jueves, 24 de septiembre de 2015

Dos uniformes, dos servicios, una vida




 HOMILIA EXEQUIAL / SEMANA VIGESIMA QUINTA / CICLO “B”

  1.      “La vida fue dada para buscar a Dios, la muerte para encontrar a Dios,  la eternidad para estar con Dios” (San Alberto Hurtado).

Con las palabras del recordado Padre Alberto Hurtado vislumbramos el misterio que entraña la muerte para nosotros. Se trata de una realidad que trasciende lo que cada uno puede imaginar, aunque sus signos nos sean tan evidentes. Nos enfrentamos a una certeza que presenta dos evidencias: la realidad de la muerte física y la realidad de la vida eterna, entre ambas subyace una tensión que para unos estará marcada por la sorpresa y distancia y para otros el anhelo y la esperanza de un vida no sólo mejo sino signada por la plenitud.
Cada instante de la vida presente puede ser un peldaño más que nos acerca a la bienaventuranza, o eventualmente que nos aleje irremediablemente de ella. Digámoslo claramente: o se muere o se vive. Para ello es necesario descubrir el tiempo actual como la oportunidad que la gracia nos ha sido dada para buscar a Dios, de quien hemos salido y hacia quien estamos llamados.
En efecto, nuestra vida no está hecha para quedar anclada en las cosas de este mundo, sino para vivir con Dios, según enseñó sabiamente el Apóstol San Pablo: “Sois ciudadanos del cielo”, es decir, nuestra definitiva carta de ciudadanía pertenece a lo que trasciende y no a lo que de suyo es perecedero.
De múltiples maneras la sociedad actual busca esconder el misterio de la muerte. De hecho, rara vez hablamos seriamente en familia y con las amistades de ello, como si ello fuese un apéndice a lo largo de nuestra vida, que allí esta, nada hace, pero que cuando se daña resulta una catástrofe, de la cual mejor es callar.
Más, en ocasiones, sin golpear la puerta, y en otras, con luces que señalan su cercanía evidente, como puede ser padecer una enfermedad terminal, nos vemos irremediablemente enfrentados ante su presencia. Murieron, mueren y moriremos, sin excepción. Entonces, ¿cuál es el camino que como creyente recorremos?  
Contemplamos el misterio Aquel que fue crucificado hace dos milenios, ¿Y qué nos dice? Con presteza leemos en el Evangelio: “Todo aquel que se une a mí con fe viva no muere para siempre”...”Si no naces del agua y del espíritu no tendrás vida eterna”...”Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Todo el Evangelio es una Buena Noticia que habla de eternidad, que refiere de la promesa hecha por Jesús: “Yo me adelantaré y os prepararé un lugar a cada uno”.

A la luz de estas palabras, descubrimos que nuestro hermano fue un hombre de uniformes: A lo largo de su vida, durante treinta años llevó con alegría y honor el uniforme que desde joven asumió bajo el juramento de servir a la Patria bendita hasta dar la propia vida si acaso fuera necesario.
La vida de nuestro hermano no fue una carrera hecha a prisa sino que fue, más bien,  un caminar, paso a paso, tan distinto a lo que la vida presente nos tiene inmersos en su vorágine, con sus prisas y liviandades.

Alcanzando la cubre de su carrera naval, como marino de guerra, supo de la grandeza que encierra la humildad de los inicios, como la de una semilla que aparentemente es tan disminuida pero que con el tiempo crece hasta ser un árbol frondoso rico en frutos y verdor. De manera semejante, la vida de nuestro hermano está marcada por la simpleza de sus inicios, que exigían el rigor y la disciplina sin lo cual no hay posible alcanzare un buen resultado. Las verdaderas grandezas siempre  tienen los más simples comienzos.

Aprender esto implica crecer en el camino de las virtudes, de manera especial,  en aquellas que Dios infunde en el alma el día del bautismo, las cuales, germinan con el esfuerzo de cada uno en base a los hábitos movidos en todo momento por la gracia que viene de lo alto. Así, la prudencia ilumina el entendimiento; la fortaleza modera el carácter; la justicia regula el ímpetu de la voluntad y la templanza encamina lo que el pecado original dejó desordenado.

También, llevó el uniforme como bombero. De un servicio a otro pasó. Llegando a servir por décadas, recibiendo el debido reconocimiento en su vida. Consabido  es aquel  poema contemporáneo “En vida, hermano, en vida” de Ana María Rabatté y Cervi: “Si quieres hacer feliz a alguien que quieras mucho…díselo hoy, sé muy bueno en vida, hermano, en vida… No esperes a que se mueran si deseas dar una flor mándalas hoy con amor en vida, hermano, en vida… Si deseas decir “te quiero” a la gente de tu casa al amigo cerca o lejos en vida, hermano, en vida… Tú serás muy venturoso si aprendes a hacer felices, a todos los que conozcas en vida, hermano, en vida”.

Es “ahora” cuando hemos de procurar hacer el bien, es en esta vida donde se juega nuestra oportunidad para alcanzar  la salvación eterna. En tal sentido, ni un minuto antes ni después partiremos de este mundo, pero si estamos ciertos que ello va a suceder  en aquellas circunstancias que Dios haya establecido, puesto que, para el creyente, nada acontece al azar ni es fruto de lo fortuito. Por cierto,  todo nos ha de servir  para descubrir la voluntad de Dios tras cada acontecimiento. 

En ambos trabajos que desarrolló procuró actuar como creyente. En tal sentido, la religión no fue para él un añadido posible ni un adorno cosmético, ni un recurso facultativo, más bien, fue una realidad esencial para su alma, desde la cual y hacia la cual sacaba lo necesario para sobrellevar los momentos de alegría y de sacrificio que nunca le resultaron esquivos a lo largo de su vida.
Así, llegó a cumplir las Bodas de Oro matrimoniales: viviendo entre Valparaíso y Villa Alemana, su vida esponsal se inició en la Iglesia de la Merced de San Felipe, de la cual nacieron dos hijos, Francisco y Sandra, de los cuales se sabía plenamente querido y acompañado.
En la pacifica ciudad reconocida por sus molinos de viento, transcurrió su vida de hogar, en la cual tuve oportunidad de acompañar, como sacerdote,  en el matrimonio de su hijo, en el bautizo de cada uno de sus nietos y, más recientemente,  en la administración del sacramento de la extremaunción, por medio del cual le concedimos la absolución y la indulgencia plenaria  para tranquilidad de su familia y principalmente de él.
Ello fue el día domingo por la noche, en momentos que recordamos aquel “caer la tarde” donde dos peregrinos caminaban llenos de tristeza hacia Emaús, como –también-  acontece en tantos que ven partir de este mundo a sus seres queridos.

Entonces, repetimos la súplica de los jóvenes de Emaús el día de la resurrección: “Quédate con nosotros porque ya es tarde” (Mane nobiscum Domine). Aquel domingo por la tarde, nuestro Señor celebraba con los peregrinos de Emaús su presencia. Ahora,  lo hace nuevamente.  También,  experimentamos la realidad de su presencia como un anticipo de lo que tendremos al momento de verle para siempre y repetiremos la frase de aquellos jóvenes peregrinos de hace dos milenios: “¿No se  abrió nuestro entendimiento cuando nos hablaba?  ¿No ardía nuestro corazón mientras iba de camino junto a nosotros?

Ciertamente, Jesús está con nosotros en su Palabra, pero sobre todo,  de manera –real y substancial permanece sacramentalmente en nuestra Santa Misa donde se renueva el santo sacrificio. ¡Jesucristo estará aquí en el momento de la consagración! El simple sonido de una campana llega no sólo a nuestros oídos sino que hace sentir con fuerza su clamor que anuncia el prodigio de la presencia en medio nuestro de Aquel que  los ángeles adoran desde toda la eternidad y que los santos reconocen ya en el Cielo para siempre.

En vísperas de la festividad de Nuestra Señora de los Dolores celebramos, al caer el día,  nuestra Santa Misa de Exequias. Una delicadeza del Cielo para dos esposos que han sabido honrar a la Madre de Dios por décadas, la cual,  se unió plenamente a Jesús  en el misterio de la cruz,  hecho que Jesús reconoció claramente al decir desde lo alto del Calvario: “Mujer, he ahí a tu hijo” e inmediatamente señalar: “Hijo, ahí está tu Madre”.

Nuestra Madre del Cielo es experta en momentos difíciles, como toda madre no rehúye dar la cara,  sin buscar con ello, un etéreo protagonismo sino en virtud el instinto de saberse portadora y custodia del don de la vida, cobijado en su vientre. Por ello, la madre siempre dice “presente” en los atrios: de colegios, de hospitales, de los hogares, de las cárceles y de los cuarteles. Allí donde se necesita,  allí llega la madre presurosa, de manera similar,  acontece con la maternidad espiritual que nuestra Madre Santísima tiene hacia cada creyente: es diligente, es servicial, y es incondicional.
Nuestro hermano llevó el uniforme de bombero, en la compañía que nos cobija bajo el lema: “Disciplina y sacrificio”. Dos palabras algo denigradas y olvidadas actualmente en nuestra sociedad, que encierran el estilo como sirvió a la comunidad de manera desinteresada, buscando ayudar a quienes con urgencia lo requerían., salvando –quizás- vidas tan preciadas como desconocidas.

En ocasiones,  la cultura actual es tremendamente utilitarista: se tiene,  se usa, y  se bota, tres palabras lo ejemplifican: se tiene (“es bacán lo que tengo”); se usa (lo pasé demasiado bien); se bota (chao no mas). Muchas veces ocupamos este trinomio con trabajos, personas e instituciones, no asumiendo la grandeza de lo que es simple, gratuito, que cuesta lo que nos cuesta, en otras palabras,  el valor del verdadero sacrificio no va de la mano con la rentabilidad, y,  entonces,  lo que para el mundo puede carecer de valor, realmente es algo que bajo la mirada de Dios resulta gratificante. ¿Qué ganas con esto? Simple: ser feliz haciendo  feliz.

Hermanos, la muerte de nuestros seres queridos debe refrescar la realidad que en este mundo estamos de paso. Nadie se queda aquí para siempre. El mundo es pasajero. El alma es inmortal. Estamos llamados a la Vida Eterna en Cristo. Así lo recordada el gran Poverello de Asís: “Nada tenéis en este siglo ni en el futuro. Y pensáis poseer por largo tiempo las vanidades de este siglo, pero estáis engañados, porque vendrá el día y la hora en los que no pensáis, no sabéis e ignoráis; enferma el cuerpo, se aproxima la muerte y así se muere de muerte amarga”  (San Francisco, Carta a los fieles Primera).

Con la confianza puesta en la misericordia de Dios, una vez más miramos a nuestra Madre del Cielo. La cual, inmaculada en su corazón “ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte”, de tal manera que  “Todo el que guarde estas cosas, en el cielo sea colmado de la bendición del altísimo Padre y en la tierra sea colmado de la bendición de su amado Hijo con el santísimo Espíritu Paráclito y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos” (Testamento de San Francisco de Asís). Amen.

Sacerdote Jaime Herrera González / Cura Párroco de Puerto Claro / Diócesis de Valparaíso



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