miércoles, 17 de febrero de 2016

Hacia ti, Señor, levanto mi alma

 HOMILÍA EXEQUIAL PARROQUIA CASTAÑOS DE VITACURA 2016

1.        “Recrea el alma de tu siervo, cuando hacia ti, Señor, levanto mi alma” (Salmo 86,4).


Locura y necedad representó para el mundo la realidad de la Cruz. Lo que hasta Cristo era signo de sufrimiento y  castigo por medio del acto voluntario de subir a ella y padecer hasta la muerte, transformó dos simples maderos en el más bello estandarte de quien asumiendo la maldad del mundo entero sobrellevó la miseria de toda generación.

Obispado de Valparaíso, padre Jaime Herrera

Dice la Santa Biblia, en expresión del profeta Isaías que el Siervo Sufriente “casi no tenía figura” a causa de los padecimientos. En realidad es inimaginable pensar como el Dios hecho hombre cumplió desde la Cruz el llamado que sentencia el Evangelio de este día: “No he venido a llamar a conversión a los justos, sino a los pecadores”.

Y, es que desde que Jesús asumió todo sufrimiento humano hizo que cada dolencia, cada limitación, cada enfermedad adquiriese un rostro rejuvenecido y una identidad nueva ya que ello va indisociablemente unido con el misterio de la Redención. Por esto, el hombre que sufre no es alguien marginado del amor de Dios sino,  más bien,  integrante dilecto de los bienaventurados del Evangelio. De hecho, la Sagrada Liturgia en la Misa por los enfermos habla explícitamente del que padece como un “predilecto de Dios”, lo cual en tiempos de nuestro Señor no sólo era algo inusual sino tenido como impropio puesto que estaban sumergidos en un profundo exitismo, carente de todo pesar, de toda pobreza, de toda enfermedad.

Sin duda fue toda una sorpresa cuando Jesucristo dio a conocer en lo alto de una loma el sermón inaugural conocido como las Bienaventuranzas, señalando que serían “felices los que sufrían”, tanto en su alma como en su cuerpo. Esa lógica del Cielo fue considerada “locura” para el mundo, y la sabiduría divina como “simple tontera”.

Mas, el amor vence siempre, y se termina imponiendo  no con la fuerza disuasiva de quien actúa primero, ni de quien es más agresivo, tampoco –por cierto- de aquel que goza de mayor originalidad. El amor de Dios es claro, es auténtico y “no mira con chanfle”. Se impone y doblega por la fuerza de su convicción, cautivando por medio de la irradiación de la verdad unida al bien. Todo esto, nos ayuda a descubrir parte del misterio de lo que nos enseña el retorno a la Casa de Dios de nuestro hermano, quien a los veinticuatro años, luego de sobrellevar en silencio el misterio de lo que nuestro Señor padeció le dice; “ven bendito de Padre, al lugar preparado para ti desde toda la eternidad”.
En efecto, la súplica que hace David en el salmo de este día encierra el anhelo que tiene todo hombre desde el momento en que Dios lo ha creado y constituido, en expresión de San Agustín de Hipona un “Dei capax”. Salidos de las manos de Dios, nuestra existencia tiene sentido si vamos de Su mano providente avanzando.

Por ello, clamamos: “recrea el alma de tu siervo”, es decir, que la gracia de lo alto haga nueva la vida de aquel que un día fue llamado al banquete de la vida, a la vez que le introduzca a la morada santa de la cual la Iglesia fue su anticipo desde el día de su bautismo, por medio del cual paso a ser hijo de Dios y miembro vivo de su Iglesia.

“Hacia ti Señor levanto mi alma”: A diferencia de nosotros que debemos esforzarnos por elevar nuestra alma a Dios y sus realidades, siendo muchas veces negligentes en ello, nuestro hermano a lo largo de su vida experimentó de manera tan misteriosa como real aquella habitación trinitaria de la cual refieren las almas grandes, viviendo en presencia de Dios de manera permanente, no perdiendo a causa de pecado alguno la inocencia, pureza y gracia recibida el día de su bautismo, de tal manera que si hay un alma que pueda partir derecho al Cielo ha de ser la de nuestro hermano por quien aplicamos esta Santa Misa.

2. “Entonces te deleitarás en el Señor, y yo te haré cabalgar sobre los cerros de la tierra” (Isaías 58, 14).
Con este versículo vemos como resumido el misterio de la Bienaventuranza eterna a la que estamos llamados. Vivir en el Cielo es estar con Dios, y ello, resulta indescriptible en palabras nuestras, tal como lo experimentó el apóstol San Pablo al decir que “ni ojo ha visto, ni mente ha llegado a  ¡imaginar lo que Dios tiene preparado para cuantos procuran serle fieles”. Lo único que podemos añadir al respecto es que la menos de las alegrías del Cielo es mayor a todas los gozos de una entera en este mundo, puesto que aquí todo acaba, incluida la felicidad; más en el cielo, todo es para siempre.

Ahora, nuestro hermano verá a Dios “cara a cara”, donde las razones ya no serán necesarias porque comprenderá plenamente a Aquel que contempla ya de frente. Lo que para nosotros puede llevarnos una vida en encontrar una respuesta a tanta pregunta, respecto de la fe, nuestro hermano ahora descubre como ya resuelto todo dilema: ni preguntas, ni respuestas, ni argumentaciones, ni raciocinios…sólo mirar y ser mirado, amar y ser amado. De algún modo, se cumple en la vida de nuestro hermano lo anunciado por el profeta Isaías. “te deleitarás en Señor” y  “yo te haré cabalgar sobre las alturas de la tierra”.

Al cielo ha de llegar para acompañar a su querida abuela, por quien rezamos hace solo unas semanas atrás. Su padre recordaba, en aquella oportunidad, que la paz se le había acabado a don Ernesto  ante la llegada de su esposa…pues bien, Dios sabe hacer perfecto todo, por ello,  ahora,  a ambos les agrega la compañía de su nieto, al que tanto quisieron: allí Aurelia le hablará de los Talleres de Oración y Vida, de la grandeza del amor de Dios, y por cierto del Padre Ignacio Larrañaga, en tanto que su abuelo Ernesto lo vemos explicándole los últimos pormenores de su equipo favorito, que me abstengo de nombrar. Si aquí por veinticuatro años el velo de una enfermedad les impedía hablarse, junto a Dios no sabemos cuál de ellos tres guardará silencio…

3.        “No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores” (San Lucas 9, 32).
Esta Santa Misa de Exequias que celebramos, la ofrecemos en sufragio de nuestro hermano que retorna a la Casa del Padre Eterno, a la vez que oramos por el consuelo espiritual de sus padres, familiares y amistades.

Si bien, toda celebración eucarística encierra la gratitud, la alabanza, la imploración por las gracias necesarias, la petición del perdón por los pecados conscientemente cometidos, al momento de recibir la Hostia Santa constatamos que verdaderamente es el Pan que da la vida en abundancia, el único capaz de nutrir el alma y la familia cuando las fuerzas se ven debilitadas. Por ello, teniendo presente las promesas del Señor que confirió a la oración un poder ilimitado,  resulta un imperativo pedir por los padres de nuestro hermano que hoy, en el mismo espíritu del patriarca Abrahan ofrecen a quien les fue ofrecido, toda vez que Dios al momento de crear el alma de nuestro hermano lo colocó al cuidado de sus padres quienes, con generosidad lo esperaron, con abnegación lo cuidaron y con esperanza hoy lo colocan en las manos del Buen Padre. En efecto: “Nos hiciste para Ti Señor, e inquieto estará nuestro corazón mientras no descanse en Ti”.

Como padres de familia han sabido interpretar fidedignamente el amor de Dios no sólo para sus hijos, sino que de manera ejemplar, no exentos de dudas e incertidumbres, son un modelo fidedigno para tantos que, con ocasión de tomar la Cruz lo hacen unilateralmente olvidando que en su condición de esposos son uno sólo al momento de subir al Gólgota como al instante de reconocer la evidencia del sepulcro vacío. Sin duda, no quedará exento de un premio muy grande en el Cielo y en la tierra la dedicación con que ambos se esmeraron en cuidar a vuestro hijo, lo cual ciertamente conoció de fortalezas e incertidumbres, nunca de claudicación siempre de abnegación.

Sólo desde la fe hoy constatamos que las mismas lágrimas de una momentánea despedida se transforman en las lágrimas ante la bienvenida que recibe por quienes, no por un tiempo, sino para siempre le acompañarán adorando a Quien sólo no puede dejar de amar a aquel que un día no dejó de crear.
Nuestra mirada se di
rige entonces, hacia la Virgen María, que en esta parroquia se venera bajo la advocación de Nuestra Señora de las Mercedes, en cuyo regazo nadie sobra y en cuyo corazón todos ocupamos un lugar principal. Imploramos que la delicadeza del alma de la Madre de Dios, constituida llena de gracia y medianera universal de toda gracia, presente el corazón privilegiado de nuestro hermano ante el Señor de la  Divina Misericordia. ¡Viva Cristo Rey!





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