesia hace un siglo y medio , y que rebrota en lo que el Papa Benedicto XVI
denominó como “la dictadura del
relativismo”.
¿Qué
hacer ante la magnitud de males ad intra
y ad extra de nuestra Iglesia Santa?
Miremos el consejo de Santa Teresa de Ávila, cuyo Año Jubilar del Vº Centenario
de su natalicio celebramos: Ella nos invita a mirar la imagen de Cristo
Crucificado: “porque estaba ya muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en
Dios. Paréceme le dije entonces que no me había de levantar de allí hasta que
hiciese lo que le suplicaba (...) fui mejorando mucho desde entonces" (Libro Vida 9, 3), a la vez que “la verdadera conversión está en no ofender
a Dios y estar determinados para todo bien” (Vida 9,9).
c).
Convertirse para hacer feliz a otros. “El Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva”
(San Marcos 1,15). Si
las consecuencias del pecado fueron
abismales, y ·cósmicas” en el sentido de afectar la relación humana con todo lo
creado y su creador, la conversión debe tender a rearmar, a reunir y juntar
lo que la voluntad de Dios no se detuvo para crear, ni lo que la Escritura señaló que “vio Dios lo
que había hecho y era muy bueno”.
Debemos
cambiar de vida: ¿Qué implica ello? ¿Será solo juntar unas monedas sobrantes en
una alcancía? ¿Sera dejar de ingerir tal o cual alimento en determinados días?
¿Será rezar el recuerdo de la Pasión del Señor cada viernes cuaresmal? Todo eso
y más, diremos, porque la conversión como es una gracia que viene de lo alto, siempre es dada para el bien de todos, de
tal manera que si yo me convierto, es
para convertir a otros; si hago penitencia es para que el mundo se reenfoque
hacia Dios. Hermanos: ¡No podemos enterrar la gracia de la conversión! Por
el contrario, la Santa Cuaresma es el tiempo propicio para escarbar y
descubrir el tesoro inmenso de una Vida Nueva en Cristo, para cada uno y para
todo aquel que descubra el camino verdadero que es la Bienaventuranza.
Santa Misa Sábado 17 de Febrero |
PADRE
JAIME HERRERA NUESTRA SEÑORA DE LAS MERCEDES DE PUERTO CLARO
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