En
este Año Santo celebramos en extraordinaria forma este maravilloso tiempo de
resurrección.
Jesús
se apareció tantas veces a los suyos que, golpeados duramente por su Pasión y
Muerte, les parecía difícil volver a verlo triunfante.
De
nuevo estaba con ellos, ya era realidad más que esperanza.
Jesús
los buscaba y los llamaba.
Inundados
de gozo comunicaban la noticia.
Pero
no es ésta sólo una historia del pasado.
Desde
entonces, hasta hoy y para siempre, se encuentra presente en la santa eucaristía
Jesús Resucitado.
A
la voz del sacerdote, desde su Gloria del cielo viene a los altares, no sólo
para estar junto a nosotros, sino para llegar hasta lo más hondo, como alimento
de las almas.
Por
eso la Sagrada Eucaristía es la gran celebración d Jesús Resucitado.
En
la Eucaristía, sólo vemos pan y vino. Si nos guiamos por lo que vemos, nos
quedamos fríos y ciegos ante esta realidad insondable.
Pero
la fe nos certifica que por amor nuestro está vivo, con su Corazón palpitante.
Jesús
está allí´: vamos a la Eucaristía a celebrar con Él cada día nuestra fiesta
cumbre, porque nada hay ni habrá en este mundo de mayor altura en que pueda
participar el ser humano.
Jesús
continúa ejerciendo su sacerdocio en la acción publica y oficial de la Iglesia
que es la Liturgia “cuya cumbre es la
Eucaristía y hacia la cual tiende toda su vida y al mismo tiempo la fuente de
donde mana toda su fuerza” (S.C.10).
Jesús
está allí: todos vamos a visitarlo y adorarlo en su Presencia real y verdadera,
a renovar con Él su sacrificio al Padre y recibirle y entregarle a los hombres
como Pan del Alma. Junto con renovar su entrega en sacrificio, nos entregamos
con Él todos los cristianos al Padre de los Cielos para su gloria y para la santificación
y salvación de la humanidad.
Al
hacerlo, debemos darnos cinta profunda y clara de lo que significa, del rol que
en Ella nos corresponde y de las normas a que debemos atenernos en su celebración.
Corresponde
exclusivamente a la autoridad eclesiástica su reglamentación, que debe ser
observada fielmente por todos son que nadie pueda cambar cosa alguna por cuenta
propia (S.C.22-23).
Por
eso cumplo con mi deber de Obispo de recordar las disposiciones litúrgicas
emanadas del Magisterio de la Iglesia y corregir las faltas, para que sea
celebrada santamente.
PADRE JAIME HERRERA & OBISPO EMILIO TAGLE 1982 |
a).
Es muy triste comprobar que se va perdiendo el sentido de la piedad, respeto y
recogimiento que merece el lugar sagrado y hasta se forman corrillos para
charlar dentro de la Iglesia. “Mi casa es casa de oración”, nos dice el Señor.
Es
urgente recuperar el silencio que merece su Presencia y terminar con las
conversaciones en el templo.
Cristo
Nuestro Señor expulsó a los que lo profanaban.
b).
Al entrar a la Iglesia y al pasar frente al Santísimo Sacramento debe hacerse
una genuflexión en señal de adoración: este acto tiene un profundo contenido.
“Para que el
corazón se incline ante Dios con profunda reverencia, la genuflexión no puede
ser apresurada ni distraída”
(Ibid. número 26).
c).
La Sagrada Eucaristía comienza con la Liturgia de la Palabra destinada a
preparar su celebración. “Abríos al
Redentor”, en forma especial en este Año Santo, pues es Él mismo quien nos
habla.
Las
Lecturas entregan la Palabra de Dios que no puede ser sustituida por ninguna
palabra de hombre, sea quien sea. (Cfr. Juan Pablo II: “Dominicae Cenae” 1 y
2).
Su
proclamación debe hacerse con la dignidad que corresponde (Cf.Id.n.2) no sólo con la claridad y el tono de voz que
permita ser escuchada por todos sino con el alma, para que llegue a la mente y
al corazón de los oyentes.
No
se puede improvisar lectores ni lecturas. Siempre debe prepararse inmediatamente
el texto y su expresión.
El
Evangelio está reservado al diácono o al sacerdote. Las otras lecturas las pueden
hacer los seglares espiritual y técnicamente preparados.
d).
Los textos litúrgicos “Señor ten piedad”,
“Gloria”, “Santo”, la aclamación después de la Consagración, “Cordero de Dios” constituyen un rito
por sí mismos y no deben reemplazarse ni alterarse (Cf.Celeb. Euc. Nº 21, 79, 102,
103).
e).
Las moniciones deben ser muy breves. Sólo son indicaciones y sugerencias, y no
meditaciones de lo que se anuncia.
f).
La recitación en voz alta del Canon o plegaria eucarística, incluyendo su
terminación “por Cristo, con Él y en Él”
así como las oraciones antes de la Comunión, corresponden exclusivamente a los
sacerdotes. Los fieles sólo pueden responder “Amén”. (Nº.55).
La
consagración se realiza “el gran Misterio
de nuestra fe”, el gran milagro del Amor. Cristo se hace presente. Se
renueva la ofrenda de su Sacrificio Redentor.
Ante
Él hay que arrodillarse.
Es
el signo de adoración que debe estimarse y mantenerse en todo su valore. Por
eso, “en la Consagración todos los fieles
deben permanecer de rodillas” (T.Ins.n.20).
Hay
que insistir incansablemente que nadie, en ninguna Misa, se puede quedar de
pie, aunque esté en la entrada de la Iglesia, salvo que esté imposibilitado
para hincarse.
El
toque de la campanilla anuncia este solemne momento.
Terminemos
cuanto antes con estas faltas de respeto.
La
Comunión es el gran don del Señor, por eso no se admite que los fieles tomen
por sí mismos el Pan Consagrado y el Cáliz Sagrado y mucho menos que lo hagan
pasar de uno a otro (Id.n.9).
Corresponde
al sacerdote y al diácono su distribución y sólo pueden excusarse de hacerlo cuando
estén impedidos por enfermedad o avanzada edad.
La
Sagrada Eucaristía merece de los fieles todo respeto y reverencia en el momento
de recibirla.
Cuando
comulgan de rodillas, ya eso es señal de adoración.
Cuando
lo hacen de pie acercándose procesionalmente al altar, deben hacer antes un
acto de reverencia, en el lugar y la manera adecuada, cuidado de no desordenar
el acceso y retiro de los fieles. No procede después de recibirla, hacer genuflexión.
En
seguida hay que vivir esos momentos de íntima y estrecha unión con Cristo
guardando un tiempo de silencio, sea en la misma celebración o después de
terminada.
Son
minutos privilegiados e intocables, de alabanzas, acción de gracias y oración
del corazón.
Normalmente
la Sagrada Comunión, como participación del sacrificio, debe recibirse en la Misa,
pero, por justa causa, puede hacerse
fuera de ella.
La
música y el canto son expresiones del alma. Elevan a Dios si es religiosa. Reza
dos veces el que canta bien, si es profana, aleja de Él.
Por
eso, tanto la letra como la melodía de los instrumentos deben ser religiosas.
La
introducción de lo profano desvirtúa y contradice el sentido de la música y el
canto en la iglesia. Dificultan la oración, estorban, distraen.
Cuanto
antes hay que eliminarlos resueltamente de la Iglesia.
El
canto corresponde a toda la asamblea. El coro sólo lo apoya y dirige.
No
es un grupo que realiza una presentación que los fieles ignoran y escuchan.
Hay
que introducir nuevos cantos adecuados sin echar al olvido muchos hermosos
cantos conocidos y practicados desde años.
Dentro
de la celebración, los cantos deben durar un tiempo prudente. No pueden prolongarse
indebidamente.
El
culto eucarístico, aún fuera de las horas de Misas, debe llevar a nuestros
templos (Juan Pablo II: 24 de enero 1980).
Las
iglesias deben estar abiertas durante las suficientes horas de la mañana y de
la tarde, para que los fieles puedan fácilmente orar ante el Santísimo
Sacramento (Ins. 25 de Agosto de 1967).
La adoración a Cristo en este Sacramento de
Amor debe encontrar expresión en diversas formas de devoción eucarística…”Bendición
del Santísimo, Jubileo de las Cuarenta Horas, Hora Santa…”.
Jesús
nos espera. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la
contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del
mundo. No cese nunca nuestra adoración (Dominicae Cenae, n.3 Juan Pablo II).
Participemos
cada día con fe y amor extraordinarios en este Año Santo, como fieles hijos de
la Iglesia, cumpliendo las normas litúrgicas que Ella ha dispuesto para su
digna y santa celebración.
Los
Rectores de Iglesia tendrán a bien dar a conocer ampliamente en todas las Misas
esta instrucción y velar por su fiel observancia.
Reciban
muy queridos hijos mi bendición de Pastor.
+ Emilio Tagle Covarrubias, Arzobispo-Obispo de
Valparaíso.
Valparaíso,
4 de Mayo de 1983.
Esta
Carta será leída en todas las Misas del domingo siguiente a su recepción en las
iglesias de la jurisdicción episcopal de Valparaíso.
P
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