HOMILIA EXEQUIAL / SEMANA VIGESIMA
QUINTA / CICLO “B”
1. “La vida fue dada para buscar a
Dios, la muerte para encontrar a Dios, la eternidad para estar con Dios” (San Alberto
Hurtado).
Con las palabras del
recordado Padre Alberto Hurtado vislumbramos el misterio que entraña la muerte
para nosotros. Se trata de una realidad que trasciende lo que cada uno puede
imaginar, aunque sus signos nos sean tan evidentes. Nos enfrentamos a una
certeza que presenta dos evidencias: la realidad de la muerte física y la
realidad de la vida eterna, entre ambas subyace una tensión que para unos
estará marcada por la sorpresa y distancia y para otros el anhelo y la
esperanza de un vida no sólo mejo sino signada por la plenitud.
Cada instante de la
vida presente puede ser un peldaño más que nos acerca a la bienaventuranza, o
eventualmente que nos aleje irremediablemente de ella. Digámoslo claramente: o
se muere o se vive. Para ello es necesario descubrir el tiempo actual como la
oportunidad que la gracia nos ha sido dada para buscar a Dios, de quien hemos salido y hacia quien estamos
llamados.
En efecto, nuestra vida
no está hecha para quedar anclada en las cosas de este mundo, sino para vivir
con Dios, según enseñó sabiamente el Apóstol San Pablo: “Sois ciudadanos del cielo”, es decir, nuestra definitiva carta de ciudadanía pertenece a lo que trasciende
y no a lo que de suyo es perecedero.
De múltiples maneras la
sociedad actual busca esconder el misterio de la muerte. De hecho, rara vez
hablamos seriamente en familia y con las amistades de ello, como si ello fuese
un apéndice a lo largo de nuestra vida, que allí esta, nada hace, pero que
cuando se daña resulta una catástrofe, de la cual mejor es callar.
Más, en ocasiones, sin
golpear la puerta, y en otras, con luces que señalan su cercanía evidente, como
puede ser padecer una enfermedad terminal, nos vemos irremediablemente
enfrentados ante su presencia. Murieron, mueren y moriremos, sin excepción.
Entonces, ¿cuál es el camino que como creyente recorremos?
Contemplamos el
misterio Aquel que fue crucificado hace dos milenios, ¿Y qué nos dice? Con
presteza leemos en el Evangelio: “Todo
aquel que se une a mí con fe viva no muere para siempre”...”Si no naces del
agua y del espíritu no tendrás vida eterna”...”Hoy estarás conmigo en el
Paraíso”. Todo el Evangelio es una Buena Noticia que habla de eternidad,
que refiere de la promesa hecha por Jesús: “Yo
me adelantaré y os prepararé un lugar a cada uno”.
A la luz de estas
palabras, descubrimos que nuestro hermano fue un hombre de uniformes: A lo
largo de su vida, durante treinta años llevó con alegría y honor el uniforme
que desde joven asumió bajo el juramento de servir a la Patria bendita hasta
dar la propia vida si acaso fuera necesario.
La vida de nuestro
hermano no fue una carrera hecha a prisa sino que fue, más bien, un caminar, paso a paso, tan distinto a lo
que la vida presente nos tiene inmersos en su vorágine, con sus prisas y
liviandades.
Alcanzando la cubre de
su carrera naval, como marino de guerra, supo de la grandeza que encierra la
humildad de los inicios, como la de una semilla que aparentemente es tan disminuida
pero que con el tiempo crece hasta ser un árbol frondoso rico en frutos y verdor.
De manera semejante, la vida de nuestro hermano está marcada por la simpleza de
sus inicios, que exigían el rigor y la disciplina sin lo cual no hay posible alcanzare
un buen resultado. Las verdaderas grandezas siempre tienen los más simples comienzos.
Aprender esto implica
crecer en el camino de las virtudes, de manera especial, en aquellas que Dios infunde en el alma el día
del bautismo, las cuales, germinan con el esfuerzo de cada uno en base a los
hábitos movidos en todo momento por la gracia que viene de lo alto. Así, la
prudencia ilumina el entendimiento; la fortaleza modera el
carácter; la justicia regula el ímpetu de la voluntad y la templanza
encamina lo que el pecado original dejó desordenado.
También, llevó el uniforme
como bombero. De un servicio a otro pasó. Llegando a servir por décadas, recibiendo
el debido reconocimiento en su vida. Consabido es aquel poema contemporáneo “En vida, hermano, en vida” de Ana María Rabatté y Cervi: “Si quieres hacer feliz a alguien
que quieras mucho…díselo hoy, sé muy bueno
en vida, hermano, en vida… No
esperes a que se mueran
si deseas dar una flor mándalas
hoy con amor
en vida, hermano, en vida… Si deseas
decir “te quiero”
a la gente de tu casa al amigo
cerca o lejos
en vida, hermano, en vida… Tú serás
muy venturoso
si aprendes a hacer felices, a todos
los que conozcas
en vida, hermano, en vida”.
Es “ahora” cuando hemos
de procurar hacer el bien, es en esta vida donde se juega nuestra oportunidad para alcanzar la salvación eterna. En tal sentido, ni un minuto
antes ni después partiremos de este mundo, pero si estamos ciertos que ello va
a suceder en aquellas circunstancias que
Dios haya establecido, puesto que, para el creyente, nada acontece al azar ni
es fruto de lo fortuito. Por cierto,
todo nos ha de servir para
descubrir la voluntad de Dios tras cada acontecimiento.
En ambos trabajos que
desarrolló procuró actuar como creyente. En tal sentido, la religión no fue para
él un añadido posible ni un adorno cosmético, ni un recurso facultativo,
más bien, fue una realidad esencial para su alma, desde la cual y hacia la cual
sacaba lo necesario para sobrellevar los momentos de alegría y de sacrificio
que nunca le resultaron esquivos a lo largo de su vida.
Así, llegó a cumplir
las Bodas de Oro matrimoniales: viviendo entre Valparaíso y Villa Alemana, su
vida esponsal se inició en la Iglesia de la Merced de San Felipe, de la cual
nacieron dos hijos, Francisco y Sandra, de los cuales se sabía plenamente querido
y acompañado.
En la pacifica ciudad
reconocida por sus molinos de viento, transcurrió su vida de hogar, en la cual
tuve oportunidad de acompañar, como sacerdote, en el matrimonio de su hijo, en el bautizo de
cada uno de sus nietos y, más recientemente,
en la administración del sacramento de la extremaunción, por medio del
cual le concedimos la absolución y la indulgencia plenaria para tranquilidad de su familia y principalmente
de él.
Ello fue el día domingo
por la noche, en momentos que recordamos aquel “caer la tarde” donde dos
peregrinos caminaban llenos de tristeza hacia Emaús, como –también- acontece en tantos que ven partir de este mundo
a sus seres queridos.
Entonces, repetimos la
súplica de los jóvenes de Emaús el día de la resurrección: “Quédate con
nosotros porque ya es tarde” (Mane
nobiscum Domine). Aquel domingo por la tarde, nuestro Señor celebraba con
los peregrinos de Emaús su presencia. Ahora,
lo hace nuevamente. También, experimentamos la realidad de su presencia
como un anticipo de lo que tendremos al momento de verle para siempre y repetiremos
la frase de aquellos jóvenes peregrinos de hace dos milenios: “¿No se
abrió nuestro entendimiento cuando nos hablaba? ¿No ardía nuestro corazón mientras iba de
camino junto a nosotros?
Ciertamente, Jesús está
con nosotros en su Palabra, pero sobre todo, de manera –real y substancial permanece
sacramentalmente en nuestra Santa Misa donde se renueva el santo sacrificio.
¡Jesucristo estará aquí en el momento de la consagración! El simple sonido de
una campana llega no sólo a nuestros oídos sino que hace sentir con fuerza su clamor
que anuncia el prodigio de la presencia en medio nuestro de Aquel que los ángeles adoran desde toda la eternidad y que
los santos reconocen ya en el Cielo para siempre.
En vísperas de la
festividad de Nuestra Señora de los Dolores celebramos, al caer el día, nuestra Santa Misa de Exequias. Una delicadeza
del Cielo para dos esposos que han sabido honrar a la Madre de Dios por
décadas, la cual, se unió plenamente a Jesús en el misterio de la cruz, hecho que Jesús reconoció claramente al decir
desde lo alto del Calvario: “Mujer, he
ahí a tu hijo” e inmediatamente señalar: “Hijo, ahí está tu Madre”.
Nuestra Madre del Cielo
es experta en momentos difíciles, como toda madre no rehúye dar la cara, sin buscar con ello, un etéreo protagonismo sino
en virtud el instinto de saberse portadora
y custodia del don de la vida, cobijado en su vientre. Por ello, la madre siempre
dice “presente” en los atrios: de colegios,
de hospitales, de los hogares, de las cárceles y de los cuarteles. Allí donde
se necesita, allí llega la madre presurosa,
de manera similar, acontece con la maternidad
espiritual que nuestra Madre Santísima tiene hacia cada creyente: es diligente,
es servicial, y es incondicional.
Nuestro hermano llevó
el uniforme de bombero, en la compañía que nos cobija bajo el lema: “Disciplina
y sacrificio”. Dos palabras algo denigradas y olvidadas actualmente en nuestra
sociedad, que encierran el estilo como sirvió a la comunidad de manera
desinteresada, buscando ayudar a quienes con urgencia lo requerían., salvando –quizás-
vidas tan preciadas como desconocidas.
En ocasiones, la cultura actual es tremendamente utilitarista:
se tiene, se usa, y se bota, tres palabras lo ejemplifican: se
tiene (“es bacán lo que tengo”); se
usa (lo pasé demasiado bien); se bota
(chao no mas). Muchas veces ocupamos
este trinomio con trabajos, personas e instituciones, no asumiendo la grandeza
de lo que es simple, gratuito, que cuesta lo que nos cuesta, en otras
palabras, el valor del verdadero sacrificio
no va de la mano con la rentabilidad, y, entonces, lo que para el mundo puede carecer de valor,
realmente es algo que bajo la mirada de Dios resulta gratificante. ¿Qué ganas
con esto? Simple: ser feliz haciendo
feliz.
Hermanos, la muerte de
nuestros seres queridos debe refrescar la realidad que en este mundo estamos de
paso. Nadie se queda aquí para siempre. El mundo es pasajero. El alma es
inmortal. Estamos llamados a la Vida Eterna en Cristo. Así lo recordada el gran
Poverello de Asís: “Nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Y pensáis poseer por largo tiempo las
vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora
en los que no pensáis, no sabéis e ignoráis; enferma el cuerpo, se aproxima la
muerte y así se muere de muerte amarga” (San Francisco, Carta a los fieles Primera).
Con la
confianza puesta en la misericordia de Dios, una vez más miramos a nuestra
Madre del Cielo. La cual, inmaculada en su corazón “ruega por nosotros ahora y
en la hora de nuestra muerte”, de tal manera que “Todo el que guarde estas cosas,
en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea
colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y
con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos” (Testamento de
San Francisco de Asís). Amen.
Sacerdote
Jaime Herrera González / Cura Párroco de Puerto Claro / Diócesis de Valparaíso
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