COMENTARIO RADIO STELLA MARIS /
22 DE FEBRERO 2016.
Lectura del Santo Evangelio de Nuestro Señor
Jesucristo según San Mateo (XVI, 16-39).
“Llegado
Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos:
“¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?” Ellos
dijeron: “Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o
uno de los profetas.”. Díceles él: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?»”. Simón
Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Replicando Jesús le
dijo: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto
la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo
a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y
las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti
te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará
atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los
cielos”. ¡Palabra del Señor!
No era una región más la de Cesárea de Filipo.
Confluían muchas personas, provenientes de distintos lugares: idiomas,
costumbres, personalidades, todo lo cual daba una cultura muy vasta, que hizo
proclive la pregunta de Jesús a sus discípulos. Estos, entusiasmados por tantos
milagros, embelesados por la aceptación de las muchedumbres a los beneficios
obtenidos de manos de nuestro Señor, les llevó a la tentación que ya, en esos
momentos, muchos anidaban en su
interior.
Pensaban
probablemente: Si seguimos con Jesús estaremos “asegurados”, nada nos faltará y obtendremos bienes mayores de los que ya –prodigiosamente-
venían recibiendo simples desconocidos. ¿Cómo ellos van a ser más beneficiados
que nosotros que vamos a su lado en todo momento?
Las respuestas en tercera persona es fácil
darlas. No nos afecta su resultado pues responden a la opinión que otros han
dado, por esto, como alumnos que quieren quedar bien ante el profesor, los discípulos
se atropellan para responder inicialmente: Juan Bautista, Elías, Jeremías,
y una nómina que terminaría con el
último Apóstol citando alguno de los profetas de la antigüedad.
En ocasiones tendemos a tener una fe de “butaca”,
donde contemplamos un espectáculo que otros hacen sin involucrarnos más que
cuando se hace imprescindible. Se aplica el refrán: “¿Dónde está Vicente, donde está toda la gente?” Así, la fe
profesada termina siendo como el resultante de lo que las mayorías siempre
cambiantes marcan en el momento. Se
esclaviza la verdad a la moda, de tal manera que, la fe más que proclamar el asentimiento de lo
revelado, como parte de una gracia especial de Dios, viene a ser –entonces- una
opción, un gusto, un sentimiento que un día está y al siguiente es ya simple recuerdo, en el mejor de los casos.
Conocedor de nuestra humana naturaleza, Jesús
hace una nueva pregunta a sus discípulos. Esta vez hace ir “mar adentro” la voluntad y la inteligencia de sus Apóstoles.
Entonces, oh sorpresa, un silencio total resuena en aquel lugar. Los que tanto
respondían han optado por callar. ¿Qué ha pasado? ¿Qué los hizo silenciar sus
diálogos? Sin duda fue la pregunta hecha por el Señor. Y vosotros, ¿Qué dicen
de mí? Ahora es en primera persona, por lo que perciben que la nueva respuesta
que eventualmente darán, sí les involucra directamente, develando todas las
intenciones ocultas, los proyectos propios tantas veces silenciados, los
respetos humanos que esterilizan las buenas iniciativas.
De pronto, como acontece en el mejor de los
engastes, el silencio de muchos hace destacar la palabra de uno: es Simón
Pedro, que acompañará al Señor en los momentos cumbres, tal como aconteció en
la notable jornada del Monte Tabor como en el caminar doloroso hacia el
Calvario.
Por especial asistencia del Espíritu Santo, que
directamente habla en la voz de Pedro, con la fuerza que emana de una convicción
con aroma de cielo, señala, primero y a nombre del resto de los Apóstoles: “Tu eres el
Cristo”, es decir, reconoce a Jesús como el Mesías esperado por
generaciones, como aquel el que venía a quitar el pecado del mundo, quien vino a
sanar los corazones desgarrados, quien iba a instaurar un reino de santidad y
vida.
Decirlo hoy no entraña -al menos en nuestra
Patria- los riesgos que entonces involucraba decir que Jesucristo era el Mesías
verdadero, reconociendo con ello, el misterio del Verbo Encarnado presente en
medio del mundo. A fin de cuentas, el primero que lo hace en las riberas del
Río Jordán terminó decapitado…y si acaso alguien escuchaba tal afirmación bien
podría seguir él que lo decía, el mismo
camino de San Juan el Bautista.
Como Simón Pedro, a tiempo y destiempo, hemos
de reconocer a Jesucristo en el mundo presente, allí donde con agrado lo deseen
escuchar y allí donde las puertas parezcan estar irremediablemente cerradas a
todo anuncio.
Nada ha de ser impedimento para hacer de
nuestros hogares, de nuestros colegios, de nuestras universidades, de nuestros
trabajos, de nuestros parlamentos, de nuestras bancas, un nuevo Cesarea de Filipo
donde proclamemos no solamente la universalidad del mensaje de Jesucristo sino,
también, su especifico camino para alcanza
la salvación como miembros de su Iglesia que es: Una, Santa, Católica, Apostólica,
y cuya Sede visible -en nuestros días- está en la ciudad de Roma. ¡Viva Cristo
Rey!
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